lunes, 10 de julio de 2017

¿Importamos?




"Mirad los lirios del campo". Mt 6,28.

En un reciente artículo publicado en AeonNick Huges  se pregunta si importamos: “Do We Matter?”

La cuestión surge desde el reconocimiento de nuestra situación en el Cosmos. Hughes nos recuerda que, viajando a la velocidad de la luz, tardaríamos 100.000 años en cruzar nuestra galaxia, Y ocurre que ésta sólo es una entre, al menos, dos billones de galaxias. Si la pequeñez espacial de nuestro mundo es difícil de intuir, no lo es menos el escaso tiempo que ha supuesto la hominización (ya no digamos el mucho más corto de la Historia) en comparación con el transcurrido desde el Big Bang.

En su reflexión, destaca el contraste entre nuestro significado causal objetivo, más bien pobre teniendo en cuenta la magnitud del Universo, y un significado subjetivo axiológico. El artículo muestra posturas y sugiere la pregunta habitual por el sentido. ¿Lo hay? Pregunta singular donde las haya, aunque sea formulada por muchos.

El Universo parece objetivo, y todo sugiere que, contra Berkeley, estuvo ahí antes de que albergara observadores (exceptuando la infatigable mirada divina), pero lo objetivable, lo observable, es limitado. Podemos describir un cuerpo o clasificar las especies que existen en una extensión determinada de tierra. Resulta mucho más difícil, a la vez que fútil e insensato, contar los granos de arena de una playa o de un desierto. Y, en cierto modo, lo que sucede con los granos de arena nos pasa con el Universo; no somos capaces de dar la cifra de cuántas estrellas existen, sino sólo toscas aproximaciones; mucho menos sabemos cuántos planetas hay en él.

La sensación ante la contemplación del Cosmos es de insignificancia. Pero ese término, “insignificancia”, no equivale a ausencia de significado. El Universo en su conjunto no habla ni piensa, aunque poéticamente podamos admitirlo con François Cheng, quien, en su “Cuarta meditación sobre la belleza”, afirmó que “Todo sucede como si el universo, al pensarse, esperase al hombre para ser dicho”. Podríamos no ser nosotros y sí otras criaturas quienes lo “dijeran”, pero parece que el Universo esperaría a ser dicho por alguien, parece que esperaría la consciencia y el lenguaje.

Vale la pena resaltar que, pese a su magnitud impresionante, el Universo físico es potencialmente reducible a un marco teórico. Pocas ecuaciones bastan y se sueña con unificarlas. Curiosamente, esa comprensión progresiva por la que pasamos en la Historia desde una cosmología ptolemaica a una copernicana, que después fue newtoniana y einsteiniana, ha simplificado la comprensión y expandido el asombro. Por el contrario, algo como la consciencia tal vez no sea reducible y, de serlo, supone enfrentarse a unos niveles de complejidad muy superiores a aquellos con los que pueda describirse el origen y desarrollo del Universo y sus constituyentes. En realidad, una célula es más compleja que cualquier estrella. Tal vez Berkeley no estuviera tan equivocado y la consciencia sea lo primero.

Lo que hace Cheng no es sino formular poéticamente la versión fuerte del principio antrópico. Incluso cabría pensar en un principio antrópico no epistémico sino estético: tanta belleza “espera” ser contemplada y admirada, incluso más allá de ser dicha. ¿Cómo la contempla un animal, sea un lobo, una abeja o un delfín? ¿Cómo percibiría un dinosaurio la caída del letal meteorito? ¿Cómo la percibe un científico? Quizá el único modo último sea el don gratuito de la perspectiva mística a la que la ciencia puede indudablemente contribuir. Y el éxtasis amoroso ante la belleza prescinde forzosamente del lenguaje por ser inefable ¿Es aceptable algo así, con tintes teleológicos, aunque no fueran teológicos? No es ciencia, pero tampoco nos basta sólo con la ciencia.

Desde una perspectiva que lo afirme, Dios mismo, el Innombrable, requeriría ese ser intuíble como finalidad acogedora, atractiva, quizá al modo sugerido por Teilhard de Chardin, más que como ese motor inmóvil causal, frío,  aristotélico-tomista cuya obra de silencio eterno espantaba a creyentes como Pascal. Sin Dios, de algún modo tendremos que conferir un sentido a nuestro mundo, como un saber qué hacer con la vida en él.

En cualquier caso, nuestra “insignificancia causal” (que parece bondadosa, a la luz de los horrores que el ser humano ha hecho y hace con su planeta), no sustenta el nihilismo, sino la imperativa búsqueda de sentido, aunque no se encuentre, aunque no exista incluso, porque, aunque las grandes preguntas queden sin respuesta, nuestras acciones son susceptibles de valor por la responsabilidad inherente a la libertad a la que estamos condenados.

Sin amor, nada soy, decía San Pablo. Muchos más lo repitieron y lo atestiguaron con sus propias vidas. La insignificancia de nuestra agencia causal con respecto al Universo no es relevante en el ámbito que realmente importa, porque en nuestro pequeño mundo, ese punto azul de Sagan, no estamos solos sino relacionados y por eso cada acción, cada pensamiento y deseo singulares, cuentan con la posibilidad ética.


Por muy grande que sea, conforta imaginar, con fundamento más poético que científico (o quizá no, porque parece que la ciencia teme contagiarse de poesía), que el Universo mismo, que el Todo, no es indiferente a las acciones humanas, a la de cada uno de nosotros aquí y ahora. Que ahí fuera, como aquí mismo al lado, en cualquier gorrión, en cualquier flor, el Amor mismo es perceptible y basta con verlo, porque cada uno puede reconocerse como un autorreconocimiento singular del Todo. La mirada basta. 

lunes, 3 de julio de 2017

EL DELIRIO TRANSHUMANISTA. De las nubes celestiales a la nube electrónica.



“Serán vecinos el lobo y el cordero, 
y el leopardo se echará con el cabrito”. Isaías 11,6

Hace años que se habla del post-humanismo, de la “muerte de la muerte”, de la trascendencia concebida de modo materialista. Los más prudentes se conforman con afirmar que el envejecimiento es una enfermedad y que será cuestión de tratarla.  

No son locos ni escritores de ficción sino científicos respetados quienes dicen esas cosas. Algunos hasta trabajan en el MIT. Algunos dirigen un hospital o un prestigioso centro nacional de investigación en nuestro país. 
Pero son poco visibles. Su prédica necesaria llega a precisar canales adecuados y, quién lo iba a decir, Cuarto Milenio, el programa por el que sabíamos de OVNIs, fantasmas y muñecos diabólicos, se ha hecho un medio magnífico para que sepamos de la felicidad futura alcanzable gracias a la tecno-ciencia. 

Podría parecer que asistimos al discurso de alguna religión que propaga la inminencia apocalíptica, tras la que 144.000 “ungidos” alcanzarán el cielo, y los buenos, aunque no logren esa elección divina, vivirán felizmente en la nueva Tierra, en la que pacerán juntos el león y el cabrito. Pero no. Eso supondría una intervención divina, la del dios abrahámico. Y no, no se trata de eso, sino de lograr algo por nuestros propios medios. 

Ya se decía hace tiempo que “las ciencias avanzan que es una barbaridad”. Pues bien, tan es así que se espera la inminencia de la singularidad tecnológica, esa que permitirá hacernos inmortales hacia el año 2045 que, como quien dice, está a las puertas. Hay quien asegura, con razón, que sería auténtica mala suerte morirse antes de ese año, claro que para eso disponemos de la criogenización como puente transitorio. 

Los caminos científicos a la trascendencia son diversos. Uno de los contemplados reside en transferir nuestra mente, un software biológico a fin de cuentas, a una secuencia de bits; tampoco son tantos, pueden cuantificarse en “gigabytes”, pero aunque fuera en “teras”, “petas” o hasta “yottas”, ¿será por falta de medios? Y esa secuencia de bits movilizaría físicamente algo, sea instrumentos robóticos y ordenadores, sea incluso un cuerpo construido biónico o totalmente biológico. 

La aproximación NBIC (nano, bio, info, cogno) podrá conseguir el sueño de la inmortalidad.

Cualquier persona sensata pensará que estamos ante un delirio que, si fue aceptable en el caso del héroe Gilgamesh, cuya epopeya se escribió hace ya unos cuantos años, no lo es ahora. Pero supongamos por un momento que fuese realizable semejante locura. ¿Quién se haría inmortal? ¿Todos? No lo parece. Del mismo modo que podría decirse que la humanidad ha conquistado la Luna, se diría que la humanidad consigue la inmortalidad, pero, como en el caso de la Luna, se trataría al final un pequeño grupo de personas el que logra o es beneficiado por el avance. 

¿Cuántos podrían hacerse inmortales sin asumir a la vez el amplio poder que tal cosa les conferiría y que supondría una esclavitud de todos los demás? El delirio transhumanista no parece precisamente un sueño democrático, pero incluso los aparentemente más realistas y nobles intentos de prolongar por muchos años la vida son de dudosa virtud. La vida supone un flujo de seres que de ella participan. Una vida muy prolongada, que sería accesible sólo a una élite, implicaría una congelación de la vida misma por la elemental razón de tener recursos limitados que reducirían en extremo la natalidad. ¿Para qué más gente? 

El planeta se llenaría de viejos temerosos de cualquier contingencia que la Ciencia no pudiera prevenir (violencia de todo tipo incluyendo ataques terroristas, accidentes, fallos eléctricos, etc.).

El problema realmente inmediato en la Ciencia reside en elegir qué queremos investigar, pues la completitud no parece posible. Y no parece prudente en modo alguno sostener económicamente delirios cientificistas, sea el de la búsqueda de la inmortalidad o el que satisface la tentación eugenésica que renace vigorosa. Es mucho dinero el que suponen esas investigaciones insensatas en contraposición con la falta de atención a problemas menos espectaculares pero propiamente humanos, como la pacificación, el mantenimiento de recursos acuíferos, la lucha contra enfermedades infecciosas y ya no digamos contra el hambre y la sed o el sencillo respeto al clima y la biodiversidad mediante medios preventivos adecuados.

Estamos ante el clímax de una nueva religión que emboba, como han solido hacer las religiones a lo largo de la Historia. 

Y estamos ante la gran confusión entre el cientificismo religioso y la religión de verdad, la que sí asume la trascendencia como una entrada en la realidad otra, aceptada desde una confianza radical en Dios en el caso de las religiones del Libro, o como transmigraciones que persiguen la purificación que logre el nirvana budista.

Ninguna religión ni ningún ateísmo que se precien persiguen la permanencia perenne en esta Tierra, ese inmortal aburrimiento.


Si es absolutamente respetable la creencia religiosa o su ausencia, no lo es tanto la costosa ensoñación delirante transhumanista que, a fin de cuentas, persigue un elitismo que ni los nazis llegaron a imaginar; ellos parecían conformarse con el Reich de los mil años, aunque acabó en doce.

domingo, 25 de junio de 2017

EL FRENESÍ PSEUDOCIENTÍFICO.



En 1909 moría Cesare Lombroso. Pensaba que, en un contexto evolutivo, el delincuente significaba un tropiezo en el desarrollo humano. Algo había en él que manifestaba a las claras para quien supiera verlo que era capaz de lo peor. Casos y casos… Bastaba con verlo. Sólo con eso, con la mirada. 

Ha pasado más de un siglo desde esa idea peculiar, absurda. En el último tramo de ese recorrido, la mirada se dirige de un modo instrumental. Habrá que ver cómo es el cariotipo, ya que hubo un tiempo en que parecía que los XYY tenían mayor tendencia al crimen. Habrá que analizar la imagen cerebral funcional, como nueva frenología, para poder pronosticar si a un preso se le puede facilitar o no la libertad condicional. Tests de psicopatía, genes, neuroimágenes…  Se trata de buscar un patrón identificador del criminal, para prevenir su paso al acto, como se fantaseaba en la película “Minority Report”. 

Algo delirante, pero menos tonto que la congelación en el anacrónico intento de Lombroso.

En pleno siglo XXI, en un país como el nuestro, España, en el mismísimo “prime time” de una cadena pública, costeada con los impuestos, un presentador singular que labró su carrera pretendiéndose gracioso a expensas de mostrar los defectos de desafortunados, muestra ahora con el mayor descaro las excelencias de lo que creíamos enterrado, realza la más burda magia como si del descubrimiento de un nuevo planeta se tratara.

Poco después de anunciarnos el riesgo de las vacunas, que pueden provocar autismo, como es bien sabido desde la más elemental lógica mercurial, nos presenta a un adalid de otra pretendida ciencia, la morfopsicología. Resulta que no son necesarios en ella ni siquiera estudios genéticos, de neuroimagen ni de lo que sea, sino que basta con asesorarse por "expertos" para poder discernir, mirándole a la cara, si un sujeto es un potencial criminal o un candidato magnífico para un puesto de trabajo. 

Estamos en pleno frenesí pseudocientífico. No se trata de fantasías, de afirmaciones de que se han visto OVNIs o fantasmas, sino de fantasmas reales que se ganan la vida vendiendo irracionalidad. Si en tiempos había charlatanes que vivían malamente a base de vender en la calle objetos multiuso que sólo funcionaban en sus manos, hoy asistimos a la proliferación de conspiranoicos que nos alertan de la maldad de las vacunas y a la predicación de lumbreras que saben ver el alma en la cara del otro.

En un tiempo en que no se lee mucho que digamos, en que la crítica de todo es dicotómica, sí o no y nada más,  embaucar se ha hecho tarea extremadamente fácil. Pero no es lo mismo “creer” que los extraterrestres han hecho los dibujos de Nazca que asumir las supuestas verdades de la morfopsicología o que las vacunas son el mal encarnado. Si la primera creencia no tiene relevancia práctica especialmente dañina, las consecuencias de la estupidez que asume la morfopsicología o el daño de las vacunas pueden ser letales y no precisamente para el estúpido, sino para otros, incluso sus propios hijos.

La Organización Médica Colegial, punta de lanza científica donde las haya, ha lanzado una cruzada contra todo tipo de pseudociencias, aunque lamentablemente no diferencia trigo de paja y en esa beligerante inquisición trata de borrar del mapa todo lo que no sea “científico” en el ámbito de la Medicina a los ojos de sus asesores "protectores de pacientes". En un santiamén ha pasado de la contemplación pasiva a la persecución, como suele ocurrir tantas veces; el caso de los templarios y de las herejías no fue excepcional. Lo que en tiempos fue defendido ahora es perseguido; la homeopatía, que fue y sigue siendo pura pseudo-ciencia, pasó de la acogida institucional cálida, con secciones y cursos dedicados, y de los anuncios de neón de farmacias que vendían el agua memoriosa, a una persecución que pretende su ostracismo por las mismas instituciones que ayer la celebraban.

¿Que hacer, además de cambiar de canal o apagar la televisión? Parece sencillo, leer, enterarse. Y, sobre todo, educar a las personas desde su infancia, resaltando la bondad de la verdad, el valor del método científico, cuyos resultados obvios parecen olvidarse, frente a la locura inherente a la estupidez.

Y conviene recordar en esa educación necesaria que ninguna pseudo-ciencia es neutra, sino que han sido generalmente favorecidas por regímenes totalitarios con los que han sido simbióticas, fueran las medicinas alternativas en el tercer Reich, fuera la estupidez de Lysenko en Rusia, letal para plantas y para quienes precisaban comerlas.

La ciudadanía merece un respeto. Si la televisión pública no educa ni entretiene (¿tanto costará entretener de un modo que no sea vulgar?), sería deseable que, al menos, no fuera eco de predicadores de verdades ocultas ni demás tonterías.

jueves, 22 de junio de 2017

La infantilización galopante. Un libro - Un cuarto de hora.



Parece conveniente leer libros sólo por el hecho de que son interesantes. Ahora bien, lo son por distintas razones. Las hay profesionales; un físico habrá de leer unos cuantos textos de distintas ramas de matemáticas y de física, por ejemplo. Hay libros que son revestidos por personajes socialmente respetables de un valor cultural, “de culto”, dicen a veces remilgosos entendidos, que incita a leerlos, aunque esa lectura decepcione a muchos. Y hay libros que se leen simplemente porque la contingencia revela el placer que otorgará su lectura.

Hay libros técnicos, artísticos, de literatura “seria”, novelas del oeste o románticas (bastaría con acogerse a las ofertas diarias “Kindle Flash” para hacerse un romántico empedernido), tratados de medicina, textos filosóficos… Hay incluso libros sagrados, a tal punto que se haba de las “religiones del libro”.

¿Qué leer más allá de lo imprescindible para ejercer un trabajo, por el puro placer que supone la lectura o por las enseñanzas del libro sagrado? Y, ¿Por qué hacerlo? 
Es sabido que un libro puede ser fuente de conocimiento y de erudición.  También de perversión. Servirá para lo bueno y también para lo banal e incluso lo malo. Alguien puede encontrar conocimiento; otro, materia de supuesta erudición con la que presumir ante conocidos; un tercero sabrá construir un artefacto explosivo. 

Pero el tiempo es limitado y abruma la cantidad de libros existentes entre los que elegir. Gracias a los cálculos de Google, a estas alturas probablemente estemos rondando los 150 millones de títulos . Si durante 70 años leyéramos un libro cada día descansando sólo el día suplementario de los años bisiestos, conseguiríamos leer un total de 25,550 libros. Además de enloquecer o enfermar gravemente con tal tarea, sólo conseguiríamos leer un 0,02% de los libros existentes a día de hoy.

¿Qué hacer? Podemos guiarnos por entendidos, como Harold Bloom, que nos sugieran lo que hay que leer en sus propios gruesos textos al efecto o guiarnos por la intuición. Sea como sea, un libro lleva su tiempo. Las obras completas de Tolstoi no se leen en un par de días y lo mismo ocurre con Shakespeare, Cervantes y hasta con Punset, que hace loables esfuerzos por traernos la verdad científica de modo sencillo. 

Tampoco basta con leer en Wikipedia de qué trata “El Quijote” o “Hamlet”. Eso lo hace cualquiera; no es original. Necesitamos leer el libro de verdad pero con rapidez, y no sólo aprendiendo técnicas de lectura rápida. Siempre se soñó con poder tragar literalmente los libros aunque sea en forma de grageas; a fin de cuentas, la lectura de un libro supondrá algún tipo de transformación química sináptica, glial o del tipo que sea en nuestros cerebros. Si ya hay libros electrónicos y podemos presumir de tener mil o más en un e-book, ¿por qué no van a ser posibles libros químicos ingeribles como cápsulas, asociados incluso a vitaminas? A la espera de ese futuro que alguien verá emocionante, podemos recurrir a los resúmenes. 

Hace años, Reader’s Digest ya ofertaba los llamados “libros condensados”. ¿A qué libro de literatura no le sobran un montón de páginas para decir lo esencial? Con esa idea u otra parecida, se vendían resúmenes de obras literarias. Aun así, llevaba su tiempo leerlos. Y en esta época de prisas tampoco hay ese tiempo; se precisa algo más “optimizado”. 

Pues bien, ocurre que lo hay, en forma de aplicación para móvil, como las “apps” de mapas o las “apps” médicas o meteorológicas. Tenemos Blinkist, que, además, no pierde el tiempo con literaturas y se dedica a libros serios, que no sean de ficción. Gracias a los fabulosos resúmenes ofertados, podremos leer contenidos tan diversos como los relacionados con las matemáticas o el mindfulness y hacerlo dedicando sólo unos quince minutos a cada libro

Probablemente los nuevos pedagogos, los que no enseñan a nadie pero dicen cómo hay que enseñar, encuentren en este material un filón para que los niños descubran el genio que todos han de llevar dentro y se conviertan en Einsteins 2.0 o en Heideggers 2.0 en una semana.


Si el mundo no se está volviendo completamente loco, a veces nos lo parece a los que nos vamos haciendo mayores. Claro que los viejos siempre fueron reacios a los grandes avances. Quizá también lo seamos ahora por la misma razón, por la edad.  

sábado, 17 de junio de 2017

LA INFANTILIZACIÓN INCESANTE. LA NUEVA PEDAGOGÍA.

“Where is the wisdom we have lost in knowledge?  

Where is the knowledge we have lost in information?”  

T.S. Eliot.  


Hay un anuncio con el que la empresa Fujitsu pretende inducirnos a que compremos sus sistemas de aire acondicionado. Tan simple como contundente: “Fujitsu, el silencio”.  Ese lema parece aplicarse sólo a aparatos, pues al responsable tecnológico de dicha firma en Europa, África, Oriente Medio e India, Joseph Reger, se le da por romper el silencio y proclamar el oráculo salvador en el que, además de hacernos ver a los ignorantes la existencia de algo tan importante como el “credit scoring”, el “machine learning”, el “venture capital” y el esencial “blockchain”, nos descubre que “La universidad empezó hace muchos años intentando enseñar conocimiento, pero el conocimiento es cada vez menos importante; la creatividad a la hora de solucionar problemas lo es cada vez más”.


En nuestro país, en el que abundan adelantados para todo, ya sabíamos que lo de alcanzar conocimientos era cosa del pasado, algo viejo e inútil. Y en ese camino de aparente analfabetismo que es muy enriquecedor, por lo que tiene de creativo, proactivo y asertivo, estamos gracias a iniciativas como la del Laboratorio de la Nueva Educación. Si tenemos pedagogos, ¿para qué queremos profesores? Sólo para que obedezcan protocolos certificados, que para eso hay también agencias “isoficadoras”. Es cierto que se necesitan profesores y maestros, pero que vengan aprendidos en los nuevos métodos. 

Y es que se trata de crear “espacios educativos”, de potenciar la “inteligencia emocional”, de empoderar a los niños, del ejercicio de “micro-poderes” y cosas por el estilo, porque, como nos dicen los egregios pedagogos, “Los alumnos de hoy son casi hackers. Los profesores entenderán cómo aprenden los jóvenes hoy y manejarán herramientas para saber moverse en ese ecosistema”. 

Ya se sabe. Los licenciados que han aprobado unas duras oposiciones, obteniendo así un puesto docente para enseñar Literatura o Matemáticas, son unos anticuados que no saben que, en vez de enseñar, han de aprender ellos mismos y muchas cosas de los niños y jóvenes, incluso para la confección del contenido curricular. Los generales harán bien en fijarse en los videojuegos de guerra de sus hijos. ¿Algo más anticuado e inútil que ejercitar la memoria o leer cosas improductivas, sea sobre poesía o sobre cloroplastos? Habrá quien piense que es el mundo al revés, pero es el gran error de quienes añoramos un tiempo pasado. 

Se trata de eso, de liberar la creatividad y aprender de los niños. Los pedagogos sabrán canalizar esa riqueza y dirigir al buen camino a los anticuados profesores y maestros que no hacen más que quejarse de la masificación de sus aulas y demás cosas antiguas. Al menos, los del sistema público, que, como funcionarios que son, no hacen más que resentirse. Pasa como con los médicos. Ya se sabe. Nada más funesto que lo público, necesitado cada día más de la gestión privada, de los que tienen másteres y más másteres, aunque hayan olvidado de qué iba eso que se llama Medicina.

Y esa tarea pedagógica requiere líderes que sepan innovar. Se trata de eso, de innovar, de crear espacios de innovación, también en hospitales, aunque no se innove propiamente nada más allá del espacio mismo en el que surja algún día un “brainstorming” productivo de algo. ¿Por qué no habrá de surgir, habiendo un ambiente propicio, con muebles de diseño y pizarras digitales?

Afortunadamente, en esa tarea estamos ya inmersos, a pesar de anacrónicas resistencias. Innovemos en los hospitales, innovemos en las escuelas, innovemos en las playas, no nos rindamos jamás, que diría Churchill. Aprendamos "coaching" y "mentoring", que son cosas que parecen complementarias o no (los jóvenes sabrán), vayamos a cursos de persuasión, aprendamos a "gestionar" emociones y dolores, etc., etc. Y, de no entrar en esa dinámica, a aguantarse y ver cómo cualquier máquina puede sustituir mejor a un médico o un profesor y estar a la vez certificada con la ISO que proceda. 

Lo cierto es que no le falta razón al Sr. Reger al vilipendiar a una institución fosilizada como es la Universidad, pero la alternativa que ofrece, mucho más elitista y analfabeta aún, resulta, para los que somos viejos nostálgicos, inquietante, especialmente al saber que hay muchos admiradores, incluso quienes deciden políticamente, de todo lo que suene a nuevo, aunque sea puro humo y se pague sin embargo a precio de oro.

Eliot, a quien se deben las líneas iniciales, debe estar revolviéndose en su tumba. Si el conocimiento ya no interesa, ¿a quién le importará la sabiduría y su búsqueda? Claro que, en realidad, ¿a quién le importa ya el mismísimo Eliot?