Es
ya un tópico decir que vivimos en una era orwelliana, aunque el Gran
Hermano sea un tanto difuso. No vemos su cara, pero tampoco puede
decirse que no existan, en plural, personas que se enriquecen y se
hacen poderosas desde ese papel. No precisan ser dictadores; ni
siquiera políticos, aunque intervengan y mucho en política. Su gran
poder reside en la información que, generalmente de forma
voluntaria, les proporcionamos.
Facebook
sabe de vivos y muertos mucho más que lo que de ellos puedan saber
amigos reales y familiares. Alguien puede ver frustradas sus
expectativas laborales por excesos juveniles colgados en la red
social. Empresas anunciadoras se anticipan, desde la información que
compartimos, a nuestros gustos.
Una
compañía de seguros podrá ofrecernos la seguridad de tener nuestro
coche (y a quienes en él vamos) bajo control posicional.
Probablemente el objetivo no sea sólo altruista.
Hay
criminales que han sido detenidos por despreciar el poder de registro
de las abundantes cámaras de video-vigilancia existentes en calles y
casas. Los drones parecen el nuevo y probablemente bondadoso sistema
para detectar tempranamente incendios o incluso para proporcionar
auxilio a accidentados. Para bien y para mal, el mundo es muy
diferente al de finales del siglo XX.
Difícilmente
puede eludirse cierto grado de vigilancia, especialmente cuando nos
beneficia. Un ejemplo obvio es disponer de un “smartphone” en
caso de accidente. Sería un caso de auto-vigilancia; decimos donde
estamos, damos nuestras coordenadas, para ser socorridos. Esa
auto-vigilancia se extiende cada día más en el orden del propio
organismo. Hay sistemas inteligentes de pulsera que nos dicen cómo
va nuestro corazón cuando corremos. Las “apps” médicas en forma
de teléfono o reloj (ambos “smart”) proliferan de forma evidente
y no parece lejano el día en que registros efectuados muy
esporádicamente y en lugares específicos, como un
electrocardiograma, se hagan automáticamente de modo cotidiano mientras paseamos o
dormimos. Todos esos datos, que pueden ser beneficiosos, comportan
también la posibilidad de una hipocondrización generalizada y, en
cualquier caso, servirán para alimentar a grandes empresas, una vez
colocados en “la nube”, eso que, a pesar de ser nebuloso, es muy
terrenal. Los analizadores de “Big Data” ya sabrán cómo
sacarles partido.
Es
incuestionable la bondad de los modernos sistemas de información,
pero no lo es menos el perverso efecto que implica su uso en la
comunicación real, en caída libre, cuando no en la comisión de
delitos como chantajes, mobbing, etc. Cuando alguien pasa a ser, en
la práctica, mero emisor de datos, lo peor puede ocurrirle. Pero, si
ese alguien es adulto y mentalmente sano, es libre y responsable de
lo bueno y lo malo que haga con los medios modernos.
El
problema se da cuando hay imposición de una vigilancia tecnológica.
Hace pocos días aparecía la noticia de que Amazon había conseguido
dos patentes para desarrollar unas pulseras curiosas, cuya utilidad residiría en
controlar los movimientos de sus empleados. Seguro que sobran
argumentos que hablen de la eficiencia como meta y del respeto al
trabajador en aspectos íntimos, pero hacia las pulseras de control
parece que nos encaminamos. Y, si lo hace Amazon, un gigante de la
eficiencia, ¿por qué no todo tipo de empresas? El “móvil” ya
incordia mucho a muchos, al no distinguir tiempos de trabajo y de
descanso. La pulsera sería un refinamiento en esa carrera de
control.
Hasta
es posible que, si un trabajador sufre un infarto, la pulsera alerte
de su falta de dinamismo y pueda prestársele con rapidez ayuda
médica. Todo tiene también su lado bueno, pero la finalidad parece
clara: “optimizar”, que suena mejor que controlar, y siempre en
pos de la calidad o como se está diciendo ya más ahora (incluso en
Medicina), de la excelencia.
En
cualquier caso, a pesar de dudosas bondades, un trabajador controlado
en cada segundo, gracias a una pulsera, guarda analogías con métodos
ya empleados en tiempos tristes. Organicemos informáticamente, como dígitos, como bits. Los nazis, que eran un
tanto inhumanos, identificaban así, numéricamente, a sus huéspedes de los campos de
concentración. En realidad, fueron pioneros de la eficiencia,
asesina, pero eficiencia al fin y al cabo, favorecida al parecer por la propia IBM
La informática, como la energía nuclear o la pólvora, siempre fue
bifaz como Jano. Lo sigue siendo.
Por
otra parte, teniendo en cuenta el papel cada día más relevante de
los robots en multitud de industrias, entra en una lógica inhumana
identificar a un obrero con un robot, y la pulsera es un medio
magnífico para ello e incluso para comparar sus respectivas
eficiencias. El mejor obrero sería el más robotizable, el menos
humano, el que prescinde de ser sujeto para ser cosa.
Y,
siendo así como evoluciona el mundo, hay algo que parece
meridianamente claro y es la obsolescencia de los sindicatos en un mundo
atomizado de individuos controlados y en el que abundan tanto las
servidumbres voluntarias. El poder de lo colectivo ahora no se da
hablando en asambleas ni presionando con huelgas, sino firmando en Change o poniéndose lazos de colores determinados.
Las organizaciones
de defensa de los derechos humanos, y los sindicatos parece que deben
serlo, tienen la obligación de reinventarse adaptándose a los
nuevos tiempos y, a la vez, tratar de neutralizar una tendencia
alienante que no parece apaciguarse.
Si
un sujeto se hace mero individuo, robotizado, cosificado, la
agrupación pasa a ser vulgar rebaño.
Si
lo colectivo sólo es ya factible en la práctica en las redes
sociales, si la alienación galopa a sus anchas y si no se frena,
llegará el día en que, por nuestro bien, se nos implante un chip ya
al nacer, como se hace con las mascotas. Hasta es posible que sea un
chip de validez universal, tanto para buscarnos si desaparecemos,
como para trabajar en cualquier empresa o comprar cualquier cosa.
Se
ha anunciado tanto la distopía tecno-científica que sólo sabremos
de ella a posteriori, cuando seamos sus siervos.