“…los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn. 4,23).
El día 1 de noviembre la Iglesia celebra el día de todos los santos, es decir, de todos aquellos que, en la creencia católica, han pasado a la realidad de Dios. Es así una festividad que implica una posibilidad intermedia entre cielo e infierno (negación de Dios), el purgatorio, “lugar” en el que se pasa la precisa purificación previa a la gracia de la visión beatífica. Un lugar imaginado en tantas capillas en las que las “ánimas” sufren el fuego purificador durante un tiempo. Siempre ha habido un problema con esto, ya que morir es hacerlo también al tiempo, dejar de ser en él. Sin embargo, el tiempo, inconcebible en el cielo o en su negación, el infierno, se admite por muchos en el purgatorio, a tal punto que se espera un acortamiento de plazos de permanencia en él. La Virgen del Carmen será benévola con quienes hayan llevado dignamente el escapulario en vida.
Después, el día 2, vendrá la celebración de los fieles difuntos. Antes tendremos la vulgaridad del Halloween, que algunos quieren relacionar con lo céltico. O la novedad un tanto boba del Holywin.
Lo paranormal y el comercio asociado cobran fuerza por unos días gracias a los muertos.
Hace un año escribí una entrada algo más seria que la presente sobre estos días. Hay algo interesante en nuestra percepción del tiempo; la lineal, la del tiempo que nos precipita a nuestra muerte, se mezcla con la cíclica, en la que recordamos la muerte de los otros cada año desde cierta perspectiva de inmortalidad propia. Con flores, sin ellas, con calabazas u oraciones. Y, tal vez por ese impulso cíclico, hay el deseo de rememorar lo de siempre aunque sea de modo distinto y por eso escribo una nueva entrada relacionada con estos días.
Me siento inspirado para hacerlo por la Congregación para la Doctrina de la Fe (antiguo Santo Oficio) en cuya instrucción “Ad resurgendum cum Christo” insta a que las cenizas de difuntos sean conservadas en lugar sagrado y no esparcidas, divididas entre los familiares, mantenidas en casa o demás macabradas relacionadas con las últimas modas panteístas o de tipo New Age. Se amenaza con la negación de exequias en caso de darse tales prácticas.
Se neutraliza así la gran creatividad de empresas funerarias que ofertaban lanzar las cenizas de seres queridos al espacio ,transformarlas en joyas o las más baratas opciones de llevarlas a un bosque o mezclarlas con pintura o barro para hacer un cuadro o una escultura.
La Iglesia siempre ha sido sensata. No duraría dos mil años de no haberlo sido. Y eso ha ocurrido a pesar de curiosidades como la actual del Santo Oficio. Por un lado, parece reforzarse lo tradicional, lo dogmático, pues no parece serio, si se cree en la resurrección del ser humano en su integridad (no sólo un alma incorpórea, platónica, sino un cuerpo transformado, espiritual, paulino), considerar las cenizas al modo panteísta o dar un cuerpo de pasto a buitres (algo que tendría su lógica con criterio de equilibrio natural).
En este sentido, se sigue con la instrucción reciente una práctica que Philippe Ariès remonta a la Edad Media, en la que se enterraba “ad sanctos”, en un espacio sagrado. Este autor también nos indica que el término “coemeterium” se refería a todo el recinto que rodeaba una iglesia, inviolable por ello (azylus circum ecclesiam). La practica de la cremación, frecuente en nuestros días, ha trastocado esta tradición planteando el interrogante de qué hacer con las cenizas.
Ahora bien, esa crítica a la dispersión de cenizas no parece muy coherente con la brutal dispersión que se dio de restos de santos, las célebres reliquias. Es cierto que cada fragmento solía albergarse también en lugar sagrado, a veces bajo el ara en la que se celebraría la misa. Pero no lo es menos que muchas reliquias cayeron en ámbitos menos edificantes como tesoros de reyes o como le ocurrió a la mano de Santa Teresa.
Se dan otras contradicciones. No hace mucho se negaba el espacio sagrado a la inhumación de quienes cometieran suicidio. Hoy en día se “celebra” su muerte (mucho cambiaron las homilías de funerales) del mismo modo que si hubiese sido natural y, a la vez, se priva de exequias a alguien que bien pudo haber sido santo, sólo porque su familia elabora mejor su duelo con las cenizas al lado, en su casa.
Estamos ante una situación que parece más importante de lo que puedan pensar ateos o agnósticos. Porque de ritos hablamos. Y es que la Iglesia retoma algo que ha sido esencial a lo largo de toda su historia: la función del rito que, en este caso, puede ir desprovisto de connotaciones míticas, pues mito y rito no siempre van unidos. En lugares como Galicia, nunca se asumió del todo la santidad del conocido que moría, por mucho que se le quisiera y por más que se “celebrara” su muerte en plan moderno en el funeral y, por eso, siempre se le dedicaron misas (como a todas las “ánimas benditas” del purgatorio) a pesar de lo que digan o dejen de decir teólogos sobre el tiempo y la eternidad.
Si se da una privación de exequias, se entra en colisión con algo profundo, con la naturaleza simbólica el ser humano que exige el rito apaciguador, en este caso las oraciones y misas. La Iglesia ha sabido siempre asumir lo mítico, incluso el aspecto politeísta o el de la theotokos. La desmitificación se asocia a la increencia, porque el mito siempre precede el ansia de dar respuesta al enigma vital. La instrucción sobre las cenizas supone un choque de ritos más que de razonamientos. Y es que, en realidad, la elaboración del duelo no tiene mucho que ver con lo que se piensa sino con lo que de verdad se siente, algo que, a veces, es creencia firme.