“La encarnación redime al
Dios de su corporalidad no realizada y al cuerpo de los límites de su pura
corporalidad, pues lo hace cuerpo resurrecto”.
(José Ángel Valente)
La Navidad se encuadra en una
larga tradición cristiana, en una confianza fundamental en lo que se expresa en
el evangelio de Juan, en cuya introducción se refiere a que Dios se encarna y
habita en medio de nosotros.
El cómo es eso posible, esa
pregunta de María al Ángel, que tan hermosamente plasmó Fra Angelico, solo es
entendible en el contexto mítico y poético. Es una narración así la que
incluyeron en sus evangelios Mateo y Lucas, mucho más tarde de que Jesús fuera
crucificado, y bebiendo de fuentes catequéticas previas.
Esa creencia, vigente durante
dos milenios, ha entrado en cierto declive con la Ilustración y ahora casi parece
residual. El mito ha sido despreciado por un logos osado y la ciencia se ha
hecho religión en amplios sectores.
No es fácil creer en Dios, y
a saber qué entendemos con un término que apunta a lo inaccesible al entendimiento.
Pero tampoco es fácil ser ateo. En absoluto y así, más que agnósticos, hay
creyentes cientificistas, creyentes en utopías políticas, transhumanistas, mágicas… como tan bien
mostró John Gray en “Siete formas de ateísmo”.
Como raro gozo de suponer que
Dios ha nacido como niño o como resto de una larga tradición, la Navidad es un
tiempo de celebración y nostalgias.
También de regalos acompañados de la inmersión en la belleza del mito.
Un día, el de Reyes, lo increíble pero soñado se realizará para muchos niños.
Ocurrirá incluso a pesar del ridículo papá Noel con sus coca-colas y renos. También
a pesar de los resucitadores de desconocidos ritos solsticiales.
Es tiempo de regalos. Y yo he
recibido uno adelantado de mi amigo Fidel Vidal, médico del alma y que, como
decía Hölderlin, habita poéticamente esta tierra, algo que no todos sabemos
hacer. En un comentario realizado en un encuentro virtual de gente de la que
aprendo (Café Barbantia),
me transmitió el fragmento bellísimo que encabeza esta entrada, dándome a
conocer a su autor, José Ángel Valente, de quien ya tenía referencias
anteriores por otro amigo. Probablemente fue algo inconsciente por su parte, pero
es lo inconsciente lo que apunta a la verdad.
Difícilmente habrá forma más
bella de decir lo que significa la Navidad, que lo que ha escrito Valente. Remite
al misterio de tener un cuerpo. Es la afirmación poética de una necesidad tan
humana como divina, la de una trascendencia en la inmanencia, la de que Dios no
solo se pueda intuir en la belleza del universo que sostiene amorosamente, no solo
como motor inmóvil, estático, no solo como el que Es, sino como también
como el que Será. Es decir, como un Dios viviente, y nunca de muertos sino de vivos
(Mc.12,27), aunque la hermana muerte sea implícita a la vida. Y algo así solo
es factible con un cuerpo, encarnándose en un niño en un momento dado de la
Historia. Eso, a su vez, también poéticamente nos diviniza, nos eterniza. Es la
gran posibilidad mistérica que solo la mirada poética puede percibir.
No es la parafernalia
teológica antigua o su negación absoluta lo que realmente interesa. No se trata de
razonar lo no susceptible de razonamiento, aunque no por ello irracional. No
importa prácticamente nada asumir o no un credo, sino abrirse al misterio
amoroso inducido por la contemplación de la materia. De la inerte, que resiste
el paso de eones, y de la viva que confiere valor al tiempo.
Se trata de retornar a lo
bueno de toda la gran evolución espiritual humana, sin parafernalias que tanto
mal causaron. Las herejías se “solucionaron” con sangre y fuego. La “homoousia”
y el “filioque” fueron tremendos problemas en su tiempo. ¿A quién le importan
ahora?
Lo relevante es reconocerse
en el misterio del mundo, del ser, con él y en él. Y nada es comprensible,
intuible, adorable, sin un cuerpo. El electrón no es imaginable sin un cuerpo.
El fotón sólo puede ser intuido en su interacción con lo corpuscular. Dios mismo
necesitaría un cuerpo como nosotros y, por ello, otro que lo cobije, un cuerpo
femenino, virginal porque alberga al Misterio. No es que así nos redima, sino
que se redime a Sí mismo, nos dice Valente. La aporía de la theotokos choca
con la razón a la vez que nos abre a la orientación desde el mito que nos
enriquece espiritualmente.
Incluso si se cree en la
resurrección, se hace en la de un cuerpo. San Pablo escribió que “se siembra un
cuerpo natural, se resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor. 15,44). Cuerpo
siempre.
El cerebro-centrismo que
abunda en la actualidad neurobiológica no deja de ser, por avanzado que se
muestre en muchos ámbitos, un reducto de la vieja escisión occidental entre
cuerpo y alma ("mind-body problem"), siendo así que nada es concebible sin
cuerpo, porque el alma es más inseparable de un cuerpo que éste del tiempo
mismo, pareciendo así menos misteriosa la eternidad que el hecho mismo de
nacer.
Alma corporal, cuerpo
animado; es lo mismo. Y, al final, si no hubiera un más allá, no sería lo importante
para la vida, sino que ésta, como decía Tolstoi (recordado por M. Wiesenthal en su extensa obra sobre Rilke) fuera
dotada por nosotros de un sentido tal que la muerte no pueda arrebatar.
Feliz Navidad !!