lunes, 22 de junio de 2020

El valor del miedo




    No podríamos vivir sin miedo. Las consecuencias autopunitivas de cualquier paso al acto, incluyendo la propia muerte, no serían tenidas en cuenta. 

    Hay núcleos neuronales que sostienen una explicación neurobiológica al miedo. La amígdala cerebral parece implicada. La evolución, basada en contingencias múltiples y en resultados de una selección natural, algo más complicado que lecturas simplistas, nos ha dotado de lo que percibimos como carencial y amenazador, nos ha dado el miedo, esa emoción compleja que activa un comportamiento que elude el estímulo causal. El miedo va ligado, de modo ancestral, a nuestra posición en la Naturaleza. Hay temores a depredadores, a tempestades, a terremotos, a lo desconocido, a la oscuridad, a semejantes que tornan en enemigos… 

    Pero la civilización nos ha traído otros miedos. Tememos lo real, pero también lo fantasmático. Podemos temer a fantasías nocturnas siendo niños; también, como adolescentes y jóvenes, a ser frustrados en la conquista amorosa. El horror al fracaso en la relación erótica alimenta un sector del mercado farmacéutico. Muchos temen suspender un examen, no conseguir un trabajo o desempeñarlo mal si lo logran. Libros y libros de autoayuda intentan, sin éxito, que ignoremos el miedo.

    Hay un miedo que surge de lo natural y de lo cultural, es el miedo a la muerte. Lo hay incluso, culturalmente, también a ese hipotético más allá que inspiró el “Ars moriendi” medieval.

    Pensar en la muerte es perturbador, la veamos como la veamos. Sea como tránsito, sea como la gran castración, es el absurdo definitivo. 

    Culturalmente, el miedo tiene mucho que ver con la ausencia y la presencia de otros. Hay miedo a la soledad, que se expresa del modo más crudo cuando el ser querido, necesario, muere. Es el miedo terrible del duelo, de la herida del alma. También el que acompaña al amor que se quiebra cuando no es correspondido. En algunos casos, la propia muerte parece balsámica ante el desvalimiento implícito a la gran soledad.

    A la vez, la presencia de los otros puede ser terrible. El “mobbing” o el “bullying” son tristes ejemplos actuales de víctimas acosadas por el grupo. La necesidad de integración social puede soportar una alienación por suponerla más aceptable que el miedo a la propia libertad, como tan bien nos mostró Erich Fromm. La tentación del servilismo totalitario siempre está presente.

    Miedos y miedos. Hay tal variedad de objetos e intensidad de ellos que se habla, curiosamente, de miedos normales y patológicos, esos que pueden incluirse bajo el término “fobias”. Alguien puede sufrir mucho en un avión a causa de su miedo a volar, un excelente escritor puede preferir una enfermedad a tener que hablar en público sobre su obra, hay quien sencillamente no puede salir de casa. De nada valdrá lo racional ante el miedo que no sabe de razones.

    Muchos proyectos vitales han sido bloqueados por miedo. Otros han sido posibles por él. 

    El miedo y el valor van íntimamente unidos. No es valiente quien no tiene miedo, sino quien es capaz de asumirlo y sobreponerse éticamente a él. Gary Cooper, en “Solo ante el peligro” encarnaba a un sheriff que tenía miedo real a que lo mataran; podría haberse ido, escapar dignamente como todos le sugerían, pero su coherencia ética fue superior a esa salida, a su miedo. Ahí residió su valor.

    A veces, sin embargo, la relación entre miedo y valor es extraña. Una gran valentía en una faceta vital puede ser la respuesta a una cobardía en otro orden. En su novela “La impaciencia del corazón”, Zweig mostraba este efecto; la incapacidad de romper una relación amorosa presuntamente compasiva (“impaciente”) impulsa el valor militar del personaje en la guerra, una heroicidad que no es tal porque no podrá compensar la gran cobardía biográfica.

    El miedo no es comparable a la angustia. Tiene objeto, percibido con mayor o menor claridad. En cierto modo, sin miedos definidos, quedaríamos desprotegidos, no sólo ante la temeridad, sino ante la angustia. Cuando no hay “nada” aparentemente a lo que temer, puede surgir la angustia que la inhibición o el síntoma velaban, como nos enseñó Freud.

    El miedo patológico puede ser paralizante y causar él mismo más miedo. Miedo al miedo, algo que se produce tras un ataque de pánico. Sin saber por qué, surge, aterra y se va, pero deja un temor brutal a que algo así, demoníaco, pueda volver. 

    Los miedos, personales, tienen siempre algo de comunitario, de colectivo, de histórico. Delumeau lo destacó en su obra “El miedo en Occidente”, en la que, no obstante, incide en el anterior aspecto comentado: El espíritu humano fabrica permanentemente el miedo para evitar una angustia morbosa que desembocaría en la abolición del yo”

    Los miedos colectivos han recurrido con demasiada frecuencia en la Historia a la búsqueda de chivos expiatorios. Los judíos han sido muchas veces el blanco preferido del odio ligado al miedo. Se les hizo responsables, en épocas de peste, de envenenar el agua. Los nazis legitimaron su exterminio. La iglesia católica tenía en cuenta hasta hace relativamente poco en sus oraciones pascuales a “los pérfidos judíos”, como si su referencia, Jesús, no perteneciera a ese pueblo. Otros grupos han sido perseguidos o esclavizados por razones étnicas, tribales, de opción sexual… (incluso llevar gafas podía suponer la muerte bajo el régimen de Pol Pot ).

    Solemos pensar en lo malos que han sido otros que atemorizaron a gente por distintos motivos. Y, si eso es la cruz de la moneda, su cara es el puritanismo imperante que pretende negar la propia Historia como narración de avances y retrocesos éticos y culturales de los hombres. Estos días vemos la condena “in effigie” a muertos como Churchill o Cervantes por atribuirles a posteriori un supremacismo racial. En la época del nacional-catolicismo se consideraba pecaminoso ver la película “Lo que el viento se llevó” o “Gilda”, por sus connotaciones eróticas. El neopuritanismo actual, pretendidamente ateo, hace esas películas abominables por suponerlas supremacistas o machistas. 

    Nuestro actual presidente de gobierno, Pedro Sánchez, no fue tan desencaminado al hablarnos de la “nueva normalidad”. Aunque es un oxímoron, tiene pretensión idealizadora. Se aspira a una normalidad estadística en la que los valores sean los neopuritanos; todos distintos pero, a la vez, todos iguales, todos mediocres y “educados” por una televisión muy plural en cadenas pero única en pretensión alienante. Y se pretende nueva, porque la Historia, con sus abundantes personajes negativos, es algo a desterrar. No sería descartable que acabemos contando con un ministerio de Historia al estilo orwelliano. 

    Vivimos realmente una época nueva en la que la influencia de la televisión y redes sociales facilita como nunca el rebañismo. El término “herd immunity” es así tristemente acertado.

    Y esta genial dosis de creatividad es comprensible por parte de alguien cuya acción política ha salvado 450.000 vidas, que no es poco, de las garras de un virus devastador. El difícil equilibrio entre la salud y la economía de nuestro país ha propiciado esa meta, la “nueva normalidad” a la que hemos llegado tras fases sucesivas de desconfinamiento y movilidad.
     
    Abiertos ya los aeropuertos al turismo, las playas a los bañistas y las terrazas a la charla amistosa, carece de sentido permanecer en un alarmismo que ya no se fundamenta, por más que la OMS diga lo contrario, que la pandemia va a más
Aquí afortunadamente, el turismo estará bajo triple control, térmico, de cuestionario y facial, nada menos. Un control aparentemente inútil, pero control a fin de cuentas.

    Empieza el verano y empieza la fiesta, con la responsabilidad de todos que, sin embargo, no se ve. Más bien, parece que la sociedad se ha hecho, con esta nueva normalidad, maníaco-depresiva. Es de suponer que la cantidad de personas con tristeza y depresión haya aumentado claramente por razones obvias, como pérdidas de familiares, afectación por la enfermedad, descalabro económico o miedo incluso aunque no haya ocurrido nada de lo anterior. Pero, en las calles y terrazas hay aparentes notas hipomaníacas, con narcisistas buscando con sus risas estrepitosas ser centros de atención, con ciclistas circulando a alta velocidad y haciendo malabarismos en zonas peatonales, con una agresividad que ya ha conducido a peleas callejeras, etc. 

    Esa aparente hipomanía, que brilla más que la eutimia también existente, es facilitada por los mensajes políticos y comerciales que dan, en la práctica, por finalizado el incordio del virus. Lo que antes podía ser superfluo se ha convertido en esencial.

    El riesgo de ese frenesí de alegría, mostrado especialmente en encuentros multitudinarios en discotecas o en la calle en ciudades europeas tras el confinamiento, es evidente en forma de contagios potenciales y parece que una ciertadosis de miedo racional podría neutralizar parcialmente estas conductas. Sería deseable que, tanto el gobierno central como los autonómicos y todos los que anuncian con voz empalagosa sus productos en radio y televisión, dejaran de temer al miedo y más bien lo propiciasen. Además de la ley, parece que sólo desde un miedo realista podría adoptarse la necesaria prudencia.

    Si en cada parrilla de anuncios se incluyeran cinco segundos de ruidos corporales e instrumentales de una cama de UCI con un paciente intubado en decúbito prono afectado por Covid-19, quizá la hipomanía social decayera algo para bien de todos y como muestra de respeto a tantos muertos habidos, a tantas familias destrozadas. Ya se hicieron anuncios así, "crueles", para evitar accidentes de tráfico. No sobrarían otros análogos enfocados a la prevención de una enfermedad muy dura y tantas veces letal.

     


jueves, 11 de junio de 2020

MEDICINA. El coronavirus hace turismo





La pandemia actual ha tenido mucho que ver con la globalización. No estamos en 1918, cuando la “gripe española”, aunque lo parezca a la luz de lo que hacen u omiten los sabios que asesoran al gobierno y a la luz de las decisiones políticas del gobierno central y de los autonómicos, con disputas terribles entre responsabilidades de un mando único ministerial y las consejerías sanitarias regionales.

Tras un confinamiento decidido políticamente tarde mal y arrastro, se consiguió reducir claramente la escandalosa tasa de contagios y el consiguiente número de muertos.
Los efectos en el orden económico son obvios, con un aumento indecente en el número de parados, de personas que han de recurrir a comedores de caridad, etc. Y con la morbi-mortalidad asociada a la carencia de lo elemental. Hemos visto la desposesión de la propia dignidad de muchos, algo que hace indignos a todos quienes propiciaron tal desastre.

Ahora asistimos a lo que llaman “desescalada” y que se hace, en la práctica, como se podría hacer en el siglo XIX o en el XVIII, a ciegas. A ver qué ocurre… en los bares, en los colegios, en las playas, en la calle, en general.

Hay que recuperar la actividad como sea y parece que al precio que sea; darwiniano si procede, que algo así ya ocurrió con los viejos “con patologías previas”.

Y un sector básico en nuestra economía es lo que Dios nos ha dado, un país bien ubicado para que a él acudan turistas y se dejen el dinero en hoteles, tiendas, museos, restaurantes, chiringuitos, etc.

Pero he ahí que los turistas pueden traernos no sólo dinero sino más carga viral de la que ya anda campando por aquí. El coronavirus, ya se sabe, no tiene ningún problema para meterse en un avión o en un barco (aunque ya no hay cruceros), siempre y cuando sea dentro de los cuerpos que así viajan.

El preclaro D. Fernando Simón aludió hace poco a la importancia de estar alerta ante casos “importados”. Y es que ya sabemos de la importancia de la importación, pues el virus no es español, ni siquiera europeo; es chino, que ya lo dijo Trump, o apátrida si no le hacemos caso tampoco a este sabio.

Se ha hablado de cuarentenas, de quiénes y cómo se pagarían, de sus efectos, etc. Y se han descartado. ¿Quiénes viajarían para estar confinados una o dos semanas?

Se ha hecho un plan piloto, a ver qué ocurre cuando lleguen unos cuantos alemanes a las Baleares (algunos de ellos tienen segunda residencia ahí). A ver qué pasa. Seguramente nada o o quizá algo malo. Cualquier respuesta es válida porque no lo saben ni siquiera los comités de sabios que asesoran al gobierno y a las comunidades autónomas.

Y no lo sabemos porque no se harán pruebas para detectar a quienes sean portadores de un virus turístico. En su edición de hoy mismo, el Diario de Mallorca decía que “El Govern renuncia a hacer test PCR a los turistas del plan piloto”.

PCR significa “reacción en cadena de la polimerasa”. Es algo que sirve para detectar un fragmento de secuencia genética, en este caso, específico del virus. El RNA que tiene, listo ya para empezar a codificar proteínas en cuanto ha entrado en una célula (RNA monocatenario positivo se le llama), es convertido en DNA y amplificado hasta ser detectado. El método responde a una simple pregunta: en una muestra de un turista, tomada con un hisopo, por ejemplo, hay o no presencia de ese incordiante virus.

La PCR usada para eso, como la determinación de la glucemia o, en general, cualquier analítica convencional, puede hacerse de un modo más o menos sensible y específico, más o menos rápido o lento, más o menos automatizado o no. Hoy en día existe la posibilidad de realizar PCR de forma prácticamente automatizada en un plazo de horas. Basta con instalar módulos y dedicar personal a ello.

Incluso en situaciones de baja prevalencia, como sugieren los estudios serológicos (tanto los llamados “rápidos” como los ELISA), podrían hacerse PCR a mezclas de muestras de un grupo de individuos (todos los pasajeros, la mitad, la décima parte…). Si el resultado es negativo en un “pool” concreto, todos los que lo integran serán libres de confinamiento; en caso contrario, habría que afinar en los grupos positivos hasta detectar los individuos infectados. Con uno solo nos llega para un rebrote. Ese caso o los casos detectados serían aislados hasta que mostraran PCR y clínica negativas. Solucionado en gran medida el problema.

¿Por qué no hacer PCR para detectar portadores en quienes aterrizan en los aeropuertos de nuestro país? Podrá decirse que es caro. Pero eso es algo a negociar entre quienes corresponda (países, compañías aéreas, los viajeros...). Hay que disponer de instrumental y pagarle a gente que lo haga. Incluso habrá una tasa de falsos positivos y de negativos. Y hay un cierto incordio para los turistas, que no podrán pasear a sus anchas hasta saber el resultado. En cualquier caso, los costes derivados parecen muy escasos en comparación con los que puede implicar el que no se detecten casos potencialmente contagiosos.

Es obvio que, siendo la contagiosidad posible por parte de personas infectadas sin síntomas, tomarles la temperatura y pedirles que rellenen un cuestionario tendrá el mismo efecto preventivo que exigirles su carta astral o practicar la quiromancia con ellos.

Pues bien, éste es el país en que vivimos. Esa es la puesta en acto de un sector de su “ciencia” epidemiológica. 

Esperemos que el virus turista descanse en su afán reproductor por efectos de la estación. Alternativamente, podemos optar por recursos medievales.

sábado, 6 de junio de 2020

Hablar, Ser.





"Die Sprache ist das Haus des Seins"
M. Heidegger.

La normalidad, eso que nunca existe propiamente, aunque lo parezca, se ha esfumado. Aunque nadie es normal, puede sentirse en una cierta normalidad de vida. Ahora se nos habla de la “nueva normalidad”, un oxímoron.

La neolengua implica incluso la entonación con que se expresa, sea por parte de un presidente del gobierno en sus homilías, sea desde los anuncios cotidianos, que, con voz sensiblera, empalagosa, remiten al pasado mostrado ahora como futuro; volveremos a lo anterior, a abrazarnos, a besarnos, a viajar, a celebrar fiestas, a “disfrutar de las pequeñas cosas”. Las simplezas de los libros de autoayuda se han convertido ahora en lemas televisivos cotidianos.

No son lemas dirigidos a solitarios. La nueva normalidad se dirige a la idealidad de familias cohesionadas, a los jóvenes, a los viejos que supuestamente siempre fueron abrazados, etc. Como si antes de la pandemia viviéramos en un cuento de hadas, todos felices y comiendo perdices.

Y, sin embargo, sólo desde la debilidad mental podemos asumir que estamos alcanzando algo parecido a la normalidad, cuando más bien, ojalá no, podemos volver a la casilla de salida, con un rebrote o una oleada, a la luz de cómo se ha gestionado y se sigue gestionando la crisis pandémica en nuestro país.

Vivimos en una clara anormalidad, con un aparente grado sustancial de subnormalidad política. Un anuncio del Ministerio de Sanidad declara que “salimos más fuertes”, pero eso, aunque se haga con la mejor intención, es una solemne mentira, cruel incluso, porque, en primer lugar, no hemos salido de nada; el virus puede volver a aguarnos la fiesta en cualquier momento. De hecho, no se ha ido; aunque sea a bajo nivel, sigue contagiando. Por otro lado, ¿Cómo hablar de fortaleza con tantos miles de muertos (siendo el recuento demográfico más afín a la ciencia que el epidemiológico)? ¿Cómo con tantos supervivientes de evolución clínica incierta ante un virus de efectos sistémicos?  ¿Se sentirán más fortalecidos los que ni siquiera se han podido despedir de sus seres queridos? ¿Tendrán esa sensación vigorosa quienes han perdido su trabajo y han pasado a engrosar las “colas del hambre”?

La triste y cruda realidad de miles y miles de personas a las que la pandemia les anuló su normalidad no se aprecia. Por el contrario, las terrazas de las ciudades están abarrotadas y el número de “runners” y ciclistas alcanza cotas impensables hace unos meses. Lo que se ve es esa anormal “nueva normalidad” que se pretende ya plenamente gozosa con las transiciones de fase, cuyas medidas restrictivas distan mucho de cumplirse.

Quizá una imagen valga más que mil palabras. Un domingo estaba esperando, guardando la “distancia social” (otro oxímoron), para comprar el periódico. Una mujer mayor que estaba dentro de la tienda no daba salido, algo que me impacientaba, hasta que reconocí avergonzado lo evidente. Esa mujer no iba en realidad a comprar una revista o un periódico; eso era la excusa. Iba principalmente a hablar, a hablar con alguien. Y, al hacerlo, muy poco tiempo en realidad, mostró la gran necesidad vital que tenemos de eso, de hablar. El lenguaje, esa “casa del ser” requiere al otro, ahí, de frente. Somos hablando con otro; da igual que parloteemos sobre el tiempo o la carestía de la vida o analicemos el movimiento browniano. La necesidad reside en hablar, más allá del contenido de la conversación, incluso llegando al límite de no entender. En la película “Gravity”, la protagonista, aislada en su nave espacial, deseaba seguir oyendo una emisora en la que hablaban en chino, idioma que no entendía, pero precisaba esas voces, con las que trataba inútilmente de relacionarse.

En la creencia, la propia oración, tan justificada hasta por el escéptico Gardner (algo curioso), es un “hablar a” Dios, lo que supone la asunción de ser escuchado por la gran Alteridad, por el Gran Misterio. Aun sabiendo que Dios no es humano (mucho menos inhumano).

En este tiempo ha habido una potenciación de lo telemático. Tele-trabajo, tele-consulta, tele-conferencias, clases telemáticas, “webinars”. Es la tele-acción, la tele-visión tan diferente a la ya vieja televisión. Pero no es lo mismo, por más que esos medios palíen la lejanía que la prevención impone. La telecomunicación se caracteriza precisamente por ese prefijo, por lo “τῆλε”, lo lejano, aunque invada nuestras casas, siendo así que hablar de verdad requiere la proximidad corporal.

Lo que potencia la aproximación de lo lejano facilita a la vez el alejamiento de lo próximo. Con internet podemos visitar museos de otras ciudades o darnos un paseo cósmico, pero la posibilidad de hacer cualquier tipo de gestión rutinaria, local, se ve muy limitada, cuando no imposible, para quien no tenga un ordenador con acceso a internet. El mundo de los cuerpos pasó a ser electrónico, el mundo de las palabras e imágenes se pretende equivalente a secuencias de bytes.

Podemos escribir, podemos comunicarnos verbalmente por medios telefónicos o telemáticos en general, pero lo que necesitamos realmente es algo que esta pandemia ha manifestado crudamente, de modo muy especial en quien ha pasado, sedado o no, a la otra orilla. Se trata de la imperiosa necesidad de hablar, incluso aunque, desde esa posibilidad, callemos. Se trata de eso que nos permite ser, estar en la casa que constituye el lenguaje.

Y quizá sea eso que nos hace humanos, el hablar, lo que permita, al cabo de un tiempo, cuando sí se haya neutralizado de un modo u otro este coronavirus, que volvamos a la vida de siempre, con el olvido habitual de lo que una vez ocurrió. Siempre olvidamos y repetimos lo peor. Será entonces cuando sí haya, para quienes puedan o podamos presenciarlo, una vida normal.