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lunes, 15 de julio de 2019

La sonrisa de la vida



"Después del temblor, fuego, pero no estaba Yhvh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave"
(1 Ry 19,12).


El viejo problema de la teodicea (si existe el mal en el mundo, una de dos, o Dios no es bueno o no es omnipotente) es una estupidez sólo compatible con la limitada imagen antropomórfica de lo divino.Y afirmo esto a pesar de Auschwitz, que ya puede parecer osado.

Y es que cargamos aun con la imagen que, con razón en caso de asumirla, atacan Dawkins y demás, la de un dios con barba, túnica o bata de casa y zapatillas, que diseña personas, animales y cosas (haciéndolo tan mal muchas veces). Y es que un dios así no existe más que en imaginaciones infantiles y abundantes pastorales infantiloides que, tantas veces, se hacen inmunes al propio desarrollo intelectual, como parece suceder con una versión del cientificismo (hay la opuesta, no menos insensata).

Lo terrible ocurre. En todas sus formas. Y sólo contradice una imagen del dios adánico y edénico. Pero ocurre que no estamos en ningún Edén. El Gran Espíritu que todo lo abarca, que sostiene amorosamente el Universo (en eso creo), es tan próximo a la mística como aparentemente lejano, oculto, a la tragedia. Y, si podemos alcanzar alguna vez, algún segundo eterno, la perspectiva mística, lo propiamente nuestro es, más bien, la tragedia que ve la propia vida en su fragilidad y en su dignidad, que percibe la acción ética, noble, como la gran posibilidad de pérdida de la propia vida si el amor mismo lo requiere (Jn.15,13).

A veces, lo trágico sólo puede ser simplemente aceptado como pasividad coherente más que como donación activa. No queda otra opción humanamente digna. 

Es en la pérdida brutal que el sentimiento místico, si se dio, troca en sentimiento de absurdo, de un absurdo brutal que pone a prueba, a veces de modo insoportable e insuperable, la fe como confianza radical en el Misterio, en lo que, de existir, se contempla ya como un Deus absconditus. Es en esa pérdida que el sentimiento de abandono radical, de soledad inaudita, puede ser la única, terrible y paradójica compañía. Es ahí que el océano de la perspectiva mística pasa a ser el mar tenebroso para quien ha pasado a la condición de trágico náufrago.

Un buen amigo me habló serenamente de que en su familia habían perdido la “sonrisa de la vida”. Serenamente. No es poco. Así de simple. La contingencia en forma de insensatez humana causa un accidente letal y una sonrisa esencial desaparece para siempre.

La sonrisa es término femenino, y femenino suele ser quien o que la proporciona, la madre de uno, una mujer, una hija, la madre Tierra, la Vida. Hasta los que se ganan la vida en el mar hablan frecuentemente de "la mar"…  No extraña que la creencia cristiana se hunda lejanamente en la raíz mítica, anterior a Cristo, de la maternidad virginal y divina, en esa aporía anticientífica, ilógica, tan absurda como verdadera por íntimamente humana, porque la propia sonrisa de Dios parece inconcebible sin la aceptación, sin la sonrisa de una mujer. “Angelus Domini nuntiavit Mariae”. Fra Angelico imaginó ese momento en el que el ángel esboza una respetuosa sonrisa para recibir la esencial. “Gratia plena, Dominus tecum”

Una sonrisa que también un hombre puede proporcionar, pero desde su manifestación espontánea de lo que es femenino por antonomasia, la Vida, esa vida que florece en los sueños de adolescentes, de jóvenes, en la creatividad posible. 

Aunque también la muerte se escriba en femenino y hagamos bien en llamarla hermana, como hacía San Francisco, hay otro término femenino que facilita un duro consuelo, pero consuelo y sosiego a fin de cuentas. Se trata de la esperanza. No todo puede estar perdido para siempre. No pueden haber sido inútiles los millones de jóvenes que sembraron de sangre los campos y las playas de Europa en el pasado siglo, las penurias de tantos que murieron como cosas numeradas en los ignominiosos campos concentracionarios, el terror del hongo atómico en Hiroshima, los vietnamitas arrasados con napalm, tantos y tantos en todo el mundo que han sido sacrificados en el altar de la barbarie. Cada uno de esos cadáveres ha dejado de sonreír, pero es contemplable que sea sonreído, acogido por la singularidad materna, eterna, divina. 

Creer es esperar, es aceptar lo inaceptable; es asumir que, si maravilloso es que vivamos, cabe concebir una maravilla que lo es más aún, la de ser aceptado en nuestro desvalimiento, la de que nuestra tragedia personal sea aceptada al final por lo que no tiene nombre, por quien Es el que Es, por quien Será el que Será, por el Absoluto amoroso, cuyo Nombre es indecible y sólo audible en el suave susurro que acaece tras la tormenta, el huracán y el fuego.

A un buen amigo.



lunes, 1 de agosto de 2016

Francisco en Auschwitz. Silencio, recuerdo y purezas.


Un domingo, el 28 de mayo de 2006, un Papa alemán, Benedicto XVI, visitó Auschwitz - Birkenau (antes lo hizo el polaco Juan Pablo II). Y Ratzinger habló. Pronunció un discurso curiosamente basado en el silencio necesario: “En un lugar como éste se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios:  ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto? A lo largo de su discurso, volvió a repetir esa pregunta sin respuesta: “Nosotros no podemos escrutar el secreto de Dios”

A finales de julio de este año, el papa actual, Francisco, visitó el mismo escenario. No habló. Sólo escribió en el libro de visitas: “Señor, ten piedad de tu pueblo. Señor, perdón por tanta crueldad”.

El silencio atraviesa las dos visitas. En la de Ratzinger, nombrado en la pregunta sin respuesta, en la de Francisco como silencio puro. Nada que decir. Sólo estar. Y, siendo Papa, rezar.

Es tiempo para callar. Hubo otro para hablar, cuando el nazismo emergía, cuando proclamaba sus valores. No había engaño en la cosmovisión ofertada por los nazis. Tan clara era que el 14 de marzo de 1937, el Papa Pío XI, que antes firmó un concordato con el III Reich, denunciaba su incumplimiento en una encíclica llamativa ya por su título escrito en alemán, “Mit brennender Sorge”.   En ella alertaba contra un provocador neo-paganismo, citaba al profeta Isaías y defendía “los tesoros de saludables enseñanzas encerrados en el Antiguo Testamento”. Aunque defendía a los católicos, todo el contexto de su redacción abarcaba a los judíos. Murió poco después, unos meses antes de la invasión de Polonia. Su encíclica, leída en todos los púlpitos de Alemania, fue prácticamente ignorada tras una réplica en el periódico nazi Völkischer Beobachter. 

Después llegó Pío XII, cuya actuación ha sido y sigue siendo discutida. John Cornwell publicó un libro sobre él con el llamativo título de “El Papa de Hitler”. El tiempo dirá.

Pero los silencios cómplices fueron generalizados. Goldhagen habló de “Los verdugos voluntarios de Hitler”. Las iglesias católica y protestantes, salvo notables excepciones, callaron. La cuestión no iba con sus fieles. Para tantos alemanes, el mal era el otro. Por eso, el poema de Martin Niemöller tiene tanta fuerza, porque uno se cree que nunca será “el otro”, el que ha de ser perseguido.

Se hacen a veces comparaciones cuantitativas sobre muertos debidos a Hitler, Stalin y otros dictadores (la bomba atómica de un país democrático tampoco fue una tontería). Pero lo cuantitativo no debe cegar ante lo cualitativo, que marca de un modo especial a la Alemania nazi, en donde toda la maquinaria del Estado se puso al servicio del mal. Era el Estado el que mataba mediante el trabajo organizado, burocratizado, de ciudadanos, muchos de los cuales eran buenos esposos y padres y que no albergaban siquiera odio personal hacia las víctimas. No sorprende que Arendt se refiriese a la banalidad del mal con ocasión del juicio a Eichmann en Jerusalén. 

Pío XI fue profético. Vio lo que ocurría, aunque sólo fuera de un modo parcial. A Dios se le puede matar, como predicó Nietzsche, y la religión puede ser perseguida, asfixiada, pero en ausencia de Dios, con una religión monoteísta callada, no es probable que surja un humanismo agnóstico o ateo. El vacío se llena por el Mito. O, como ocurrió en Alemania, el Mito se anticipa y desplaza la creencia tradicional. En cierto modo, el propio poder de la religión católica deriva de su asunción de lo mítico vivificador (en contraste con el gris protestante). Pero un mito puede también asociarse a lo peor, canalizando la pulsión de muerte. Y el gran mito nazi revestido de una liturgia de fuerte atractivo estético para la juventud, se centraba esencialmente en una cosa: la pureza; la pureza de la raza aria, pero pureza al fin y al cabo. En el afán de lograrla, todo fue permitido, desde la segregación del diagnosticado como diferente (un diagnóstico no siempre fácil), incluyendo su eliminación, hasta la Lebensborn. En el afán de apoyar el mito, no se reparó en resucitar milenarismos (el Reich de los mil años) ni en buscar el gran origen en el Tibet o el Santo Grial. 

Lo ocurrido con el nazismo es una muestra ejemplar del poder del mito. No sólo los jóvenes incultos sucumbieron a su magnetismo, integrándose en las Hitlerjugend. Sabios como Heidegger y Jung se dejaron querer. 

En la culta Alemania se adoró la pureza racial. Las consecuencias son sobradamente conocidas. Seguimos admirando al puro, pero Jesús nos enseñó que sólo Dios es bueno. Robespierre fue un buen ejemplo de pureza. Que Dios nos libre de los puros.

Hay una amplísima bibliografía relativa a lo ocurrido en Alemania, con eternas discusiones sobre cómo fueron posibles el ascenso de Hitler y la Shoah. Pero lo inquietante es que no se trata tanto de un problema para el estudioso de la Historia cuanto de una advertencia brutal de lo que puede repetirse y de que la cultura no inmuniza necesariamente frente a la fuerza del mito, que toca lo más profundo, lo más inconsciente.

El silencio de Francisco ha sido elocuente. Su petición escrita de perdón a Dios también lo es. Sabe que sin Él, lo demoníaco, lo demasiado humano, puede llenar el gran vacío. El propio Heidegger, años después de tan descomunal tragedia, dijo en su entrevista en Der Spiegel: “sólo un dios puede aún salvarnos (“Nur noch ein Gott kann uns retten”).





jueves, 31 de marzo de 2016

Ciencia y Psicoanálisis



Recientemente, el suplemento semanal de El País recogía una entrevista realizada al actual presidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis,Miquel Bassols

Su lectura es altamente recomendable, entre otras cosas, porque es una entrevista dirigida al gran público. No estamos ante algo esotérico como a veces se entiende al psicoanálisis y especialmente al lacaniano por su oscura terminología. Bassols define con claridad la difícil tarea del psicoanalista: "intenta ayudar a las personas a leer sus síntomas". Es decir, no lee él nada por nadie. Pero ayuda a que cada cual, en ese proceso analítico, se encuentre con la sorpresa constante de su inconsciente, eso tan repetitivo en la propia biografía, viendo que el síntoma es precisamente algo que requiere una acción, un encuentro con lo más cotidiano y, a la vez, oculto de sí mismo. De ahí que ni siquiera la mejor de las filosofías que cada uno se construya bastará, aun siendo importante, para lidiar con lo irracional.

Los médicos sabemos que no tiene sentido centrarse sólo en tratar el síntoma (aun siendo este tratamiento muy importante, como en el dolor), sino abordar el paso esencial de ver qué lo sustenta. Pero el síntoma que perturba la vida psíquica, eso que nos hace repetir lo peor, o que nos duele en el alma sin saber por qué, siempre remite a algo tan desconocido como anclado en el propio desarrollo biográfico. Y por eso no queda otra opción terapéutica que irlo analizando cada uno... con esa ayuda a la que se refiere Bassols. Una ayuda que no tiene nada que ver con terapias cognitivo-conductuales, con coachings, biblioterapias o demás alternativas. Una ayuda en la que el psicoanalista sólo actúa sin actuar, pues no se trata de un consejero ni de un director espiritual. Un psicoanálisis no adiestra, algo que se pretende a veces con otros enfoques en situaciones dramáticas como es el autismo. Por supuesto, el fármaco, la meditación, el ejercicio, muchísimas cosas, pueden ayudar pero no darán el saber necesario, curativo o, al menos, paliativo, que implica atravesar la angustia de enfrentarse a uno mismo y, a partir, de ahí, saber hacer algo humanamente mejor con la vida, tratando de habitar  poéticamente, como decía Hölderlin.

Asumir la existencia de lo inconsciente en nosotros implica aceptar el carácter único de lo subjetivo. Los síntomas pueden parecerse, incluso ser idénticos. Bassols da ejemplos de demandas terapéuticas habituales: "Problemas con el amor, el miedo a la muerte, la tristeza y el abandono ante el deseo de hacer algo en la vida." Pero no son idénticos los pacientes. Y por ello es imposible, como bien apunta, que el psicoanálisis pueda considerarse una ciencia, aunque haya nacido, con Freud, de ella. No puede serlo porque la ciencia precisa "que sus resultados sean reproducibles experimentalmente y falsables en todos los casos". Algo imposible cuando tocamos lo subjetivo. Por otra parte, la ciencia sólo crece borrando la subjetividad o tratando al menos de hacerlo cuando la presencia del observador influye de un modo extraño en lo observado, como en el célebre experimento de la elección retardada de Wheeler. Pero no es menos cierto que la ausencia de cientificidad no supone la pseudo-cientificidad. La Historia no es una ciencia en sentido duro, como la Física, pero no podríamos decir de ella que sea una pseudociencia. Hay mucho saber en la Literatura y tampoco es una ciencia. No obstante, ocurre que hay muchos "escépticos" empeñados en meter en un mismo saco todo lo que desconocen, mezclando lo empírico con lo mágico.

Esa falta de cientificidad no supone ausencia de empirismo y el psicoanálisis lo acoge del modo en que le es posible, desde la clínica y mediante la conversación entre colegas sobre esos cambios sintomáticos que la civilización va implicando. Es, precisamente, desde ese saber, que el psicoanálisis puede dar cuenta de lo que ocurre en la sociedad e incluso pronosticarlo en algún grado.

Toda entrevista tiene limitaciones obvias y se echa en falta en ésta un comentario más extenso sobre la creencia. Y es que no se pregunta por ella, sino por la religión y por Dios. Y  Dios es un concepto desgastado (enigmática para mí la expresión lacaniana sobre él) que hace tan difícil ser ateo (probablemente Dawkins o Hawking peleen contra el dios infantil de barba y túnica blanca, a la vez que creen en otras cosas). Pero tampoco es igual hablar de religión en términos de "religare" que en los de "relegere". 


Sería interesante conocer la opinión de Bassols sobre el mito, algo que para algunos, como el gran Campbell, es tan vivificador que casi lo hace vital. Y es que el mito, siendo nosotros simbólicos, con nosotros permanece; y, si despreciamos los buenos, los que han cristalizado en siglos de historia, acabaremos en manos de los peores, de los novedosos que remiten a la tentación utópica (paraísos históricos, cientificismos con sus formas extremas de transhumanismo, el progreso imparable, modelos de "triunfadores", etc.) y que pueden conducir a la peor distopía y al mayor fracaso personal.