"Mirad los lirios del campo". Mt 6,28.
La
cuestión surge desde el reconocimiento de nuestra situación en el Cosmos. Hughes
nos recuerda que, viajando a la velocidad de la luz, tardaríamos 100.000 años
en cruzar nuestra galaxia, Y ocurre que ésta sólo es una entre, al menos, dos billones de galaxias.
Si la pequeñez espacial de nuestro mundo es difícil de intuir, no lo es menos
el escaso tiempo que ha supuesto la hominización (ya no digamos el mucho más
corto de la Historia) en comparación con el transcurrido desde el Big Bang.
En su
reflexión, destaca el contraste entre nuestro significado causal objetivo, más
bien pobre teniendo en cuenta la magnitud del Universo, y un significado
subjetivo axiológico. El
artículo muestra posturas y sugiere la pregunta habitual por el sentido. ¿Lo
hay? Pregunta singular donde las haya, aunque sea formulada por muchos.
El Universo parece
objetivo, y todo sugiere que, contra Berkeley, estuvo ahí antes de que albergara
observadores (exceptuando la infatigable mirada divina), pero lo objetivable, lo observable, es
limitado. Podemos describir un cuerpo o clasificar las especies que existen en
una extensión determinada de tierra. Resulta mucho más difícil, a la vez que
fútil e insensato, contar los granos de arena de una playa o de un desierto. Y,
en cierto modo, lo que sucede con los granos de arena nos pasa con el Universo; no somos capaces de dar la cifra de cuántas estrellas existen,
sino sólo toscas aproximaciones; mucho menos sabemos cuántos planetas hay en
él.
La sensación ante la
contemplación del Cosmos es de insignificancia. Pero ese término,
“insignificancia”, no equivale a ausencia de significado. El Universo en su
conjunto no habla ni piensa, aunque poéticamente podamos admitirlo con François
Cheng, quien, en su “Cuarta meditación sobre la belleza”, afirmó que “Todo
sucede como si el universo, al pensarse, esperase al hombre para ser dicho”. Podríamos
no ser nosotros y sí otras criaturas quienes lo “dijeran”, pero parece que el Universo
esperaría a ser dicho por alguien, parece que esperaría la
consciencia y el lenguaje.
Vale la pena resaltar
que, pese a su magnitud impresionante, el Universo físico es potencialmente
reducible a un marco teórico. Pocas ecuaciones bastan y se sueña con unificarlas. Curiosamente, esa comprensión progresiva por la
que pasamos en la Historia desde una cosmología ptolemaica a una copernicana, que
después fue newtoniana y einsteiniana, ha simplificado la comprensión y
expandido el asombro. Por el contrario, algo como la consciencia tal vez no sea
reducible y, de serlo, supone enfrentarse a unos niveles de complejidad muy
superiores a aquellos con los que pueda describirse el origen y desarrollo del
Universo y sus constituyentes. En realidad, una célula es más compleja que cualquier estrella. Tal vez Berkeley no
estuviera tan equivocado y la consciencia sea lo primero.
Lo que hace Cheng no
es sino formular poéticamente la versión fuerte del principio antrópico.
Incluso cabría pensar en un principio antrópico no epistémico sino estético:
tanta belleza “espera” ser contemplada y admirada, incluso más allá de ser
dicha. ¿Cómo la contempla un animal, sea un lobo, una abeja o un delfín? ¿Cómo percibiría un
dinosaurio la caída del letal meteorito? ¿Cómo la percibe un científico? Quizá
el único modo último sea el don gratuito de la perspectiva mística a la que la
ciencia puede indudablemente contribuir. Y el éxtasis amoroso ante la belleza prescinde
forzosamente del lenguaje por ser inefable ¿Es aceptable algo así, con tintes
teleológicos, aunque no fueran teológicos? No es ciencia, pero tampoco nos
basta sólo con la ciencia.
Desde una perspectiva
que lo afirme, Dios mismo, el Innombrable, requeriría ese ser intuíble como finalidad acogedora,
atractiva, quizá al modo sugerido por Teilhard de Chardin, más que como ese motor inmóvil causal, frío, aristotélico-tomista cuya obra de silencio eterno espantaba a creyentes como Pascal. Sin Dios, de
algún modo tendremos que conferir un sentido a nuestro mundo, como un
saber qué hacer con la vida en él.
En cualquier caso,
nuestra “insignificancia causal” (que parece bondadosa, a la luz de los
horrores que el ser humano ha hecho y hace con su planeta), no sustenta el
nihilismo, sino la imperativa búsqueda de sentido, aunque no se encuentre, aunque
no exista incluso, porque, aunque las grandes preguntas queden sin respuesta,
nuestras acciones son susceptibles de valor por la responsabilidad inherente a la libertad a la que estamos condenados.
Sin amor, nada soy,
decía San Pablo. Muchos más lo repitieron y lo atestiguaron con sus propias
vidas. La insignificancia de nuestra agencia causal con respecto al Universo no
es relevante en el ámbito que realmente importa, porque en nuestro pequeño mundo, ese punto
azul de Sagan, no estamos solos sino relacionados y por eso cada acción, cada
pensamiento y deseo singulares, cuentan con la posibilidad ética.
Por muy grande que
sea, conforta imaginar, con fundamento más poético que científico (o quizá no,
porque parece que la ciencia teme contagiarse de poesía), que el Universo mismo,
que el Todo, no es indiferente a las acciones humanas, a la de cada uno de
nosotros aquí y ahora. Que ahí fuera, como aquí mismo al lado, en cualquier gorrión, en cualquier flor, el Amor mismo es perceptible y basta con
verlo, porque cada uno puede reconocerse como un autorreconocimiento singular del Todo. La mirada basta.