Este blog parte del juego entre el recuerdo y el olvido. Es así como se inicia. Entre la amnesia y la hipermnesia, una memoria que abarca lo pertinente biográfico sostiene la posibilidad de reflexión, de mirada a todo lo que nos incumbe, sea como profesionales, como ciudadanos y, esencialmente, como sujetos, intentando siempre defender aquello que propiamente nos hace humanos frente a cualquier intento deshumanizador.
miércoles, 16 de mayo de 2018
Médicos contagiosos.
Como cada año, llega un día en que se despide a los nuevos médicos especialistas, a los MIR que dejan de serlo. Acontece en cada hospital docente del sistema público, que bueno es recordarlo en estos tiempos de alabanza a la medicina privada y de perversiones gerenciales concebidas como “sinergias”, porque la práctica totalidad de los especialistas médicos españoles se forman en hospitales públicos.
En general, es previsible lo que sucederá en un acto así. Buenas palabras por todas partes, buenos deseos, un discreto ágape y… a seguir en una carrera que es cada día más competitiva.
Y, a veces, ocurre lo insólito y bueno. Alguien es designado para impartir una conferencia y se le da por hablarle a médicos ya especialistas de lo que significa eso que creen sobradamente saber, de lo que significa ser médico.
Y esa persona, pediatra con muchos años de experiencia y miles de pacientes atendidos, introduce su charla con la imagen de un perdedor que sólo lo es en lo accidental, tomada de una película de John Ford (“Centauros del desierto”). Otro héroe discreto, “Shane”, podría valer también para mostrar lo que se pretende y que se irá “viendo de oído”, pues sólo es perceptible si se sabe escuchar a lo largo del discurso, que lo es sobre lo heroico a fin de cuentas. ¿Qué es eso sino atender al compromiso ético, al deseo biográfico básico? Es igual que se pierdan prestigio y honores en esa coherencia o que nunca lleguen a lograrse.
Ha habido héroes reales, como Shackleton. ¿Perdió? Nadie lo diría. Al contrario, ¿quién no desearía en su vida un jefe así?
Lo que se revelará en la sesión será menos explícito que las imágenes que lo apoyan (el citado Shackleton, Esculapio, la pintura “The Doctor” o las palabras de Walt Whitman con las que finaliza). Sólo son eso, apoyos; eso sí, exquisitamente elegidos.
El ponente hablará de lo que significa ser médico, antes, ahora y después, en la Historia, que se es de uno en uno y de cada uno con cada otro, el paciente, en la relación clínica, singular siempre aunque sea favorecida por los grandes avances tecno-científicos. Hablará de un modo de ser, de vivir, que se ha dado desde la antigüedad y que no podrá ser asfixiado en el futuro por el ensimismamiento técnico.
Un médico puede contagiar enfermedades ya que él mismo entra en contacto con enfermos infecciosos. Pero también puede contagiar lo mejor de sí, que es su vocación, su pasión por esa extraña mezcla de ciencia y arte, de novedad y tradición, a la que llamamos Medicina, con la que curar, paliar o acompañar.
Ese contagio bondadoso puede ser percibido cuando uno es niño. Yo lo sentí al ver y oír a mi ahora gran amigo cirujano Norberto. Intuyo que muchos o pocos, da igual, de los niños que atendió Alfonso, que así se llama el ponente a quien me refiero, habrá sentido algo parecido y que, para bien o para mal (eso depende de cada uno), habrá sido influido para hacerse también médico. Esa es una de las maravillosas posibilidades que otorga el ser médico, al igual que ser maestro, profesor; puede transmitirse, más allá de las palabras surgidas en el encuentro clínico, lo que para uno ha sido vocacional, término tristemente deteriorado. Alguien así, un médico "contagioso" se ve gratificado y no sorprende por ello que el agradecimiento a los demás haya sido una de las expresiones más frecuentes en la ponencia de Alfonso.
Surge la pregunta. ¿Es necesario oír lo que supuestamente sabemos por parte de otro compañero? La respuesta es claramente afirmativa, un sí rotundo cuando va respaldado de un saber que no es fruto de elucubración alguna, sino experiencial, empírico, vital. Un saber que no todos los que se hacen médicos, que no todos los que acaban siendo al final especialistas de gran prestigio, poseen.
Ese saber precisa de la humildad, del acierto y del fracaso, de la resistencia, del conocimiento constantemente actualizado, de la comprensión, de la paciencia, del amor. Su transmisión es sutil, modesta, necesaria. No todos valemos para albergar ese conocimiento propio que tiene que ver más con el modo de ser que con la información científica, aun cuando ésta sea esencial.
Es legítimo hacerse médico para labrarse un porvenir digno (este año las especialidades de cirugía plástica y dermatología han sido las primeras en agotarse en la oferta a los nuevos MIR). Es legítimo hacerse médico para lograr proezas técnicas socialmente prestigiosas. También lo es para dedicarse a la investigación. Pero es, además de legítimo, bello y bueno hacerse médico sólo para curar y cuidar, para facilitar la vida a otros, sin más pretensiones, en silencio, calladamente.
Algo que tenemos en cualquier farmacia, la azitromicina, puede llegar a erradicar el pian en África y muchas otras enfermedades, incluyendo el tracoma. Otro médico del que sólo sé por referencias (Oriol Mitjá), y que supongo también "contagioso" la lleva allí. No parece cómodo ni notable trabajar como transportador de un medicamento, sin hacer investigación básica o cirugías extraordinarias, pero es necesario dar la azitromicina, rellenar cuestionarios y repartir sonrisas.
En cada puesto, en cada situación, elegida o no, de cualquier hospital o ambulatorio, en la gran ciudad o en la minúscula aldea, una persona puede ser un “profesional” de la Medicina o ser nada más pero tampoco nada menos que médico, que parece lo mismo pero no lo es, soportando incertidumbres, impotencias y desdenes. Hoy nos ha sido recordado con maestría por Alfonso.
Dedicado a dos médicos "contagiosos", Alfonso Solar y Norberto Galindo.
Etiquetas:
Centauros del desierto,
Lo heroico,
Medicina,
MIR,
Ser médico,
Shackleton
Último libro publicado:
https://www.p21.es/libro/una-mirada-a-la-ciencia-la-medicina-y-la-espiritualidad/
viernes, 4 de mayo de 2018
MEDICINA. Vejez. Obsolescencia y Gerontolescencia.
“He vivido de una forma que me hace estimar que no he nacido en vano”. Cicerón. “Sobre la vejez”
Cuando Cicerón escribió su obra sobre la vejez (De Senectute), aun no había entrado en lo que ahora se da en llamar la tercera edad. Marco Antonio llevaba mal sus críticas y de nada le sirvió la supuesta simpatía de Octavio. Sus manos acabaron clavadas en las puertas del Senado.
Los 65 años, a veces los 70, marcan hoy una frontera, la que supone el ingreso en lo que se llamaba “clases pasivas”. Una frontera que definió Bismarck y que sigue usándose para referirse a la jubilación. Cuando se estableció esa edad, había un claro sentido político pues pocos la superaban en muchos años y un país podía permitirse pagar una pensión a los ya considerados ancianos.
Hoy en día sigue existiendo esa frontera, pero la gente se empeña en vivir más gracias a los avances médicos y sociales. La esperanza de vida ha aumentado claramente con respecto al siglo XIX y, a la vez, los mayores viven mejor. Más vida y de más calidad, aunque por el camino se quede un porcentaje elevado de personas que han sucumbido a diversas enfermedades, siendo el cáncer en sus variadas formas a día de hoy “el emperador de todos los males”, como dice en su célebre y recomendable libro Siddhartha Mukherjee.
El caso es que, si uno no se muere antes, llega un día en que cesa en su actividad laboral por una razón estrictamente cuantitativa, su edad. A partir de ahí, podrá vivir más o menos y eso supondrá una carga proporcional al erario público, como han alertado ya prestigiosos economistas.
La travesía vital suele escribirse en el rostro y en las manos. No es lo mismo haber trabajado en una mina que haberlo hecho como oficinista. El concepto mismo de trabajo es variable porque puede diferir ampliamente entre la realización de algo vocacional o un ingrato y desagradable medio de vida. Cada cual es prescindible pero a la vez necesario, aunque el balance entre lo que ambos términos suponen varíe ampliamente al influir en la percepción que cada persona puede tener de su rol social.
En nuestro medio aun sigue hablándose de crisis asociadas a la edad. La crisis de los cuarenta, por ejemplo, se daría en aquellos a quienes la vida les ha ido bien en general y han logrado metas de estabilidad familiar y laboral / profesional. Y, si no es a lo cuarenta, será a los cincuenta o sesenta; las décadas parecen sugerir, a pesar de la continuidad biográfica, la posibilidad de cambio e incluso inducirlo, no siendo pocos los que se separan y establecen una nueva relación de pareja en torno a los sesenta años.
Crisis asociadas a metas supuestas o fruto de interpretaciones, sean la superación de exámenes, los logros profesionales, la elección de pareja; es decir, fines cumplidos. En ese sentido hay quien habla de lo télico. Uno se desvive por lograr un puesto y, tras conseguirlo y ver que cambia de década, se desmorona o sufre una gran ansiedad. Sólo otro fin, sólo la persistencia en esa mirada teleológica, o télica si se prefiere, colorearía la vida, haciendo de lo atélico (hobbies, veladas con amigos, etc.) un objeto a cubrir sólo en períodos de descanso.
Con la jubilación, se abriría la opción atélica, pero no siempre es realizable porque las pensiones son como son y hay para quien el tiempo de ocio ha de serlo también gratuito, lo que limita claramente las posibilidades de llenarlo. A la vez, puede haber un “telos” impuesto; es el caso de pensionistas que han de hacerse cargo de nietos para llevarlos al colegio o de la familia entera para que ésta subsista con su pensión por miserable que sea. Finalmente, lo atélico puede acabar resultando mucho menos placentero de lo imaginado cuando no sencillamente imposible. No toda jubilación es precisamente jubilosa.
Con unas tasas de paro insultantes en la población “activa”, parecería mayor insulto a la inteligencia recabar el mantenimiento de algún rol social para quienes son ya mayores. Sin embargo, no hacerlo supone, en la práctica, establecer una obsolescencia programada en términos de edad. Vivimos tiempos capitalistas y neomecanicistas y en ese contexto es asumible tal obsolescencia de cuerpos, aunque proliferen anuncios de mercado para consumir productos dietéticos y cosméticos que retengan una juventud que se va. La Biología apoya esa noción y es que, ya se sabe, se acortan los telómeros y eso acaba definiendo la obsolescencia celular que es, a fin de cuentas, la del cuerpo.
A la vez, los distintos límites de edad van desdibujándose. Los niños parecen madurar antes si se atiende a determinadas capacidades, como puedan ser jugar con un ordenador, aprender inglés jugando que es como dicen que hay que aprender las cosas, etc. Esos niños entran en la adolescencia y muchísimos permanecen en ella aunque pasen los años y sean reconocidos socialmente como adultos. La adolescencia se ha extendido a expensas de la niñez y la madurez.
Quizá sea en analogía con eso y habida cuenta de la heterogeneidad que se da en la forma de llevar lo que en tiempos se llamaba vejez (ahora, tercera edad o “mayores”), que hay quien habla de la gerontolescencia, término acuñado por Alexandre Kalache, quien se refiere a “un momento de transición, variable; ya no eres el adulto de antes, pero no has perdido las suficientes facultades como para no mantenerte activo y autónomo”. Es probable que este término cale como lo hicieron otros (gamificación, empoderamiento, etc.) y surjan geriatras y psicogerontólogos especializados en gerontolescencia, que podrán explicarles a los hijos de los viejos que éstos no lo son, sino que están en un período de cambios, algo que, por otra parte, es rigurosamente cierto en ese camino hacia los brazos de la hermana muerte.
Quizá no sea superfluo, en cualquier caso, un término así, porque da que pensar. Suele darse una concepción de la vida demasiado rígida. Por ejemplo, parece tener poco sentido que las tareas profesionales de un cirujano tengan las mismas distribuciones temporales en nuestro sistema público tanto si tiene treinta como sesenta años. Parecería razonable que la transición a la jubilación fuera gradual en algunos casos y abrupta en otros, según particularidades, sin tener en cuenta una edad de corte igual para todos. Un profesor de literatura puede aportar mucho a su sociedad “trabajando” a un ritmo adecuado hasta que el cuerpo se lo impida por cualquier causa. Un artesano puede seguir ejerciendo un oficio que se extinguirá con él (alfarería, encaje de bolillos, etc.) y tratar de evitar que eso ocurra, lo que empobrecería culturalmente a su medio. En ese sentido, la gerontolescencia o un término más feliz puede ser valioso para designar que alguien puede mantener un “telos” propio, personal, con independencia de su edad, a la vez que puede ir asociándolo a un tiempo atélico mayor que en otras fases de su vida.
Sin caer en el delirio transhumanista, parece plausible que la esperanza de vida siga aumentando en los próximos años y que su calidad también mejore. Y vemos lo que está ocurriendo con un sector amplio de quienes se hacen mayores. Hay soledad, depresión, fragilidad, muchos han de renunciar a sus viviendas para ser recogidos en asilos (o costosas residencias geriátricas), etc. No es descartable que gran parte de la patología subyacente a esas situaciones se deba no sólo a pérdidas de familiares y a deterioros orgánicos sino también a pérdidas de sentido, del que da un rol social, el sentirse útil para algo. Es ese “para”, ese “telos” lo que facilita la vida.
Parece tarea de todos contribuir a una sociedad más sensata que tenga en cuenta que sólo cabe hablar de obsolescencia para referirse a cosas y no a personas. No es novedoso, pues es bien sabido que muchas culturas otorgaban y siguen otorgando un gran valor a los viejos, a un “senado” en sentido tácito y a la vez
Etiquetas:
Adolescencia,
Cicerón,
De Senectute,
Envejecer,
Esperanza de vida,
Geriatría,
Gerontolescencia,
Vejez
Último libro publicado:
https://www.p21.es/libro/una-mirada-a-la-ciencia-la-medicina-y-la-espiritualidad/
sábado, 28 de abril de 2018
PSICOANÁLISIS Y TECNO-CIENCIA. Sophia y lo siniestro.
Antes de los robots, ya se construyeron autómatas. Herón de Alejandría, Vaucanson y muchos otros se hicieron famosos por sus sofisticados ingenios.
Y la imaginación se desbordó. E.T.A. Hoffmann mostró en su célebre cuento “El hombre de arena” cómo el protagonista Nathanael se enamora de una hermosa chica, Olimpia, que resulta ser una autómata. Es al descubrirlo del peor modo, que surge el horror ante lo que Schelling definió como lo siniestro, eso que, debiendo quedar oculto, se ha mostrado. Lo siniestro, “Das Unheimliche”, fue el título de un breve ensayo en el que Freud toma este cuento para estudiar lo siniestro biográfico. Y de este ensayo partiría Lacan para tratar el tema de la angustia en un Seminario específico (1).
E.T.A. Hoffmann murió hace casi doscientos años. En tan poco tiempo, comparado con el de la Historia, nuestra civilización, deslumbrada por la tecno-ciencia y despojada en buena medida de la reflexión filosófica más elemental, ha pasado de estremecerse ante lo siniestro a no reconocerlo siquiera, a negarlo tácitamente.
Ahora ya no hablamos de autómatas, dada la abundancia de sistemas automáticos de todo tipo, sino que usamos más bien el término “robot”. Y los robots son corpóreos, habiéndose logrado que tengan una apariencia humana en su “piel” artificial, que hablen e incluso que expresen emociones. El término “robot” recuerda fonéticamente a “trabajo” en ruso (yo trabajo, я работаю). Fue un checo, Karel Čapek, quien usó por primera vez esa voz, asociándola al trabajo esclavo, en su obra teatral “Rossovi univerzální roboty” (Robots Universales Rossum).
Se sigue pensando en los robots como trabajadores automáticos; ya hay sistemas “robotizados” para hacer coches desde hace tiempo, y los hay que, aunque manejados por humanos, operan próstatas. Pero ahora es posible, según nos dicen de modo cotidiano en todos los medios, ir un paso más allá. Se trata de construir robots parecidos a seres humanos
Tal posibilidad hace que incluso cale el miedo de que lleguen a ser superiores a nosotros y sean ellos quienes nos esclavicen. Pero también podrían ser magníficos acompañantes, incluso en el terreno sexual. Parece sencillo; un cuerpo revestido de una silicona o cualquier polímero que semeje la piel y dotado de un sistema de inteligencia artificial (IA) que le permita una interacción con nosotros, genital o “intelectual”. Para algo está la IA, esa que puede ganar jugando al ajedrez y al Go y hacer miles de maravillas. Nuestro primer mundo parece empeñado en mejorarnos haciéndonos híbridos con sistemas robóticos (cyborgs) y también en conseguir que un robot sea superior a nosotros desde un punto de vista intelectual un tanto simple.
“El hombre de arena” es hoy la empresa Hanson Robotics y una de sus creaciones no se llama Olimpia, como en el cuento, sino Sophia. Con ella se ha dado una desnudez del autómata desde el primer momento, mostrando que está constituido por componentes mecánicos, por lo que desaparece lo que en otro tiempo se tomaba como siniestro al requerir el descubrimiento de lo oculto. Será desde ese saber de que estamos ante una máquina que vayamos llegando embobados a asimilar que no lo es, que nada siniestro hay ahí, y el robot será acogido como humano porque, a pesar de ser creación mecánica, se nos parece, incluso hablando y con gestos faciales.
En nuestro tiempo, el romance de Nathanael y Olimpia conduciría a una relación de pareja “normal”, pues, aunque robótica, la actualización de Olimpia llamada Sophia, es ciudadana. Nada menos. Lo es de Arabia Saudí, pero ciudadana a fin de cuentas e incluso con más derechos que las mujeres de ese país.
Hoy lo siniestro no se ajusta al criterio de Schelling o, más bien, lo hace de otro modo, más propiamente freudiano. Es probable que llegue un día en el que la deshumanización que supone la vulgar identificación con la máquina, por sofisticada que ésta sea, se muestre también del peor modo. Tal vez se dé una nueva forma de aparición de lo siniestro, la que resulte de descubrir en uno mismo la enajenación inconsciente, oculta, a que puede conducir la fascinación por el mito del progreso, esa torpe concepción que facilita la confusión e incluso la admiración hacia máquinas que se nos parezcan y que, a diferencia de las muertas esculturas, pueden “expresarse” y “relacionarse” con nosotros incluso corporalmente, como si fueran humanas.
La estupidez no es ya cosa de tontos. Mentes brillantes en el campo tecno-científico destinan su tiempo y grandes recursos a tratar de hacerla universal, una estupidez para todos, colectiva, en un contexto capitalista en el que lo gozoso sea fácilmente accesible. Un contexto en el que la Universidad se ha hecho sierva de la Técnica y en el que el pensamiento crítico está en clara decadencia.
A la vez que asistimos a la tragedia de tantos inmigrantes, refugiados, apátridas, muertos en el intento de eludir una tierra hostil, vemos que se le concede la ciudadanía a un robot. Eso apunta a algo muy triste, muy siniestro, de nuestra época.
1) Fernández Blanco M. Lo viejo y lo nuevo de la angustia. El Psicoanálisis. 2007.11:27-42
Etiquetas:
E.T.A. Hoffmann,
Freud,
Olimpia,
Psicoanálisis,
Robots,
Schelling,
Siniestro,
Sophia,
Tecno-ciencia
Último libro publicado:
https://www.p21.es/libro/una-mirada-a-la-ciencia-la-medicina-y-la-espiritualidad/
viernes, 20 de abril de 2018
El alma y François Cheng.
"La verdadera vida no está sólo en lo que ha sido dado como existencia; está en el deseo mismo de vida, en el propio impulso hacia la vida. Este deseo y este impulso estaban presentes en el primer día del universo". François Cheng. "De l'âme".
François Cheng se muestra poético y sabio en sus libros. No pretende persuadir, pero su perspectiva conmueve; tal vez porque toca eso que ha ido siendo desterrado por un monismo materialista o por un dualismo que consiente en una extraña coexistencia de cuerpo y espíritu. Se trata del alma. Él mismo hace varios juegos de palabras para aclarar de qué habla. “L’esprit raisonne, l’âme résonne”. No es lo mismo lo espiritual que ese fondo radical llamado alma.
La visión de Cheng es ternaria. No somos concebibles sin alma, sin eso que anima, sin ese Aum, sin ese Amén final, un amén con el que concluye su libro “De l’âme".
No lo cita, pero recuerda al también poético Teilhard de Chardin. Toma apoyos en las grandes tradiciones religiosas orientales y occidentales y en filósofos relevantes. Cita a Lao-zi, Eckhart, Platón, Aristóteles, Simone Weil, Camus…
Y habla del alma como sólo alguien que ha escrito cinco hermosísimas meditaciones sobre la belleza y otras cinco sobre la muerte puede hacer. Y lo hace de modo poético, convincente porque no apela a lo espiritual, a lo intelectual, sino a lo más profundo, en su concepción ternaria de la singularidad del ser humano.
Acoge la Vía. La vía del Tao, pero también la vía cristiana. Sin definirse como creyente o ateo, se declara “adherente” en una entrevista que recoge Le Magazine Littéraire (nº 577).
Nos dice en su bello libro que “sí, debemos ser bastante humildes para reconocer que todo, lo visible y lo invisible, es visto y sabido por Alguien que no está en frente sino en la fuente”.
El sentido del cosmos precisa del alma de cada uno para ser percibido y realizado. No lo proclama desde la comodidad del sillón académico merecido, sino desde una experiencia biográfica marcada por el sufrimiento y por la belleza, dos ejes sin los que su obra no sería posible.
“Todo es llamada, todo es signo”, subraya.
Nos sosiega porque sugiere el sentido, esa necesidad que intuimos desde la experiencia de lo singular y, especialmente, cuando la mística se hace posible gracias a la belleza del mundo y a la receptividad anímica de ella.
Somos desde que el universo existe. Saber que nuestro cuerpo está constituido por polvo de estrellas es maravilloso pero insuficiente; precisamos algo más que dé cuenta de nuestro ser, que es lo mismo que dar cuenta de cada uno, de uno en uno. El sentido del universo soporta el sentido de la vida, aunque no logremos intuirlo plenamente, aunque fracasemos al tratar de descubrirlo.
Sea como sea, el libro de Cheng sobre el alma reconforta por su carácter sencillamente humano. Su lectura evoca un salmo judío del que derivan unas palabras que se cantan en la eucaristía cristiana, “Alma mía, recobra tu calma, que el Señor escucha tu voz”. Alma y calma. Nada parece más importante que eso, calmar el alma. Ninguna satisfacción corporal, ningún avance espiritual, pueden lograr algo que sólo en sintonía con el alma del mundo podemos alcanzar alguna vez, sosegar la nuestra.
Cheng nos sugiere la Vía a lo Abierto, al Misterio en que vivimos desde siempre y viviremos para siempre. Eso nos confiere valor, nos dota de sentido, el mismo que posee el alma del universo. “Tú eres eso”, se dice en la tradición oriental. Dejemos al espíritu las disquisiciones sobre lo que sólo la perspectiva poética, anímica, puede asegurar.
John Keats escribió en su “Oda a una urna griega” que "Beauty is truth, truth beauty,—that is all Ye know on earth, and all ye need to know”. François Cheng hace real en su obra esa afirmación.
François Cheng se muestra poético y sabio en sus libros. No pretende persuadir, pero su perspectiva conmueve; tal vez porque toca eso que ha ido siendo desterrado por un monismo materialista o por un dualismo que consiente en una extraña coexistencia de cuerpo y espíritu. Se trata del alma. Él mismo hace varios juegos de palabras para aclarar de qué habla. “L’esprit raisonne, l’âme résonne”. No es lo mismo lo espiritual que ese fondo radical llamado alma.
La visión de Cheng es ternaria. No somos concebibles sin alma, sin eso que anima, sin ese Aum, sin ese Amén final, un amén con el que concluye su libro “De l’âme".
No lo cita, pero recuerda al también poético Teilhard de Chardin. Toma apoyos en las grandes tradiciones religiosas orientales y occidentales y en filósofos relevantes. Cita a Lao-zi, Eckhart, Platón, Aristóteles, Simone Weil, Camus…
Y habla del alma como sólo alguien que ha escrito cinco hermosísimas meditaciones sobre la belleza y otras cinco sobre la muerte puede hacer. Y lo hace de modo poético, convincente porque no apela a lo espiritual, a lo intelectual, sino a lo más profundo, en su concepción ternaria de la singularidad del ser humano.
Acoge la Vía. La vía del Tao, pero también la vía cristiana. Sin definirse como creyente o ateo, se declara “adherente” en una entrevista que recoge Le Magazine Littéraire (nº 577).
Nos dice en su bello libro que “sí, debemos ser bastante humildes para reconocer que todo, lo visible y lo invisible, es visto y sabido por Alguien que no está en frente sino en la fuente”.
El sentido del cosmos precisa del alma de cada uno para ser percibido y realizado. No lo proclama desde la comodidad del sillón académico merecido, sino desde una experiencia biográfica marcada por el sufrimiento y por la belleza, dos ejes sin los que su obra no sería posible.
“Todo es llamada, todo es signo”, subraya.
Nos sosiega porque sugiere el sentido, esa necesidad que intuimos desde la experiencia de lo singular y, especialmente, cuando la mística se hace posible gracias a la belleza del mundo y a la receptividad anímica de ella.
Somos desde que el universo existe. Saber que nuestro cuerpo está constituido por polvo de estrellas es maravilloso pero insuficiente; precisamos algo más que dé cuenta de nuestro ser, que es lo mismo que dar cuenta de cada uno, de uno en uno. El sentido del universo soporta el sentido de la vida, aunque no logremos intuirlo plenamente, aunque fracasemos al tratar de descubrirlo.
Sea como sea, el libro de Cheng sobre el alma reconforta por su carácter sencillamente humano. Su lectura evoca un salmo judío del que derivan unas palabras que se cantan en la eucaristía cristiana, “Alma mía, recobra tu calma, que el Señor escucha tu voz”. Alma y calma. Nada parece más importante que eso, calmar el alma. Ninguna satisfacción corporal, ningún avance espiritual, pueden lograr algo que sólo en sintonía con el alma del mundo podemos alcanzar alguna vez, sosegar la nuestra.
Cheng nos sugiere la Vía a lo Abierto, al Misterio en que vivimos desde siempre y viviremos para siempre. Eso nos confiere valor, nos dota de sentido, el mismo que posee el alma del universo. “Tú eres eso”, se dice en la tradición oriental. Dejemos al espíritu las disquisiciones sobre lo que sólo la perspectiva poética, anímica, puede asegurar.
John Keats escribió en su “Oda a una urna griega” que "Beauty is truth, truth beauty,—that is all Ye know on earth, and all ye need to know”. François Cheng hace real en su obra esa afirmación.
Etiquetas:
Alma,
Concepción ternaria,
François Cheng,
Psicoanálisis
Último libro publicado:
https://www.p21.es/libro/una-mirada-a-la-ciencia-la-medicina-y-la-espiritualidad/
jueves, 12 de abril de 2018
PSICOANÁLISIS Y TECNO-CIENCIA. De seres hablantes a enajenados algorítmicos.
"We seek to move in the step to couple human and machine intelligence in a complimentary symbiosis"
Kapur A., Kapur S, Maes, P. AlterEgo: A personalized wearable silent speech interface. IUI 2018, March 7-11, 2018. Tokyo, Japan.
Los ordenadores personales nos facilitan la vida. Tienen ya diversidad de presentaciones; de mesa, con “torre” o sin ella, con pantallas de más o menos pulgadas… En algún sitio de su interior están esos dispositivos microelectrónicos que permiten hacer cálculos, escribir textos, ver películas, escuchar música, guardar fotos y libros, etc. Un “móvil” es ya un ordenador que, a la vez, permite telefonear del modo clásico.
Además, cualquier dispositivo doméstico puede llevar un microprocesador que dirija su acción mecánica, desde el encendido de una lámpara hasta un programa de lavado o de cocina.
Pero requieren una interacción con ellos. Ocurre que funcionan de forma algorítmica. Todas las funciones de un ordenador se dan mediante una concatenación de estados de sus sistemas básicos que funcionan o no en un momento dado muy breve; dicho de otro modo, se trata de ceros y unos, de un lenguaje binario. Se habla de “bits”. Basta con ocho de ellos (byte) para codificar cada carácter, número decimal o signo de puntuación del lenguaje convencional. Con unos cuantos miles de bytes se gobernaron las sondas Voyager. Pero eso no es suficiente para que podamos usar un videojuego o hablar por Skype; tampoco basta para almacenar los miles de fotos que podemos hacer.
Necesitamos muchos bytes, miles (kB), millones, billones, más y más cada vez. Esos múltiplos en potencias de mil se llaman, como sabemos todos, “mega”, “giga”, “tera”, “peta”…
La capacidad de cálculo de un ordenador se traduce, en la práctica, en lo que nos permite hacer en la vida cotidiana. Pero el ordenador, aunque no lo parezca, es tonto, es una máquina. La inteligencia artificial (IA) supone a día de hoy una extrapolación poco fundada. Necesita saber qué queremos que haga. Hace años era un tanto complicado; se necesitaba un lenguaje que pasó de ser el “lenguaje máquina” a formas más intuitivas conocidas como compiladores, ensambladores. Proliferaron los cursos de algo que ahora ya casi nadie recuerda, Fortran IV, Basic, C, Pascal, etc., etc. Sólo los programadores profesionales preparan sus “software” con lenguajes de este tipo pero evolucionados.
Ahora lo tenemos fácil; basta con un teclado para decirle a la máquina lo que queremos con palabras cotidianas y ella lo hará, porque su “software” ya está capacitado para traducir esa secuencia de caracteres en el teclado al lenguaje máquina y ofrecernos lo que deseamos: un texto o gráfico en pantalla o impresora, fotos, películas, juegos, la imagen de otra persona con la que hablamos a distancia, etc.
No sólo eso. Los microprocesadores gobiernan parcial o totalmente el funcionamiento de cualquier máquina, desde lavadoras hasta aviones, misiles, sondas espaciales, instrumentos hospitalarios…
Pero no vamos a andar con teclados para todo. Sería deseable que bastara con la voz. Ya hay sistemas de reconocimiento; “Siri”, por ejemplo, es popular para algunos (o muchos) usuarios de iPhone. Pero tampoco es algo discreto; hay que decirle a Siri en voz alta lo que queremos y no siempre nos entiende, pudiendo ocurrir además que otros nos escuchen. También sería interesante calcular el precio de la compra “preguntando” a cada producto lo que cuesta y escuchando el precio total de los productos que pensamos comprar. Y, lo que parece más importante, hablar con quien nos interese, en medio de una reunión, por ejemplo, sin que nadie de los asistentes a ella se dé cuenta.
Nuestra privacidad vale mucho. Se trata de hablar en silencio.Y, aunque parezca mentira, se puede. Se trata simplemente de verbalizar mentalmente lo que queremos decir, ya que nuestro cerebro pone en marcha de modo imperceptible una actividad neuromuscular que puede ser captada por sensores microelectrónicos en la cara y emitida como “input” a un ordenador (tomando este término en general, sea para referirse a uno convencional, un teléfono o un sistema constituido por microprocesadores asociados a productos o electrodomésticos). Podremos conversar con otros y, a la vez, sin que ellos lo perciban, “hablar” con los estantes del supermercado, con un amigo, o preguntar cuál es el producto de 624,5 por 3226748. Seremos “multitasking”, aprovecharemos estupendamente el tiempo, siendo más productivos, algo que, a fin de cuentas, es lo que nuestro destino mercantil nos dicta.
Pues bien, ese milagro técnico ya ha cobrado forma, aunque sea como prototipo. Se trata del “AlterEgo”, desarrollado por lumbreras que trabajan nada menos que en el MIT. Una especie de casco con electrodos colocados en la cara basta para hablar en silencio con ordenadores, a la vez que unos sensores aplicados a la cabeza nos traducirán en palabras audibles sólo por nosotros lo que los ordenadores responden. Maravilla de maravillas.
Surge, sin embargo, una pregunta bastante elemental. ¿Nos estamos volviendo todos locos?
Nadie sensato discute la bondad de sistemas de apoyo para personas discapacitadas, como los que implican la traducción de señales corticales en órdenes para escribir en una pantalla de ordenador o para mover un brazo robótico. Nadie sensato discute tampoco el potencial y enorme beneficio que pueden suponer una retina artificial o un exoesqueleto realista. Pero AlterEgo es otra cosa. Es sencillamente una perversión técnica que contribuye a hacernos más pseudo-comunicados, más aislados, hasta acabar enajenándonos.
Hay algo especialmente relevante en este tipo de perversión técnica y es que toca algo tan humano como el lenguaje. Con sistemas del tipo AlterEgo pasamos de ser hablantes a ser generadores de inputs, servidores de máquinas.
El lenguaje, eso que nos hace humanos, ya se ha resentido y mucho del abuso de las técnicas que dicen favorecer la comunicación. Cada vez el vocabulario es más reducido, cada día hablamos menos con personas reales y nos sumergimos en la idiotez virtual. AlterEgo lleva eso a su consecuencia lógica y, a la vez, terrible: “hablando” en silencio llegaremos a dejar de hablar.
Pero hay además un elemento añadido que hace inquietante la perspectiva de la tecno-ciencia de punta (el MIT no acoge a tontos). Se trata de la propia IA. Se ha alertado de que puede llegar a superar la inteligencia humana (algo comprensible en el marco reduccionista de un cognitivismo naïf y teniendo en cuenta la estupidez generalizada). Pero el riesgo no es ese ya que, al menos a día de hoy, por muchos robots y redes neuronales que se construyan, estamos ante una IA algorítmica que nada tiene que ver con el funcionamiento de nuestro cerebro y mucho menos con la emergencia de una subjetividad (el problema de la consciencia en sentido fuerte).
El riesgo reside en que tratemos de "algoritmizar" nuestra vida, algo que ha de recordarse que ya ocurre, sin ir más lejos, en los hospitales, por ejemplo, con sus protocolos, algoritmos y normas ISO.
En cierto modo, lo algorítmico, la IA tal y como es concebible, adopta ya una posición superyoica a tal punto que se genera culpa si no se sigue la norma, siendo ésta un vulgar algoritmo. El modelo a internalizar no es un padre, sino una máquina parlante.
“Algoritmizar” la vida supone sencillamente la enajenación mental en beneficio de quienes controlen los propios algoritmos. Las filtraciones de Facebook conocidas recientemente son una imprudencia infantiloide en comparación con lo que puede sucedernos si adoramos una IA idiota y nos convertimos en siervos de máquinas.
De una servidumbre voluntaria o involuntaria a otros puede alguien liberarse; será mucho más difícil hacerlo cuando esa servidumbre es idealizada y placentera, creyendo que tenemos el control de lo que nos controla, la máquina.
Etiquetas:
AlterEgo,
Enajenación algorítmica,
IA,
Psicosis generalizada,
Superyo artificial
Último libro publicado:
https://www.p21.es/libro/una-mirada-a-la-ciencia-la-medicina-y-la-espiritualidad/
viernes, 6 de abril de 2018
La angustia como “horror vacui”
La tradición aristotélica no era atomística y, quizá por eso, mostraba el horror que la Naturaleza tiene al vacío. Torricelli reveló la existencia de lo que se pensaba inexistente, en línea con un atomismo que, desde Demócrito, lo asumía. Más tarde, incluso el vacío más completo concebible (el que llegó a suponer la teoría del estado estacionario de Hoyle), en el que una molécula puede viajar una distancia del orden de cien mil kilómetros sin chocar con otra, estará “lleno”, aunque sea de campos, de fluctuaciones cuánticas. Lo atomístico se mezcla extrañamente con lo continuo.
En realidad, ese "horror vacui" es más bien propiedad de la mente, que parece haber inspirado tanto la tradición aristotélica como el relleno artístico de espacios. En cierto modo, los graffitis, los tatuajes, son una conjuración del vacío insoportable. La página en blanco requiere ser escrita, obliga a escribirla, aunque no cese de no escribirse.
La propia mente no se vacía con facilidad, ni siquiera en el sueño. Las técnicas de meditación persiguen un vacío que muy pocos logran. Dicen que eso supone la paz, la iluminación. La tradición budista, en sus distintas vertientes, ha ido calando en el apresurado mundo occidental, alcanzando incluso el ámbito religioso, más orientado en nuestro medio por la contemplación que por la meditación. Pero incluso entre los grandes místicos occidentales se ha hablado de la noche oscura. No hay manuales ni planos. Se hace camino al andar, nos dijo Machado.
Parece un ejercicio duro y poco atractivo alcanzar ese vacío, que puede asociarse a la experiencia mística, eso que implica quedarse con lo esencial, con la nada, para serlo todo.
El vacío puede ser, cuando no es buscado (o no parece serlo), terrible. Conocemos su versión más ligera, el aburrimiento, que impele a ser neutralizado con trabajo, acción, diversión…, algo aparentemente facilitado en nuestra época.
Pero el vacío auténtico muestra su peor cara como angustia. Peor incluso que la soledad impuesta, porque se está entonces inerme ante una falta indeseada, e incluso inesperada, de lo que nos sostiene, de nuestro cuerpo, de uno mismo, un vacío presente como desánimo en sentido auténtico, de falta de alma, de eso que alentaba, animaba.
No es el vacío amable de contraste de la pintura zen, que realza y sugiere, que apunta al Ser. No es el vacío que propicia lo bello, no es el que abriría las puertas de la percepción. Es otro. Es el vacío demoníaco, el que se da cuando no hay lo que malamente lo oculta, cuando el síntoma que apacigua y que parece brutal, por absurdo y fagocitario, es más llevadero que su ausencia. En presencia del síntoma, cabe el recurso al otro, es factible su “tratamiento”, es posible el ritual que lo cierne, pero si el mismo síntoma está ausente sólo queda el vacío angustioso.
La angustia es un modo de ser en el presente. No sabe del pasado ni ve el porvenir.
Cuántos maestros reales y gurús vividores nos han hablado de la importancia de vivir sólo el ahora. Nada más. Vivir el ahora, el presente; con eso bastaría. Hasta el sencillo Jesús decía que cada día tiene su afán; basta con mirar los lirios del campo.
Es cierto que eso es lo que tenemos, el ahora. Pero ese ahora, aquí en este momento, puede ser el instante único y crudamente real, como fulgor de eternidad o como inmersión infernal. Cielo e infierno son vislumbrables en el instante eterno. Y es que hay dos modos de presente, el que parece realista, el que asume que no tenemos otro tiempo más que éste, un tiempo propio, nuestro, en el que hacer, en el que hacernos, y el brutal, que no ve desde él otro tiempo y que hace horrible el momento de la gran negación, en que morimos en vida. Esto es algo muy claro en el caso de la depresión, cuando el ahora es eterno en el peor de los sentidos porque lo bueno del pasado no es recordado y lo bueno del futuro es imposible de intuir. La náusea sartreana puede corporeizar al extremo semejante inquietud. Literalmente uno se vomita a sí mismo.
Cuando no hay paliativos, cuando no hay síntomas, cuando la muerte parece balsámica, cuando no hay nada que sosiegue, la angustia es lo que nos enfrenta a la mayor radicalidad existencial. Es la puerta estrecha del Evangelio, el afilado filo de la navaja del Katha Upanishad. Atravesarla es la única opción, es el viaje iniciático posible precisamente por su imposibilidad.
Último libro publicado:
https://www.p21.es/libro/una-mirada-a-la-ciencia-la-medicina-y-la-espiritualidad/
sábado, 31 de marzo de 2018
PSICOANÁLISIS. Sobre el libro "Banalizaciones contemporáneas: lenguaje sufrimiento, enfermedad y muerte".
Lierni Irizar es psicoanalista. Recientemente ha aparecido su nuevo libro, “Banalizaciones contemporáneas: lenguaje, sufrimiento, enfermedad y muerte”.
Se trata de una obra muy recomendable porque incide de un modo lúcido en la banalización de lo humano, en la que corremos el riesgo de instalarnos gracias a una deriva tecno-cientificista que, yendo más allá de legítimos fines epistémico y aplicativo, deviene en promesa salvífica.
¿Por qué alguien escribe un libro como éste? La autora lo indica con meridiana claridad al inicio: “Este libro es mi forma de decir no”. Y, tras la lectura del texto, confirmamos que, efectivamente, eso se ha pretendido y a eso se nos convoca, a decir “no” a una deshumanización, a una enajenación equivalente a un cómodo sueño facilitado por la promesa técnica.
El libro está prologado nada menos que por Gustavo Dessal, psicoanalista y escritor, quien nos introduce sabiamente en lo que supone una obra que, siguiendo a Freud y Lacan, toma en serio la existencia, singularizada y determinada por la vulnerabilidad y la falta.
La autora toma apoyo inicial en la “banalización del mal” planteada por Arendt como discurso lógico. Realza el valor del diálogo socrático pero nos lo muestra insuficiente al no reconocerse en él algo que alcanzará a ser mostrado por Freud, “que el sujeto está dividido, que hay aspectos inconscientes que nos piensan”. Y, de ese modo, la verdad que se puede descubrir en un análisis no es la universal, socrática, sino la particular y subjetiva.
A partir de ahí, nos introduce muy bien en lo que implica el psicoanálisis, aclarando los términos de imaginario, simbólico y real, para contrastar lo que puede ofrecer esa perspectiva clínica con lo que nos promete la tecno-ciencia, que pretende sustituir las palabras por la imagen, en una obsesión métrica que aspira a la uniformización, a la integración del diferente, no a su acogida, algo que Lierni muestra claramente con algunos ejemplos de sufrimiento añadido “por el bien del otro”.
No sorprende que esa obsesión por la imagen haya inducido los dos grandes macro-proyectos de investigación cerebral, el “BRAIN” y el “Human Brain Project”, asumiendo que permitirán sustituir el sacrosanto DSM por algo mucho más alienante, el modelo RDoC, basado en hipotéticos futuros biomarcadores, que permitan encasillarnos y adiestrarnos si se precisa.
El discurso habitual, pragmático, en que nos movemos hoy, surge del modelo capitalista, por lo que no extraña que se reitere hasta la saciedad la perspectiva del sujeto como empresario de sí mismo, como culpable de todo lo que le ocurra (ser despedido, sufrir una enfermedad, no cumplir la obligación felicitaria…). Ya estamos habituados a que nuestros hospitales, que debieran ser reducto de lo más humano, por carencial, se perciban como empresas, regidas por un amo terrible llamado norma. Lo dice “LA NORMA”, oímos de forma cotidiana, para hablar del bien y del mal, para defender el encorsetamiento del protocolo que no precisa la escucha, para asumir ciegamente lo que digan sociedades autodenominadas científicas aunque desconozcan que es eso a lo que se llama ciencia.
El ideal es ya algorítmico y, en su nombre, se habla de una "medicina personalizada", "de precisión", que es precisamente la más despersonalizada que imaginarse pueda uno, ya que confunde a los pacientes con sus marcadores, concibiendo una persona como un organismo portador de información genética - neuronal. Se trata de buscar bio-marcadores y de desarrollar “apps” que permitan llegar a prescindir del encuentro clínico, algo que ya está en marcha.
Al trabajar yo en un hospital, recojo algo que me parece especialmente oportuno en el libro de Lierni. Dice que “el hospital es en algún modo una ciudad dentro de otra, un lugar en el que la vida está en suspenso. Es como entrar en otro mundo, otra temporalidad, otro espacio y otro ambiente, otro aire, otra atmósfera”. Hace años se hablaba, de hecho, de “ciudades sanitarias”. El hospital no es muy hospitalario sino paradójicamente inhóspito.
Oliver Sacks, fallecido hace poco tiempo, es tenido en cuenta en el texto por haber realzado algo tan olvidado hoy como el encuentro clínico, caso por caso, narración a narración. Algo que, no por ignorado, deja de ser fundamental.
Es natural que un libro producido desde la experiencia clínica psicoanalítica cite a grandes psicoanalistas. Pero es bien sabido que la literatura precede al psicoanálisis. Lierni Irízar lo tiene bien en cuenta al contar con Unamuno, Kundera, Mankel, Philip Roth, Saramago, o el gran Zweig entre otros.
El capítulo final, sobre el final mismo, sobre la muerte, nos sitúa brillantemente ante algo que sólo vemos en otros desde nuestra fantasía de inmortalidad, que no soporta el sabernos mortales. Una fantasía que, gracias al exceso técnico, llega a tornar en delirio transhumanista con aspiración de una extraña y nada deseable inmortalidad.
La autora, que se ha limitado a citar previamente esos delirios, incluye en su discurso final a un gran historiador de lo que ha sido la muerte en Occidente, Philippe Ariès.
Estamos, pues, ante un texto que merece ser leído y retenido, porque resistirse a la banalización de las grandes carencias, de la gran castración final que la naturaleza nos impone, implica asumir la tragedia, la belleza y la bondad de ser, a pesar de todo, humanos, y aceptar que eso es algo que vale la pena y que supone la necesidad ética de "decir no" a muchas cosas.
Etiquetas:
Banalización,
Cientificismo,
Clínica,
Concepción empresarial del sujeto,
Imaginario,
Lierni Irizar,
Muerte,
Psicoanálisis,
Real,
simbólico,
Sufrimiento
Último libro publicado:
https://www.p21.es/libro/una-mirada-a-la-ciencia-la-medicina-y-la-espiritualidad/
viernes, 23 de marzo de 2018
PSICOANÁLISIS. ¿Qué es eso?
“¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.” San Agustín. "Confesiones".
LA IMPORTANCIA DE REFERIRNOS A ALGO DICIENDO LO QUÉ NO ES.
Parece que todos sabemos lo que es el tiempo, pero no es así en absoluto.
En general, tenemos dificultades con lo que significa ese término, “saber”.
¿Qué es un electrón? Parece una pregunta sencilla pero la respuesta no parece intuitivamente alcanzable; sólo cabe caracterizarlo por unas cuantas propiedades medibles y predecir su comportamiento en determinadas condiciones. El realismo científico es descartado por muchos investigadores.
Nuestra intuición, nuestro deseo de saber apunta a un Real que se nos escapa por mucho que la Ciencia se le acerque y parezca hacerlo de un modo incluso asintótico.
Ocurre con los elementos más básicos de la materia. Ocurre también con el intento de definir la vida. Admitimos la isotropía de la legalidad física pero no hay nada similar en el orden biológico. No cabe plantear desde el conocimiento local, planetario, una definición universal de vida que permita reconocerla si es claramente distinta a la terrestre. Podemos acertar mejor al decir lo que no es que si tratamos de lograr un enunciado afirmativo.
Algo cotidiano es la muerte de los otros, algo que también nos acabará llegando. Incluso tenemos problemas con definirla, cuando creíamos que la cosa estaba clara. Un artículo reciente publicado en The New Yorker incidía en zonas grises que pueden darse con el diagnóstico habitual de “muerte cerebral”.
Las dificultades del saber se hacen mayores cuando nos aproximamos a lo que nos hace humanos, a lo que podríamos llamar nuestra alma, término desfigurado por connotaciones religiosas. El problema de la consciencia en sentido fuerte, el de la subjetividad, expresado del modo más simple como el problema de los qualia, no parece abordable científicamente y resiste la posibilidad de un sistema de inteligencia artificial consciente de sí mismo. También aquí podemos acudir a la vía negativa; la consciencia no es sólo ver, no es sólo sentir, no es un mero sumatorio de módulos neuronales; no es, no es… Incluso hay quien plantea filosóficamente si la consciencia precisa la materia o, por el contrario, la precede, en lo que parece una exageración del principio antrópico fuerte.
Hay un área en la que ya no cabe hablar siquiera de saber o de aspirar a ello mediante la filosofía, sino de creencia, de eso en lo que nos instalamos más o menos. Es el ámbito mítico - religioso. Ateísmo, animismo, politeísmo, monolatría, monoteísmo... y un término, Dios, que no dice mucho. Los mandamientos que Moisés recogió en sus tablas incluyen uno que parece sensato para cualquier debate entre creyentes y ateos: no hablar de Dios. «No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios» (Ex 20, 7). Hablar de Dios es, en cierto modo, negarlo. Sólo cabe la metáfora. Joseph Campbell se refirió a las “máscaras de Dios”. Esa inaccesibilidad al Misterio (que no neutraliza el ateísmo) sostiene en el caso de creyentes una teología apofática, negativa. Dios no es nada imaginable, nada accesible a la racionalidad, a la consciencia, nada que se pueda decir. Para el Maestro Eckhart, Dios y la Nada se confunden. Campbell recoge un proverbio hindú según el que sólo un dios puede adorar a un dios.
Es desde lo que no es, desde la carencia, que podemos vislumbrar, que podemos apuntar hacia algo del ser de una partícula, de un organismo vivo, de la consciencia o de Dios mismo. Es desde la reflexión sobre la ignorancia que podemos hablar de algo aparente en medio de ella.
EL PSICOANÁLISIS
No sabemos por una razón importante; el avance epistémico supone siempre una inmersión en un grado mayor de ignorancia. Y no sabemos especialmente de lo que más próximo nos es, de nosotros mismos. A cada cual le afectan su biología y su biografía, y ésta especialmente de un modo del que no es fácil darse cuenta, de una forma inconsciente.
Freud realzó el valor de esa determinación de lo desconocido y familiar, incluso en el peor de los modos, con la pulsión de muerte. Con él apareció el Psicoanálisis. Y creció, se desarrolló y sigue vigente.
¿Qué hacer cuando duele el alma, cuando nos traicionamos a nosotros mismos, cuando la pulsión de muerte nos lleva a lo peor? Podemos medicarnos, meditar, hacer yoga, pintar, acudir a un “coach”, rezar, hacer mucho deporte para producir esas endorfinas que dicen que son magníficas… Podemos “caer” (curioso término) en la dependencia del alcohol, de los ansiolíticos, de drogas diversas, de la adicción al trabajo incluso. Y podemos recurrir a un psicoanalista, aunque no sea algo avalado por la Ciencia porque … ¿Qué es un psicoanálisis? No estamos ante algo reproducible, marca esencial del método científico; no podemos hacer uso de la Bioestadística cuando sólo hay relaciones singulares, únicas, de una en una, y compararlo con una intervención farmacológica o cognitivo-conductual.
Por eso, no sorprende que los círculos “escépticos” (hay mucha “creencia escéptica” también) designen a esta práctica como pseudo-ciencia. Pero que algo no sea ciencia no lo convierte en pseudo-ciencia. La propia Medicina bebe de la Ciencia pero difícilmente se la puede calificar de Ciencia, precisamente por la singularidad de cada encuentro clínico.
A la vez, ocurre que el psicoanálisis es una práctica que, aunque empírica, requiere sostenerse en una teoría. Freud y Lacan son dos claros ejemplos de ese intento por decir lo que parece no decible. Y ese intento lleva a retorcer el lenguaje para tratar de expresarse en el ámbito de lo que lo inconsciente supone, creándose un discurso que puede parecer esotérico o incluso absurdo a quienes nos es ajeno.
Siempre hay una tendencia humana religiosa y, si el cientificismo es ciencia transformada en religión, también hay psicoanalistas que podrían calificarse de “biblicistas” porque no cesan de citar sin parar a sus grandes referentes facilitando la creación de un hermetismo aparente con reminiscencias de fundamentalismo.
No hay un "manual" de psicoanálisis aunque abunden los textos producidos por grandes psicoanalistas. Pero no estamos ante algo que se pueda “aprender” sólo estudiando, aunque el estudio favorezca entender mejor lo que ocurre en la situación clínica.
¿Qué es el psicoanálisis? Entre los “escépticos” y los “biblicistas” hay un amplio espectro, similar al que se establece entre ateos y creyentes radicales. A fin de cuentas, no hablamos de Matemáticas. Quizá por eso sea conveniente una aproximación apofática, atender a lo que no es para entender lo que es. Por eso recojo aquí un texto publicado por una psicoanalista, Beatriz García Martínez, sobre lo que NO es un psicoanálisis. Creo que desde esa negación, puede enfocarse mejor y entender que un psicoanálisis supone un encuentro clínico singular en el que uno puede aventurarse, arriesgarse, desde una ignorancia que acude a un supuesto saber.
Etiquetas:
Apofático,
Cientificismo,
Psicoanálisis
Último libro publicado:
https://www.p21.es/libro/una-mirada-a-la-ciencia-la-medicina-y-la-espiritualidad/
lunes, 19 de marzo de 2018
Stephen Hawking. Cuando lo más oscuro aporta luz.
En mi anterior entrada me refería a la diferencia entre vivir y sobrevivir. Stephen Hawking, con un diagnóstico ya antiguo de ELA y recientemente fallecido, ha sido ejemplo de lo que supone ser un viviente más que un superviviente, aunque a lo largo de su vida haya sobrevivido a diversos episodios que la pusieron en riesgo.
En su libro autobiográfico “Breve historia de mi vida”, dice algo muy importante, “Cuando uno se enfrenta a la posibilidad de una muerte temprana se da cuenta de que la vida vale la pena y de que quieres hacer muchas cosas”. Ese enfrentamiento puede propiciarlo un diagnóstico, pero parece siempre necesario, aunque no se den circunstancias dramáticas. Saber que la muerte aguarda y que lo hace siempre, colorea la vida, incita a vivirla.
Vivió muchos más años de los que esperaban quienes lo diagnosticaron, un ejemplo más que pone en tela de juicio el valor de muchos pronósticos médicos, válidos sólo en el orden estadístico. ¿Hasta qué punto influye aceptar un sentido vital? La creatividad amorosa puede infundir vida.
Hawking aprovechó la vida que le fue concedida, a pesar de todas sus limitaciones e hizo buen uso de los avances técnicos de su era, como esa silla que otros maldecirían. Se casó dos veces, tuvo tres hijos, viajó, vio. Condenado al silencio tras intervenciones necesarias y casi próximo al terrible síndrome del cautiverio, pudo hablar, dar conferencias y escribir artículos y libros, alguno de los cuales fue un best-seller, mediante un sistema electrónico. Inmóvil, pudo abandonar su silla para disfrutar de un momento de ingravidez. Vivió propiamente más que muchos sanos que "duran" más que él.
Sus colegas estuvieron de acuerdo o no con sus teorías más osadas; no fueron condescendientes sino críticos, pues se relacionaban con alguien vivo, con un físico más y de mente privilegiada. La enfermedad estaba ahí, siempre, pero era ignorada, neutralizada, por la pasión de avanzar en la teoría científica.
Criticable y criticado, valioso y valorado, probablemente vanidoso, vivió y dejó la huella de su saber sobre la física de los agujeros negros y del universo en su conjunto, facilitando la visión que tenemos ahora. Grande con otros muchos (y también gracias a otros que le precedieron), se movió en el campo teórico, el que facilita el avance pero necesita tiempo de comprobación de predicciones, sin la cual no es alcanzable un premio Nobel. Pero no le faltaron reconocimientos y no fue menor el haber sido designado para ocupar la cátedra desde la que enseñó el mismísimo Newton (el mejor científico de la Historia según Asimov).
Su figura se hizo popular por esa mezcla de mente brillante en un cuerpo llevado al extremo de la fragilidad. Otros físicos brillantes (Witten, Penrose…) son mucho menos conocidos por el gran público pero eso no merma un ápice el extraordinario valor de Hawking por dar a conocer su pensamiento sobre la realidad, aunque hacer divulgación sobre ello resulte muy difícil.
Fue científico teórico. Siempre abundarán los ignorantes y los pragmáticos que se pregunten "para qué sirve" lo que hizo, como si ayudar a situarnos en el cosmos, facilitando que entendamos mejor nuestros orígenes, fuera poca cosa.
Y fue humano, nacido y criado en un contexto particular, como cada cual, y con sus creencias y la renuncia a ellas si alguna vez las tuvo cuando leía relatos bíblicos. Desafió la gran pregunta sobre el Ser con una respuesta cientificista, haciendo de la Física razón necesaria y suficiente para explicar lo Real, algo claramente discutible. Se declaró ateo y eso no es consecuencia directa del saber de la Física. De un modo similar, Francis Collins tampoco podría justificar su creencia en Dios desde la Biología, aunque lo haya intentado. Uno cree o no cree desde su biografía misma y, en ella, la Ciencia puede facilitar en algunos casos una opción, pero que es siempre personal y no pocas veces decidida por motivaciones inconscientes. Ser un gran científico no inmuniza de los elementos de irracionalidad que contribuyen a instalarnos en creencias diversas.
Hawking fue consecuente con su ateísmo, como también lo hicieron antes Sagan y Asimov. No tembló ante la enfermedad ni la muerte. No cambió su actitud. Fue coherente. Muchos creyentes cristianos no conciben esa postura y, de hecho, estos días apareció una columna en un diario español (no recogeré el enlace por parecerme un texto deleznable) cuyo firmante atacaba el ateísmo de Hawking desde un pretendido argumento filosófico. Es cierto que Hawking fue un científico y su filosofía parece ausente o muy simple en contraste con su conocimiento científico, pero su opción atea es respetable y entristece verla atacada desde un aparente odio y con unos argumentos que tienen muy poco de filosóficos y mucho de catecismo tridentino. La propia Iglesia ha evolucionado desde Trento y especialmente desde el Concilio Vaticano II. Hawking fue miembro de la Pontificia Academia de las Ciencias. El papa Pablo VI le otorgó la medalla Pío IX por su trabajo científico. Fue recibido por otros tres papas, Francisco entre ellos. Pero es sabido que abundan los cristianos que son más papistas que cualquier papa y que parecen pretender ser más cristianos que el propio Cristo.
Con Hawking se va un gran científico, y en este caso, lo más negro concebible (los agujeros negros, aunque él sostuvo que no lo son tanto) proporciona luz sobre nuestro universo.
Y se va también con él un ejemplo de superación ante el que palidecen tantas preocupaciones vulgares propias de una hipocondrización generalizada.
Él supo lo que quería hacer con su vida y lo logró a pesar de los pesares. Tal vez eso sea lo único importante, tratar de responder la pregunta ¿qué quieres?, algo que se aparta de las preguntas kantianas, algo que puede suponer una conversión en el sentido más riguroso y ajeno a creencias, aunque éstas sean importantes y vengan después o sean desterradas por la respuesta que cada uno intenta darse.
Etiquetas:
Agujeros negros,
Ateísmo,
Medalla Pío IX,
Pontificia Academia de las Ciencias,
Stephen Hawking
Último libro publicado:
https://www.p21.es/libro/una-mirada-a-la-ciencia-la-medicina-y-la-espiritualidad/
martes, 13 de marzo de 2018
MEDICINA. Vida y supervivencias.
Todos tenemos
una concepción intuitiva de lo que supone estar vivos, pero, en cuanto
tratamos de analizarlo, las cosas se complican; basta con echar una
mirada a la Historia de la Filosofía y complementarla con la
perspectiva de la Biología para reconocer que no es sencillo ni de
aplicación universal decir qué entendemos por vivir. A la vez, la
Historia muestra que a lo largo del tiempo las formas y duraciones de
vida han sido muy diferentes y, desde esa perspectiva, podemos
considerarnos en general bastante afortunados por vivir ahora y no, por ejemplo, en
la Edad Media.
Parece que se vive más propiamente cuanto menos se piensa en ello, algo que asociamos fácilmente a la juventud y quizá por eso se la añore, aun cuando el hecho de ser joven pueda ir acompañado de serios problemas existenciales. Desde esa perspectiva nostálgica podría llegarse a la exageración pensando inútilmente en la vida de los bebés e incluso la de los fetos flotando en su mar amniótico. Parece que el gran humorista Quino imaginó la bondad de vivir al revés, empezando como viejos en un asilo y acabando en un orgasmo "después" de la fecundación.
Parece que se vive más propiamente cuanto menos se piensa en ello, algo que asociamos fácilmente a la juventud y quizá por eso se la añore, aun cuando el hecho de ser joven pueda ir acompañado de serios problemas existenciales. Desde esa perspectiva nostálgica podría llegarse a la exageración pensando inútilmente en la vida de los bebés e incluso la de los fetos flotando en su mar amniótico. Parece que el gran humorista Quino imaginó la bondad de vivir al revés, empezando como viejos en un asilo y acabando en un orgasmo "después" de la fecundación.
En cierto modo, la vida supone la inconsciencia y, por eso, el hecho de hablar, de reflexionar, nos aleja de la vida más propia por no pensada, la animal, en la que estamos enraizados a pesar de la cultura que el lenguaje permite.
El hecho de vivir propiamente nos hace ignorar la multitud de contingencias que pueden afectarnos. En condiciones normales (si de algo así puede hablarse) nos consideramos vivientes, pero hay un término que se relaciona con la vida de un modo muy variable, la supervivencia.
Vivir es y no es sobrevivir. El once de marzo de 2004 ocurrió un brutal atentado masivo en nuestro país, cuya consecuencia fueron casi doscientos muertos y dos mil heridos. En casos así, a los afectados que siguen viviendo se les llama supervivientes. Algo inesperado, que no debiera haber ocurrido, sucede y se lleva por delante la vida de otros (hay quien tiene sentimientos de culpa por sobrevivir). Las consecuencias son tan variables como las personas afectadas, a pesar de lo cual en casos así siempre hay una legión de psicólogos enfocada a evitar los efectos de algo que se considera universalmente traumático.
Se
sobrevive o no en general a situaciones que se dan en un brevísimo
intervalo de tiempo: un atentado, una caída, un accidente de
circulación, un terremoto, un tsunami... Siempre situaciones caracterizadas
por su carácter de contingencia impredecible.
Pero
ocurre que la contingencia se asocia también a la enfermedad (se
habla, por ejemplo, de “accidente cerebrovascular”, un accidente de circulación pero en el propio organismo) y, quizá por
eso, el término “supervivencia” invade la bibliografía médica,
especialmente la referida al cáncer. Tras una apendicitis resuelta
quirúrgicamente, uno sigue viviendo, pero, tras un diagnóstico de
cáncer, se aspira a sobrevivir, que es algo diferente. En
este caso, el acontecimiento traumático es también breve en el
tiempo, se da con el diagnóstico y quizá alguna explicación
complementaria sobre lo que implica.
Tal
vez la única posibilidad de lucha personal contra el cáncer, de la
que tanto se habla que llega casi a responsabilizarse al paciente de
lo que le suceda, resida en elegir (si fuera posible tal cosa) entre el
papel de viviente o el de superviviente. Uno puede seguir propiamente
vivo a pesar de haber recibido un diagnóstico infausto, o pasar a
concebirse como candidato a una supervivencia que se le confirmaría
tras un período de años, durante los que tratamientos y controles
harían su función.
Es
bueno tener datos numéricos informativos. En ese sentido, las
medidas de centralización son útiles y así será mejor un
citostático que otro si permite obtener una mediana de supervivencia mayor. Pero la mediana sólo nos proporciona un valor
posicional representativo, el cincuenta por ciento de los pacientes
morirán antes de ese tiempo y los demás después. El abuso de la
estadística facilita el olvido de lo singular, que influye
fuertemente en medidas de dispersión mucho menos consideradas.
De ser una herramienta de gran interés, la Bioestadística se ha convertido en muchas ocasiones en la perversión de la mirada médica pretendidamente científica. Por
eso, resulta muy interesante leer una breve reflexión del gran paleontólogo Stephen Gould sobre las limitaciones de una información
estadística referida al caso singular. Se trata de “The median isn't the message”.
Habiéndosele diagnosticado un mesotelioma, supo que la mediana de la
supervivencia era de tan solo ocho meses. Pero Gould se fijó en la
dispersión de la distribución estadística, que mostraba un sesgo
llamativo hacia la derecha, de mucha mayor extensión temporal que el
izquierdo. Prevalecía así ante su mirada la variación frente a la
tendencia central. La perspectiva del conjunto, en vez de la fijación
exclusiva en un valor representativo, le facilitó a Gould, poseedor de una
“personalidad sanguínea”, que reforzase su visión optimista. No
es descartable que esa actitud favoreciera que siguiera vivo y activo
veinte años más tras su diagnóstico. Los mecanismos psiconeuroinmunológicos hacen milagros. Finalmente, otro tipo de
cáncer acabó con su vida, pero ya fue mucho más tarde, tras completar su obra magna “The
Structure of Evolutionary Theory”.
Es
obvio que uno no puede elegir su forma de ser y pasar de la noche a
la mañana a hacerse optimista, especialmente cuando las cosas se ven
negras; a muchas personas un diagnóstico como el que recibió Gould
los hundiría en depresión. La creencia tampoco facilita o perturba
las cosas. Gould era agnóstico.
Pero,
sea como sea, en Medicina no hay leyes, sólo un determinismo
restrictivo impuesto por la legalidad física. La estadística es informativa, tiene una utilidad metodológica evidente, y la epidemiología tiene una gran importancia, pero el sujeto enfermo siempre es único. Por ello, sería bueno concebir
la Medicina de otro modo al que lleva siendo habitual en los últimos
años. Sería deseable que la mirada se dirigiera a facilitar el
hecho de vivir más que a obsesionarse por el sobrevivir. Aunque no sean incompatibles ni mucho menos, no es lo mismo vivir que durar. Las actuaciones diagnósticas y terapéuticas no tienen por qué cambiar, sólo el modo de concebir la vida misma y facilitar su entendimiento por el paciente. No importa tanto el tiempo que se viva sino cómo se viva. A fin de cuentas, ya nos dijo Cicerón que “lo que se siente después de la muerte o ha de desearse o no es nada”. Antes de que llegue, parece mejor aprovechar la vida (a pesar de los peores avatares de una seria enfermedad) que aspirar a la supervivencia, algo que, sin embargo, no dejará de resultar difícil.
Hay, lamentablemente, otros modos de supervivencia en los que uno mismo tiene pocas posibilidades de llamarles de otra forma. Son los debidos a condiciones socioeconómicas injustas, inhumanas muchas veces, en las que el progreso general queda al margen, queda para otros. Se trata de todos los que pueden identificar sobrevivir con malvivir, de quienes perciben pensiones miserables, de quienes tienen la responsabilidad del cuidado de crónicos, de tantos y tantos para quienes la muerte ciceroniana parece definitivamente deseable.
Etiquetas:
Cicerón,
Mediana de supervivencia,
Medicina,
Perversión estadística,
Stephen Gould,
Supervivencia
Último libro publicado:
https://www.p21.es/libro/una-mirada-a-la-ciencia-la-medicina-y-la-espiritualidad/
Suscribirse a:
Entradas (Atom)