El alfabeto es la
primera enseñanza que nos introduce en la Historia. Alfa, beta… a, b… Con ese
mágico significado de las letras, pueden escribirse y leerse sonidos que
conforman palabras. Y esas palabras sirven para registrar todo lo que nos hace humanos.
Las tablillas cuneiformes mostraban el interés comercial de las primeras
civilizaciones, pero también algo que ha persistido como gran interrogante
filosófico, poético. La epopeya de Gilgamesh no sólo se narró. También fue
escrita y, al leerla, vemos que lo que más nos interesa ya inquietaba hace
miles de años.
El 8 de
septiembre del año pasado se celebraba el día internacional de la
alfabetización. La UNESCO lo recogía así: “Cincuenta años. Leyendo el pasado.Escribiendo el futuro”. Entonces, los periódicos decían que en
España aún hay casi 700.000 personas analfabetas, es decir, que no sabían
leer. En plena Europa del siglo XXI.
La alfabetización
es un medio de apertura al mundo, a la Historia. Aunque también puede servir
sólo para una cotidianidad básica, elemental. Casi la mitad de los españoles no leen nunca un libro.
Parece que leer
cansa. Especialmente en un tiempo en que tenemos televisión e internet y en el
que podemos “hablar” con los “smartphones” gracias a “Siri” o a un algoritmo
similar. Nunca hubo tanta información tan accesible y tan poco accedida.
No se lee mucho y
tampoco parece que se piense mucho, en general, aunque sí se hable y opine con
gran y emocional seguridad de todo lo divino y lo humano.
Incluso en
ámbitos universitarios cala con hondura la pragmática pregunta: “¿Para qué te
sirve?” ¿Para qué le sirve a uno que es químico saber de historia o de poesía?
¿Para qué le sirve a un obrero de la construcción interesarse por lo que decían
Kant o Newton?
Ese pragmatismo
llega a hacerse inhumano. Y lo consigue por lo que supone de desprecio al
alfabeto mismo, a leer, a enterarse de lo que otros han escrito. Eso permite
hablar de un analfabetismo generalizado o sectorial. John Allen Paulos se
refirió a los perjuicios que implicaba ser un analfabeto matemático en su célebre
libro “El hombre anumérico”.
Hoy vemos cómo
los científicos americanos se rasgan las vestiduras al darse cuenta de lo que
puede suponer el triunfo democrático de Trump. Y, lo que es peor, al asumir el
riesgo que la democracia misma implica cuando muchos votantes, tal vez la
mayoría, son analfabetos científicos.
El analfabetismo
científico parece avanzar paralelamente a la propia ciencia. La ciencia es
concebida por parte de mucha gente como relato y, como tal, creíble o no. Es
fácil creer en lo más increíble, en lo que aportan los grandes instrumentos
observacionales, sean las ondas gravitatorias o el bosón de Higgs (aunque no se
tenga ni idea de lo que es eso). Pero cada día se instala con más fuerza la
sospecha sobre la verdad de la ciencia que tiene que ver con lo que sería más
“próximo”: la salud, el clima… Desde el argumento de la maldad de la industria
farmacéutica habrá quien se niegue a vacunar a sus hijos; desde la creencia en
las energías o el cuerpo cuántico, habrá quien opte por alcalinizar su cuerpo
contra el cáncer o en soñar con ángeles curativos. La homeopatía, las flores de
Bach o la magnetoterapia conviven de un modo extraño con las modernas técnicas
de imagen diagnóstica.
Carece de sentido
pararse aquí y ahora en los riesgos que supone la insensatez del analfabetismo científico.
Quizá sea más
interesante analizar por qué ocurre esto. Por qué parecen darse dos opciones de
creencia, porque al fin y al cabo de eso se trata, de creencia: en la ciencia o en la magia. Como si no
soportáramos la libertad, como si no asumiéramos el ser adultos, en ausencia de
una santa inquisición, se ve como necesario que la lucha incesante de algunos
nos oriente, que nos salve de la creencia en el maligno que siempre nos
acechará con la magia. No es extraño que haya asociaciones protectoras ydefensoras de todo tipo que muestren su vocación paternalista
hacia una sociedad que, por analfabeta, consideran infantil.
El problema real
con la ciencia se da en realidad cuando se la considera como relato. Y a eso
han contribuido y siguen contribuyendo muchas obras de divulgación.
El problema
esencial reside en no asomarse a lo que subyace a la ciencia y que es su
método. No se trata de tener más horas de clase de ciencias, no se trata de
leer más libros de física o de biología, sino de introducirse en lo que el
método científico significa. Tal vez si los niños pisaran un laboratorio, si
vieran por un microscopio, si usaran una balanza, un telescopio, si midieran en
general y fueran conscientes de lo que significa el término “error”, si se
dieran cuenta de lo que la ciencia significa, habría mucha menos necesidad de
contarles lo que la ciencia ha dado.
Probablemente se
aprenda más de ciencia con un manual dirigido a quien no tiene bibliotecas ni
ordenadores, pero que facilita imaginar, pensar, construir instrumentos simples
con los que intuir lo que la ciencia puede darnos. El viejo Manual de la Unesco para la enseñanza de las ciencias puede aportar
muchísimo más que los libros de Hawking y, ya no digamos, los de otros
divulgadores.
La ciencia no es
un relato, aunque cuente cosas maravillosas. Es un método. Mientras no se
entienda esto, el analfabetismo científico campará a sus anchas dando vía libre
a la creencia mágica o cediendo a la creencia en la ciencia como único relato, descartando toda lectura humanística del ser humano y su mundo.