
Ya no estamos en el Neolítico. La Edad de Hierro ha quedado atrás. Seguimos necesitando piedra, madera y metales, pero el plástico y el silicio son los materiales que han contribuido a vivir en un mundo centrado en la ciudad, en el que tenemos cada día más cosas de usar y tirar. Sólo aficionados usan como hobby componentes electrónicos termoiónicos o emulsiones fotográficas.
Hace unas décadas, proliferaban pequeños negocios de reparación de coches, electrodomésticos y máquinas de todo tipo. Esa actividad prácticamente ha desaparecido. Las cosas, en su integridad o en sus componentes, no se arreglan, se sustituyen.
El término aplicado a los teléfonos portátiles, “móvil”, muestra claramente no sólo esa portabilidad (nombre curiosamente pervertido por las compañías telefónicas), sino la rapidez con la que el propio soporte es cambiado por otro mejor (con más “gigas", “píxeles”, “apps”, etc.). La oferta crece de modo imparable haciendo viejo lo que hace pocos meses era una novedad técnica. Hay ventajas obvias en adquirir un ordenador o un coche mejor que el que tenemos. Pero no todo en ese cambio es bueno. Al margen de implicaciones ecológicas claras, como la que supone acumular un montón de chatarra malamente reciclable, esa corta vida media de los objetos supone algo más. En cierto modo, nos instala en una carrera contra el tiempo, nos apresura. Una máquina de escribir o fotográfica duraba muchos años; uno podía encariñarse con un objeto que le servía para ganarse la vida o disfrutarla. Eso ya no ocurre o, más bien, se da de un modo muy diferente.
Podría pensarse que hemos ganado en libertad por desapego (a nadie le importa el móvil que dejó de usar hace un año), pero no es así. El apego es otro y más alienante, pues va ligado a algo intangible, a datos, siendo los objetos meros soportes productores y receptores de ellos. La obsesión por digitalizar el mundo, nuestro mundo, hace que crezcan indefinidamente nuestras necesidades de memoria, cuyas unidades iniciales (kB y MB o “megas”) son olvidadas, pasándose a hablar de “gigas”, “teras” o “zettas”.
Dejamos de tener apego a cosas para tenerlo a bits. Y eso va relacionado (casual o causalmente, quién sabe) con la necesidad de confundirnos a nosotros mismos con los bits que podemos emitir en forma de imágenes de nuestra cara, de nuestra mascota, del sitio de vacaciones o como comentarios banales y fugaces en redes sociales. Podemos acumular miles de libros en un “eBook”, aunque no vayamos a leer ninguno y Google nos dirá todos los cánceres u otras enfermedades mortales que pueden explicar nuestro dolor de cabeza o cualquier otro síntoma. También la salud se ha digitalizado de un modo discutiblemente saludable: apps en móviles, historias electrónicas, informes telemáticos y, en breve, el propio genoma personal.
¿Para qué pensar? Basta con sentir y producir bits para reconocerse como alguien en un mundo digital. Al reducir así la biografía, es asumible el delirio de pretender que permanezca tal cual indefinidamente. En pleno auge conductista no sorprende que seamos “identificados” con los bits que emitimos y que, desde esa “identificación”, haya planteamientos de negocio con la posibilidad de que sigamos vivos tras la muerte, y no en nubes celestiales, sino en la “nube”, proporcionada por los grandes ordenadores de almacenamiento y control de tráfico de datos. La compañía “LivesOn” lanza una oferta clara: "Cuando tu corazón deje de latir, seguirás tuiteando”. No es muy difícil emular las tonterías que se hayan dicho de vivo y seguir produciéndolas mediante inteligencia artificial.
Pero, a pesar de la importancia dada al etéreo mundo digital, seguimos teniendo y deseando cosas de usar y tirar porque la modernidad hace fugaz cualquier moda. Podría aducirse que eso ocurre sólo en lo concerniente a ropa, ordenadores y teléfonos y que no hay tal necesidad para cambiar neveras, impresoras o coches a no ser que se estropeen definitivamente, pero los propios fabricantes acuden en nuestra ayuda mediante técnicas de obsolescencia programada que garantizan una vida media corta a cualquier aparato. Es cierto que hay personas empeñadas en ir en contra de esa modernidad, como el movimiento SOP pero ya se sabe que siempre habrá nostálgicos.
¿Y nuestro cuerpo? También parece obsolescente. De hecho, parece que todos nos moriremos. Nuestras células se comportan como si… Ese “como si” es lo que permite la metáfora, siempre que asumamos que el lenguaje para comprender la vida es forzosamente metafórico si queremos entender algo de ella.
En esa metáfora, nuestras células también se comportan como si tuvieran una obsolescencia programada.

Así, la repetición sirve de resistencia a la degradación, pues los telómeros se van acortando con sucesivas divisiones celulares, lo que explica que, cuando nuestras células se cultivan, sólo puedan reproducirse un número determinado de veces (límite de Hayflick). Ahora bien, hay células que pueden hacerlo indefinidamente, como las células germinales y algunas neoplásicas, para lo que disponen de un mecanismo basado en una actividad enzimática, la telomerasa.
El “como si” inicial nos mantiene en la metáfora y nos impide aproximaciones simplistas más allá de asociaciones observables muy claras como la de telómeros cortos en la disqueratosis congénita. La senescencia y la proliferación son las dos caras visibles de un intrincado mecanismo celular aun no desvelado. De hecho, hay formas de cáncer asociadas a telómeros cortos y otras relacionadas con telómeros largos. Nada es simple en Biología.
Nuestro organismo se comporta como si en nuestras células estuviera inscrita una obsolescencia programada. Sólo “como si”. Porque somos nosotros quienes vemos programa e intencionalidad donde no los hay. La diferencia es que, aunque usemos los mismos términos que cuando nos referimos a cosas construidas, hablar de programa en el ámbito de la vida carece de sentido, tanto como hablar de finalidad. Hacerlo sería ir más allá de la ciencia, supondría la creencia, atea o religiosa, pero creencia al fin, y ahí ya nos situamos en otro ámbito.
Dos referencias sobre telómeros:
1. Calado RT, Young NS. Telomere diseases. N Eng J Med. 361: 2353-2365. 2009.
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