domingo, 17 de agosto de 2025

Renacer como posibilidad y destino.



Imagen tomada de Wikimedia Commons


Nicodemo era un judío relevante en su tiempo. Eligió la oscuridad de una noche para hacerle una discreta visita a Jesús.


Y Jesús le dice entonces que “el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Nicodemo le pregunta: "¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?"  Jn. 3.3-4.


Hay una valoración de la mirada infantil en la perspectiva de Jesús, que también dijo en una ocasión “Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos” Mt.19,14. Y “si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” Mt. 18,3.


Esos pasajes evangélicos contrastan con los valores habituales de nuestra cultura, en la que se aprecia más bien lo cuantitativo logrado por adultos y el tiempo y seriedad de dedicación implícito a una tarea social. El tiempo biográfico, tras su ausencia en la infancia, pasa pronto a escindirse en pasado y futuro adultos, ámbitos de producción de cosas o méritos y de ganancias asociadas, también de proyectos de orden curricular que cuantifican pretendidamente el valor de alguien en una flecha temporal biográfica.


Jesús aconsejó un cambio radical de valores que mira a la inocencia infantil: “Pues ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla?” Mc. 8, 36-37.


Las citas evangélicas anteriores sugieren que Jesús no defiende una infantilización, sino que realza la gran posibilidad de asombrarse, maravillarse y jugar en y con el mundo, algo propio de la infancia, en contraste con la seriedad y también limitación adultas, como la mostrada por Nicodemo. Un contraste también del tiempo infantil, de presente, con el pasado logrado y el futuro proyectado seriamente cuando uno empieza a hacerse mayor.


Aunque en el contexto familiar y social se dé una dinámica de relación del niño con la alteridad que sostiene el lenguaje y la internalización de figuras parentales con sus valores y represiones, existe siempre una singularidad propia del niño, de cada uno, y que tiende a perderse, pese a las apariencias, en una homogeneidad adulta.


Los adultos tendemos a definir una singularidad que sólo es tal, real, en la infancia, a veces con prolongación adolescente y, menos, también juvenil, aunque esto resulte contraintuitivo, cuando predominan la inocencia y el juego, la potencialidad única en el espacio y el tiempo de ser, de llegar al Ser, de acercarse a Dios mismo, del único modo posible, jugando, riendo, sintiéndose querido, base para el querer mismo. 


San Francisco, en su pobreza elegida, hermanando el sol, la luna, el agua, incluso la muerte, y predicándoles a los pájaros, mostró de un modo ejemplar, santo, el valor de permanecer o retornar a una limpieza de mirada amorosa con la manifestación del Todo.


Un niño no sólo se nos muestra; sin pretenderlo, nos recuerda la gran posibilidad que tenemos de nacer de nuevo en un parto liberador de todo mérito, del pretendido valor curricular, que será infinitamente inferior a las sonrisas y miradas de una nueva infancia.


La existencia de Dios, mucho más allá de narraciones míticas, no es demostrable por la argumentación científico – filosófica que tanto incurre en la perspectiva de una deidad “tapa-agujeros”, sea la génesis de la vida en nuestro planeta, sea el Big Bang único contra la posibilidad de un multiverso. Y, sin embargo, Dios, misterio inefable de Amor infinito, es visible más bien en cada niño, de uno en uno, próximos a Jesús en intercambio de sonrisas. Visible en la potencialidad singular primigenia de cada criatura humana y en su cristalización posible en la santidad, meta a la que no sólo los creyentes religiosos son convocados.


La gran ciencia no se ha construido tanto por el esfuerzo refrendado en serias publicaciones cuanto por la ingenuidad infantil de los grandes, de quienes, como los niños y adolescentes, imaginaron, jugaron y construyeron las grandes teorías físicas y descubrieron los bellos secretos biológicos de la Naturaleza. 


El Deus absconditus se hizo epifánico como niño en un pesebre, como joven que sostiene la fe como seguridad sin límites, que ama y que cura, también como joven que renuncia a una “carrera” entre sabios rabinos y acaba, por amor, en una de tantas cruces rodeado de unas pocas miradas de dolor y muchas más indiferentes o jocosas ante el aparente fracaso.


Muchos (o pocos, no se trata de cuantificar) creemos en la resurrección de Jesús y que su exaltación del Amor fue un hecho salvífico para el ser humano. Desde él, también cabe admitir que todos. como seres humanos, tenemos tiempo de metanoia salvífica, lo cifremos en segundos o décadas.


Tenemos tiempo, antes de morir, para renacer, algo que le parecía imposible al buen Nicodemo.


Tenemos tiempo, antes de morir, para nacer de nuevo, desprovistos de méritos, desnudos ante la cruz que nos convoca a pasar por una puerta estrecha y que precede a la liberación del tiempo mismo para ser acogidos por Dios.