lunes, 14 de diciembre de 2020

El balance biográfico y la métrica del goce.

 


Hubo una época en la que uno podía salvarse o condenarse al fuego eterno en el último momento de su vida. Podía ésta haber sido de santidad y caer, al final, en el pecado de desesperación o en otro cualquiera (mortal, se decía). Y también era factible la reconciliación última para pecadores arrepentidos, cuyos pecados pasados se perdonaban a través de la penitencia, permitiendo que la misericordia divina acogiera esas almas tantas veces impías. 

Ante la necesidad de justicia con ojos humanos, la Iglesia inventó el purgatorio, que era un espacio de purificación en el que la estancia de las “ánimas” incluso podría acortarse si sus cuerpos habían llevado, a pesar de sus correrías, un escapulario, o si se había rezado un número determinado de avemarías cada noche.

Las "artes moriendi" medievales atendían precisamente a ese último momento de la vida, en que el diablo podía tentar a uno con el apego a lo terrenal y facilitar su perdición. Y algo así enriqueció en su momento la hermosa oración del avemaría, como añadido al texto inicial: “Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc, et in hora mortis nostrae. Amen”. “Nunc”, pero también, sobre todo, en la hora de nuestra muerte. Ese era el momento clave, aunque no fuera concebido con sentido cronológico. Era el momento del kairós definitivo, en el que uno se jugaba todo.

Pero eso pasó a la historia, incluso en sentido literal. Por un lado, hay ateos que ya no creen ni en Dios, ni en una vida buena o mala tras la muerte. Hay también los que no creen ni dejan de creer, declarándose agnósticos, o los que creen en “energías” y cosas así. Hay quien cree en la ciencia y hay incluso quien no cree sencillamente en nada. Es interesante al respecto la correspondencia entre Umberto Eco y Carlo María Martini (¿"En qué creen los que no creen?"). Por otro lado, el efecto del protestantismo en creyentes cristianos, contagiado al catolicismo, ha hecho que la vida se considere en su conjunto, y no sólo tenga valor al final. Paradójicamente, los que hablaban de la salvación sólo por la fe, invocando la carta paulina a los Romanos, pasaron a fijarse demasiado en las obras, sobre todo las económicas, y tan es así que el capitalismo ha florecido bajo su influencia, según nos mostró Weber. 

¿Quién piensa ahora en la hora de la muerte? Sólo para adelantarla, llegado el momento, invocando eutanasias o algo así. Y generalmente se habla de la hora de los otros, no de la de uno mismo. En tiempos en que la Medicina era pura magia o ni eso, se sabía sin embargo de la llegada de la hermana muerte. La Literatura abunda en expresiones como ésta: “sabiendo que era llegada su hora…”. Eso, recogido por Ariès o Duby, ha quedado como recuerdo histórico. Ahora se desea mejor una muerte no anticipada y, a ser posible, rápida, por sorpresa (un aneurisma que se rompe, por ejemplo, o un infarto masivo), que la anunciada por los síntomas corporales.

Se piensa en la vida. Aunque se sepa que la muerte la cortará tarde o temprano, aunque se crea o se deje de creer en Dios y en el más allá, se piensa como nunca en la vida y en su asociación a la juventud que se desea prolongar a toda costa. En nuestro medio, las arrugas han dejado de ser respetables. Llegó a defenderse con muy escasa fortuna “la muerte de la muerte” como el gran avance médico científico.  Hay gente para todo.

Y es aquí, en nuestro primer mundo y especialmente en situaciones de bienestar social, que la concepción de la vida, ignorando la muerte, se ha modificado de un modo perverso en comparación con tiempos históricos previos. Se ha hecho curricular. En un doble sentido. Uno es lo que hace, lo que produce, sea en un trabajo creativo o no. Ocurre en cualquier empleo. Incluso lo vemos en el terreno de la actividad científica, que se ha hecho equivalente a producción bibliométrica. También en el éxito en ventas de literatos o filósofos, o en la cotización de obras de arte. “Impactos” y sueldos indican éxitos o fracasos.

Pero hay otro baremo más inquietante, que va referido al goce de cada cual. Es cierto que cada uno tiene su estilo, pero eso ya no sirve ante una normativa generalizada de vivir al máximo. Se trata de ser “eficiente” no sólo laboralmente sino también en goces uniformes cualitativamente pero medibles cuantitativamente, lo que implica que haya que leer determinados libros, aunque no gusten, acudir a conciertos, aunque provoquen sueño, viajar mucho, etc. No extraña, por ello, que haya libros - catálogos de ayuda eficacísima en los que se nos orienta sobre mil libros, películas, cosas o viajes que leer, ver o hacer… antes de morir. Mil. Si alguien lee sólo 584 o 973 libros de esos, no llega. Tampoco si se ven 989 películas. Ya no digamos si alguien sólo viaja en su propio país o ni siquiera viaja.

Estamos ante el reto del balance biográfico. 

Hoy uno se salva adecuadamente si pasa a la Wikipedia o si, al menos, ha cumplido con la norma cultural en la que el término “mil”, referido a lo que sea, evoca un nuevo milenarismo. Al menos, se habrá vivido como el dios moderno e inventado manda. Y hay modos de mostrar ese grado de eficiencia. Las fotos instantáneas con los móviles, difundidas en redes sociales, garantizarán que estuvimos en Creta o en la Conchinchina si se siguiera llamando así. También podremos volcar en red la excelente impresión que nos causó leer un libro insoportable pero crucial, de esos de canon moderno, o lo que disfrutamos con una película realizada en “plano-secuencia”. Los "like" recibidos atestiguarán la bendición que antes remitía a los ángeles.

El “dolce far niente” es el grandísimo pecado de hoy. Jóvenes hasta el final, es el imperativo categórico generalizado. De eso se trata, ese es el mandamiento definitivo. Hay quien lo consigue, sin arrugas, con múltiples “plastias”, y con un aval curricular de mil libros leídos, mil películas vistas y mil lugares visitados. Los excelsos llegarán a hablar incluso de otro tipo de mil proezas.

Y, sin embargo, la Naturaleza, en su proceder nada racional, a veces nos sitúa. Últimamente lo está haciendo con un simple virus que, como la lluvia evangélica, no entiende de justos ni pecadores.

Es llamativo que, desterrada la creencia, lo cronológico rige las vidas humanas en términos de eficiencia, como si, al final, se nos fuera a solicitar un balance biográfico-curricular en los ámbitos laboral y gozoso.

 

6 comentarios:

  1. Muy interesante ek texto, querido Javier. Lo relaciono mucho con el vivir la propia vida como si fuera una empresa, según el credo neoliberal. Y, como dices, este imperativo de un goce que parece singular pero es totalmente uniforme, un mandato del nuevo superyo. Y la pandemia, ciertamente, nos ha puesto de manifiesto lo que somos, vulnerables y precarios. Un abrazo.

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    1. Muchas gracias, querido Luis.
      Sí. Si hay algo "bueno" en esta pandemia, es hacernos ver que, ni la vida es una empresa con criterios de calidades y eficiencias, ni la ciencia es tan universal como se pretende, sino que sus objetivos han entrado en una deriva de servicio cientificista y de productividad bibliométrica, salvando buenas excepciones, lógicamente.
      Efectivamente, un "simple" virus nos ubica en un planeta que no es únicamente nuestro ni donde los demás seres vivos son útiles o no a nuestro servicio. Los grandes dinosaurios se extinguieron a causa de un "pequeño" detalle en la historia del planeta. Nosotros podemos extinguirnos también como especie por una conjunción no necesariamente astral, pero sí biológica.
      Un abrazo
      Jevier

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  2. Gracias, querido Javier, por señalar el "grandísimo pecado de hoy" por el que siempre suspiré: el "dolce far niente", que no es estar de vacaciones (productivas a ser posible) sino otra cosa bien distinta y más cercana al goce, cuando no el propio goce. El pragmatismo lo abarca todo, contagiando incluso a poetas y a "ateos que ya no creen ni en Dios". Magnífico. Un abrazo.

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    1. Querido Fidel,
      Muchas gracias a ti por tu buen eco.
      El pragmatismo con su cara "productiva", efectivamente, acarca todo, incluyendo el descanso y haciendo ver como pecaminoso aquello con lo que uno disfruta, por humano y sensato que sea, si no está dedicado a una finalidad establecida por alguna "autoridad"en formas de vida.
      Un abrazo
      Javier

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  3. Hay al menos un par de cosas evidentes y las dos inextricablemente ligadas a la apariencia: hoy viste casi igual un joven de veinte años que otro de sesenta e incluso de ochenta, los tres son jóvenes; es un imperativo. Lo segundo es lo visto y no visto, lo que solo se puede expresar en 280 caracteres, lo que aparece y desaparece al instante sin sucesión de continuidad, la inmediatez.

    Pero estas evidencias, aunque reales no dejan de ser falsas. El mundo no es una simple sucesión de instantes. Si leemos un buen libro, asistimos a un buen concierto, escuchamos una sonata o un blues, contemplamos un cuadro, estamos transcendiendo. La emotividad así lo demuestra. Leo lo que has escrito en tu blog y siento que transciendo. Transcender, ¿con cuál de las siete acepciones que nos ofrece la RAE nos quedamos?

    La famosa globalización solo ha servido como motor implacable de alienación. Ese es el devenir de muchas personas hoy en día: la aceptación del lo intranscendente como un summum. Y en esto, el capitalismo, el mercado, es el mayor experto. No es que el futuro ya no sea lo que era, sino que el futuro es intranscendente. Vivimos en un presente continuo, en el que una gran parte de la humanidad carece de expectativa.Por otra parte, con su propia globalización, la iglesia es la única institución capaz de acabar con la pobreza (aunque solo la de espíritu) vía bienaventuranzas.

    Hace tiempo el telediario solo nombra a los grandes cuando se mueren, como hace escasas semanas ha pasado con el compositor y saxofonista Pedro Iturralde. ¿Cúal es entonces la diferencia entre transcendencia y la fama póstuma? En las “Cartas Marruecas” de Cadalso, podemos leer la respuesta que da Ben-Beley a Gazel: “Creo, como tú, que la fama póstuma de nada sirve al muerto, pero puede servir a los vivos con el estímulo del ejemplo que deja el que ha fallecido. Tal vez este es el motivo del aplauso que logra”. Y, con Cadalso, nos topamos con la virtud como único camino de transcender. La virtud, ¿cuándo fue la última vez que escuchamos o pronunciamos esa palabra?

    Todo esto, y lo que no está escrito, visto desde nuestro prisma Occidental, ilustrado. Solo algunas tribus o filosofías de vida tienen un sentido natural de la muerte. Sin metafísicas.
    Yo soy, equivocadamente o no, de los que no creen en algo más allá de la muerte. Ya lo dijo Juan Goytisolo: “prefiero equivocarme pensando a seguir una consigna”, aunque, claro está, el contexto era otro. Si algo nos redime es el Arte o persecución de la belleza. O una copande vino y una buena conversación.

    Gracias por darme siempre en qué pensar, Javier, aunque sea desordenadamente. Un abrazo.

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    1. Muchas gracias por tu comentario, que da para reflexionar con sosiego.
      Siendo mucho y bueno lo que dices, me ciño a uno de los olvidos que mencionas, el de la palabra "virtud". Apenas se usa, por no decir nunca. Ni virtud, ni virtuoso. El virtuosismo se emplea prácticamente nada más que para expresar el dominio de una técnica. Hay virtuosos del piano o del violín. Hasta se podría decir de alguien que tiene la virtud de, como característica (muchas veces en términos peyorativos). Pero tu mención a la virtud hace recapacitar en algo que parece que hemos perdido, que está de capa caída.
      Y perder esa noción es un reflejo de una carencia real. Y es que la virtud no abunda precisamente. Tal vez por eso se haya olvidado hablar de ella. No es algo pragmático ser virtuoso en una época de "trepas", de acomodos, de "adaptaciones", de alienación, como bien señalas.
      Un abrazo
      Javier

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