jueves, 20 de mayo de 2021

Una lectura de "Los espacios de la muerte en Roma", del Prof. Requena Jiménez

 


 

“… pondrás el último beso en mis labios helados cuando se me ofrende una caja de ónice llena de perfumes sirios” (Sexto Propercio)

 

“Pero después una luz maravillosa le alcanza y le dan la bienvenida lugares de pureza y praderas en los que le rodean sonidos y danzas y solemnidades de músicas sagradas y visiones santas” (Plutarco)

 

“¿Qué es esa locura de que la vida comienza de nuevo con la muerte?” (Plinio el Viejo)

 

 

Podría decirse que, a pesar de tiempo transcurrido desde la caída del Imperio Romano, las migraciones, invasiones, cambios en general de Occidente, seguimos siendo romanos. Es por eso que la concepción de la muerte, de los ritos que se le asocian, las creencias en una vida más allá de la reducción a polvo y cenizas del cuerpo que animó, se anclan en un modo de civilización, de ser humanos, que duró unos mil años.

En Roma hubo quien creía que todo acababa para uno con su muerte, y ese momento podía incluso ser querido, y nos dice Valerio Máximo que en alguna ciudad había un veneno disponible para quien mostrara un gran deseo de morir, bien porque temía que su buena vida empeorase, bien porque ya le era insoportable.

Pero, de un modo u otro, creyendo o no en una vida futura, lo religioso siempre estuvo presente, como mito y, sobre todo, como ritual que abarcaba todos los aspectos relacionados con la muerte. Desde la errancia terrible de las almas de los insepultos, de la implícita en la damnatio ad gladius o ad bestias, también en la damnatio memoriae, hasta la apoteosis de unos pocos, pasando por un camino, tras la llegada al Hades, hacia otra vida, todo era posible, pero dependiente no sólo de merecimientos o desvaríos de quien moría, sino de su recuerdo y de rituales apotropaicos por parte de sus familiares y amigos.

Tras la muerte, uno podía pasar a ser un dios más y su imagen podía formar parte, en las familias nobles, de las maiorum imagines. Pero todo requería el acto ritual religioso, con la adecuada preparación del cadáver y purificación de los vivos que se le habían aproximado, con la conclamatio y el duelo, a veces incluso con la pompa funebris. Leyendo el libro nos resulta fácil situarnos frente a los rostra y oír los discursos laudatorios.

Los lugares de enterramiento estarían fuera del pomerium, con excepciones muy honorables, pero próximos a la ciudad, en las vías de entrada principales. Debían ser vistos, visitados. Además del deseo generalizado (S.T.T.L.), los epígrafes funerarios recordaban lo esencial biográfico e incitaban a su lectura en voz alta por parte de quien los visitara, sugiriendo que esa evocación por gente extraña podía ser de utilidad.

Miguel Requena Jiménez es Profesor Titular del Departamento de Prehistoria, Arqueología e Historia Antigua de la Universidad de Valencia. En este libro, fruto de un exhaustivo trabajo bibliográfico y analítico, continúa una línea iniciada hace años (en este blog le dediqué ya alguna entrada), mostrándonos lo que suponía el ser para la muerte en Roma. Estamos ante algo religioso, que va más allá de creencias individuales en otra vida o su ausencia. Se trata de una religión que podríamos decir, aunque el autor no lo declare abiertamente, que responde, en general, más a la concepción del “relegere” que del “religare”, aunque se sacralicen lugares por el hecho de albergar el cadáver o sus cenizas. Es el ritual escrupulosamente seguido lo que proporcionará paz a vivos y muertos. Se pide que la tierra sea leve, se entierra o se incinera, haciéndolo según la posición familiar, contemplando todas las circunstancias posibles en que se produce y donde ocurre el óbito del ser querido. Los antepasados nobles serán mostrados en sus imágenes céreas acompañadas del correspondiente cursus honorum. Los que no sean adecuadamente despedidos ni alimentados ritualmente tras su muerte no se conformarán. Las creencias actuales en fantasmas, en vampiros, hunden sus raíces curiosamente próximas en Roma.  

Indirectamente, entendemos la influencia de los cultos mistéricos en la percepción de la muerte, así como el horror de la crucifixión que, sin embargo, acabó paradójicamente haciendo del imperio romano una Iglesia cristiana. Una Iglesia que, por ser romana, mantiene aspectos rituales como los novendiales tras la muerte de los papas.

Se trata de un libro de reflexión, que requiere una lectura pausada y repetida para llegar a saborear adecuadamente su savia, su sabiduría, que nos afecta ahora, más allá de posturas religiosas o ateas. Y es que lo que creamos o dejemos de creer no elude el poder de lo simbólico. El Prof. Requena ha sabido extraer de las fuentes clásicas y de la amplia bibliografía de otros estudiosos algo que no se queda en un estudio histórico, sino que, por serlo de verdad, realiza el viejo dicho de que la Historia es maestra de vida, aunque nunca, como ocurre en estos tiempos de pandemia, la tengamos en cuenta en la práctica.

 

 

 


6 comentarios:

  1. Una gran recomendación, sin duda. La muerte y la liberación o la consecución de la paz a través del rito. Desde Platón y lo transcendente como horizonte y guía, a los clásicos romanos, el cristianismo, la iglesia, dios.

    Soy de lectura lenta, a menudo pausada, lo cual no es óbice para que en un plazo nunca superior a dos semanas olvide lo leído y sólo permanezca en mi memoria una esencia, una fragancia guardada en pequeños frascos o esencieros. Y, aunque el olvido sea no sólo una cuestión de higiene mental (¡qué terrible tortura sería recordarlo todo!) si no de pura supervivencia, en lo que respecta a mi persona es un desastre. En mi mesita de noche (no hay otro mueble con un nombre tan poético) acompañan mi sueño dos libros: “Hojas de hierba”, de Walt Whitman y “Ensayos” de Michel de Montaigne. El primero, hablando en este caso de la muerte, es un canto a la vida. El segundo es quizás la forma más didáctica, entretenida e incluso divertida de conocer a los clásicos y, como dice Umberto Eco en un libro suyo muy recomendable (“Cómo viajar con un salmón”) su lectura “sienta bien en dosis homeopáticas” . Sólo leyéndolos directamente o conociéndolos a través del estudio o por la lectura de libros como el que recomiendas somos capaces de percibir la deuda, para bien y, en algunos casos, para mal, que tenemos con ellos. En efecto, seguimos siendo romanos; incluso cuando Obélix dice “¡Están locos estos romanos!”.

    En la segunda mitad del siglo XIX Nietzsche dijo: “Dios ha muerto”. Aunque, en realidad ya lo había “matado” un poco antes Kant en su “Crítica de la razón pura” o Darwin en “El origen de las especies”. Más que un pensador incomprendido fue un pensador malinterpretado, sobre todo gracias a su hermana Elizabeth, quien publicó en su nombre “Voluntad de poder” un año después de su muerte y llegó a regalarle su bastón a Hitler. Seguramente, él, junto con Freud y Marx han sido los tres grandes revolucionarios desde sus días hasta los nuestros y, seguramente, más allá, aunque se empeñen en educar en su desconocimiento, al igual que ocurre con los clásicos.

    Tal y como comienzan las palabras de tu entrada, podría decirse que seguimos siendo nietzscheanos, freudianos y marxianos; de la liberación y la consecución de la paz a través del rito a la liberación o revolución a través del conocimiento de uno mismo, de la sociedad, de la historia, de un nuevo prisma desde el que interpretar esos tres conceptos. La Historia, permanentemente y hoy conscientemente olvidada.

    Gracias, Javier. Es siempre un placer y un aliciente leerte.

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    1. Muchas gracias, Miguel, por tu comentario.
      Es precisamente esa perspectiva de la proximidad del olvido la que da nombre al blog.
      Esos filósofos de la sospecha que mencionas, llamados así por Ricoeur, creo, nos han descolocado bastante. Tanto que dudo que nos hayan traído la paz, aunque su aportación sea, paradójicamene, imprescindible para lograrla.
      Un abrazo.

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  2. Querido Javier: los que, como el profesor Requena, tenemos el honor y la emoción de que nos dediques una de tus entradas, no podemos menos que sentirnos tocados por la varita mágica de alguien como tú, alguien que reúne una multiplicidad de saberes. Heredero de la más bella tradición médica, cuando la filosofía y las ciencias naturales no se habían divorciado, tu sensibilidad sabe pulsar las cuerdas de los temas más cruciales. Me ha resultado particularmente interesante de que los “filósofos de la sospecha” nos hayan traído a la vez la inquietud y la posibilidad de cierta redención. Lo comparto plenamente. No creo que el dolor sea una vía hacia beatitud alguna, pero sí es con frecuencia un tránsito obligado en el camino hacia a lucidez.
    Un gran abrazo, como siempre.
    Gustavo Dessal

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    1. Soy yo quien se considera muy honrado por tus comentarios. Y lo soy también por el hecho de haber sido agraciado con tus textos y también con los del Prof. Requena. Así que, en cierto modo, podría decir que asumo la parte cómoda de ser llevado por maestros.
      Desde luego, el dolor no es ninguna vía saludable. Otra cosa es saberlo soportarlo más serenamente llegado el caso. Pero bueno, no hay prisa por experimentarlo. Otra cosa es esa inquietud a la que te refieres y que nos coloca en una buena tensión. No hay lucidez sin atravesar filos de navaja o puertas estrechas y eso siempre acaba siendo difícil.
      Un fuerte abrazo
      Javier

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  3. Gracias, Javier. Coincido en que su comprensión, por paradójica que pueda ser o parecer, es imprescindible, por lo menos para el conocimiento de lo que hoy somos: una suma más de lo que ya éramos desde el pasado clásico grecolatino. No es difícil encontrar la huella de Heráclito en Nietzsche o la de Epicuro en Marx; en cuanto a Freud, bueno, quizás habría que psicoanalizarlo antes. Todo esto, por supuesto, visto desde el prima puramente occidental y de una civilización marcada por una huella judeo-cristiana imborrable.
    Un abrazo.

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    1. Gracias a ti, Miguel, por ahondar en esta cuestión. Indudablemente, el prisma occidental cristiano ha influido poderosamente a la hora de buscar influencias en la historia de las mentalidades.
      Un abrazo

      Javier

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