Este blog parte del juego entre el recuerdo y el olvido. Es así como se inicia. Entre la amnesia y la hipermnesia, una memoria que abarca lo pertinente biográfico sostiene la posibilidad de reflexión, de mirada a todo lo que nos incumbe, sea como profesionales, como ciudadanos y, esencialmente, como sujetos, intentando siempre defender aquello que propiamente nos hace humanos frente a cualquier intento deshumanizador.
viernes, 16 de febrero de 2018
SOLEDAD.
Hablan, hablan, hablan. Parlotean sin cesar en la televisión y en la radio. Hablan tanto, que ese ruido de otros parece compañía aunque no se esté con ellos. Es habitual que muchas personas enciendan la tele o la radio para oír voces humanas. Es igual lo que digan; incluso, como le ocurría a la protagonista de “Gravity”, reconfortaría escuchar a otros aunque hablaran en chino y no se les entendiera. La voz humana acompaña, es paliativo para la soledad de muchos.
Sabemos si se ha producido un terremoto en Nepal, si ha habido una matanza en Texas o si Corea del Norte está dispuesta a ensayar otro misil, con la misma facilidad que nos afectan los devaneos amorosos de futbolistas, cantantes y modelos. Miles de personas han vibrado de modo sustitutivo con la empalagosa canción de los “triunfitos".
El caso es sentirnos acompañados aunque sea sin compañía real alguna. Lo real… ¿qué era eso en estos tiempos de redes sociales? Podemos hacer muchos amigos en Facebook y estar profundamente solos. El psicoanalista Gustavo Dessal lo indicaba en una entrevista: “tengo pacientes con mil amigos en Facebook que se quedan solos en su cumpleaños”.
Facebook permite que nos pseudo-comuniquemos, que transmitamos información, pero da igual que ésta toque o no lo más emotivo de cada cual; es una red electrónica. No hay voces, sólo textos, fotos y emojis. Twitter es más “instantáneo”; tan breve y tan malo que hasta lo usa el mismísimo Trump para decir cosas que, aunque no parezcan importantes, resulta que pueden afectarnos, generalmente para mal, a todos.
Alguien escribe algo en Facebook y tiene “likes” y comentarios y… nada. Nada. Los “likes” suelen ser proporcionales en número a la banalidad del contenido: la foto de un gato, de un paisaje o de una hamburguesa se hacen más populares que cualquier texto y éste lo será de modo inversamente proporcional a su extensión. No hay tiempo para otros en esta época de narcisismo generalizado.
Los otros sólo acaban garantizándonos en cierto modo que seguimos existiendo. En realidad, para Facebook seguiremos viviendo a pesar de estar muertos, en una especie de estúpida inmortalidad.
Y cuando dejamos de teclear y de mirar mensajes, puede ocurrir que descubramos que estamos sencillamente solos. En la más cruda de las soledades, la que parece incluso peor a esa de dos en compañía, porque la mala y continuada compañía, aunque pueda basarse en el odio, como dicen los psicoanalistas, puede apaciguar el terror a estar solo. No sólo el amor; también el odio sostiene un vínculo de relación estable.
Nada peor que la soledad si uno no tiene vocación de eremita. Pero, o nos morimos, o se nos muere la gente. Y así nos vamos viendo abocados, en caso de sobrevivir, a una soledad cotidiana. En el periódico “La Voz de Galicia”, se puede leer un día como hoy que “más de 270,000 gallegos viven solos” y que hay un 25% de viviendas que están ocupadas por una sola persona. Y todo va bien si esa persona por vivienda tiene una mínima autonomía para hacer la compra, la limpieza, comer, vivir con cierta dignidad.
Pero, aun así, la soledad quema y no sorprende que surjan iniciativas para tratar de neutralizarla un poco, para percibir que uno no está tan solo a fin de cuentas, aunque lo único que comparta con otros sea la falta, la gran falta, la ausencia de los otros.
Muchos solos, muchos espacios que se han quedado sin gente. ¿Por qué no la unión lógica? Ese ha sido el intento de un franciscano: llenar un espacio vacío de vocaciones con gente sin ellas, lo que equivale a calmar el vacío interno de algunas personas.
Otras iniciativas son algo anteriores. Algunas antiguas; hay residencias geriátricas, pero son insuficientes y, o bien resultan muy caras, o dependen de la “caridad”, término que, en su ambivalencia, puede ser terrible, abarcando desde un altruismo respetabilísimo hasta goces neuróticos (cuando no psicóticos) que se satisfacen en la indefensión del otro.
Otras perspectivas parecen idealistas, como el “cohousing”, transmitido a los medios con imágenes de una felicidad comunitaria sospechosa .
Se habla, como de un logro médico, del aumento de la esperanza de vida y, mientras uno goza de salud y compañía adecuada, así puede entenderse; todo va bien y hasta parece que eso es bueno, aunque la vida prolongada sea enferma en muchos casos.
Quizá, incluso en soledad absoluta, pueda darse la perspectiva de felicidad que invocaba Bertrand Russell (1) para referirse a quien “se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”. Pero Russell pertenecía a otro tiempo que nos parece más humano, a pesar de que no se evitara en él la tragedia de guerras mundiales.
Sabemos que moriremos solos, aunque estemos rodeados de familiares y, más frecuentemente ahora, de máquinas de soporte. Pero será un momento. Lo terrible parece que es vivir solos en un mundo de solitarios forzosos.
1). Russell B. (1981). La conquista de la felicidad. (Julio Huici Miranda trad.) Madrid. España. Ed. Espasa-Calpe SA. (Publicación original en 1930).
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jueves, 8 de febrero de 2018
Un chip para cada uno.
Es
ya un tópico decir que vivimos en una era orwelliana, aunque el Gran
Hermano sea un tanto difuso. No vemos su cara, pero tampoco puede
decirse que no existan, en plural, personas que se enriquecen y se
hacen poderosas desde ese papel. No precisan ser dictadores; ni
siquiera políticos, aunque intervengan y mucho en política. Su gran
poder reside en la información que, generalmente de forma
voluntaria, les proporcionamos.
Facebook
sabe de vivos y muertos mucho más que lo que de ellos puedan saber
amigos reales y familiares. Alguien puede ver frustradas sus
expectativas laborales por excesos juveniles colgados en la red
social. Empresas anunciadoras se anticipan, desde la información que
compartimos, a nuestros gustos.
Una
compañía de seguros podrá ofrecernos la seguridad de tener nuestro
coche (y a quienes en él vamos) bajo control posicional.
Probablemente el objetivo no sea sólo altruista.
Hay
criminales que han sido detenidos por despreciar el poder de registro
de las abundantes cámaras de video-vigilancia existentes en calles y
casas. Los drones parecen el nuevo y probablemente bondadoso sistema
para detectar tempranamente incendios o incluso para proporcionar
auxilio a accidentados. Para bien y para mal, el mundo es muy
diferente al de finales del siglo XX.
Difícilmente
puede eludirse cierto grado de vigilancia, especialmente cuando nos
beneficia. Un ejemplo obvio es disponer de un “smartphone” en
caso de accidente. Sería un caso de auto-vigilancia; decimos donde
estamos, damos nuestras coordenadas, para ser socorridos. Esa
auto-vigilancia se extiende cada día más en el orden del propio
organismo. Hay sistemas inteligentes de pulsera que nos dicen cómo
va nuestro corazón cuando corremos. Las “apps” médicas en forma
de teléfono o reloj (ambos “smart”) proliferan de forma evidente
y no parece lejano el día en que registros efectuados muy
esporádicamente y en lugares específicos, como un
electrocardiograma, se hagan automáticamente de modo cotidiano mientras paseamos o
dormimos. Todos esos datos, que pueden ser beneficiosos, comportan
también la posibilidad de una hipocondrización generalizada y, en
cualquier caso, servirán para alimentar a grandes empresas, una vez
colocados en “la nube”, eso que, a pesar de ser nebuloso, es muy
terrenal. Los analizadores de “Big Data” ya sabrán cómo
sacarles partido.
Es
incuestionable la bondad de los modernos sistemas de información,
pero no lo es menos el perverso efecto que implica su uso en la
comunicación real, en caída libre, cuando no en la comisión de
delitos como chantajes, mobbing, etc. Cuando alguien pasa a ser, en
la práctica, mero emisor de datos, lo peor puede ocurrirle. Pero, si
ese alguien es adulto y mentalmente sano, es libre y responsable de
lo bueno y lo malo que haga con los medios modernos.
El
problema se da cuando hay imposición de una vigilancia tecnológica.
Hace pocos días aparecía la noticia de que Amazon había conseguido
dos patentes para desarrollar unas pulseras curiosas, cuya utilidad residiría en
controlar los movimientos de sus empleados. Seguro que sobran
argumentos que hablen de la eficiencia como meta y del respeto al
trabajador en aspectos íntimos, pero hacia las pulseras de control
parece que nos encaminamos. Y, si lo hace Amazon, un gigante de la
eficiencia, ¿por qué no todo tipo de empresas? El “móvil” ya
incordia mucho a muchos, al no distinguir tiempos de trabajo y de
descanso. La pulsera sería un refinamiento en esa carrera de
control.
Hasta
es posible que, si un trabajador sufre un infarto, la pulsera alerte
de su falta de dinamismo y pueda prestársele con rapidez ayuda
médica. Todo tiene también su lado bueno, pero la finalidad parece
clara: “optimizar”, que suena mejor que controlar, y siempre en
pos de la calidad o como se está diciendo ya más ahora (incluso en
Medicina), de la excelencia.
En
cualquier caso, a pesar de dudosas bondades, un trabajador controlado
en cada segundo, gracias a una pulsera, guarda analogías con métodos
ya empleados en tiempos tristes. Organicemos informáticamente, como dígitos, como bits. Los nazis, que eran un
tanto inhumanos, identificaban así, numéricamente, a sus huéspedes de los campos de
concentración. En realidad, fueron pioneros de la eficiencia,
asesina, pero eficiencia al fin y al cabo, favorecida al parecer por la propia IBM
La informática, como la energía nuclear o la pólvora, siempre fue
bifaz como Jano. Lo sigue siendo.
Por
otra parte, teniendo en cuenta el papel cada día más relevante de
los robots en multitud de industrias, entra en una lógica inhumana
identificar a un obrero con un robot, y la pulsera es un medio
magnífico para ello e incluso para comparar sus respectivas
eficiencias. El mejor obrero sería el más robotizable, el menos
humano, el que prescinde de ser sujeto para ser cosa.
Y,
siendo así como evoluciona el mundo, hay algo que parece
meridianamente claro y es la obsolescencia de los sindicatos en un mundo
atomizado de individuos controlados y en el que abundan tanto las
servidumbres voluntarias. El poder de lo colectivo ahora no se da
hablando en asambleas ni presionando con huelgas, sino firmando en Change o poniéndose lazos de colores determinados.
Las organizaciones
de defensa de los derechos humanos, y los sindicatos parece que deben
serlo, tienen la obligación de reinventarse adaptándose a los
nuevos tiempos y, a la vez, tratar de neutralizar una tendencia
alienante que no parece apaciguarse.
Si
un sujeto se hace mero individuo, robotizado, cosificado, la
agrupación pasa a ser vulgar rebaño.
Si
lo colectivo sólo es ya factible en la práctica en las redes
sociales, si la alienación galopa a sus anchas y si no se frena,
llegará el día en que, por nuestro bien, se nos implante un chip ya
al nacer, como se hace con las mascotas. Hasta es posible que sea un
chip de validez universal, tanto para buscarnos si desaparecemos,
como para trabajar en cualquier empresa o comprar cualquier cosa.
Se
ha anunciado tanto la distopía tecno-científica que sólo sabremos
de ella a posteriori, cuando seamos sus siervos.
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viernes, 2 de febrero de 2018
Gaseados. La pseudo-ciencia industrial y el ideal de pureza.
El ideal de pureza siempre ha tenido mucha fuerza. También ahora. Se desea un aire puro, un agua pura, una alimentación pura... podríamos seguir así en todos los órdenes de la vida. Nada como lo natural frente a lo artificial para sostener la bondad de la naturopatía y de los alimentos ecológicos.
Y la industria es consciente de ello. Como se decía en una célebre película de mafiosos “Niente di personale, sono solo affari“. Pero los negocios son afectados por cuestiones personales en el plano cuantitativo, cuando las personas se identifican a consumidores y, como tales, aspiran a lo bueno, a lo puro, sea el aire que respiran o el coche que conducen.
Las grandes industrias tienen que orientarse en el marco de la pureza que todo el mundo desea. La industria farmacéutica sabe muy bien cómo publicar los buenos resultados (a veces incluyendo métodos de ghostwriting) y ocultar los que no lo son tanto. Ya pasará lo que tenga que pasar.
A veces basta con la publicidad para inducir al consumo. En un anuncio, un vaquero fumaba tras galopar por un extenso y hermoso paisaje. Si no se podía cabalgar como el protagonista, sí se podía al menos relajarse como él con un buen cigarrillo. Claro que eso era antes. Ahora ya no. Fumar es impuro, contamina el aire y estropea bronquios y pulmones, algo innegable desde luego. Un gran cinismo social y político tolera, sin embargo, que el alcohol en su modalidad litúrgica de “botellón” haga estragos en la juventud.
Vivimos una época de ciencia. Ya no basta con que se haga publicidad como en los viejos tiempos o que se predique en las iglesias contra los distintos vicios. No basta con decir que un refresco de cola es chispa de vida, porque hay quien cree que beber refrescos azucarados puede engordar y eso es malo. A la vez, todo apunta a que el azúcar es mucho peor que el colesterol, demonio de demonios modernos. Es preciso así demostrar “científicamente” que lo que hace a uno obeso no es beber líquidos azucarados, que se postulan como magníficos, sino no hacer suficiente ejercicio.
Tenemos el problema del aire contaminado, que dicen los médicos que causa muertes, nada menos. Queremos respirar un aire limpio, pero ocurre que no lo es en gran medida porque los coches utilizan combustibles fósiles que, además de proporcionar la energía necesaria para moverlos, producen gases nocivos. Se ha hablado en este sentido de la maldad del diesel y por eso no sorprende ya que firmas automovilísticas alemanas hayan gaseado a primates, incluyendo humanos, para “demostrar” la limpieza de la combustión del diesel en lo que a la atmósfera se refiere.
Podríamos respirar tranquilos por muchos coches que usaran ese combustible si hubiera tal evidencia científica. Pero el supuesto “Clean Diesel” no resultó tan “clean” como se esperaba ni para el aire ni para los monos; más bien todo lo contrario . Y siempre tiene que haber periodistas que incordien pregonando lo que se pretendía callar, de modo que, en vez de esperar pacientemente a que haya resultados claros a favor del diesel, muestran como escándalo lo que tenía una clara pretensión ecologista que acabaría siendo demostrada “científicamente”.
Y se trata de la industria alemana, aunque esas prácticas se detectaran en Albuquerque. Se trata de Alemania. Nada menos. Por supuesto, el gobierno alemán ha condenado esas pruebas. Gasear monos y personas es muy feo.
La asociación con tiempos remotos que son conmemorados estos días quizá sea extremadamente exagerada e injusta, pero parece difícil evitarla porque son las circunstancias las que permiten o no que la perversión se realice y resulta que el deseo perverso existe, ocurre que es frecuente. Aunque sea injusto y exagerado hacer fáciles asociaciones, conviene recordar que también lo más horrible respondió a un ideal de pureza, aunque no fuera ambiental sino racial. Ahora tenemos serias implicaciones éticas en lo ocurrido en esas empresas automovilísticas. Si malo es provocar sufrimiento inútil a primates no humanos, peor es someter a personas a experimentos tan estúpidos como potencialmente perniciosos, aunque se les pague.
La demostración “científica” de bondad y pureza, cuando se trata de la industria, aunque incluya a investigadores prestigiados dispuestos a firmar lo que sea necesario (siempre los hay), es con frecuencia pura pseudo-ciencia por una razón obvia: la ciencia no apuesta, no obedece a objetivos comerciales. La ciencia de verdad no pretende cumplir otro deseo que el de saber, siendo traicionada cuando se dan obvios conflictos de interés que perturban su método, sea en el campo farmacéutico, el alimentario, el diagnóstico o el de la automoción.
En nombre de la bondad y de la pureza, lo peor ha ocurrido en la Historia, que tiene la fea costumbre de repetirse.
Un nuevo puritanismo cuasi-religioso invade todos los ámbitos: ecológico, alimentario, político, sexual... Pero ese exceso puede, paradójicamente, llegar a asumir la transgresión más burda, como ha ocurrido ahora: en nombre de la pureza del diesel se gasea a monos y personas. Una falsa ciencia agrava el mal poniéndose al lado de un interés mercantil inhumano.
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lunes, 29 de enero de 2018
La piel. ¿Página en blanco?
La
piel, que nos separa como cuerpos individuales del mundo, nos sitúa
en él, pues es mediante ella que nos mostramos y es con sus órganos
sensoriales, incluyendo los que en ella afloran, como los ojos y los
oídos, que sentimos. Nos tocamos, besamos, abrazamos, olemos, oímos
y vemos. Piel con piel.
Se
dice a veces que la cara es el espejo del alma, una afirmación que
tiene bastante fundamento, tanto en situaciones agudas en las que se
muestra alegría, ira, sufrimiento o serenidad, como a lo largo de la
vida.
La
piel es reflejo del cuerpo y se muestra a sí misma. Tonos y
lesiones, alteraciones en la piel y faneras (pelo y uñas)
fundamentan la necesidad de la inspección como parte de la
exploración clínica y el estudio detenido de lo patológico, muchas veces psico-patológico. La
Dermatología, especialidad que requiere un elevado saber, supone una
atención mucho mayor a lo cualitativo en comparación con el auge
biométrico que se da en otras especialidades médicas.
Al
mostrar el cuerpo, la piel también revela las edades de la vida. La
piel juvenil no es la que tiene un anciano, y tanto la industria
cosmética como la cirugía estética, tratan de frenar el deterioro
inevitable, a veces con escaso éxito o con un resultado patético.
Además
de cuidados tradicionales, que abarcan desde la limpieza hasta
maquillajes sofisticados o costosas cirugías, asistimos
recientemente a la expansión de algo que se ha dado desde hace mucho
tiempo, el tatuaje. Según parece, el hombre de Ötzi, muerto hace
más de cinco mil años, ya tenía su cuerpo muy tatuado.
Norman
Rockwell nos dejó un cuadro en el que vemos el acto de tatuar a un marinero. También un marinero tatuado inspiraría un célebre tema cantado por
Concha Piquer (Tatuaje): “Mira mi brazo tatuado, con este nombre de
mujer. Es el recuerdo del pasado, que nunca más ha de volver”. Los
tatuajes se veían con cierta frecuencia en marineros y en
legionarios. En unos casos, aludiendo a una relación amorosa con
pretensión de eternidad y muchas veces fracasada; en otros, apuntando
a la pertenencia a un colectivo quizá fraternal o a su recuerdo. En cierto modo,
había una “lógica” subyacente a la marca en el cuerpo,
generalmente limitada en su extensión. Los temas no variaban mucho.
Corazones, símbolos de la legión, nombres... Y eran monocromos.
Ahora
no. Hay alguna persona que aspira a entrar en el libro Guinnes por
ser la más tatuada del mundo. Los motivos "artísticos" alcanzan desde una imagen hasta una frase que se tiene
por impactante, pasando por el nombre de un amor a pesar del riesgo
bastante frecuente de que finalice, dejando como rescoldo la marca.
Tampoco ha de mostrarse ya un motivo figurativo mimético; puede ser
un dibujo geométrico o abstracto. Y se acabó la monocromía; muchos
colores configuran tatuajes cada vez más extensos y grabados en
cualquier lugar del cuerpo.
Hay
quien, en una reunión, no es capaz de permanecer sin dibujar algo en
un folio. Los hay que se ven determinados a dejar su impronta
haciendo grafittis con sprays en cualquier puerta o fachada de la
ciudad. Pues bien, tal parece que para muchas personas, jóvenes
principalmente, su piel es vista así, como página que no puede
quedar en blanco. Y lo que en ella impriman será algo que quizá
tenga pretensión de identidad, cediendo lo grupal a lo singular en
el dibujo.
Quizá
lo más llamativo de la proliferación de tatuajes resida en que, a diferencia de otras marcas, como el piercing,
reversibles, suponen la paradoja de ser una una moda anti-moda. La moda implica el
cambio (aunque sea generalmente inducido), cada vez más rápido y
obvio, y no sólo en la ropa, calzado y complementos, sino en todo, desde coches
hasta bolígrafos, televisores o joyas. La moda, que cursa en
paralelo con la obsolescencia programada de aparatos diversos, queda
paralizada en el tatuaje, un acto que supone mucho de irreversible,
porque no es fácil deshacerse de él. Probablemente las técnicas de "borrado" se perfeccionen,
pero, de momento, el acto de tatuarse supone una decisión de
probable irreversibilidad.
El
tatuaje es visible, aunque no necesariamente siempre, ya que todo el
cuerpo es susceptible de ser tatuado. Algo de uno es mostrado en los
dibujos, nombres o frases que llevará muchos años inscritos en su
piel, tal vez toda la vida.
Mediante el tatuaje, uno dirá sin decir. En ese sentido, hay
una fuerte analogía con lo que se comunica electrónicamente, sin
hablar, mediante el uso de la escritura en redes sociales o
"whatsapps", sustituida muchas veces por mensajes taquigráficos con
"emoticonos", o mediante "selfies" volcados en
Instagram o grabaciones en Youtube, merecedores muchas
veces del status de “influencer”
o, mucho peor, de ganar un premio Darwin. Lo visual arrincona la palabra, por muchas letras que se tecleen en
los "móviles".
Hay
frases personales o tomadas de otros que se usan (o se usaban, más bien) como epitafios. En
algunos casos, hay quien vivirá quizá toda su existencia con un
epitafio escrito en el cuello por causa de una decisión juvenil.
Quizá no sea extraño que se dé en la vida ordinaria lo que también ocurre en
la propia clínica, en la que lo visual, en forma de datos e imágenes
instrumentales, desplaza tantas veces el encuentro real, de gestos,
palabras, silencios y emociones. Y en la Ciencia misma, regida por modelos, imágenes y gráficos que sustituyen a palabras y ecuaciones.
De
poco importarán advertencias contra los riesgos potenciales de los
tatuajes; riesgos que se dan “per se”, especialmente relacionados
con metales pesados
entre otros agentes nocivos, y que pueden darse también en el caso de maniobras diagnósticas o terapéuticas que
impliquen las zonas tatuadas.
Y,
si la piel puede tatuarse, ¿por qué no los órganos internos? En
estos tiempos de posverdad, hay noticias que resultan difíciles de
creer pero que parecen ciertas. Según The Guardian y otros medios,
un cirujano, Simon Bramhall, marcaba sus iniciales con un láser en hígados trasplantados (al menos en dos casos). ¿Será el único caso? ¿Habrá pacientes que soliciten un tatuaje interno a la hora de someterse a una intervención quirúrgica?
Aunque
sea algo muy antiguo, el auge actual del tatuaje induce a
preguntarnos ¿Por qué tantos ahora deciden marcar su cuerpo de forma
dolorosa e irreversible?
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jueves, 18 de enero de 2018
MEDICINA. Cáncer y Brujos. El analfabetismo científico.
El cáncer, en toda la variedad de sus expresiones, es algo serio. Mucha gente muere por causa de alguna forma de cáncer. Hay quien sobrevive a él… gracias a la Medicina.
Es el avance científico el que ha permitido saber mucho, aunque sea insuficiente, sobre los mecanismos que dan lugar a un cáncer, los que dan cuenta de su heterogeneidad, de su capacidad de metástasis. Los métodos diagnósticos permiten detectarlo cada vez mejor y distintos tratamientos, empíricos principalmente, van dando paso a otros cada vez más racionales basados en lo que se conoce de su Biología Molecular. Se retoman con mejores perspectivas posibilidades antes vislumbradas, como la inmunoterapia.
El avance de la Oncología ha sido magistralmente recogido en un hermoso libro. Se trata de “El emperador de todos los males” de Siddhartha Mukherjee. Con un optimismo amortiguado por una buena dosis de realismo, el autor muestra lo que era y lo que es el cáncer, fijándose en el coraje de muchos cirujanos, en la paciencia fecunda de muchos investigadores, en algunas decisiones políticas que han sido correctas. No parece fácil ser oncólogo y habituarse al contacto cotidiano con pacientes que sufren por cáncer, pero esa especialidad tiene el gran interés científico y humano de estar en la punta de lanza de la Biología aplicada a la Medicina.
El futuro, a pesar de todos los fracasos que sigue habiendo en muchos ensayos clínicos, es esperanzador. La lucha contra el cáncer sólo puede ser una, la científica, y es precisamente el avance extraordinario de la Ciencia el que sostiene ese relativo optimismo en que una enfermedad temida lo sea cada vez menos.
Pero, si el cáncer es complejo, el ser humano lo es mucho más en su diversidad, en sus contradicciones. Hay científicos brillantes, cirujanos magníficos, oncólogos excelentes que trabajan intensamente por estar al día y brindar a sus pacientes las mejores posibilidades. Hay médicos de familia y de cuidados paliativos que saben acompañar y amortiguar el dolor. Hay psico-oncólogos…
Y en contraste con tantos que hacen bien lo que es posible hacer en el ámbito de la ciencia y de la clínica, existe un discurso tan insensato como absurdo que niega la realidad y pretende ofrecer las bondades de curiosas alternativas explicativas como las “bioneuroemociones” y terapéuticas basadas en resoluciones de conflictos psíquicos, en la abstención de los venenos citostáticos o en comidas supuestamente beneficiosas para algo que no es tan malo como se piensa. De eso ha tratado el reciente “Congreso Internacional Un Mundo Sin Cáncer: lo que tu médico no te cuenta”. Implícitamente se da a entender que hay un saber del que se priva al paciente, un saber esotérico que se hará exotérico nada menos que en un congreso.
Las alarmas de médicos y colegios profesionales se han disparado, haciéndose eco de ellas los medios de comunicación en sus secciones de divulgación científica.
Pero… ¿Se trata de charlatanes? No necesariamente. Probablemente los organizadores y ponentes de algo así, extraño, estén convencidos de lo que dicen. Pero ese convencimiento no sustenta nada; por el contrario, es dañino si aleja a pacientes de lo que esas personas llaman terapias “convencionales”. Los alternativos, los que defienden posturas mágicas, siempre se refieren a la “ciencia oficial” (como si hubiera eso), a terapias convencionales (como si también las hubiera) o al poder de la malvada industria farmacéutica para frenar los notables descubrimientos sobre la dieta alcalina o demás milagros.
Las alarmas se disparan, la crispación brota en quien vuelca su vida profesional en el tratamiento de los pacientes con cáncer. Pero el problema de que crezcan mensajes pseudocientíficos que pueden ser claramente dañinos no se soluciona sólo con una hipervigilancia de supuestos charlatanes, porque ocurre que a ellos acuden personas adultas y no necesariamente tontas. El atractivo pseudocientífico es muy “democrático” y no hace distingos entre personas con distinto nivel de conocimiento. Se puede ser físico nuclear o matemático destacado y creer en la eficacia de la iridología o del I Ching. Se puede ser médico y seguir empeñado en defender la bondad de la homeopatía. Se puede ser Steve Jobs y recurrir a la pseudociencia.
El problema real reside en la permanencia frecuente de una creencia infantil en un mundo mágico. Es en ese mundo en el que será aceptable que un conflicto psíquico produzca un cáncer en la mama derecha o en la izquierda según el tipo de problema, nada menos. Es en ese mundo en el que ya no existirán los Reyes Magos ni la Cenicienta, pero habrá alimentos que nos puedan inmunizar contra el cáncer o incluso curarlo si aparece.
¿Por qué extrañarse? La atracción mágica ha sostenido la teosofía y tratado como maestros a Blavatski, Olcott, Gurdjieff, Ouspensky... Muchos son captados por sectas de todo tipo, muchos adultos infantilizados precisan padres. California ha sido, parece que sigue siendo, la tierra prometida en la que encontrar el gurú salvador. Krishnamurti, fruto a su vez de la teosofía, aunque relativamente independizado de ella, hablaba y miles de espectadores callaban tratando de descifrar sus enseñanzas. Su aura parecía atraer más que su discurso. Hay occidentales que han corrido a venerar a Ganesha y se habla del cuerpo cuántico. ¿De qué nos sorprendemos?
El valor de la Ciencia es tan despreciado como falsamente asumido por supuestos charlatanes mediante la absorción en su vacuo discurso de términos que sugieren lo oculto que es revelado: “energías” (en plural, que tiene gracia), “natural”, “cuántico”, “holístico”. A la vez, la inmersión en una pretendida psicología novedosa mostrará el valor de algo tan profundo como la bioneuroemoción.
El problema al que nos enfrentamos no es, en realidad, médico, aunque afecte a la salud de las personas que crean tales tonterías. El problema real es de falta de educación en un sano escepticismo. Es habitual que la Ciencia se enseñe en la educación básica y también en la universidad como una historia de resultados, pero es mucho más rara la enseñanza del propio método científico del que surgen estos, y de su valor para ir conociendo lo que nos rodea y nuestro cuerpo.
Hay médicos, químicos y físicos que, a pesar de su titulación, carecen del conocimiento elemental del método científico, de su poder y de sus limitaciones. Es esa visión distorsionada de la Ciencia lo que hace de ella fácilmente creencia. Y, en el plano de las creencias, las mágicas han atraído al ser humano desde que humano es. La creencia mágica, el verbo chamánico, puede atraer más que la creencia científica e incluso absorberla usando términos científicos que suenen a moderno como los anteriormente citados.
Cualquier pseudociencia se desmorona ante un juicio crítico, pero es éste el que, con frecuencia, falta.
Hay una historia que no conviene olvidar con respecto a estas manifestaciones delirantes. Las pseudociencias, precisamente por su carácter irracional, proliferan en regímenes dictatoriales. Desde ese recuerdo, la Historia nos aconseja que no juguemos con fuego, que exorcicemos los demonios de la irracionalidad o nos dominarán de nuevo. La homeopatía y la astrología florecieron en la Alemania nazi. También lo hizo el racismo y numerosos médicos y antropólogos (Mengele fue un claro ejemplo) se dedicaron a trabajar en un ideal de pureza; sabemos las consecuencias, pero hemos de recordar que la pretensión era la mejora, la pureza, por la que había que segregar y después exterminar al visto como impuro. Stalin también apostó por la pseudociencia, favoreciendo las tonterías de Lysenko para desgracia de las plantas, de quienes pensaban comerlas y tuvieron hambruna, y de los científicos que creían en la Ciencia más que en el paraíso comunista.
Por mucho que en los medios de comunicación se hable de Ciencia, lo cierto es que vivimos inmersos en un analfabetismo científico, que no se corregirá con una información narrativa de avances y promesas, con una ciencia divulgada que tantas veces deviene en cientificismo, sino con educación crítica en el método que hace posible que la Ciencia progrese. Es el método lo que importa conocer, más que si Einstein "acertó" con las ondas gravitacionales. A la Ciencia le daría igual que se hubiera equivocado. La Ciencia hace predicciones pero no apuestas, no tiene una cosmovisión implícita aunque pueda iluminar la de cada cual.
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