Y aquí estamos. Perdidos.
Llega un virus y crece en nuestros cuerpos. No hay “porqué”. “La rosa
florece porque florece”. Y ésta es una mala primavera para nosotros.
A veces, ese crecimiento es tolerado por el cuerpo. En otras ocasiones, no.
Y no es porque el virus en sí vaya destruyendo nuestras células, nuestros
tejidos, como podría hacerlo a escala macroscópica un tigre. No, es el cuerpo
de quien morirá en el intento el que monta una defensa alocada, si así puede
decirse de lo que no piensa ni habla, aunque exista un lenguaje molecular.
Nosotros, que sí hablamos, a veces sin sentido, le llamamos a eso “tormenta
de citoquinas”, que en unos se da y en otros no.
No hay finalidad aparente. Y eso resulta terrible en el contexto cultural,
por más que, desde la óptica neodarwinista, se le atribuya a la selección natural
un papel demiúrgico. Monod hablaba de teleonomía, un término más bien “light”. Siendo
ateo, se resistía a esa carencia de causalidad finalista. Parece que es más
fácil prescindir de la mirada teológica que de la teleológica. Y por eso
construimos (o descubrimos) el mundo mítico. Ha sido nefasto desterrar a los
dioses. El logos no puede afrontar el horror de lo real. Sólo la mirada mítica
de los poetas puede encararlo. Y quienes lo hacen de verdad pueden acabar locos
o extrañamente lúcidos. Novalis se reconcilia con la muerte, a la que llega a
desear por amor, en sus “Himnos a la Noche”.
Muchas veces nos preguntamos, desde distintas perspectivas, sobre lo real.
¿Qué es lo real? No lo sabemos ni lo sabremos. Es inaccesible a la mismísima
Ciencia en su "qué" esencial, tras el inicial, descriptivo y taxonómico, tras el
cómo y el porqué. Va más allá, incluso en algo brutalmente simple como este
virus, con su RNA y unas cuantas proteínas. Lo nombramos y creemos
comprenderlo. Fue secuenciado, visto al microscopio electrónico. Podremos “combatirlo”, desde esa óptica bélica que considera
armas a los fármacos y vacunas. Pero ahora mismo nos remite, sin decir nada, a
nuestra fragilidad, desbarata el mito cientificista del progreso, quiebra el
desarrollo económico, “limpia” el aire y las aguas… Eso es lo real.
Eso no sabe de nosotros y nosotros no sabemos sobre lo que nos atañe de
eso. ¿Qué quiere ese otro de nosotros? Nuestra vida, nuestra soledad ante la
muerte, que es peor… Estamos ante lo siniestro, de nuevo, como tantas veces,
ante el “Unheimlich” freudiano. La angustia se instala y desbarata la
vulgaridad cotidiana de falsas seguridades.
Un virus muestra lo siniestro de la alteridad, y nos contagia de esa
impresión, por la que ya vemos al otro, a cualquier otro, incluso al hermano, como
albergue de virus, potencialmente letal. ¿Por qué algo así
ocurre? ¿Por qué vuelve a cabalgar ese jinete pálido que apareció en 1918 y
muchas otras veces antes? Por la misma razón que la rosa florece. No hay porqué.
Y las consecuencias de ese virus, pequeño, nombrado, cuya estructura
molecular es conocida, precederán, con el horror que muestra en los hospitales
y morgues, a la miseria adicional de la fragilidad de quien no recibirá un
sueldo, una ayuda, de quien no podrá alimentar a su familia, de quien no
volverá a trabajar, de quien caerá en cualquier modalidad psicótica.
Eso es lo real. Lo que no tiene nombre, aunque ahora le llamemos coronavirus.
Es la innombrable criatura divina, como los árboles, los gorriones, los
delfines, las arañas y las rosas. Como Dios mismo o, si se prefiere, como la
Nada. Eckhart, que era sabio, no diferenciaba. ¿Quién puede imaginar lo inimaginable?
Nos ha dejado estupefactos hasta la estupidez. Tenemos medios para ir a
buscarlo, para limitar su contagio, pero no los usamos, prefiriendo llenar las
UCI de hospitales y optando por el confinamiento generalizado. El estupor se
implanta en nuestras casas y en los políticos que nos dirigen como sociedad, esos que pretenden
conjurar el horror de cada singularidad con la mejora supuesta del individuo
colectivo, con esa curva estadística absurda. Una modalidad del Horla reside en nuestras casas y parasitará las
mentes de muchos.
Eso es lo real. No una entelequia intelectual, aunque implique la mirada
filosófica, sino lo más brutalmente pragmático y absurdo para la perspectiva
antropomórfica y cientificista que regía en estos tiempos modernos. En la
Ciencia confiamos, pero en la de verdad, que es la que nos ayudará y que es lenta.
Esto es lo real para este siglo y para el otro y el siguiente. Como lo fue
para los anteriores. Inasumible, inaceptable, precisamente por eso, por ser un
real que marca la misteriosa distancia con lo que suponíamos, con lo que
imaginábamos, con la falsa seguridad. Un real sísmico que nos recuerda el Misterio, que nos lo hace percibir en
el peor de los modos.