"Dijo luego Yahveh Dios: No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada".
Gen. 2, 18.
El libro de Vesalio aparecido en 1543 con el título “De humani corporis fabrica” marcó un hito en la concepción del cuerpo humano. Atrás quedaban las especulaciones galénicas; el cuerpo era mostrado, descrito en sus componentes, destacando en él lo estructural.
Gen. 2, 18.
El libro de Vesalio aparecido en 1543 con el título “De humani corporis fabrica” marcó un hito en la concepción del cuerpo humano. Atrás quedaban las especulaciones galénicas; el cuerpo era mostrado, descrito en sus componentes, destacando en él lo estructural.
La visión anatómica del cuerpo sugiere la función de sus componentes. Lo estructural y lo funcional van íntimamente asociados en términos finalistas, aunque la finalidad no quepa en ciencia: decimos, aunque no sea científicamente correcto y sólo heurístico, que un órgano lo es para una función. Cómo podríamos decirlo de otro modo?
Y así, desde la visión estructural, ¿Por qué no copiar lo humano? El concepto “hombre - máquina” de Julian Offray de la Mettrie sigue impregnando la concepción mecanicista en Medicina.
Si Vaucanson asombraba con sus autómatas, Mary Shelley lo hacía con su inquietante relato, “Frankenstein o el moderno Prometeo”, sobre un cuerpo construido a partir de componentes y dotado de vida gracias a la nueva fuerza de entonces, la eléctrica; un cuerpo inquietante por la posibilidad de ser incontrolable, como acabó ocurriendo.
A fin de cuentas, un autómata orgánico o inorgánico es concebible. Una estructura soportando funciones. Si se refina, ¿quién lo distinguiría de un ser humano?
Un ser humano trabaja, piensa, siente, ama, odia… ¿Para qué un autómata? Tal vez sólo para trabajar. Así lo imaginó Karel Čapek, creador del término “robot” asociado a trabajo o, más bien, trabajo esclavo. Así se siguen imaginando ya muchos “robots”, a la vez que otros, menos parecidos al ser humano, son ya una realidad, siendo la industria automovilística, robotizada, un buen ejemplo al respecto.
Deep Blue le ganó al ajedrez a Kasparov. Un sistema de GPS nos guía al volante, un buscador de internet nos resuelve casi cualquier duda no metafísica al instante, o nos confunde en el empeño, pero casi parece un ser inteligente.
El trabajo y la inteligencia parecen ser ya no sólo humanos. Hay un célebre test para significar esa semejanza, el de Alan Turing. Básicamente, un sistema artificial lo pasaría si un observador no puede distinguirlo de un ser humano en una entrevista. Ya en 1966 se dijo que un programa llamado ELIZA, creado por Weizenbaum, lo superaba. ELIZA simulaba un psicoterapeuta inspirado en la terapia de Rogers. Mucho más recientemente, en junio de 2014, se anunció que un programa conversacional, Goostman, había superado el test. En ninguno de ambos casos hubo aceptación generalizada, pero se sigue en el intento. Difícil de resolver precisamente porque requiere la observación de alguien, una subjetividad.
Es asumible que un programa pueda sostener una conversación. También lo es que una estructura robótica pueda parecerse a un ser humano. Unámoslos y... ¿Qué tendremos? Una cosa; complicada, divertida, interesante, útil, pero una cosa. Y eso es lo que parece olvidarse si se ignora la existencia de límites entre sujeto y objeto.
Se dice a veces que el amor es ciego para referirse a un enamorado, por parte de alguien que no está en tal estado y que cree juzgar objetivamente el objeto de amor del otro. También se habla de amor a primera vista, de flechazo. Y esto tiene que ver con la mirada dirigida al cuerpo de alguien o a una parte de él. También hay quien sucumbe a palabras de amor. Erótica de la mirada y erótica de la palabra. Pero es un cuerpo a quien se mira y al que se escucha; un sujeto por quien uno también es mirado y oído; nunca una cosa. De hecho, cosificar a alguien, como ocurre en la prostitución, implica negar el amor.
Se suele hacer una pregunta, ¿Puede pensar una máquina? pero cabe otra relacionada, aunque claramente distinta, ¿Puede amar una máquina? En cierto modo, el amor sería el test más adecuado para ensayar la subjetividad porque uno cobra conciencia de sí por el amor a otros o a sí mismo, porque también uno es reconocido, nombrado, desde el amor. No es tan importante ni mucho menos la capacidad de resolver un problema intelectual.
E.T.A. Hoffmann nos mostró el horror de la gran confusión amorosa con su cuento “El hombre de arena”. Quiso revelar lo siniestro tecnológico, encarnado en una autómata, Olimpia, de la que se enamora el protagonista y, a la vez, mostró lo realmente siniestro, lo biográfico de éste, que Freud se encargó de mostrar en su ensayo “Das Unheimliche”. Dos aspectos de lo siniestro surgen; el del protagonista, descrito por Freud y el de la máquina, pretendido por Hoffmann.
Enamorarse. Algo extraño. Tal vez sea más acertada la expresión inglesa para algo así: “falling in love”, porque contiene los dos términos de esa extrañeza, amor y caída.
El núcleo del cuento de Hoffmann reside en ese enamoramiento - caída hacia un cuerpo bello que se mueve, que baila, que es acogedor aunque no habla, que parece escuchar sin responder nunca. El horror le es mostrado al protagonista en modo súbito (siempre va asociado lo que más horroriza a la brusquedad de su aparición), y en su mayor crudeza, cuando se enfrenta a la naturaleza del autómata que suscitó su amor.
No basta un cuerpo. Es preciso que el sujeto se muestre hablando, aunque sea sin voz. ¿Qué ocurre si no se muestra, si no se ve, si no se puede tocar? La radio ha jugado con ese enigma; ¿a quién corresponderá una voz atractiva? Pero la radio habla a muchos, no a alguien concreto.

Basta con la voz… hasta que se acaba, porque todo evoluciona en el mercado, incluyendo los sistemas operativos.
Se habla habitualmente de objeto de amor, pero es una forma de hablar. Sólo una persona concreta puede ser sujeto del que pueda otro enamorarse y sólo el sujeto puede llegar a amar.
Pero algo tan viejo y tan sencillo llega a olvidarse y no sólo por la fantasía; también por un cientificismo que nos reduce a un conjunto de neurotransmisores y que nos equipara a una conducta programable. No es extraño que surjan películas como Her, que anuncian la cruel soledad que acecha y que una Eva electrónica no resolverá.