martes, 29 de mayo de 2018

La contingencia, campo de libertad.




Potuit, decuit, ergo fecit (Duns Scotto)

El determinismo laplaciano se quebró hace tiempo.


La mecánica newtoniana puede predecir muy bien el comportamiento de dos cuerpos; cuando se trata de tres, la cosa se complica. Aun habiendo determinismo, hay sistemas muy simples en los que éste dará resultados muy diferentes asociados a ligerísimas variaciones en las condiciones iniciales; se trata del caos determinista. A veces no es fácil diferenciar un comportamiento caótico que resulta de pocas variables, de la aleatoriedad inherente al concurso de muchas.


Y con la mecánica cuántica nos encontramos con una curiosa “mezcla”. La ecuación de onda es determinista, pero eso no nos dice mucho porque el resultado de una medida es probabilístico y, si afinamos en una variable, perdemos certidumbre sobre otra relacionada con ella. 


No es preciso acudir a la mecánica cuántica para considerar el valor de lo contingente en nuestra biología y también en nuestra biografía.


Siempre habrá tentaciones nostálgicas que hagan aspirar al saber laplaciano, pero el determinismo al que nos podemos enfrentar es más bien negativo (restringe las posibilidades a un cuadro de legalidad física) más que positivo y eso es especialmente claro en el ámbito de la vida.


La teoría darwiniana de la selección natural explica, con el complemento del avance en Genética, la evolución de las especies. Sigue siendo válida a todas las escalas de contemplación de la vida, aunque sea complementada por valiosos restos lamarckianos que resurgen en el modo epigenético. Lo es para los cuerpos y dentro de los cuerpos. Nuestra respuesta inmune no es instruida, sino seleccionada. Nuestros linfocitos generan anticuerpos al azar y la presencia de un antígeno concreto facilitará la maduración y “perfeccionamiento” de los que crean anticuerpos contra él. Un cáncer supone también un extraordinario ejemplo de evolución darwiniana. No hay finalidad en el mundo biológico, aunque se insista heurísticamente en que la selección actúa “para”. En absoluto. Cuanto más agresivo sea un cáncer, antes acabará con la vida de su huésped y… consigo mismo. No hay “para” que valga. ¿O quizá sí? 


Las relaciones de causalidad biológicas son cada vez más difíciles de diferenciar de meros correlatos observacionales, lo que permite la exageración tantas veces vista en la perspectiva preventivista actual basada en atacar marcadores en vez de causas reales de enfermedad.


¿Por qué estamos aquí? Es una pregunta que puede formularse desde distintos ámbitos y responderse mejor o peor desde ellos. Gould se refería a una ramita de la evolución para situar nuestra especie. ¿Y si no hubiera habido la extinción de los dinosaurios? Quizá, en caso de no haber caído ese meteorito, no estaría nadie que hablara para contarlo o quizá sí pero de otro modo. No es factible más que una historia, la habida.


Esa contingencia, restringida por la legalidad física, es la que ha jugado con las fuerzas de la vida. Y sigue haciéndolo a todas las escalas. Desde nacer más o menos sanos hasta la elección de trabajo o pareja, el azar juega su papel.


Varias películas (“Babel”, “Crash”, etc.) han realzado el valor de lo inesperado, de lo contingente.


Hay algo extraordinariamente valioso en la contingencia; es el campo de nuestra libertad. Es cierto que, a veces, lo limita absolutamente; un choque frontal entre vehículos puede producir muertos; se acabó entonces la libertad con la vida misma. También la enfermedad es fruto de la contingencia; nos contagiamos con una cepa microbiana, dos cromosomas 21 no se separan y surge un síndrome de Down, se mutan nuestras células y aparece un cáncer, se rompe un vaso y acaece una hemorragia cerebral, etc., etc. No es raro que en el sorteo navideño se hable del día de la salud: se es afortunado si hay salud aunque no haya tocado nada. En realidad, a esa afirmación subyace la impresión de que son más probables las malas contingencias que las buenas, siendo mucho más frecuente que sobrevenga una enfermedad que seamos agraciados con un sorteo millonario. Esa impresión de maldad asociada a lo contingente ha dado lugar a otra expresión habitual, carente de rigor estadístico, “las desgracias nunca vienen solas”.


Pero, alguna vez, de repente, lo bueno sucede. Lo hemos visto ayer. Alguien que habrá venido en alguna patera, que habrá conseguido llegar a Francia malamente, consigue también trepar por la fachada de una casa y evita que un niño caiga al vacío desde un cuarto piso. ¿Y si no hubiera nacido en Mali? ¿Y si no se hubiera jugado la vida para llegar a Francia? ¿Y si…? ¿Y si…? Entre tantas preguntas inútiles, hay una, un “y si..” que muestra la gran posibilidad, la que resulta de la libertad a la que reta la contingencia, en este caso, la de encontrarse con un niño a punto de caer de un cuarto piso.


Había más gente mirando. Un hombre sin patria no lo piensa y simplemente actúa. Ha hecho uso de una elección con la que se jugó, quizá una vez más entre otras muchas, su vida, descartando la opción que sería comprensible de ir a ver un partido de fútbol. Tomó la gran, la ejemplar, decisión ética, la amorosa. Esa a la que se refirió Jesús y que tan mal, tan sensibleramente se suele interpretar: se jugó el tipo por otra persona, por un niño de un país en el que tantos supremacistas verían bien que no hubiera negros.


¿Por qué lo hizo? Duns Scoto dijo aquello de “pudo, quiso, luego lo hizo” para referirse nada menos que a Dios como base teológica del dogma de la inmaculada concepción de María. Ayer parece que uno de los ángeles de Dios tomó la forma de un hombre, inmigrante de Mali en Francia, que realizó el sueño de cualquier niño que imagina a un Spiderman salvador. Como en la expresión de Scoto, pudo hacerlo, aunque no tenía la garantía a priori de tal posibilidad. Pero, sobre todo, quiso, decidió hacerlo, eligiendo un riesgo letal frente a la posibilidad más "comprensible" de ir, como pensaba, a ver el partido de fútbol.


Un acto así, heroico, nos reconforta porque remite a lo bueno humano, a la capacidad que todos tenemos de amar y a la posibilidad, si la situación lo requiere, de ser capaz de jugarse la vida por amor. Siempre nos confrontamos con la libertad y la responsabilidad. La opción ética no siempre será espectacular, pero siempre será posible asumirla. Siempre será factible ser radicalmente humanos en el aspecto bueno, desinteresado, amoroso. Ejemplos como el de Mamoudu Gassama nos sitúan ante el espejo esencial.

martes, 22 de mayo de 2018

Ver


Ver. Para muchos, quizá la mayoría, la visión es el sentido más importante. ¿Con qué puede compararse la visión de un paisaje, de un hijo recién nacido, de un libro, de una película, del mundo y de los otros en general?

Ante la visión, desaparece la creencia por no ser necesaria. Se ve algo y se hace evidente, aunque haya ocasiones en que se dan ilusiones ópticas, de las que viven los magos.

No extraña que uno de los principales temores humanos resida en perder la vista. La ceguera es imaginada por quien ve como algo terrible.

De modo muy simple, podemos decir que vemos con el cerebro mediante la retina, a la que le llegan imágenes externas mediante un elaborado sistema de lentes orgánicas. La retina está constituida por varias capas, siendo una de ellas la que contiene los fotorreceptores, que traducen en señales nerviosas los estímulos que reciben en forma de fotones en una banda relativamente estrecha de longitudes de onda. La estructura de nuestro ojo es una maravilla, aunque parezca que Dios o la Naturaleza la hayan diseñado, como apuntaba el biólogo evolutivo George C Williams, de un modo estúpido, ya que mira hacia atrás, teniendo la luz que atravesar una máscara de neuronas y capilares para llegar a los fotorreceptores. Además, no toda la retina “ve” igual, siendo especialmente sensible una pequeña región de ella, la mácula.

El láser supuso una gran herramienta para los oftalmólogos pero no hay ahora mismo muchas posibilidades para mejorar o restaurar la visión si la retina es seriamente dañada. Hay mutaciones genéticas que son responsables de una variedad de retinopatías que conducen muy pronto a la ceguera. La retinosis pigmentaria sería un ejemplo. En otros casos, una enfermedad sistémica subyacente, como la diabetes, va lesionando los vasos retinianos conduciendo a una ceguera parcial o total. También, por razones poco claras, hay personas que desarrollan con los años una forma temible de ceguera, la asociada a la degeneración de la parte más importante de la retina, la mácula. Se trata de la degeneración macular asociada a la edad, en sus dos formas, la seca, asociada a la atrofia celular, y la húmeda, en la que se da una neoformación vascular con exudados.

Hasta ahora, la ceguera por lesión retiniana era considerada definitiva, irreversible. De ahí la insistencia de los médicos y especialmente de los oftalmólogos en lo que tiene que ver con la prevención en el caso de la diabetes, del glaucoma, etc. Pero nuestros tiempos, tristes en tantas cosas, ofrecen también esperanzas realistas que generan optimismo. Se usaron anticuerpos monoclonales. Se vislumbra ya la posibilidad de que todas las lesiones retinianas puedan ser susceptibles de una mejor prevención o, si llega el caso, puedan ser curadas. Aunque esa curación no sea inminente, hay grandes líneas de aproximación que tienen en cuenta las distintas causas del problema. Así, conociéndose genes relacionados con la diferenciación retiniana, se trata de corregir mutaciones en ellos gracias a la terapia génica. Hace ya décadas que la terapia génica fue vista como una gran alternativa para multitud de situaciones, pero, lamentablemente, los problemas inherentes a la vehiculización de los genes normales, como adenovirus, se acompañaron de efectos muy negativos, incluyendo la muerte de una persona en un ensayo clínico, lo que ralentizó este tipo de aproximaciones. Ha sido muy recientemente que la FDA aprobó un tratamiento (Lexturna) dirigido a corregir una mutación responsable de la amaurosis congénita de Leber, una forma de ceguera infantil.

Cuando las neuronas están ya dañadas puede intentar restaurarse la visión induciendo la expresión de moléculas fotorreceptoras en el epitelio retiniano. Es la aproximación optogenética del grupo de Zhuo-Hua Pan.


En los casos de degeneración macular, otras opciones parecen factibles y se basan en la medicina regenerativa. Así, el grupo de Kashani desarrolló un implante retiniano derivado de células madre embrionarias creciendo sobre un substrato sintético. En ensayo clínico el implante mostró ser seguro y bien tolerado y los resultados preliminares sugieren la utilidad de esta aproximación en la degeneración macular llamada “seca”, es decir, la no dependiente de neovascularización. Para este último caso también son prometedores los resultados de un ensayo clínico con implantes derivados de células madre embrionarias.

Son conocidos los debates que suscita el uso de células madres embrionarias. Una alternativa es la utilizada por el grupo de Masayo Takahashi quienes obtuvieron el implante a partir de fibroblastos de piel de donantes sanos transformados en células puripotentes (IPS) y diferenciados a un epitelio retiniano.

No es oro todo lo que reluce en el ámbito de la Medicina Regenerativa y se ha alertado contra un uso inadecuado de células madre. Pero estamos en un terreno prometedor.

También son interesantes las aproximaciones basadas en el uso de retinas artificiales, como el proyecto Argus II o el Alpha IMS.


Hay algo interesante en este ámbito de la tecno-ciencia aplicada a la Medicina. Ocurre que la exploración de la retina requiere a su vez la mirada por otra retina, la del oftalmólogo. La consulta periódica al oftalmólogo es importante para detectar con prontitud daños retinianos como los que se asocian a la diabetes tipo II, que alcanza dimensiones epidémicas. Ahora bien, no todos los países tienen oftalmólogos suficientes. Se estima que en la India hay uno por cuatro mil diabéticos tipo II. Y, en esos casos, cuando no hay la mirada de un oftalmólogo, ésta podría sustituirse por la de un sistema de inteligencia artificial, que analizará una imagen fotográfica del fondo de ojo con una capacidad de detectar la retinopatía diabética (evaluada mediante curvas ROC) similar a la de oftalmólogos.

A la vez que estamos ante la posibilidad milagrosa de la Ciencia aplicada a la Medicina, nos enfrentamos al gravísimo problema del acceso diferencial a esas novedades. Según la OMS, el tracoma (causado por la Clamydia thracomatis) , una causa de ceguera tratable con antibióticos que tenemos aquí en cualquier farmacia, “constituye un problema de salud pública en 42 países y es la causa de la ceguera o la incapacidad visual de 1,9 millones de personas. Hay casi 182 millones de personas que viven en zonas donde el tracoma es endémico y que están en riesgo de padecer ceguera por esta causa”. En 1996 la OMS se propuso la eliminación mundial del tracoma para 2020.

La azitromicina parece más milagrosa aun que las grandes proezas técnicas anteriormente mencionadas. No sólo como tratamiento del tracoma. Se ha publicado recientemente en el New England Journal of Medicine que, administrada de forma masiva, redujo también la mortalidad infantil en el África sub-sahariana.

La Medicina va de la mano de la Ciencia, pero precisa además una concepción ética y una planificación en la distribución de sus bondades. A día de hoy, a la vez que hay personas del primer mundo que quizá puedan beneficiarse de los grandes avances en curso, hay niños que se quedan ciegos en países subdesarrollados por no disponer de azitromicina. El progreso de la Medicina debe considerarse a escala mundial y la correcta y humanitaria planificación y distribución de recursos supone esa visión global de la que ya no se puede prescindir.

Se dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Pues bien, parece que no hay peor ceguera que la social, que la política, que no quiere ver que la atención médica debe aspirar a ser planetaria y no restringirse a las grandes innovaciones para un sector privilegiado del mundo.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Médicos contagiosos.


Como cada año, llega un día en que se despide a los nuevos médicos especialistas, a los MIR que dejan de serlo. Acontece en cada hospital docente del sistema público, que bueno es recordarlo en estos tiempos de alabanza a la medicina privada y de perversiones gerenciales concebidas como “sinergias”, porque la práctica totalidad de los especialistas médicos españoles se forman en hospitales públicos. 

En general, es previsible lo que sucederá en un acto así. Buenas palabras por todas partes, buenos deseos, un discreto ágape y… a seguir en una carrera que es cada día más competitiva.


Y, a veces, ocurre lo insólito y bueno. Alguien es designado para impartir una conferencia y se le da por hablarle a médicos ya especialistas de lo que significa eso que creen sobradamente saber, de lo que significa ser médico.


Y esa persona, pediatra con muchos años de experiencia y miles de pacientes atendidos, introduce su charla con la imagen de un perdedor que sólo lo es en lo accidental, tomada de una película de John Ford (“Centauros del desierto”). Otro héroe discreto, “Shane”, podría valer también para mostrar lo que se pretende y que se irá “viendo de oído”, pues sólo es perceptible si se sabe escuchar a lo largo del discurso, que lo es sobre lo heroico a fin de cuentas. ¿Qué es eso sino atender al compromiso ético, al deseo biográfico básico? Es igual que se pierdan prestigio y honores en esa coherencia o que nunca lleguen a lograrse. 


Ha habido héroes reales, como Shackleton. ¿Perdió? Nadie lo diría. Al contrario, ¿quién no desearía en su vida un jefe así? 

Lo que se revelará en la sesión será menos explícito que las imágenes que lo apoyan (el citado Shackleton, Esculapio, la pintura “The Doctor” o las palabras de Walt Whitman con las que finaliza). Sólo son eso, apoyos; eso sí, exquisitamente elegidos.


El ponente hablará de lo que significa ser médico, antes, ahora y después, en la Historia, que se es de uno en uno y de cada uno con cada otro, el paciente, en la relación clínica, singular siempre aunque sea favorecida por los grandes avances tecno-científicos. Hablará de un modo de ser, de vivir, que se ha dado desde la antigüedad y que no podrá ser asfixiado en el futuro por el ensimismamiento técnico.


Un médico puede contagiar enfermedades ya que él mismo entra en contacto con enfermos infecciosos. Pero también puede contagiar lo mejor de sí, que es su vocación, su pasión por esa extraña mezcla de ciencia y arte, de novedad y tradición, a la que llamamos Medicina, con la que curar, paliar o acompañar.


Ese contagio bondadoso puede ser percibido cuando uno es niño. Yo lo sentí al ver y oír a mi ahora gran amigo cirujano Norberto. Intuyo que muchos o pocos, da igual, de los niños que atendió Alfonso, que así se llama el ponente a quien me refiero, habrá sentido algo parecido y que, para bien o para mal (eso depende de cada uno), habrá sido influido para hacerse también médico. Esa es una de las maravillosas posibilidades que otorga el ser médico, al igual que ser maestro, profesor; puede transmitirse, más allá de las palabras surgidas en el encuentro clínico, lo que para uno ha sido vocacional, término tristemente deteriorado.
Alguien así, un médico "contagioso" se ve gratificado y no sorprende por ello que el agradecimiento a los demás haya sido una de las expresiones más frecuentes en la ponencia de Alfonso.

Surge la pregunta. ¿Es necesario oír lo que supuestamente sabemos por parte de otro compañero? La respuesta es claramente afirmativa, un sí rotundo cuando va respaldado de un saber que no es fruto de elucubración alguna, sino experiencial, empírico, vital. Un saber que no todos los que se hacen médicos, que no todos los que acaban siendo al final especialistas de gran prestigio, poseen. 


Ese saber precisa de la humildad, del acierto y del fracaso, de la resistencia, del conocimiento constantemente actualizado, de la comprensión, de la paciencia, del amor. Su transmisión es sutil, modesta, necesaria. No todos valemos para albergar ese conocimiento propio que tiene que ver más con el modo de ser que con la información científica, aun cuando ésta sea esencial.


Es legítimo hacerse médico para labrarse un porvenir digno (este año las especialidades de cirugía plástica y dermatología han sido las primeras en agotarse en la oferta a los nuevos MIR). Es legítimo hacerse médico para lograr proezas técnicas socialmente prestigiosas. También lo es para dedicarse a la investigación. Pero es, además de legítimo, bello y bueno hacerse médico sólo para curar y cuidar, para facilitar la vida a otros, sin más pretensiones, en silencio, calladamente. 


Algo que tenemos en cualquier farmacia, la azitromicina, puede llegar a erradicar el pian en África y muchas otras enfermedades, incluyendo el tracoma. Otro médico del que sólo sé por referencias (Oriol Mitjá), y que supongo también "contagioso" la lleva allí. No parece cómodo ni notable trabajar como transportador de un medicamento, sin hacer investigación básica o cirugías extraordinarias, pero es necesario dar la azitromicina, rellenar cuestionarios y repartir sonrisas.


En cada puesto, en cada situación, elegida o no, de cualquier hospital o ambulatorio, en la gran ciudad o en la minúscula aldea, una persona puede ser un “profesional” de la Medicina o ser nada más pero tampoco nada menos que médico, que parece lo mismo pero no lo es, soportando incertidumbres, impotencias y desdenes. Hoy nos ha sido recordado con maestría por Alfonso.




Dedicado a dos médicos "contagiosos", Alfonso Solar y Norberto Galindo.




viernes, 4 de mayo de 2018

MEDICINA. Vejez. Obsolescencia y Gerontolescencia.



“He vivido de una forma que me hace estimar que no he nacido en vano”. Cicerón. “Sobre la vejez”

Cuando Cicerón escribió su obra sobre la vejez (De Senectute), aun no había entrado en lo que ahora se da en llamar la tercera edad. Marco Antonio llevaba mal sus críticas y de nada le sirvió la supuesta simpatía de Octavio. Sus manos acabaron clavadas en las puertas del Senado.

Los 65 años, a veces los 70, marcan hoy una frontera, la que supone el ingreso en lo que se llamaba “clases pasivas”. Una frontera que definió Bismarck y que sigue usándose para referirse a la jubilación. Cuando se estableció esa edad, había un claro sentido político pues pocos la superaban en muchos años y un país podía permitirse pagar una pensión a los ya considerados ancianos.

Hoy en día sigue existiendo esa frontera, pero la gente se empeña en vivir más gracias a los avances médicos y sociales. La esperanza de vida ha aumentado claramente con respecto al siglo XIX y, a la vez, los mayores viven mejor. Más vida y de más calidad, aunque por el camino se quede un porcentaje elevado de personas que han sucumbido a diversas enfermedades, siendo el cáncer en sus variadas formas a día de hoy “el emperador de todos los males”, como dice en su célebre y recomendable libro Siddhartha Mukherjee.

El caso es que, si uno no se muere antes, llega un día en que cesa en su actividad laboral por una razón estrictamente cuantitativa, su edad. A partir de ahí, podrá vivir más o menos y eso supondrá una carga proporcional al erario público, como han alertado ya prestigiosos economistas.

La travesía vital suele escribirse en el rostro y en las manos. No es lo mismo haber trabajado en una mina que haberlo hecho como oficinista. El concepto mismo de trabajo es variable porque puede diferir ampliamente entre la realización de algo vocacional o un ingrato y desagradable medio de vida. Cada cual es prescindible pero a la vez necesario, aunque el balance entre lo que ambos términos suponen varíe ampliamente al influir en la percepción que cada persona puede tener de su rol social.

En nuestro medio aun sigue hablándose de crisis asociadas a la edad. La crisis de los cuarenta, por ejemplo, se daría en aquellos a quienes la vida les ha ido bien en general y han logrado metas de estabilidad familiar y laboral / profesional. Y, si no es a lo cuarenta, será a los cincuenta o sesenta; las décadas parecen sugerir, a pesar de la continuidad biográfica, la posibilidad de cambio e incluso inducirlo, no siendo pocos los que se separan y establecen una nueva relación de pareja en torno a los sesenta años.

Crisis asociadas a metas supuestas o fruto de interpretaciones, sean la superación de exámenes, los logros profesionales, la elección de pareja; es decir, fines cumplidos. En ese sentido hay quien habla de lo télico. Uno se desvive por lograr un puesto y, tras conseguirlo y ver que cambia de década, se desmorona o sufre una gran ansiedad. Sólo otro fin, sólo la persistencia en esa mirada teleológica, o télica si se prefiere, colorearía la vida, haciendo de lo atélico (hobbies, veladas con amigos, etc.) un objeto a cubrir sólo en períodos de descanso.

Con la jubilación, se abriría la opción atélica, pero no siempre es realizable porque las pensiones son como son y hay para quien el tiempo de ocio ha de serlo también gratuito, lo que limita claramente las posibilidades de llenarlo. A la vez, puede haber un “telos” impuesto; es el caso de pensionistas que han de hacerse cargo de nietos para llevarlos al colegio o de la familia entera para que ésta subsista con su pensión por miserable que sea. Finalmente, lo atélico puede acabar resultando mucho menos placentero de lo imaginado cuando no sencillamente imposible. No toda jubilación es precisamente jubilosa.

Con unas tasas de paro insultantes en la población “activa”, parecería mayor insulto a la inteligencia recabar el mantenimiento de algún rol social para quienes son ya mayores. Sin embargo, no hacerlo supone, en la práctica, establecer una obsolescencia programada en términos de edad. Vivimos tiempos capitalistas y neomecanicistas y en ese contexto es asumible tal obsolescencia de cuerpos, aunque proliferen anuncios de mercado para consumir productos dietéticos y cosméticos que retengan una juventud que se va. La Biología apoya esa noción y es que, ya se sabe, se acortan los telómeros y eso acaba definiendo la obsolescencia celular que es, a fin de cuentas, la del cuerpo.

A la vez, los distintos límites de edad van desdibujándose. Los niños parecen madurar antes si se atiende a determinadas capacidades, como puedan ser jugar con un ordenador, aprender inglés jugando que es como dicen que hay que aprender las cosas, etc. Esos niños entran en la adolescencia y muchísimos permanecen en ella aunque pasen los años y sean reconocidos socialmente como adultos. La adolescencia se ha extendido a expensas de la niñez y la madurez.

Quizá sea en analogía con eso y habida cuenta de la heterogeneidad que se da en la forma de llevar lo que en tiempos se llamaba vejez (ahora, tercera edad o “mayores”), que hay quien habla de la gerontolescencia, término acuñado por Alexandre Kalache, quien se refiere a “un momento de transición, variable; ya no eres el adulto de antes, pero no has perdido las suficientes facultades como para no mantenerte activo y autónomo”. Es probable que este término cale como lo hicieron otros (gamificación, empoderamiento, etc.) y surjan geriatras y psicogerontólogos especializados en gerontolescencia, que podrán explicarles a los hijos de los viejos que éstos no lo son, sino que están en un período de cambios, algo que, por otra parte, es rigurosamente cierto en ese camino hacia los brazos de la hermana muerte.

Quizá no sea superfluo, en cualquier caso, un término así, porque da que pensar. Suele darse una concepción de la vida demasiado rígida. Por ejemplo, parece tener poco sentido que las tareas profesionales de un cirujano tengan las mismas distribuciones temporales en nuestro sistema público tanto si tiene treinta como sesenta años. Parecería razonable que la transición a la jubilación fuera gradual en algunos casos y abrupta en otros, según particularidades, sin tener en cuenta una edad de corte igual para todos. Un profesor de literatura puede aportar mucho a su sociedad “trabajando” a un ritmo adecuado hasta que el cuerpo se lo impida por cualquier causa. Un artesano puede seguir ejerciendo un oficio que se extinguirá con él (alfarería, encaje de bolillos, etc.) y tratar de evitar que eso ocurra, lo que empobrecería culturalmente a su medio. En ese sentido, la gerontolescencia o un término más feliz puede ser valioso para designar que alguien puede mantener un “telos” propio, personal, con independencia de su edad, a la vez que puede ir asociándolo a un tiempo atélico mayor que en otras fases de su vida.

Sin caer en el delirio transhumanista, parece plausible que la esperanza de vida siga aumentando en los próximos años y que su calidad también mejore. Y vemos lo que está ocurriendo con un sector amplio de quienes se hacen mayores. Hay soledad, depresión, fragilidad, muchos han de renunciar a sus viviendas para ser recogidos en asilos (o costosas residencias geriátricas), etc. No es descartable que gran parte de la patología subyacente a esas situaciones se deba no sólo a pérdidas de familiares y a deterioros orgánicos sino también a pérdidas de sentido, del que da un rol social, el sentirse útil para algo. Es ese “para”, ese “telos” lo que facilita la vida.

Parece tarea de todos contribuir a una sociedad más sensata que tenga en cuenta que sólo cabe hablar de obsolescencia para referirse a cosas y no a personas. No es novedoso, pues es bien sabido que muchas culturas otorgaban y siguen otorgando un gran valor a los viejos, a un “senado” en sentido tácito y a la vez

auténtico.

sábado, 28 de abril de 2018

PSICOANÁLISIS Y TECNO-CIENCIA. Sophia y lo siniestro.



Antes de los robots, ya se construyeron autómatas. Herón de Alejandría, Vaucanson y muchos otros se hicieron famosos por sus sofisticados ingenios.

Y la imaginación se desbordó. E.T.A. Hoffmann mostró en su célebre cuento “El hombre de arena” cómo el protagonista Nathanael se enamora de una hermosa chica, Olimpia, que resulta ser una autómata. Es al descubrirlo del peor modo, que surge el horror ante lo que Schelling definió como lo siniestro, eso que, debiendo quedar oculto, se ha mostrado. Lo siniestro, “Das Unheimliche”, fue el título de un breve ensayo en el que Freud toma este cuento para estudiar lo siniestro biográfico. Y de este ensayo partiría Lacan para tratar el tema de la angustia en un Seminario específico (1).

E.T.A. Hoffmann murió hace casi doscientos años. En tan poco tiempo, comparado con el de la Historia, nuestra civilización, deslumbrada por la tecno-ciencia y despojada en buena medida de la reflexión filosófica más elemental, ha pasado de estremecerse ante lo siniestro a no reconocerlo siquiera, a negarlo tácitamente.

Ahora ya no hablamos de autómatas, dada la abundancia de sistemas automáticos de todo tipo, sino que usamos más bien el término “robot”. Y los robots son corpóreos, habiéndose logrado que tengan una apariencia humana en su “piel” artificial, que hablen e incluso que expresen emociones. El término “robot” recuerda fonéticamente a “trabajo” en ruso (yo trabajo, я работаю). Fue un checo, Karel Čapek, quien usó por primera vez esa voz, asociándola al trabajo esclavo, en su obra teatral “Rossovi univerzální roboty” (Robots Universales Rossum).

Se sigue pensando en los robots como trabajadores automáticos; ya hay sistemas “robotizados” para hacer coches desde hace tiempo, y los hay que, aunque manejados por humanos, operan próstatas. Pero ahora es posible, según nos dicen de modo cotidiano en todos los medios, ir un paso más allá. Se trata de construir robots parecidos a seres humanos

Tal posibilidad hace que incluso cale el miedo de que lleguen a ser superiores a nosotros y sean ellos quienes nos esclavicen. Pero también podrían ser magníficos acompañantes, incluso en el terreno sexual. Parece sencillo; un cuerpo revestido de una silicona o cualquier polímero que semeje la piel y dotado de un sistema de inteligencia artificial (IA) que le permita una interacción con nosotros, genital o “intelectual”. Para algo está la IA, esa que puede ganar jugando  al ajedrez y al Go y hacer miles de maravillas. Nuestro primer mundo parece empeñado en mejorarnos haciéndonos híbridos con sistemas robóticos (cyborgs) y también en conseguir que un robot sea superior a nosotros desde un punto de vista intelectual un tanto simple.

“El hombre de arena” es hoy la empresa Hanson Robotics y una de sus creaciones no se llama Olimpia, como en el cuento, sino Sophia. Con ella se ha dado una desnudez del autómata desde el primer momento, mostrando que está constituido por componentes mecánicos, por lo que desaparece lo que en otro tiempo se tomaba como siniestro al requerir el descubrimiento de lo oculto. Será desde ese saber de que estamos ante una máquina que vayamos llegando embobados a asimilar que no lo es, que nada siniestro hay ahí, y el robot será acogido como humano porque, a pesar de ser creación mecánica, se nos parece, incluso hablando y con gestos faciales.

En nuestro tiempo, el romance de Nathanael y Olimpia conduciría a una relación de pareja “normal”, pues, aunque robótica, la actualización de Olimpia llamada Sophia, es ciudadana. Nada menos. Lo es de Arabia Saudí, pero ciudadana a fin de cuentas e incluso con más derechos que las mujeres de ese país.

Hoy lo siniestro no se ajusta al criterio de Schelling o, más bien, lo hace de otro modo, más propiamente freudiano. Es probable que llegue un día en el que la deshumanización que supone la vulgar identificación con la máquina, por sofisticada que ésta sea, se muestre también del peor modo. Tal vez se dé una nueva forma de aparición de lo siniestro, la que resulte de descubrir en uno mismo la enajenación inconsciente, oculta, a que puede conducir la fascinación por el mito del progreso, esa torpe concepción que facilita la confusión e incluso la admiración hacia máquinas que se nos parezcan y que, a diferencia de las muertas esculturas, pueden “expresarse” y “relacionarse” con nosotros incluso corporalmente, como si fueran humanas.

La estupidez no es ya cosa de tontos. Mentes brillantes en el campo tecno-científico destinan su tiempo y grandes recursos a tratar de hacerla universal, una estupidez para todos, colectiva, en un contexto capitalista en el que lo gozoso sea fácilmente accesible. Un contexto en el que la Universidad se ha hecho sierva de la Técnica y en el que el pensamiento crítico está en clara decadencia.

A la vez que asistimos a la tragedia de tantos inmigrantes, refugiados, apátridas, muertos en el intento de eludir una tierra hostil, vemos que se le concede la ciudadanía a un robot. Eso apunta a algo muy triste, muy siniestro, de nuestra época.

1)  Fernández Blanco M. Lo viejo y lo nuevo de la angustia. El Psicoanálisis. 2007.11:27-42

viernes, 20 de abril de 2018

El alma y François Cheng.

"La verdadera vida no está sólo en lo que ha sido dado como existencia; está en el deseo mismo de vida, en el propio impulso hacia la vida. Este deseo y este impulso estaban presentes en el primer día del universo". François Cheng. "De l'âme".
 
François Cheng se muestra poético y sabio en sus libros. No pretende persuadir, pero su perspectiva conmueve; tal vez porque toca eso que ha ido siendo desterrado por un monismo materialista o por un dualismo que consiente en una extraña coexistencia de cuerpo y espíritu.  Se trata del alma. Él mismo hace varios juegos de palabras para aclarar de qué habla. “L’esprit raisonne, l’âme résonne”. No es lo mismo lo espiritual que ese fondo radical llamado alma.

La visión de Cheng es ternaria. No somos concebibles sin alma, sin eso que anima, sin ese Aum, sin ese Amén final, un amén con el que concluye su libro “De l’âme". 


No lo cita, pero recuerda al también poético Teilhard de Chardin. Toma apoyos en las grandes tradiciones religiosas orientales y occidentales y en filósofos relevantes. Cita a Lao-zi, Eckhart, Platón, Aristóteles, Simone Weil, Camus…
Y habla del alma como sólo alguien que ha escrito cinco hermosísimas meditaciones sobre la belleza y otras cinco sobre la muerte puede hacer. Y lo hace de modo poético, convincente porque no apela a lo espiritual, a lo intelectual, sino a lo más profundo, en su concepción ternaria de la singularidad del ser humano. 


Acoge la Vía. La vía del Tao, pero también la vía cristiana. Sin definirse como creyente o ateo, se declara “adherente” en una entrevista que recoge Le Magazine Littéraire (nº 577). 


Nos dice en su bello libro que “sí, debemos ser bastante humildes para reconocer que todo, lo visible y lo invisible, es visto y sabido por Alguien que no está en frente sino en la fuente”.


El sentido del cosmos precisa del alma de cada uno para ser percibido y realizado. No lo proclama desde la comodidad del sillón académico merecido, sino desde una experiencia biográfica marcada por el sufrimiento y por la belleza, dos ejes sin los que su obra no sería posible.


“Todo es llamada, todo es signo”, subraya.


Nos sosiega porque sugiere el sentido, esa necesidad que intuimos desde la experiencia de lo singular y, especialmente, cuando la mística se hace posible gracias a la belleza del mundo y a la receptividad anímica de ella. 


Somos desde que el universo existe. Saber que nuestro cuerpo está constituido por polvo de estrellas es maravilloso pero insuficiente; precisamos algo más que dé cuenta de nuestro ser, que es lo mismo que dar cuenta de cada uno, de uno en uno. El sentido del universo soporta el sentido de la vida, aunque no logremos intuirlo plenamente, aunque fracasemos al tratar de descubrirlo.


Sea como sea, el libro de Cheng sobre el alma reconforta por su carácter sencillamente humano. Su lectura evoca un salmo judío del que derivan unas palabras que se cantan en la eucaristía cristiana, “Alma mía, recobra tu calma, que el Señor escucha tu voz”. Alma y calma. Nada parece más importante que eso, calmar el alma. Ninguna satisfacción corporal, ningún avance espiritual, pueden lograr algo que sólo en sintonía con el alma del mundo podemos alcanzar alguna vez, sosegar la nuestra.


Cheng nos sugiere la Vía a lo Abierto, al Misterio en que vivimos desde siempre y viviremos para siempre. Eso nos confiere valor, nos dota de sentido, el mismo que posee el alma del universo. “Tú eres eso”, se dice en la tradición oriental. Dejemos al espíritu las disquisiciones sobre lo que sólo la perspectiva poética, anímica, puede asegurar.


John Keats escribió en su “Oda a una urna griega” que "Beauty is truth, truth beauty,—that is all Ye know on earth, and all ye need to know”. François Cheng hace real en su obra esa afirmación.

jueves, 12 de abril de 2018

PSICOANÁLISIS Y TECNO-CIENCIA. De seres hablantes a enajenados algorítmicos.


"We seek to move in the step to couple human and machine intelligence in a complimentary symbiosis"

Kapur A., Kapur S, Maes, P. AlterEgo: A personalized wearable silent speech interface. IUI 2018, March 7-11, 2018. Tokyo, Japan.
 
Los ordenadores personales nos facilitan la vida. Tienen ya diversidad de presentaciones; de mesa, con “torre” o sin ella, con pantallas de más o menos pulgadas… En algún sitio de su interior están esos dispositivos microelectrónicos que permiten hacer cálculos, escribir textos, ver películas, escuchar música, guardar fotos y libros, etc. Un “móvil” es ya un ordenador que, a la vez, permite telefonear del modo clásico.


Además, cualquier dispositivo doméstico puede llevar un microprocesador que dirija su acción mecánica, desde el encendido de una lámpara hasta un programa de lavado o de cocina.


Pero requieren una interacción con ellos. Ocurre que funcionan de forma algorítmica. Todas las funciones de un ordenador se dan mediante una concatenación de estados de sus sistemas básicos que funcionan o no en un momento dado muy breve; dicho de otro modo, se trata de ceros y unos, de un lenguaje binario. Se habla de “bits”. Basta con ocho de ellos (byte) para codificar cada carácter, número decimal o signo de puntuación del lenguaje convencional. Con unos cuantos miles de bytes se gobernaron las sondas Voyager. Pero eso no es suficiente para que podamos usar un videojuego o hablar por Skype; tampoco basta para almacenar los miles de fotos que podemos hacer. 


Necesitamos muchos bytes, miles (kB), millones, billones, más y más cada vez. Esos múltiplos en potencias de mil se llaman, como sabemos todos, “mega”, “giga”, “tera”, “peta”…
La capacidad de cálculo de un ordenador se traduce, en la práctica, en lo que nos permite hacer en la vida cotidiana. Pero el ordenador, aunque no lo parezca, es tonto, es una máquina. La inteligencia artificial (IA) supone a día de hoy una extrapolación poco fundada. Necesita saber qué queremos que haga. Hace años era un tanto complicado; se necesitaba un lenguaje que pasó de ser el “lenguaje máquina” a formas más intuitivas conocidas como compiladores, ensambladores. Proliferaron los cursos de algo que ahora ya casi nadie recuerda, Fortran IV, Basic, C, Pascal,  etc., etc. Sólo los programadores profesionales preparan sus “software” con lenguajes de este tipo pero evolucionados.


Ahora lo tenemos fácil; basta con un teclado para decirle a la máquina lo que queremos con palabras cotidianas y ella lo hará, porque su “software” ya está capacitado para traducir esa secuencia de caracteres en el teclado al lenguaje máquina y ofrecernos lo que deseamos: un texto  o gráfico en pantalla o impresora, fotos, películas, juegos, la imagen de otra persona con la que hablamos a distancia, etc. 


No sólo eso. Los microprocesadores gobiernan parcial o totalmente el funcionamiento de cualquier máquina, desde lavadoras hasta aviones, misiles, sondas espaciales, instrumentos hospitalarios…


Pero no vamos a andar con teclados para todo. Sería deseable que bastara con la voz. Ya hay sistemas de reconocimiento; “Siri”, por ejemplo, es popular para algunos (o muchos) usuarios de iPhone. Pero tampoco es algo discreto; hay que decirle a Siri en voz alta lo que queremos y no siempre nos entiende, pudiendo ocurrir además que otros nos escuchen. También sería interesante calcular el precio de la compra “preguntando” a cada producto lo que cuesta y escuchando el precio total de los productos que pensamos comprar. Y, lo que parece más importante, hablar con quien nos interese, en medio de una reunión, por ejemplo, sin que nadie de los asistentes a ella se dé cuenta. 


Nuestra privacidad vale mucho. Se trata de hablar en silencio.Y, aunque parezca mentira, se puede. Se trata simplemente de verbalizar mentalmente lo que queremos decir, ya que nuestro cerebro pone en marcha de modo imperceptible una actividad neuromuscular que puede ser captada por sensores microelectrónicos en la cara y emitida como “input” a un ordenador (tomando este término en general, sea para referirse a uno convencional, un teléfono o un sistema constituido por microprocesadores asociados a productos o electrodomésticos). Podremos conversar con otros y, a la vez, sin que ellos lo perciban, “hablar” con los estantes del supermercado, con un amigo, o preguntar cuál es el producto de 624,5 por 3226748.  Seremos “multitasking”, aprovecharemos estupendamente el tiempo, siendo más productivos, algo que, a fin de cuentas, es lo que nuestro destino mercantil nos dicta.


Pues bien, ese milagro técnico ya ha cobrado forma, aunque sea como prototipo. Se trata del “AlterEgo”, desarrollado por lumbreras que trabajan nada menos que en el MIT. Una especie de casco con electrodos colocados en la cara basta para hablar en silencio con ordenadores, a la vez que unos sensores aplicados a la cabeza nos traducirán en palabras audibles sólo por nosotros lo que los ordenadores responden. Maravilla de maravillas.


Surge, sin embargo, una pregunta bastante elemental. ¿Nos estamos volviendo todos locos?


Nadie sensato discute la bondad de sistemas de apoyo para personas discapacitadas, como los que implican la traducción de señales corticales en órdenes para escribir en una pantalla de ordenador o para mover un brazo robótico. Nadie sensato discute tampoco el potencial y enorme beneficio que pueden suponer una retina artificial o un exoesqueleto realista. Pero AlterEgo es otra cosa. Es sencillamente una perversión técnica que contribuye a hacernos más pseudo-comunicados, más aislados, hasta acabar enajenándonos.


Hay algo especialmente relevante en este tipo de perversión técnica y es que toca algo tan humano como el lenguaje. Con sistemas del tipo AlterEgo pasamos de ser hablantes a ser generadores de inputs, servidores de máquinas. 


El lenguaje, eso que nos hace humanos, ya se ha resentido y mucho del abuso de las técnicas que dicen favorecer la comunicación. Cada vez el vocabulario es más reducido, cada día hablamos menos con personas reales y nos sumergimos en la idiotez virtual. AlterEgo lleva eso a su consecuencia lógica y, a la vez, terrible: “hablando” en silencio llegaremos a dejar de hablar. 


Pero hay además un elemento añadido que hace inquietante la perspectiva de la tecno-ciencia de punta (el MIT no acoge a tontos). Se trata de la propia IA. Se ha alertado de que puede llegar a superar la inteligencia humana (algo comprensible en el marco reduccionista de un cognitivismo naïf y teniendo en cuenta la estupidez generalizada). Pero el riesgo no es ese ya que, al menos a día de hoy, por muchos robots y redes neuronales que se construyan, estamos ante una IA algorítmica que nada tiene que ver con el funcionamiento de nuestro cerebro y mucho menos con la emergencia de una subjetividad (el problema de la consciencia en sentido fuerte). 


El riesgo reside en que tratemos de "algoritmizar" nuestra vida, algo que ha de recordarse que ya ocurre, sin ir más lejos, en los hospitales, por ejemplo, con sus protocolos, algoritmos y normas ISO. 


En cierto modo, lo algorítmico, la IA tal y como es concebible, adopta ya una posición superyoica a tal punto que se genera culpa si no se sigue la norma, siendo ésta un vulgar algoritmo. El modelo a internalizar no es un padre, sino una máquina parlante.

“Algoritmizar” la vida supone sencillamente la enajenación mental en beneficio de quienes controlen los propios algoritmos. Las filtraciones de Facebook conocidas recientemente son una imprudencia infantiloide en comparación con lo que puede sucedernos si adoramos una IA idiota y nos convertimos en siervos de máquinas. 


De una servidumbre voluntaria o involuntaria a otros puede alguien liberarse; será mucho más difícil hacerlo cuando esa servidumbre es idealizada y placentera, creyendo que tenemos el control de lo que nos controla, la máquina.

viernes, 6 de abril de 2018

La angustia como “horror vacui”




La tradición aristotélica no era atomística y, quizá por eso, mostraba el horror que la Naturaleza tiene al vacío. Torricelli reveló la existencia de lo que se pensaba inexistente, en línea con un atomismo que, desde Demócrito, lo asumía. Más tarde, incluso el vacío más completo concebible (el que llegó a suponer la teoría del estado estacionario de Hoyle), en el que una molécula puede viajar una distancia del orden de cien mil kilómetros sin chocar con otra, estará “lleno”, aunque sea de campos, de fluctuaciones cuánticas. Lo atomístico se mezcla extrañamente con lo continuo.


En realidad, ese "horror vacui" es más bien propiedad de la mente, que parece haber inspirado tanto la tradición aristotélica como el relleno artístico de espacios. En cierto modo, los graffitis, los tatuajes, son una conjuración del vacío insoportable. La página en blanco requiere ser escrita, obliga a escribirla, aunque no cese de no escribirse. 


La propia mente no se vacía con facilidad, ni siquiera en el sueño. Las técnicas de meditación persiguen un vacío que muy pocos logran. Dicen que eso supone la paz, la iluminación. La tradición budista, en sus distintas vertientes, ha ido calando en el apresurado mundo occidental, alcanzando incluso el ámbito religioso, más orientado en nuestro medio por la contemplación que por la meditación. Pero incluso entre los grandes místicos occidentales se ha hablado de la noche oscura. No hay manuales ni planos. Se hace camino al andar, nos dijo Machado.


Parece un ejercicio duro y poco atractivo alcanzar ese vacío, que puede asociarse a la experiencia mística, eso que implica quedarse con lo esencial, con la nada, para serlo todo.


El vacío puede ser, cuando no es buscado (o no parece serlo), terrible. Conocemos su versión más ligera, el aburrimiento, que impele a ser neutralizado con trabajo, acción, diversión…, algo aparentemente facilitado en nuestra época. 


Pero el vacío auténtico muestra su peor cara como angustia. Peor incluso que la soledad impuesta, porque se está entonces inerme ante una falta indeseada, e incluso inesperada, de lo que nos sostiene, de nuestro cuerpo, de uno mismo, un vacío presente como desánimo en sentido auténtico, de falta de alma, de eso que alentaba, animaba.


No es el vacío amable de contraste de la pintura zen, que realza y sugiere, que apunta al Ser. No es el vacío que propicia lo bello, no es el que abriría las puertas de la percepción. Es otro. Es el vacío demoníaco, el que se da cuando no hay lo que malamente lo oculta, cuando el síntoma que apacigua y que parece brutal, por absurdo y fagocitario, es más llevadero que su ausencia. En presencia del síntoma, cabe el recurso al otro, es factible su “tratamiento”, es posible el ritual que lo cierne, pero si el mismo síntoma está ausente sólo queda el vacío angustioso. 

La angustia es un modo de ser en el presente. No sabe del pasado ni ve el porvenir.


Cuántos maestros reales y gurús vividores nos han hablado de la importancia de vivir sólo el ahora. Nada más. Vivir el ahora, el presente; con eso bastaría. Hasta el sencillo Jesús decía que cada día tiene su afán; basta con mirar los lirios del campo. 


Es cierto que eso es lo que tenemos, el ahora. Pero ese ahora, aquí en este momento, puede ser el instante único y crudamente real, como fulgor de eternidad o como inmersión infernal. Cielo e infierno son vislumbrables en el instante eterno. Y es que hay dos modos de presente, el que parece realista, el que asume que no tenemos otro tiempo más que éste, un tiempo propio, nuestro, en el que hacer, en el que hacernos, y el brutal, que no ve desde él otro tiempo y que hace horrible el momento de la gran negación, en que morimos en vida. Esto es algo muy claro en el caso de la depresión, cuando el ahora es eterno en el peor de los sentidos porque lo bueno del pasado no es recordado y lo bueno del futuro es imposible de intuir. La náusea sartreana puede corporeizar al extremo semejante inquietud. Literalmente uno se vomita a sí mismo. 


Cuando no hay paliativos, cuando no hay síntomas, cuando la muerte parece balsámica, cuando no hay nada que sosiegue, la angustia es lo que nos enfrenta a la mayor radicalidad existencial. Es la puerta estrecha del Evangelio, el afilado filo de la navaja del Katha Upanishad. Atravesarla es la única opción, es el viaje iniciático posible precisamente por su imposibilidad.

sábado, 31 de marzo de 2018

PSICOANÁLISIS. Sobre el libro "Banalizaciones contemporáneas: lenguaje sufrimiento, enfermedad y muerte".


Lierni Irizar es psicoanalista. Recientemente ha aparecido su nuevo libro, “Banalizaciones contemporáneas: lenguaje, sufrimiento, enfermedad y muerte”.

Se trata de una obra muy recomendable porque incide de un modo lúcido en la banalización de lo humano, en la que corremos el riesgo de instalarnos gracias a una deriva tecno-cientificista que, yendo más allá de legítimos fines epistémico y aplicativo, deviene en promesa salvífica.


¿Por qué alguien escribe un libro como éste? La autora lo indica con meridiana claridad al inicio: “Este libro es mi forma de decir no”. Y, tras la lectura del texto, confirmamos que, efectivamente, eso se ha pretendido y a eso se nos convoca, a decir “no” a una deshumanización, a una enajenación equivalente a un cómodo sueño facilitado por la promesa técnica.


El libro está prologado nada menos que por Gustavo Dessal, psicoanalista y escritor, quien nos introduce sabiamente en lo que supone una obra que, siguiendo a Freud y Lacan, toma en serio la existencia, singularizada y determinada por la vulnerabilidad y la falta.


La autora toma apoyo inicial en la “banalización del mal” planteada por Arendt como discurso lógico. Realza el valor del diálogo socrático pero nos lo muestra insuficiente al no reconocerse en él algo que alcanzará a ser mostrado por Freud, “que el sujeto está dividido, que hay aspectos inconscientes que nos piensan”. Y, de ese modo, la verdad que se puede descubrir en un análisis no es la universal, socrática, sino la particular y subjetiva. 


A partir de ahí, nos introduce muy bien en lo que implica el psicoanálisis, aclarando los términos de imaginario, simbólico y real, para contrastar lo que puede ofrecer esa perspectiva clínica con lo que nos promete la tecno-ciencia, que pretende sustituir las palabras por la imagen, en una  obsesión métrica que aspira a la uniformización, a la integración del diferente, no a su acogida, algo que Lierni muestra claramente con algunos ejemplos de sufrimiento añadido “por el bien del otro”. 


No sorprende que esa obsesión por la imagen haya inducido los dos grandes macro-proyectos de investigación cerebral, el “BRAIN” y el “Human Brain Project”, asumiendo que permitirán sustituir el sacrosanto DSM por algo mucho más alienante, el modelo RDoC, basado en hipotéticos futuros biomarcadores, que permitan encasillarnos y adiestrarnos si se precisa.

El discurso habitual, pragmático, en que nos movemos hoy, surge del modelo capitalista, por lo que no extraña que se reitere hasta la saciedad la perspectiva del sujeto como empresario de sí mismo, como culpable de todo lo que le ocurra (ser despedido, sufrir una enfermedad, no cumplir la obligación felicitaria…). Ya estamos habituados a que nuestros hospitales, que debieran ser reducto de lo más humano, por carencial, se perciban como empresas, regidas por un amo terrible llamado norma. Lo dice “LA  NORMA”, oímos de forma cotidiana, para hablar del bien y del mal, para defender el encorsetamiento del protocolo que no precisa la escucha, para asumir ciegamente lo que digan sociedades autodenominadas científicas aunque desconozcan que es eso a lo que se llama ciencia. 


El ideal es ya algorítmico y, en su nombre, se habla de una "medicina personalizada", "de precisión", que es precisamente la más despersonalizada que imaginarse pueda uno, ya que confunde a los pacientes con sus marcadores, concibiendo una persona como un organismo portador de información genética - neuronal. Se trata de buscar bio-marcadores y de desarrollar “apps” que permitan llegar a prescindir del encuentro clínico, algo que ya está en marcha.


Al trabajar yo en un hospital, recojo algo que me parece especialmente oportuno en el libro de Lierni. Dice que “el hospital es en algún modo una ciudad dentro de otra, un lugar en el que la vida está en suspenso. Es como entrar en otro mundo, otra temporalidad, otro espacio y otro ambiente, otro aire, otra atmósfera”. Hace años se hablaba, de hecho, de “ciudades sanitarias”. El hospital no es muy hospitalario sino paradójicamente inhóspito. 


Oliver Sacks, fallecido hace poco tiempo, es tenido en cuenta en el texto por haber realzado algo tan olvidado hoy como el encuentro clínico, caso por caso, narración a narración. Algo que, no por ignorado, deja de ser fundamental.


Es natural que un libro producido desde la experiencia clínica psicoanalítica cite a grandes psicoanalistas. Pero es bien sabido que la literatura precede al psicoanálisis. Lierni Irízar lo tiene bien en cuenta al contar con Unamuno, Kundera, Mankel, Philip Roth, Saramago, o el gran Zweig entre otros.


El capítulo final, sobre el final mismo, sobre la muerte, nos sitúa brillantemente ante algo que sólo vemos en otros desde nuestra fantasía de inmortalidad, que no soporta el sabernos mortales. Una  fantasía que, gracias al exceso técnico, llega a tornar en delirio transhumanista con aspiración de una extraña y nada deseable inmortalidad. 


La autora, que se ha limitado a citar previamente esos delirios, incluye en su discurso final a un gran historiador de lo que ha sido la muerte en Occidente, Philippe Ariès.


Estamos, pues, ante un texto que merece ser leído y retenido, porque resistirse a la banalización de las grandes carencias, de la gran castración final que la naturaleza nos impone, implica asumir la tragedia, la belleza y la bondad de ser, a pesar de todo, humanos, y aceptar que eso es algo que vale la pena y que supone la necesidad ética de "decir no" a muchas cosas.



viernes, 23 de marzo de 2018

PSICOANÁLISIS. ¿Qué es eso?


“¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.” San Agustín. "Confesiones".

LA IMPORTANCIA DE REFERIRNOS A ALGO DICIENDO LO QUÉ NO ES. 

 
Parece que todos sabemos lo que es el tiempo, pero no es así en absoluto.


En general, tenemos dificultades con lo que significa ese término, “saber”. 


¿Qué es un electrón? Parece una pregunta sencilla pero la respuesta no parece intuitivamente alcanzable; sólo cabe caracterizarlo por unas cuantas propiedades medibles y predecir su comportamiento en determinadas condiciones. El realismo científico es descartado por muchos investigadores.


Nuestra intuición, nuestro deseo de saber apunta a un Real que se nos escapa por mucho que la Ciencia se le acerque y parezca hacerlo de un modo incluso asintótico. 


Ocurre con los elementos más básicos de la materia. Ocurre también con el intento de definir la vida. Admitimos la isotropía de la legalidad física pero no hay nada similar en el orden biológico. No cabe plantear desde el conocimiento local, planetario, una definición universal de vida que permita reconocerla si es claramente distinta a la terrestre. Podemos acertar mejor al decir lo que no es que si tratamos de lograr un enunciado afirmativo.


Algo cotidiano es la muerte de los otros, algo que también nos acabará llegando. Incluso tenemos problemas con definirla, cuando creíamos que la cosa estaba clara. Un artículo reciente publicado en The New Yorker incidía en zonas grises que pueden darse con el diagnóstico habitual de “muerte cerebral”


Las dificultades del saber se hacen mayores cuando nos aproximamos a lo que nos hace humanos, a lo que podríamos llamar nuestra alma, término desfigurado por connotaciones religiosas. El problema de la consciencia en sentido fuerte, el de la subjetividad, expresado del modo más simple como el problema de los qualia, no parece abordable científicamente y resiste la posibilidad de un sistema de inteligencia artificial consciente de sí mismo. También aquí podemos acudir a la vía negativa; la consciencia no es sólo ver, no es sólo sentir, no es un mero sumatorio de módulos neuronales; no es, no es… Incluso hay quien plantea filosóficamente si la consciencia precisa la materia o, por el contrario, la precede, en lo que parece una exageración del principio antrópico fuerte


Hay un área en la que ya no cabe hablar siquiera de saber o de aspirar a ello mediante la filosofía, sino de creencia, de eso en lo que nos instalamos más o menos. Es el ámbito mítico - religioso. Ateísmo, animismo, politeísmo, monolatría, monoteísmo... y un término, Dios, que no dice mucho. Los mandamientos que Moisés recogió en sus tablas incluyen uno que parece sensato para cualquier debate entre creyentes y ateos: no hablar de Dios. «No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios» (Ex 20, 7). Hablar de Dios es, en cierto modo, negarlo. Sólo cabe la metáfora. Joseph Campbell se refirió a las “máscaras de Dios”. Esa inaccesibilidad al Misterio (que no neutraliza el ateísmo) sostiene en el caso de creyentes una teología apofática, negativa. Dios no es nada imaginable, nada accesible a la racionalidad, a la consciencia, nada que se pueda decir. Para el Maestro Eckhart, Dios y la Nada se confunden. Campbell recoge un proverbio hindú según el que sólo un dios puede adorar a un dios. 


Es desde lo que no es, desde la carencia, que podemos vislumbrar, que podemos apuntar hacia algo del ser de una partícula, de un organismo vivo, de la consciencia o de Dios mismo. Es desde la reflexión sobre la ignorancia que podemos hablar de algo aparente en medio de ella.

EL PSICOANÁLISIS

 
No sabemos por una razón importante; el avance epistémico supone siempre una inmersión en un grado mayor de ignorancia. Y no sabemos especialmente de lo que más próximo nos es, de nosotros mismos. A cada cual le afectan su biología y su biografía, y ésta especialmente de un modo del que no es fácil darse cuenta, de una forma inconsciente.
Freud realzó el valor de esa determinación de lo desconocido y familiar, incluso en el peor de los modos, con la pulsión de muerte. Con él apareció el Psicoanálisis. Y creció, se desarrolló y sigue vigente. 


¿Qué hacer cuando duele el alma, cuando nos traicionamos a nosotros mismos, cuando la pulsión de muerte nos lleva a lo peor? Podemos medicarnos, meditar, hacer yoga, pintar, acudir a un “coach”, rezar, hacer mucho deporte para producir esas endorfinas que dicen que son magníficas… Podemos “caer” (curioso término) en la dependencia del alcohol, de los ansiolíticos, de drogas diversas, de la adicción al trabajo incluso. Y podemos recurrir a un psicoanalista, aunque no sea algo avalado por la Ciencia porque … ¿Qué es un psicoanálisis? No estamos ante algo reproducible, marca esencial del método científico; no podemos hacer uso de la Bioestadística cuando sólo hay relaciones singulares, únicas, de una en una, y compararlo con una intervención farmacológica o cognitivo-conductual. 


Por eso, no sorprende que los círculos “escépticos” (hay mucha “creencia escéptica” también) designen a esta práctica como pseudo-ciencia. Pero que algo no sea ciencia no lo convierte en pseudo-ciencia. La propia Medicina bebe de la Ciencia pero difícilmente se la puede calificar de Ciencia, precisamente por la singularidad de cada encuentro clínico.

A la vez, ocurre que el psicoanálisis es una práctica que, aunque empírica, requiere sostenerse en una teoría. Freud y Lacan son dos claros ejemplos de ese intento por decir lo que parece no decible. Y ese intento lleva a retorcer el lenguaje para tratar de expresarse en el ámbito de lo que lo inconsciente supone, creándose un discurso que puede parecer esotérico o incluso absurdo a quienes nos es ajeno. 


Siempre hay una tendencia humana religiosa y, si el cientificismo es ciencia transformada en religión, también hay psicoanalistas que podrían calificarse de “biblicistas” porque no cesan de citar sin parar a sus grandes referentes facilitando la creación de un hermetismo aparente con reminiscencias de fundamentalismo.

No hay un "manual" de psicoanálisis aunque abunden los textos producidos por grandes psicoanalistas. Pero no estamos ante algo que se pueda “aprender” sólo estudiando, aunque el estudio favorezca entender mejor lo que ocurre en la situación clínica.


¿Qué es el psicoanálisis? Entre los “escépticos” y los “biblicistas” hay un amplio espectro, similar al que se establece entre ateos y creyentes radicales. A fin de cuentas, no hablamos de Matemáticas. Quizá por eso sea conveniente una aproximación apofática, atender a lo que no es para entender lo que es. Por eso recojo aquí un texto publicado por una psicoanalista, Beatriz García Martínez, sobre lo que NO es un psicoanálisis. Creo que desde esa negación, puede enfocarse mejor y entender que un psicoanálisis supone un encuentro clínico singular en el que uno puede aventurarse, arriesgarse, desde una ignorancia que acude a un supuesto saber.