miércoles, 31 de agosto de 2022

Tenemos tiempo antes de morir.



Imagen tomada de Wikimedia Commons

        Era más frecuente antes, quizá. Ante una imagen radiográfica que sugería un mal pronóstico, el paciente podía preguntarle al médico cuánto tiempo le quedaba de vida. Y el médico, en aquella época de mayor incertidumbre que la actual, no contestaba con estadísticas; se limitaba, desde su experiencia, a decir con relativa claridad tantos meses o tantos años. Así, de un modo tan crudamente sencillo, anticipando una duración última, se inicia una célebre novela de Morris West.
 


    Eso era algo que ahora, en época de incertidumbre insoportable y de instancias a “luchar” hasta el final contra cualquier cáncer o enfermedad degenerativa, sencillamente se calla; se descarta la respuesta asumiendo que mientras hay vida hay esperanza, a pesar de que más bien sea al revés. 


    Sabemos que moriremos. Creemos en la muerte, como decía Lacan. Una creencia sustentada en lo que vemos (mueren los demás) y que permite, nos decía él, soportar la vida. Una creencia que no es macabra sino vitalista. Un límite, un real, facilita que demos valor a la propia vida, por finita, dando a las elecciones que en ella hagamos un carácter irreversible, definitivo, y sostenido en nuestra responsabilidad.


    Si uno no se muere antes, por enfermedad, accidente, suicidio o crimen, lo hará del modo más vulgar, por viejo, por desgastado. Se certificará que alguien falleció por un infarto, un ictus, lo que sea, pero, como nos decía Sherwin B. Nuland, alguien también puede morirse de viejo, aunque tal cosa nunca se certifique oficialmente.


    Ya que queremos vivir (en general), aspiramos a lo que paradójicamente odiamos, a convertirnos en ancianos. Admiramos la longevidad, aunque detestemos a los viejos, sean japoneses de Okinawa o vecinos nuestros, y tenemos curiosidad por sus comidas o su “Ikigai”. No querríamos ser ya uno de ellos en presente, pero sí en futuro, pues concebimos la vejez como garantía lejana de disponer aquí y ahora de una actualidad que no cesará de la noche a la mañana. Vivamos en la “adultescencia”, que ya llegará, tarde, la “gerontolescencia”. Y habrá intentos de congelación de ese presente con excesos preventivos y “fosilizaciones” estéticas. 


    Algunos de los árboles que admiramos ya vivían cuando el niño Calígula era llamado así por legionarios romanos. Pero es muy aburrido ser un árbol. Parece más apropiado atender a la longevidad de animales. No sabemos de qué depende tal cosa, pero ha habido intentos de establecer, en mamíferos, relaciones con el número de pulsaciones cardíacas, por ejemplo. La alometría se ha ido manteniendo, cada vez con menor fuerza, en su intento por lograr establecer relaciones anatomo-fisiológicas, siendo las de Kleiber, con sus limitaciones, las que parecen excepción a la ausencia de legalidad biológica.


    Si no hay antecedentes que auguren una alta probabilidad de cáncer o infarto, si los padres alcanzan una larga vida, se espera que uno mismo también dure bastante. La genética, para bien o para mal, predice en cierto modo una determinada permanencia sobre la tierra. Hay ejemplos llamativos de la importancia de la genética. Cuando, muy raramente, se afecta un gen llamado LMNA, la biología se acelera en niños cuya esperanza de vida se reduce al orden de trece años y que envejecen brutalmente en ese tiempo. Es la progeria.


    Nuestro ADN se ordena en cromosomas y cada uno de ellos está limitado topológicamente por regiones llamadas telómeros. Células aisladas pueden multiplicarse en cultivo unas pocas decenas de veces, a la vez que sus telómeros se van acortando, hasta que esas células dejan de crecer y mueren. Hay situaciones que sugieren inmortalidad; es el caso de líneas neoplásicas, como las HeLa. La tentación está servida; “juguemos” con la telomerasa y lograremos que nuestras células sean siempre jóvenes, a no ser que ese juego nos mate por cáncer.


    El objetivo de una homeostasis perenne que permita alargar indefinidamente la permanencia de un organismo vivo parece muy difícil de lograr. Mientras no se obtengan buenos “elixires” de juventud, tenemos el consejo preventivo procedente de la mirada epidemiológica que nos habla de riesgos evitables, sean generales (virus, contaminación, tráfico…) o individuales (hábitos tóxicos, obesidad...). Las antiguas “miasmas” persisten con otros nombres.


    Claro que quizá no haya que mirar sólo a la genética, sino a la epigenética. Se metilan más o menos citosinas del ADN y cambia el panorama. Parece que una metilación diferencial de citosinas podría estar relacionada con la longevidad. Quién sabe. Curiosos los efectos epigenéticos, que no se contentan con transmitir efectos traumáticos a los hijos de los hijos de quienes los han sufrido en campos de concentración o en confrontación bélica.


    Duración, permanencia, tiempo medido… Decía San Agustín que sabía lo que es el tiempo, pero que no podría explicárselo a quien se lo preguntara. Hay una continuidad entre un antes y un después, entre los que se sitúa un ahora mal definible. Es ese ahora a cuya atención nos requieren los sabios, cobrando las técnicas de meditación un vigor muy llamativo. ¿Gracia o narcisismo? Ya se contempló ese dilema en tiempos de los místicos españoles. Y abunda el narcisismo en la actualidad.


    La sabiduría griega distinguía los tiempos de Kronos, de Aión y de Kairós. Con el ritual monástico cristiano medieval, y más tarde con la aparición de buenos relojes, el reino de Kronos se implantó claramente. Los rezos se ajustaron a las horas y la celebración pascual impulsó la reforma del calendario juliano. Los calendarios, agendas, “cronogramas”, se implantaron por doquier, alcanzando cotas delirantes con el taylorismo. A la vez, el tiempo fue una de las grandes variables de la física clásica. Progresivamente, a medida que aumentaban la precisión y exactitud cronométricas, cobró un gran auge la perspectiva científica del tiempo que, en la mente de Einstein, se hizo dimensión adicional a las espaciales, en la concepción de Minkowski y en lo que se conoce desde entonces como espacio-tiempo. A la vez, la mirada científica al tiempo fue impregnándose por la gran extrañeza que supone la mecánica cuántica, siendo el entrelazamiento un buen ejemplo al respecto (a pesar del propio Einstein).


    Pero una cosa es el tiempo científico y otra diferente o, más bien complementaria, es el tiempo que piensan los filósofos, el que sufren o disfrutan los poetas, el que pasa lenta o rápidamente según nuestro estado de ánimo. Ese contraste se manifestó claramente una tarde de marzo de 1922 en el Collège de France, donde Einstein, invitado por Langevin, habló de la relatividad especial como solución al conflicto entre la relatividad clásica, galileana, y la electrodinámica. Entre el público asistente, se hallaba Bergson, veinte años mayor que Einstein. Un gran científico y un gran filósofo se mostraron, cara a cara, en desacuerdo sobre la naturaleza del tiempo, pero las dos perspectivas parecen ahora no excluyentes y sí enriquecedoras, siempre y cuando se respeten los campos de aplicación de cada una.


    En nuestra vida cotidiana no percibimos efectos relativistas ni extrañezas cuánticas y eso facilita que tengamos una visión del tiempo clásica, generalmente cronológica. Aunque vivimos muy cronometrados, a lo largo de la vida nos vemos a veces con momentos especiales, que son propicios para una decisión que puede cambiarla en mayor o menor grado. Estamos entonces ante el tiempo de Kayrós. ¿Cuántos, cuáles de esos momentos hemos despreciado?  Machado lo reflejó con gran crudeza refiriéndose a esa alegría anunciada por la posibilidad: 

            “Pregunté a la tarde de abril que moría:

        - ¿Al fin la alegría se acerca a mi casa?

        La tarde de abril sonrió: - La alegría

        pasó por tu puerta – y luego, sombría -:

        Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa”

 

    Y, sin embargo, puede ocurrir la repetición de una posible elección. Más bien, casi siempre tenemos la opción de dejarnos tocar, en pasiva actividad, por esa “schöner Götterfunken”, por ese relámpago de alegría divina que mueve y conmueve el alma. Si eso lo aceptamos fuera del tiempo habitual, fuera de Kronos, por más que estemos inmersos en él, significará que hemos entrado en la dimensión de Aión, en el éxtasis de tocar lo divino, lo que nos hace más humanos, porque podremos vivir en sentido real, pleno, aunque sea en un tiempo no medible, de instantes eternos. En Kronos habrá quien aspire a una vida muy larga, incluso a la inmortalidad con que sueñan los transhumanistas, ese gran aburrimiento que imaginó Borges. Eso no ocurre en el divino tiempo de Aión, que no sabe de inmortalidad sino de eternidad. 


    En Aión estamos abiertos a la creatividad y al amor, a la eternidad, al gran misterio del Ser. En él lo mejor de lo inconsciente, eso que no sabe de Kronos, aflora, como nos lo sugirió Russell y como mostró la “serpiente” soñada por Kekulé. Una serpiente que se devora a sí misma (uroboros) no sólo fue símbolo sugerente de la estructura del benceno; también representa, rodeando su cuerpo, al mismísimo misterio de Aión, acogido por cultos mistéricos como el mitraísmo, en los que la serpiente puede ser sustituida por la representación zodiacal.


    Podemos percibir que vivimos en el tiempo diferente, el de Aión, al contemplar de otro modo lo que siempre tuvimos al lado, eso que reconoceremos sin ninguna especulación. Lo sabremos cuando la belleza del cosmos alegra el alma. Y así también podremos asumir la petición de Rilke de tener la muerte que nos es propia. Antes de que ella llegue, tenemos tiempo, todo el tiempo del mundo, ese tiempo de Aión abierto al Ser y a la eternidad que implica el abandono en lo esencial. 

miércoles, 17 de agosto de 2022

COLOR Y LABORATORIO. Introducción

 


Cromosomas metafásicos de linfocitos tras dos ciclos de replicación in vitro (Fotografía del autor)

 

            

    No es infrecuente que uno sea ciego a lo que tiene más cerca. Llevo casi cincuenta años viendo colores en el laboratorio en que trabajo (más antes que ahora, por los avances tecnológicos que nos los evitan en aras a facilitar las cosas). Colores de reacciones químicas de identificación / cuantificación de componentes bioquímicos y colores de células teñidas formaron durante todo ese tiempo parte de una rutina cotidiana en mi vida. 


    Sabemos en general qué es el color, que con ese término expresamos una sensación subjetiva asociada a la reacción neurológica que se da en nuestro lóbulo occipital cuando la retina es iluminada por longitudes de onda del espectro óptico, una fracción casi minúscula del espectro electromagnético. 

    

    El color es para nosotros esencialmente eso, una sensación. Algo tan subjetivo sustenta el célebre problema de los “qualia”: nadie puede saber propiamente qué quiere decir exactamente otra persona cuando indica que algo es rojo o verde, aunque se dé cierto acuerdo general sobre significados. 

    

    Hay patologías en la visión de colores, como el daltonismo. Y sabemos que hay animales que ven otros colores que ni sabríamos nombrar, porque se dan en regiones del espectro ultravioleta. El caso es que el problema de los qualia es, para muchos, como Chalmers, el problema de la consciencia en sentido fuerte, algo que podría ser un enigma irreductible en términos neurobiológicos, algo análogo a lo que fue el electromagnetismo para un esquema puramente newtoniano.


    El color nos dice mucho de todo, incluyendo del mismísimo universo. La última gran proeza tecnológica, el telescopio James Webb, es sensible al infrarrojo, esa luz que llenó el espacio en tiempos muy antiguos, lo que nos permitirá una mejor comprensión de la evolución cósmica. La longitud de onda emitida desde el Big Bang se ha ido alargando a medida que el Universo se expandía y enfriaba, llenándose ahora todo él de microondas. Fluctuaciones en ese fondo, detectadas por el satélite COBE impulsaron a George Smoot a referirse a la huella dactilar divina. Más recientemente, la sonda WMAP ha permitido afinar el conocimiento de esas fluctuaciones cuánticas y su implicación en el origen de las galaxias.


    La luz que nos llega del sol es rica en fotones de baja entropía que han permitido la fotosíntesis y la evolución de las distintas formas de vida, incluyendo las que han dado lugar a combustibles fósiles. Fotones diferentes, que actúan como partículas y como ondas que se reflejan, refractan y difractan en fronteras entre distintos medios, algo que mostró de un modo tan elegante Newton, descomponiendo y recomponiendo con prismas la luz blanca como mezcla de colores. Prismas, redes de difracción, efecto láser… permiten obtener luz de lo que nos parece un color único, como si fuera puramente monocromática, sin colores interferentes añadidos. Colores de absorción y colores de emisión nos muestran un mundo policromado. La difracción de la luz solar por la atmósfera da cuenta del bellísimo azul del cielo, de su reflejo en el mar, y de su enrojecimiento al atardecer. Por analogía, haciendo incidir rayos X en cristales de macromoléculas, puede establecerse un patrón de difracción, cuya “recomposición” por síntesis de Fourier nos revelará la estructura de proteínas o de ácidos nucleicos. Watson obtuvo su premio Nobel con Crick gracias al uso de las imágenes de difracción de ADN obtenidas por Rosalind Franklin.


    Color que emociona al verlo, al ser percibido en obras literarias, color poético, color que revela un status, color que anima o entristece, color láser que cura, color ritual, color litúrgico, color artístico, falso color para traducir longitudes de onda que no impresionarían a nuestra retina … Mucho antes que la escritura, los colores naturales sirvieron para la expresión humana en cuevas. El color, aliado de la industria lítica, permite la construcción de la Prehistoria, hasta la llegada de la escritura, a la que tanto adornó en los bellos códices elaborados por monjes, aunque no todos supieran leer.


    Calentamos a las brasas carbón o madera y vemos como enrojece; encendemos butano y aparecerá una luz azul. Si llevamos una solución conteniendo una sal de sodio a una llama, su luz adquirirá un tono amarillo, y observaremos un verde precioso si, en vez de sodio, es cobre. Algo tan simple experimentalmente como obtener color calentando un cuerpo dio lugar al célebre problema de la radiación del “cuerpo negro” (puede ser una aleación de fósforo y níquel); al calentarlo, emite luz de diferentes colores cuyo pico de frecuencia varía con la temperatura, pero lo hace de forma extraña. Se requirió el talento de Max Planck para explicar las gráficas que se obtenían para la relación entre ambas variables. La solución al extraño comportamiento que evitaba lo que se vino en llamar “catástrofe ultravioleta”, requirió entender la luz de otro modo, concibiendo que, de modo análogo a la materia, la energía tenía un carácter discreto, llamándosele a los osciladores básicos propuestos por el clásico Planck, a las unidades de eso que se transfería, “quanta”. Podría decirse que fue la observación de la rareza de la emisión del color lo que dio lugar a algo profundamente extraño, la mecánica cuántica, algo que, según dijo Feynman, nadie entiende, pero que permitió concebir el mundo de un modo mucho más completo y bellísimo, y cuyas aplicaciones son ya de uso casero.


    Hablamos de lo cromático no sólo para referirnos al color como tal. Hacemos uso de la raíz griega, Xρώμα, para dotar de color tanto a lo que lo posee, como la cromosfera solar, como a lo que no lo tiene propiamente, pero sobre lo que no podríamos hablar de otro modo. El término “cromatografía” provino de un método de separación física de componentes coloreados, pero se usa ampliamente sin que haya color alguno ya en lo que se separa por técnicas de separación física que han partido de esa base y la han mejorado (HPLC, por ejemplo). Se habla de escala cromática musical, imaginando color en la percepción sonora, y el gran físico Gell-Mann postuló que, además de la masa, carga eléctrica o spin de una partícula elemental, otra propiedad permitía poner orden en la amplia variedad de partículas obtenidas en experiencias de colisión en grandes aceleradores. A esa propiedad le llamó color (obviamente no visible ni medible como tal) y jugando con ella, e influido por el óctuple sendero budista, puso orden en el mundo de partículas mediante la cromodinámica cuántica. Los quarks y gluones son términos ya familiares. 


    La misma raíz sirvió para nombrar algo biológicamente esencial, antes de conocer su importancia; se trataba de los cromosomas, de esos cuerpos coloreados (no intrínsecamente, sino mediante tinciones) que albergan nada menos que el ADN. En 1888 recibieron ese nombre por parte de Wilhelm von Waldeyer.


    El excurso que abro aquí dentro del blog no es absolutamente ajeno a las demás áreas en él contenidas, pues el color está relacionado con la ciencia, con la medicina y también con la perspectiva espiritual del mundo, que no puede dejar de ser estética. Se construirá sin ánimo sistemático alguno, sólo como vaya fluyendo. 

            

martes, 2 de agosto de 2022

Una lectura de verano



Imagen tomada de Wikimedia Commons

Las vacaciones son un tiempo propicio para explorar posibilidades, especialmente cuando se acerca el tiempo de jubilación, ese para el que Cicerón aconsejaba la horticultura como buena tarea.


¿Qué hacer? La respuesta fácil y quizá sensata es decir…  nada. Algo que parece sencillo, pero no lo es. Depende de lo que entendamos por eso.


Entre muchas posibilidades, cabe la lectura “de evasión” y para ella pueden privilegiarse libros arrinconados, de esos que pensamos que no nos aportarán nada relevante a lo que ya “sabemos”, como si realmente supiéramos algo de algo.


Estos días eché mano de un libro sobre un cantante de voz grave y bellas melodías. Era la autobiografía de Johnny Cash (escrita en colaboración o con ayuda de Patrick Carr). Me pareció muy atractiva. Cash se remonta a su infancia, enmarcada en los tiempos del “New Deal”, de trabajo duro en campos de algodón, y habla de su vida más que de sus obras exitosas, aunque éstas afloren casi sin querer a lo largo del texto. Describe dos experiencias cercanas a la muerte, la de su hermano mayor, que la manifestó poco antes de fallecer a causa de un trágico accidente laboral, y la suya propia, de la que fue rescatado por el personal médico que lo asistía en una UCI. En diferentes lugares del texto se declara cristiano y son abundantes las referencias a su consumo de anfetaminas y barbitúricos, con los desastres que tal hábito tóxico propició. No muestra una imagen edulcorada de su persona ni de su personaje, sino la de un hombre buscador de sí mismo y de Dios (“creía haberle abandonado, pero Él no me había abandonado a mí”).


En la autobiografía alguien se explica, mientras que en la biografía es explicado. No es lo mismo. En las biografías se tiene especialmente en cuenta la íntima relación entre la vida personal y el contexto histórico en que se da. Un buen ejemplo lo proporciona Ian Gibson con su biografía de Antonio Machado, impresionante por el conocimiento del poeta y la excelente descripción del marco histórico en que éste vivió y produjo su obra.


La biográfica y la autobiográfica son miradas distintas que pueden complementarse. Si son buenas, apuntarán a lo esencial y descartarán la reducción cuantitativa a un “balance biográfico” en la asunción de que uno equivale a lo que produce, a un “curriculum vitae”. Nadie es por lo que produzca, sino que produce desde lo que es. El título que Gibson dio a su biografía de Machado, “Ligero de equipaje” realza ese gran valor del desapego al que el propio poeta se refirió en sus versos. 


A pesar de carencias de objetividad o precisamente por ellas, biografías y autobiografías facilitan que nos interroguemos sobre nuestra propia vida del modo más crudo: ¿Ha valido la pena? ¿Cuánto tiempo más necesitaremos para aceptar que nuestra vida no ha sido en vano? ¿Importará lo que aprendimos? ¿Qué, de ella, rescataríamos? ¿Cuánto repararíamos?


Decía el gran místico cristiano Juan de la Cruz que "al atardecer de la vida se nos juzgará en el amor". Esas palabras asustan si fuéramos nosotros nuestros propios jueces, pero alientan si confiamos en el Amor que, a pesar del horror, del mal humano y natural, sostiene el Universo y a la vida en él en su incomprensible y extraordinaria belleza.

            

miércoles, 20 de julio de 2022

El valor del psicoanálisis





“ ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? “ Jn. 3,4.


Sea desde el ámbito familiar, sea para ganarse la vida, por relación social o por mera curiosidad, cualquier persona sabe de algo en mayor o menor grado. Muchos saberes son fruto de la cultura en que uno está inmerso, como la lengua que habla y escribe, sagas o historias, relatos sagrados en los que se cree o descree, juegos en los que se participa como espectador o actor, etc. Es un saber sobre el mundo propio en que se nace y que se podrá poner bajo un prisma más o menos crítico a lo largo de la existencia. 


Otros saberes son aprendidos atendiendo a una finalidad, como los necesarios para ganarse la vida con un ejercicio profesional.


Hay un saber, más propiamente de la vida, que remite a uno mismo y que supone preguntas autorreferenciales más o menos explícitas.


Algunas personas eruditas se caracterizan por saber mucho de algo. Hay cardiólogos que parecen saber todo lo que puede conocerse del corazón, como hay arqueólogos que dominan los secretos que alberga un yacimiento. Muchas personas disponen de miles de libros en su biblioteca personal.  ¿Y...? Además del servicio a otros desde un saber concreto, como es el ejercicio clínico, la investigación arqueológica o la enseñanza filosófica, el hombre más culto puede verse perdido ante preguntas tan elementales que cualquier niño (bueno, no cualquiera) podría hacerle: ¿Qué es la vida? ¿Qué es la luz? ¿Qué es la electricidad? El gran Quino realizó alguna viñeta magnífica en este sentido.


Y hay una pregunta que puede retornar, de modo muy distinto, a la inicial, ¿Qué quieres ser? o más aún, ¿Eres? 


En cierto modo, sabemos y somos en la medida en que, de un modo paradójico, nos vaciamos de la hojarasca aprendida. Es comprensible, desde esa perspectiva, la importancia de las tradiciones religiosas o ateas centradas en el ego y que hacen uso de la meditación. El silencio es excelente, el recogimiento es magnífico, desposeerse de todo lo que da cuenta de uno, también. 


No obstante, saber realmente de sí mismo, de lo bueno y de lo malo en que se ha configurado lo que uno es, parece inviable sin el encuentro consigo mismo mediante la alteridad. La Iglesia católica hizo uso del “otro” en el sacramento de la penitencia, con la confesión. Otras tradiciones disponen de guías espirituales. 


Y, sin embargo, el enfoque que parece más idóneo no trata sólo de “disolver” el ego fortaleciéndolo ni de encarar lo superyoico manifiesto, sino que persigue asumir la propia ignorancia para poder revelarse a sí mismo en el encuentro con el otro, para dejar que el propio inconsciente se “traicione” y revele, poco a poco, lo que durante mucho tiempo ha sido inconsciente. 


Podemos ser ángeles (como pretendía ingenuamente Pinker) o demonios, pero sin saber propiamente que lo somos y siendo incapaces de cambiar, porque sin penetrar en esa sombra que no conocemos de nosotros mismos y para la que precisamos ayuda, no sabremos mucho de lo esencial, exceptuando seres excepcionales de los que la Historia nos da ejemplos. Y eso es así porque lo inconsciente, eso que no conoce el tiempo, nos determina, aunque respete la responsabilidad de todos nuestros actos. 


Por eso, lo que fue, en manos de Freud, un enfoque terapéutico, el psicoanálisis, ha ido más allá y no requiere que un síntoma lo requiera, aunque eso sea lo más habitual. No hay en esa práctica un "furor sanandi". Se intenta más bien confrontarnos con el niño que llevamos dentro, por viejos que seamos, desde el encuentro analítico. Y así, facilitarnos el nacer de nuevo al amor, a la vida.


Norman Cohn escribió magistralmente sobre los “demonios familiares de Europa”. No parece casual el adjetivo, pues lo familiar sostiene tanto lo bueno como lo peor, lo demoníaco. La familia… tan idealizada, tan terrible a veces. Ahora los demonios familiares son globales, los jinetes apocalípticos cabalgan de nuevo. Si la primera gran conflagración bélica planetaria se acompañó de una gripe terrible que mató a millones de personas, los actuales tambores de guerra han ido precedidos y siguen siendo acompañados de otra pandemia vírica que tampoco se queda corta a la hora de matar y que, para hacerlo a esa escala, ha contado con la propia complicidad humana por acción, necedad y omisión. Los olvidados por el Occidente “civilizado” seguirán siéndolo, y poco nos importará a los europeos y estadounidenses el hambre que pasen en África o en Sudamérica. Guerra, hambre, peste, muerte… el mundo no ha cambiado mucho.


Tan ingenuo sería “psicoanalizar” procesos históricos como atribuirle al psicoanálisis la posibilidad de redimir a los hombres. Pero parece sensato suponer que, desde la humildad que supone requerir ese encuentro, un psicoanálisis puede lograr que alguien salga de él siendo mejor persona que cuando lo inició. No es poco, porque mejorar el mundo en que vivimos no es tanto cuestión estructural, siendo importante, cuanto resultado del comportamiento ético, amoroso, de cada uno.


domingo, 10 de octubre de 2021

Gracias

 

 


                 Las aguas del Leteo se ven cada vez más claras.


            Ha sido una experiencia muy gratificante para mí que muchas personas hayan leído las sucesivas entradas de este blog y, especialmente, que algunas de ellas lo hayan comentado. El valor del blog para mí residió precisamente en eso, en haber suscitado tatos comentarios cariñosos, generosos y especialmente lúcidos.

 

            Llega el tiempo de humilde recogimiento, de estudio y, sobre todo, de contemplación, de abandono al Ser.   

      

            Es todavía, sin embargo, un momento propicio para la reflexión sobre muchas cosas, entre ellas la Medicina. Quizá surja un libro sobre mi mirada a ella. O no. El tiempo y las circunstancias me orientarán.

 

            Mis mejores deseos a todos los que me habéis honrado con vuestra lectura y con vuestra paciencia.              

 

            A vuestra disposición me tendréis siempre

 

           Gracias.

 

            Javier Peteiro Cartelle 


sábado, 9 de octubre de 2021

Hoy. En otoño.



 

“No os preocupéis del mañana” Mt 6,34

 

    El ya próximo invierno, aunque sea crudo, acabará pasando, y la nueva primavera mostrará el hermoso renacer de lo viviente, para dar paso a la exuberancia de luz vital veraniega. 

 

    Pero ahora estamos en otoño. En muchos árboles (caducifolios) las hojas cambian de color y filtran una luz anaranjada antes de caer y alimentar un nutriente humus. 

 

    La sucesión de estaciones va ligada, en nuestra latitud, a cambios lumínicos y térmicos relacionados con la inclinación del eje rotacional de nuestro planeta en el plano de su órbita alrededor del sol. Un año, eso es lo que tarda la Tierra en volver a donde estaba, y ya la arqueo-astronomía nos remite a la importancia mítica y pragmática del reconocimiento de momentos especiales en ese recorrido, los solsticios y equinoccios, que señalan el inicio y el término de las cuatro estaciones. 

 

    Por años contamos la duración de vidas, sin reparar en si éstas lo fueron de verdad. Alguien ha muerto joven, otro murió anciano… Cada biografía acaba siendo una gota de vida en un flujo que, por vital, exige la muerte de cada uno como individuo. Nuestro propio organismo precisa de la muerte de muchas de sus células para construirse embriológicamente y mantenerse. Vida y muerte están íntimamente ligadas a todas las escalas. 

 

    Nuestro tiempo biológico, lineal, suma ciclos, y ese contraste es realzado en el otoño. Se dice de alguien que tiene tantos años o, especialmente en el caso de jóvenes, que ha cumplido tantas primaveras, pero no se suelen contar los otoños. 

 

    El otoño resalta que nuestro ser corpóreo declina a pesar del tiempo cíclico. En nuestro organismo hay abundancia de ritmos, que abarcan desde reacciones bioquímicas hasta los ciclos asociados a fases lunares, pasando por un amplísimo cuadro de períodos próximos a la duración de un día, los circadianos. Franz Halberg fue una de las grandes figuras en reconocer la importancia de la Cronobiología, esa mirada a danzas moleculares, celulares, tisulares, químicas y físicas, que son albergadas en un cuerpo que crece, madura, envejece y muere. Una mirada, por cierto, que tuvo su época dorada para caer casi en el olvido, como ha ocurrido con otras cuestiones y su potencial relevancia biológica (caos, teoría de la complejidad, dinámica de sistemas no lineales, autómatas celulares, etc.) 

 

    A la vez que tenemos células que bailan en una reproducción con apariencia inmortal, el número permitido de mitosis se inserta en el tiempo lineal, que se inscribe en cada célula a modo de extensión de los telómeros cromosómicos. Sabemos lo que ocurre cuando esa marca se altera en células muy diversas, que se ven abocadas así a una aparente inmortalidad, no por permanencia sino por multiplicación y que finalizará, exceptuando su mantenimiento por cultivo específico en laboratorios (como ocurrió con las células HeLa), con la muerte del organismo que las alberga, a causa de eso tan horrible a lo que llamamos cáncer. 

 

    La repetición de efemérides astronómicas nos aproxima al eterno retorno de lo mismo y sustenta el rito sagrado. El tiempo cíclico es de celebración. Si estuvimos y estamos, estaremos… “de hoy en un año”, decimos. Lo cíclico nos habla de la vida, valora la repetición ritual asociada a muchas narraciones míticas, en tanto que lo lineal, y las narraciones asociadas, como la de Gilgamesh, nos recuerda que somos mortales. La tradición judeocristiana, con un horizonte claro de salvación, histórica o en la eternidad, mantiene, sin embargo, la riqueza mistérica ritual que implica la repetición, lo cíclico.

 

    Esa confluencia de perspectivas temporales, la cíclica y la lineal, nos facilita aceptar la muerte y, lo que parece peor muchas veces, aceptar también la vida misma que uno lleva. 

 

    La hipocondría, en todas sus versiones, incluyendo la nosofóbica y la “cibercondríaca”, constituye un buen ejemplo de pérdida de vida en aras de un furor thanático, que sólo entiende de un tiempo lineal y atiende a sobrevivir más que a vivir. Lo mismo ocurre con quien se mata haciendo vida “sana” para evitar morirse. La hipocondría y el exceso preventivo persiguen, en la práctica, lo que pretenden eludir. Ahí parece residir su goce más claro. 

 

    Hay un equilibrio muy saludable en la contemplación simultánea de los dos modos temporales, el cíclico y el lineal. No se trata de la atención a las estaciones o la obsesiva mirada al “ahora”, tan nuclear en libros de autoayuda, ni de la práctica de meditaciones narcisistas. Se trata de vivir propiamente una duración que se repite, se trata de vivir hoy. 

 

    Es cada día lo que cuenta. En la perspectiva cristiana se le pide a Dios el pan cotidiano, no el de ahora mismo ni el de mañana, ni mucho menos el de dentro de doce años.  

 

    Es en un día concreto que se despliegan las grandes actuaciones humanas y divinas, aunque otros muchos días previos las hayan preparado. Un “hoy” será el día de una oposición, de un choque armado definitivo, de la toma de una decisión crucial en la vida personal... En la tradición judeocristiana, el Salmo 117 recuerda que “éste es el día en que actuó el Señor”, también un “hoy”. Es el día lo importante y es éste. "A cada día le basta su propio afán" (Mt 6,34). Podemos mirar muy ilusionados y nada ilusos al mañana, aunque quizá no venga, y perdonarnos el ayer, que tal vez pasó sin que nos enterásemos. 

 

    Sólo importa hoy. Al atardecer de la vida, que es lo mismo que al atardecer de cada día, porque en un día está todo, se nos juzgará en el Amor, nos decía San Juan de la Cruz. Nosotros mismos seremos nuestros jueces y será entonces cuando nos pese habernos olvidado del Ser, haber vivido de un modo impropio, no haber sabido habitar este mundo. Pero también habrá quizá entonces la gran oportunidad, la posibilidad de reencauzar la vida con vistas a la Vida misma y no caer en un vacío que sólo aspire a la conservación del cuerpo y a la reificación del mundo. Será en ese caso cuando podamos pedir, con Rilke, que  se nos conceda también la muerte que nos es propia.

miércoles, 22 de septiembre de 2021

Internet. La nueva esclavitud.

 

                                                                                                                                                Imagen tomada de Pixabay

     

 

“Where is the wisdom we have lost in knowledge?
Where is the knowledge we have lost in information?”

T.S.Eliot 

    

     Es fantástico. Si quiero saber cualquier cosa, me basta con teclear la pregunta (a veces sólo una palabra de ella) y obtengo más información de la que pueda leer en un tiempo razonable. Atrás quedaron las viejas enciclopedias (la Larousse, por ejemplo) y quienes se ganaban la vida de un modo tan peculiar como era el tratar de venderlas a domicilio. Tenemos la democrática Wikipedia.

     

    En tiempos había un libro de ayuda en enfermedades, “El médico en casa” (jamás lo vi en la mía). ¿Quién recurriría a algo así teniendo la opción de consultar gratuitamente y de modo instantáneo a la Clínica Mayo, por ejemplo? 

 

    Si quiero aprender chino, que parece muy difícil, puedo hacerlo, más o menos, con alguno de los programas “online”.  

 

    Pero hay mucho más. Las redes sociales, como Facebook, que yo uso, me permiten conectar con alguna gente interesante, e incluso hacer amigos de los de verdad (muy pocos, eso sí). 

 

    Se dice con frecuencia que en internet está todo. Y, en gran parte, es verdad. Está todo lo bueno, como poder comunicarse con alguien de un país lejano o leer magníficos textos de modo gratuito, pero también está todo lo malo, siendo un tristísimo ejemplo al respecto la pornografía infantil. Hay, dicen los que saben, un internet “profundo”, que no sé lo que es, aunque lo intuyo inquietante. 

 

    Lo electrónico es lo que impera, es la gran herramienta con la que, por fin, nos “empoderamos” (término estúpido donde los haya). ¿A qué edad se murió Gary Cooper? ¿Cómo hago para ir a una tienda en mi ciudad sin perderme? ¿Por qué tendré ansiedad? Cualquier pregunta que hagamos tendrá su respuesta en el dios internet, pero será, en una inmensa cantidad de casos, una respuesta inútil, cuando no perjudicial. 

 

    T.S.Eliot se preguntaba dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento y dónde el conocimiento perdido en información. Internet nos proporciona sólo bits que, en el mejor de los casos, podemos reconocer como información, aunque generalmente podríamos continuar en la línea de Eliot: ¿Dónde está la información que hemos perdido en un mero conjunto de datos? Abunda el ruido que, combinado con la excesiva prisa, hace de internet las más de las veces una mirada improductiva, aberrante, descentrada, y que confunde lo virtual con lo real. Es difícil encontrar un oxímoron tan tonto como “realidad virtual”. 

 

    ¿Necesito dinero? ¿Para qué, si puedo pagar con un móvil? Si deseo hacerlo "en metálico", puedo obtenerlo de un cajero electrónico. ¿Para qué queremos personas haciendo de cajeros, oficinistas y demás actividades que creemos que realiza mil veces mejor internet? Por no hablar del internet de las cosas, que suena de maravilla. ¿Quién no desea tener conectado el móvil a su nevera o al chip de su mascota? 

 

    ¿Necesito ir al médico? Pregunta inadecuada en estos tiempos en que hay citas y consultas sólo telefónicas, pero pregunta al fin y al cabo, que sigue surgiendo ante el malestar corpóreo. Si hago el esfuerzo de recopilar mis síntomas y signos de posible enfermedad e introducirlos, aunque sea de modo tosco, en el ordenador personal (un “Smartphone” ya lo es), internet me dirá qué puedo padecer (cáncer casi siempre) y qué puedo tomar, o cómo empezar a “gestionar” el dolor o lo que se tercie ante una plausible muerte próxima, aprendiendo también en "la red" mindfulness. 

 

    Pero no seamos macabros. No se trata sólo de gestionar dinero, de hablar de enfermedades. Somos seres sexuales, eróticos (o no, pues uno ya duda de todo). Atrás quedaron los populacheros lugares de encuentros aleatorios para "ligar", como se decía entonces (bailes en verbenas, discotecas, aulas o espacios de trabajo…). Ahora tenemos plataformas (pagadas, eso sí) en las que todo el aburrido cortejo se evapora porque, tras el pertinente análisis psicométrico y antropométrico (fotos de caras sonrientes), los “expertos” (quizá sólo un sencillo algoritmo) nos sugerirán la pareja adecuada. Ya ni habrá que recurrir a la maestría de geniales programas como “First Dates”, con sus citas a ciegas sólo para quienes a ellas concurren.

 

    Juego al ajedrez. Suelo hacerlo con frecuencia de modo “online” y, supuestamente, con alguien cuyo país me es indicado con su banderita. Qué subidón de alegría me da cuando le gano a alguien, a pesar de ser absolutamente desconocido o, tal vez, me resisto a imaginarlo, un robot. Y, por esa experiencia lúdica tan placentera, me prohíbo a mí mismo engancharme a lo que me parece (cosas de la vejez) una gran adicción, los videojuegos. Eso, los videojuegos, y no el diseño de naves interplanetarias o complicados cálculos matemáticos, sí que es el gran motor de internet y de los ordenadores que lo soportan, pero he ahí que algo tan maravilloso y esencial como las tarjetas gráficas que permiten jugar en el ordenador, empieza a estar en peligro ahora, al igual que los coches, por falta de suministro de chips. Parece que hay gente malvada empeñada en hacer fracasar la ley de Moore, con lo bien que iba.

 

    Me llevaría muchas páginas cantar las excelencias de internet, conocidas, por otra parte, por bastante gente (mucha menos, no obstante, de la que se pretende). Y, sin embargo, cosas que tenemos los humanos, me da por ponerme en contra de lo que considero un engendro diabólico, aunque lo use para esto que hago ahora mismo, intentar comunicarme con los demás. 

 

    Lo califico de diablo porque pretende lo que me parece más abominable a los ojos de Dios y de los hombres, deificarse a base de esclavizarnos al servicio de unos cuantos ricos y poderosos.  

 

    Es claro que con internet (o en internet, como les ocurre a los hikikomoris) se pueden lograr muchas cosas (incluso físicas, desde hamburguesas o aspiradoras hasta libros, que ya es decir). No negaré su extraordinaria utilidad. Pero el problema reside en que internet no es sólo una herramienta magnífica, sino que pasa a hacerse progresivamente condición que se pretende suficiente y necesaria para todo tipo de tarea humana, tocando y contaminando todo lo que configura nuestra existencia en este momento de la Historia. 

 

    Ya no ocurre que podamos usar internet sólo para nuestro beneficio. Se nos pretende condenados a usarlo por parte de muchos gestores directivos, agentes comerciales y de servicios. Y esa condena es algo visible, palpable (impalpable, más bien) y omnívora. El diabólico internet es una gran boca que todo lo traga y tritura para alimentar a unos cuantos amos, la mayoría de los que nos serán siempre desconocidos. 

     

    De mes en mes, el acceso a la información deja de ser gratuito como fue. Hay periódicos que ofrecen suscripciones temporales a un precio simbólico, que pasará a no serlo tanto y costar lo suyo. Bueno, quedan periódicos en papel, que ya se venden en panaderías, cosa curiosa, a la vez que el número de quioscos se reduce hasta que desaparezcan definitivamente. 

 

    Cualquier vendedor de lo que sea está abocado a que su actividad deje de considerarse laboral. Sea quiosquero, bancario, camarero, tendero o, pronto, médico, cualquier persona parece destinada a engrosar un paro terrible. 

 

    He tenido un regalo para poder pasar una estancia en algún lugar (no daré detalles, no sea que el diablo reticular, que ve casi tanto como Dios, lo estropee). Pero sólo puedo usarlo mediante internet. De nada sirven llamadas telefónicas o la presencia en lugares. ¿No usas internet? El regalo se evapora. Fin. Eso sí, el aspecto pretendidamente bondadoso de internet acoge todo tipo de quejas, sean referidas a este tipo de regalos o a cualquier compañía telefónica, en tiempos en que la fidelización es castigada y se induce al cliente al cambio continuo.

 

    Cada vez que visito una página (“web” les llaman), con independencia de su contenido, tendré que ceder previamente mi privacidad y ser inundado de cookies, trátese de páginas de física cuántica o de chicas guapas. Eso es ya algo universal, se acabó el voyeurismo gratis, sea científico o erótico. 

 

    Es curiosa la abundancia del suicidio laboral, que intentan, quizá inconscientemente, tantos trabajadores que nos incitan a tramitar lo que sea (en el banco, en Renfe, etc.) a través de la web corporativa consiguiente, lo que supondrá para ellos un riesgo obvio de despido próximo. El número de empleados en entidades bancarias ha caído drásticamente. En muchos pueblos de España no hay sucursal bancaria alguna. ¿Para qué, si todo está “online”? Y resulta que "online" uno puede ver de forma instantánea cómo su dinero ha viajado desde su banco a Tailandia, para partir inmediatamente hacia otros bolsillos no precisamente virtuales.

 

    En nuestros hospitales, dirigidos, como siempre, por adelantados a su tiempo, no podían faltar ni los recursos ni los cursos de formación en “e-Health”. Quienes, desde asépticos despachos, planifican la educación, tampoco se quedan cortos y promueven un “e-Learning” que contrasta, sin embargo, con la masificación en las aulas de secundaria. 

 

    Por alimentar las fauces de internet acabaremos, paradójicamente, tragándolo y no sólo en sentido metafórico, pues cada vez más y más sensores podrán ser integrados en nuestro organismo voluntariamente (sin necesidad alguna de los “chipeos vacunales” con que nos alertan los conspiranoicos). Una semiología oculta cada vez más rica no sólo nos hará cibercondríacos, sino que auxiliará a agencias de seguros de vida para nuestro mal, a la vez que los médicos descansarán en la sabiduría algorítmica, también para nuestro perjuicio. Incluso cuando hayamos muerto podremos contribuir a alimentar la insaciable hambre de los procesos Big Data. 

 

    Este tipo de modernidad dista mucho en sus consecuencias, aunque tenga parecidos, de las habidas en la Revolución Industrial, por dos motivos. Uno, es que es querida por los siervos voluntarios o les es impuesta si no la desean, como única herramienta vital cotidiana. El otro motivo es que internet se asocia al aislamiento laboral, lo que previene cualquier reacción colectiva, de tal modo que organizaciones de trabajadores, como los sindicatos, ya débiles, están condenadas a extinguirse o mantenerse como figuras simbólicas y simbióticas con el poder real.

 

    Esta triste pandemia vírica no sólo ha traído muerte y tragedias vitales. Ha sido, es, un gran catalizador de la “e-idiotez” que ya se anunciaba antes de la llegada de un coronavirus que hizo ridículas las promesas cientificistas relativas a la salud.  

 

  ¿Qué podemos hacer para seguir llamándonos humanos y, por ello, libres, en este entorno que esclaviza de modo incruento? Ni podemos volver atrás en el tiempo ni parece deseable convertirnos en amish o integrar colectivos similares. Pero tenemos la capacidad, aunque sea en forma singular, rara se dirá, de resistirnos a esa corriente autoritaria con su cara amable. Serán importantes los gestos de comprar los periódicos donde siempre se vendieron, de pagar con dinero metálico, de reclamar, si vivimos en un pueblo, que el banco siga con nosotros, al igual que los demás servicios elementales. También si requerimos con todos los medios legales un soporte sanitario de verdad en vez de ser maltratados por teléfono por alguien o algo con bata blanca con un fonendo colgado al cuello. Tenemos la capacidad de exigir mucho más que la apertura de bares, única demanda claramente respaldada por el poder político. Si en Roma se daba pan y circo, ahora tenemos bares y “realities” alimentados por los "like" de internet.  Ah, los "like" esos que premian la estupidez biográfica de "influencers" y por los que unos cuantos "premios Darwin" satisfacen la sed de sangre del diabólico internet.

 

    Hay algo muy llamativo a día de hoy, no del año pasado ni, tal vez, del siguiente, y muy relacionado con internet. Se potencia al máximo la presencialidad en las aulas (con una gran cantidad de jóvenes, adolescentes y niños sin vacunar), llegando a reducir la “distancia de seguridad” entre pupitres y, con ello, el número de profesores por centro educativo. A la vez las consultas médicas caen en picado, sustituyéndose por una mala comunicación telefónica, a pesar de que prácticamente todo el personal sanitario está vacunado, como lo está la mayoría de pacientes adultos. Es decir, se propicia la proximidad escolar de no vacunados y se disminuyen considerablemente los encuentros clínicos entre médicos y pacientes, todos ellos vacunados. 

 

    Las consultas tardías tienen efectos de morbi-mortalidad evidentes. La proximidad aquí y ahora de adolescentes y jóvenes no vacunados entraña un riesgo de contagio de coronavirus, lo cual también se traduciría potencialmente en morbi-mortalidad por Covid 19.  ¿Será esa conjunción extraña de dos decisiones políticas aparentemente antagónicas, simple y llanamente, un ejemplo notable de pulsión de muerte?