“El hombre puso
nombres a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todos los animales
del campo”. Génesis 2, 20.
Nombrar es el
gran acto simbólico de la “auctoritas” que acoge al otro desvalido. Nuestros nombres y
apellidos nos han venido dados por nuestros padres y los ancestros anteriores a
ellos. En el mundo romano, un hijo natural podía ser rechazado, expuesto, expósito,
a la vez que alguien, ya adulto, podía ser adoptado, aunque no hubiera ningún vínculo
de sangre.
Fuera de la familia, de ese ámbito de jerarquía fundada en el nombre
del padre, en el “pater familias”, se podía y aún se puede reconocer a alguien precediendo
su nombre con una nueva expresión que rememora al viejo “cursus honorum”. Uno
pasa a ser “Don”, “Doctor”, “Profesor”, “Excmo. Sr.” “Sir”, “Lord”… Algo así
como si lo curricular llegara a hacerse esencial en la vida de alguien.
Linneo siguió
mejor que nadie que lo precediera la misión bíblica, poniendo nombre a animales
y plantas, que fueron agrupados jerárquicamente desde los “phyla” a las
especies. Darwin propició las bases de una taxonomía más adecuada, propiamente filogenética,
pero que no llegó a arrinconar en absoluto el trabajo de Linneo.
En cierto modo,
nuestro nombre nos confiere un ser. De alguien importante por el motivo que sea
no se dice que tiene un nombramiento, sino un nombre, que ha logrado de forma
meritoria o al que le ha hecho honor si es de origen familiar.
Nombrar se ha
hecho obsesivo. Nuestros académicos nombran todo lo que suponen nombrable,
desde estrellas a insectos, desde fósiles de animales extintos hasta diatomeas
actuales. Nombrar es el primer paso para hablar de algo. Nadie sabía de un
virus llamado SARS-CoV-2 antes de la pandemia que sufrimos. Ahora eso, que en
otro tiempo sería un “être de raison”, es visible y nombrable hasta en sus
variantes, asociadas a letras griegas.
La Ciencia trata
de explicar el mundo e incluso a nosotros mismos. El método científico,
simbolizado por aquella fruta edénica, subyace al deseo de explicación del
mundo y de nosotros mismos. Tras morder y gustar la manzana, caben varios tipos
de preguntas, siendo dos importantísimas el “cómo” y el “por qué” fenoménicos.
Pero, precediéndolas y sucediéndolas, existen dos formas de otra, ¿Qué? Esa
cuestión es la inicial, la nominativa y taxonómica. Y también acaba siendo, de
otro modo, la final, la ontológica o, con más sencillez, la hermenéutica: ¿Qué
es? Parece que se trata de reducir al máximo lo importante, lo esencia, pero lo sencillo abruma; ¿Quién podría decir con propiedad qué es un fotón sin
limitarse a relatar sus propiedades? ¿Quién podría decir qué es la vida?
La Medicina no es
ajena al afán taxonómico traducible como nosología, como una clasificación de
enfermedades. Algo osado porque no parece fácil en muchos casos. Y, a la vez, algo
necesario desde el punto de vista metodológico y pragmático. Si sabemos de qué
hablamos podemos abordarlo, tratarlo, al estilo que recuerda a Lord Kelvin, no médico, pero he ahí que acabamos confiriendo ser
precisamente a la falta que afecta al ser mismo.
Muchas
enfermedades se parecen semiológicamente, pero su diferente etiología se
corresponderá con la adecuación o no de un tratamiento dado. La visión médica
actual es etiológica y neo-mecanicista, incluso aunque se desconozcan
relaciones etiopatogénicas, como suele suceder en Psiquiatría, con intentos
patéticos como los del DSM en sus “progresivas” versiones.
Esa perspectiva de
conferir ser a la carencia, incluso aunque su etiología sea no carencial, como
sucede con la microbiana o la proliferativa, neoplásica, “ontologiza” a la
propia enfermedad a tal punto que quien la sufre pasa a tener el nombre de
ella, de lo que lo aflige o lo pone en riesgo lejano o inmediato de muerte, y
así se hablará del diabético tal o del ACV cual. Uno pasará a “ser” una “neo”,
un íleo, un SCASEST. El viejo ideal hipocrático pronóstico subsiste, aunque muy
malamente, a la hipertrofia diagnóstica y muchos casos diferentes se englobarán
con frecuencia llamándoseles “terminales”.
Ese frenesí
taxonómico no soporta la ignorancia, menos aún la incertidumbre, y hará toda
clase de pruebas diagnósticas hasta excluir todo lo imaginable y obtener una
marca diagnóstica en la que todo estará condensado, el futuro pronosticado, y
uno, como paciente, como “caso”, será predicho en el declive. Hasta su ser en
el mundo será insensatamente dicho. Sólo después de un silencio del cuerpo o
del alma resistente a todo tipo de pruebas, a veces cruentas, se asumirá un
término ya antiguo y que no dice nada referido a una causa. Se hablará de algo
“idiopático”. Es un término que curiosamente
se ha hecho sinónimo de otro, “esencial”.
Quizá fuera bueno
que los nuevos médicos se pararan en la importancia esencial de eso que así es
llamado. Esencial. Da igual que se trate de una hipertensión o un temblor. El
término “esencial” se sigue usando sin apreciar lo que realmente indica, la
ignorancia que subyace al hablar de la falta en ser de alguien, eso que
siempre fue de la mano de la Medicina, la que subyace al quehacer clínico.
Olvidamos con
frecuencia que la Medicina fue mágica antes que científica y sencillamente
mirada empírica antes que comprensión molecular. Y así no sólo se avanza;
también se facilita lo peor, que ocurre cuando alguien, un paciente, es
convertido en algo, un organismo constituido por fragmentos que enfocan la
mirada de múltiples especialidades. Al lado de simplificaciones obscenas (es un
viejo, es un psicópata, es un oncológico, es un terminal…) hay la obsesión
nosológica que no ve a un ser humano como doliente sino como reto intelectual,
clasificatorio. En ese marco, el frenesí diagnóstico basado en multitud de
pruebas “complementarias”, algunas con riesgos potenciales asociados, está
servido y supone con frecuencia una peregrinación del paciente entre
especialistas de campos parcelados, que miran trozos de cuerpo, que llegan a
priorizar lo epistémico a lo pragmático, el diagnóstico a la cura, porque no
siempre van necesariamente ligados. Es esa obsesión tantas veces inhumana la
que puede confundir lo horrible con lo bello, llegando a decir de alguien que
es un caso “precioso”, algo que preludia casi siempre la catástrofe para el así
destacado. La perversión estética parece haberse hecho consustancial desde hace años a la
mirada de muchos médicos.
En aras del
supuesto saber, se prescinde de la docta ignorancia, de poner en juego como clínico al alma, a la incertidumbre, primando el bienestar de quien se atiende ante
la mirada anatómica o molecular, tan necesarias como auxiliares, tan peligrosas
como pretendidamente esenciales. Esa contemplación autista, por más que sea
compartida en esa entelequia conocida como trabajo en equipo, que nunca es tal,
es reductiva y cruel, y no tolera carencias en su persecución de la marca
taxonómica, nosológica.
Y, sin embargo,
todos quienes fuimos o seremos pacientes, agradecimos y agradeceremos la mirada
limitada y humana del médico, de quien no entiende su ejercicio al modo de la Hygeia de Klimt, sino como arte
científico y compasivo en el noble sentido del término. Es médico quien se
resigna cuando es preciso a asumir eso que, por ponerle un nombre, se llama
idiopático o esencial, poniendo todo el empeño en curar, aliviar o acompañar,
más que en nombrar.