lunes, 19 de septiembre de 2016

MEDICINA. Precariado médico en un sistema perverso.




Alguien es un buen alumno. Tras la selectividad, confirma sus esperanzas de llegar a ser médico. Ha superado la fatídica nota de corte para iniciar sus estudios. Y se inician y se continúan, a lo largo de esa carrera, que lo es cada vez más en sentido literal, competitivo. 


Se acaba siendo médico y se prepara el MIR, sabiendo que es un examen un tanto irreal pero al menos justo. Se elige una especialidad y un hospital en el que formarse en ella. El MIR, algo queda. Es la única opción seria, pública, para formar especialistas que no sólo servirán al sistema que los hizo posible; también nutrirán al privado, tan ensalzado últimamente.


Se es ya especialista en algo, cuando ha pasado los mejores años, si por tales se entienden los de la juventud. ¿Y ahora qué? En muchos casos, ahora nada. Y después tampoco. Porque lo que tantas salidas ofrecía para exigir aquella nota de corte resulta que no las tiene.


Una reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea muestra la realidad de nuestro país, en el que los contratos por días y por semanas, incluso por guardias, son legales y abundantes en proporción. Es factible que un enfermo sea operado un día por la tarde por un médico contratado para la guardia de ese día. Entre ellos no se han visto antes. No se verán después. 


Con el examen MIR se acabó la época de la igualdad de oportunidades. Hay pocos contratos como médico adjunto, lo son por períodos cortos o cortísimos de tiempo y en la selección para las escasas interinidades priman criterios de “confianza” por parte de gestores y mandos intermedios que actúan aparentemente como propietarios de lo que es público.


No es extraño que el MIR pase a considerarse más como alternativa laboral que como período de formación remunerada y así hay quien hace un segundo MIR, para asegurarse un sueldo otros cuatro o cinco años. Tendrá dos especialidades aunque ninguna le dé de comer y se plantee la opción cada día más frecuente de emigrar.
 

Un informe de la Organización Médica Colegial, del que se hizo eco “El País”, revela que el 18,5% de los médicosdel sistema sanitario público tiene contrato de menos de seis meses.  Eso supone, en la práctica, un desmantelamiento del propio sistema público por quien tiene el poder de decisión política, pues un buen mecanismo para lograrlo es disponer de una plantilla “líquida” en estos tiempos tan líquidos en que nos hallamos. Después se dirá el conocido lema de que “esto en la privada no pasa” para referirse al mal funcionamiento de la pública, en donde las listas de espera diagnóstica y quirúrgica facilitarán que, quien se lo pueda permitir, vaya efectivamente a operarse a un hospital privado en el que con frecuencia será atendido por el mismo médico que trabaja en el sistema público. Y es que, a la vez que hay esa precariedad laboral que afecta a uno de cada cinco médicos, otros compaginan su actividad en todos los sectores posibles, con todas las implicaciones negativas que ello supone.


En la misma nota de “El País” se indica que el sindicato CCOO reclama una convocatoria especial de unas 94.000 plazas para acabar con esta situación. Pero ese sindicato, como los demás, tiene un problema y es el desinterés generalizado por la unión, incluso por la unión defensora de derechos, por parte de los profesionales afectados. 

Estamos en una sociedad de solitarios; no hay peor mentira que llamarle a la nuestra la era de la comunicación. Ese aislamiento hace posible que nadie se una en la práctica para reclamar nada. Un aislamiento directamente proporcional al número de personas que trabajan en un hospital, por paradójico que parezca.


Por otra parte, si bien ha habido grandes respuestas sociales frente a los ataques a la sanidad pública, se han dado cuando la arrogancia con que se hacían, en un contexto corrupto, era evidente.


No es tan claro el ataque cuando el sistema atacado sigue funcionando, no por la inoperancia de sus gestores (médicos en general, que todo hay que decirlo), sino por la dedicación excelente de muchos de sus profesionales, todos los que, a pesar de los pesares, sienten que son médicos y actúan como tales. 


Hay un elemento contaminante que facilita lo peor y es la concepción algorítmica de la Medicina, confundiendo bondades de la llamada “Medicina basada en la Evidencia” con la tecnificación del médico. En ese contexto se hace concebible la confusión de un médico con un técnico que sigue una guía o protocolo, de tal modo que todos son intercambiables porque se desprecia la singularidad de cada relación clínica.


Es cierto que nadie es insustituible, pero no lo es menos que todos somos necesarios y no sólo “recursos humanos”, una expresión detestable que apunta sólo a la que la complementa, los “recursos materiales”. Muchos términos de la “moderna” gestión de hospitales han facilitado grandes perversiones como la confusión de un paciente con un usuario y de un médico con un técnico acreditable. No sorprende que, a la vez que hay ese precariado, algunas sociedades autodenominadas “científicas” insten a un sistema de acreditación continuada del médico, basada en concebirlo como un coleccionista de valores curriculares en vez de un sujeto poseedor de un saber.


Cuando los despropósitos políticos son evidentes cabe una respuesta social. El problema lo tenemos cuando el deterioro es subrepticio y se invoca la supuesta finalidad bondadosa que facilita el beneplácito general.


El precariado médico no sólo afecta a los profesionales. Las implicaciones para pacientes son obvias. En este contexto hay quien defiende un cambio a la modernidad (o post-modernidad, si se prefiere). Pero hay cambios y cambios. No es lo mismo el de adaptación que el de rebeldía ante un sistema cruel revestido de eufemismos.

martes, 13 de septiembre de 2016

MEDICINA. Chequeos y votos.


La candidata a la presidencia de EEUU se desvanece un día de campaña. A consecuencia de una neumonía, se dice. Los partidarios del candidato republicano aluden a la excelente salud de éste. Es previsible que afloren próximamente informes médicos detallados sobre ambos, pues parece que el electorado americano precisa saber lo saludable que estará quien ocupe la presidencia. 

No se pretende tanto un diagnóstico actual como un pronóstico. ¿Y si no es sólo neumonía? ¿Y cómo tendrá Trump su tensión o su colesterol? Preguntas que remiten al  futuro próximo, a cómo estarán o incluso a si estarán al cabo de dos o tres años.

Ese afán pronóstico no afecta sólo a figuras públicas que asumirán una gran responsabilidad política. Mucha gente participa de él y trata de colmarlo mediante la realización de chequeos periódicos de salud. Analíticas, electros, radiografías, endoscopias, incluso TACs de cuerpo entero, certificarán que estamos sanos o, más generalmente, que estamos enfermos pero que nuestro mal se ha cogido a tiempo, o que precisamos controlar factores de riesgo.  Se dice que es una medicina de la salud cuando, en realidad, parece un modo de medicalización de lo normal. 

Tradicionalmente, se buscaba ayuda médica ante una semiología manifiesta (un dolor, un sangrado, un bulto…) Ahora se indaga la semiología oculta, la que revelan los instrumentos, para certificar que se está sano o para “coger a tiempo” una enfermedad. Nadie duda de la conveniencia de saber si se es diabético o hipertenso, por ejemplo, pero el abanico de enfermedades que se pretende prevenir se extiende cada día más y es presumible que alcance una expansión impresionante cuando a cada recién nacido (o a cada embrión) se le secuencie su genoma, que mostrará un perfil probabilístico de todo lo malo que le puede acontecer. Pero la verdad buscada no siempre es absoluta y bien puede ocurrir que los resultados de los exámenes realizados sean falsos negativos o, con cierta frecuencia, falsos positivos, un ruido que obligará a una cascada de pruebas diagnósticas con la consiguiente ansiedad y coste económico. Por otra parte, salir airoso de un chequeo, por completo que se pretenda, no garantiza que se vaya a vivir al día siguiente de realizarlo. Cabe incluso la posibilidad de que la prevención farmacológica de un riesgo detectado desencadene la manifestación letal de una patología larvada.

Si bien la decisión de chequearse la salud parecía propia del ámbito personal, ahora eso que parecía íntimo le es demandado públicamente a quien se presenta para el desempeño de un cargo público tan importante como la presidencia de EEUU. Parece que la Medicina instrumental ha hecho transparente el cuerpo, no sólo al médico a quien se le confía; también a los otros en general (empleadores, periodistas, electores…). No sería extraño que en la campaña americana actual se dijeran entre los candidatos “yo estoy más sano que tú y aquí están las pruebas”. ¿Podría en tal contexto ser candidato un fumador o un obeso? No lo parece. Recientemente se barajó “castigar” en el Reino Unido a estos nuevos pecadores contra la salud situándolos al final en las listas de espera quirúrgicas. 

Un breve informe clínico, un conjunto de números, puede dar al traste con el mejor discurso político a la hora de votar. La biografía, incluso la que se pretende importante, acaba siendo abducida por la biología. 

El gran físico Stephen Hawking es un afortunado ejemplo de fracaso pronóstico por parte de quienes lo diagnosticaron siendo joven. Abundan los fracasos en sentido contrario pero, a pesar de eso, sigue rigiendo la perspectiva de una medicina omnisciente y el postulado del “más vale prevenir”, lo que significa en la práctica que más vale medicalizarnos de por vida y que más vale votar al que certifican como sano aunque nadie pueda garantizar que vivirá mañana.


La obsesión por saber lo sanos que estamos o lo sanos que están quienes decidan destinos de naciones puede acabar matándonos. Hay quien se mata corriendo para evitar morirse. A la vez, podemos elegir a sanos que seguirán estándolo cuando pulsen un botón nuclear si se tercia.

domingo, 4 de septiembre de 2016

Envejecer


“Para que la vejez no sea una parodia ridícula de nuestra existencia anterior no hay más que una solución, y es seguir persiguiendo fines que den un sentido a nuestra vida”
Simone de Beauvoir. "La vejez".

Perseguir fines que den sentido no es estar en el sentido mismo. Vidas con sentido, vidas sin él. ¿En relación a qué? No hay una ciencia del sentido. Sólo parece posible la instalación en una esperanza que haga buscarlo, el de verdad, el inscrito en el deseo auténtico por descubrir y no en otras aspiraciones internalizadas. Una esperanza que se relaciona con una creencia fundamental en que nuestra vida, aun en su último momento, puede ser dotada de ese sentido.

No es lo mismo saber que creer, aunque haya en ambos casos un sentimiento común, la confianza. Podemos considerar el saber como el conocimiento otorgado por la confianza empírica,  objetivable intersubjetivamente, siendo la ciencia la mejor representante de ese saber. Y podemos entender la creencia como la esperanza firme, desde lo más hondo, en algo no necesariamente observable. Podemos creer en Dios aunque no sepamos de su existencia. Podemos creer en la Materia como último fundamento aunque no sepamos propiamente a qué nos referimos. Y podemos no creer pragmáticamente en nuestra propia muerte aunque sabemos que indefectiblemente ocurrirá. 

No suele haber límites claros entre el saber y el creer. Asumimos la isotropía espacial y temporal de la legalidad física, pero no podríamos asegurar con plena certeza que lo sabemos. Creemos en la certeza de la deducción lógico-matemática y no podríamos vivir sin confiar en la inducción que, aunque con distinto grado de confianza, nos asegura que mañana amanecerá y que podremos atestiguarlo.

Hubo un tiempo en que se creía más que ahora en la propia muerte. “Sabiendo que era llegada su hora”, se decía. Era cuando se consideraba como tránsito a la considerada vida real, eterna, precedido generalmente de algo que, en nuestro medio, va siendo afortunadamente paliado, la agonía. Se temía la muerte súbita (“A subitanea et improvisa morte, liberanos Domine”) porque privaba al moribundo de la ocasión de un cierto tiempo de determinación salvífica final. Un tiempo difícil en el que toda una vida podía perderse ante el pecado final. En el siglo XV florecieron las Artes Moriendi, destinadas a advertir de las grandes tentaciones con las que el maligno acechará al moribundo: contra la fe, la esperanza y el amor, induciendo la permanencia en la soberbia y la avaricia. La inminencia de la muerte era así más temida como examen del alma que como término del cuerpo, algo muy diferente al miedo actual a morirse.

El avance de la Medicina hizo posible desterrar la agonía y aplazar la muerte, al menos en lo que llamamos primer mundo (y no siempre). A cambio, nos dio la vejez. Se habla del aumento de esperanza de vida, pero ¿qué vida? El gran ideal es la juventud, incluso fosilizada cuando ya pasó su tiempo mediante costosos, a veces patéticos, tratamientos “anti-aging”, incluyendo la cirugía estética. El higienismo reinante tiene su límite, tan bien expresado por Lagarde: “el riesgo de que la gente viva más de lo esperado”. ¿Esperado por quién? Hasta en los cuidados, hay que ser “eficiente” y, por eso, habrá que “optimizar” la máxima esperanza de vida. Los viejos acaban siendo una carga, incluso aunque muchos de ellos hayan paliado los efectos de la crisis económica reacogiendo en sus casas a hijos y nietos antes emancipados. Los viejos se quedan sin espacio humano; son propiamente en muchos casos recluidos por su bien, como tan bien expresó en su excelente blog Juan Irigoyen. 

Tal vez por la contemplación de viejos achacosos, invidentes, dementes, la muerte, que siempre es de los otros, no suele aterrar tanto como el envejecimiento. ¿Cuándo empieza? Ya en su libro, Simone de Beauvoir se fijó en la frontera de los 65 años. Podrá decirse que eso era antes, pero no. Los 65 o 70 años marcan una gran frontera, el inicio de la jubilación, algo que no suele ser jubiloso en general, por más que se diga ocupar todo el tiempo en visitar museos, hacer jogging, juntar sellos o cazar Pokemons. Caen los ingresos, cae la salud y el prestigio social y hasta los órganos se desmoronan. ¿Qué haremos con los viejos? ¿Qué haremos cuando lo seamos socialmente aunque no lo sintamos biológica ni psíquicamente?

En su libro sobre la vejez, Cicerón se refiere a haber vivido “de una forma que me hace estimar que no he nacido en vano”. Whitman nos enseñó algo parecido, probablemente desde su propia experiencia: “que existe la vida y la identidad, que prosigue el poderoso drama, y que tú puedes contribuir con un verso”, un hermoso poema en el que parece centrarse la película “El club de los poetas muertos”. Somos lo que somos gracias a muchos que ya nos han dejado. Tal vez el sentido resida simplemente en eso, en dejar algo propio, singular, a los que vengan, satisfechos de haber sido arrastrados por el mismo flujo de la vida de los que nos precedieron y de los que nos seguirán.


Tal vez la vejez tenga algo saludable a pesar de ser período enfermizo y es que a veces permite el retiro, como se le llamaba antes a la jubilación. Ese retiro real puede ser humanamente enriquecedor. Ahora, en estos tiempos de cierta generalización de debilidad mental y proliferación de libros de autoayuda, es reconfortante recordar las palabras de un hombre, Bertrand Russell, de quien podría decirse que llegó a viejo sin envejecer. Su legado permanece vivo y vitalizan las palabras con las que concluye su libro “La conquista de la felicidad”: “El hombre feliz… es el que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”. 

viernes, 2 de septiembre de 2016

El recuerdo del cuerpo.



Hay personas agraciadas por los dioses en lo concerniente a su belleza, algo que a veces se les reconoce públicamente en concursos si se presentan a ellos, proclamándolos “míster” o “miss”… lo que sea, Madrid, España, Mundo, o incluso Universo, tal vez porque los jueces imaginen que en el Cosmos la máxima expresión de belleza sólo pueda tener forma humana. 

No es extraño que, en entrevistas posteriores, la miss del año declare que no es sólo un cuerpo lo que han elegido los jueces, aludiendo a sus especiales cualidades humanas y rasgos de personalidad anímicos, no visibles directamente. Y, aunque esas declaraciones provoquen sonrisas, encierran una gran verdad; nadie es sólo un cuerpo. Y eso no implica incurrir en el viejo dualismo.

Ni siquiera la cuestión ¿Qué somos?, una vez formulada, tiene sentido si no parte de otra directamente singular, ¿Qué soy? bien diferente a la de mucha más fácil respuesta ¿Quién soy? Y es que la mirada a lo que sea siempre se da desde un cuerpo. El recuerdo de nuestro entorno infantil no puede corresponderse a la realidad del mismo simplemente porque la mirada era otra, más a ras de suelo; era otra realidad porque había otro cuerpo, previo.

Podremos decir que somos en un cuerpo, por un cuerpo, gracias a un cuerpo, pero no el cuerpo mismo. Ni siquiera el cuerpo vivo, ya que el cuerpo sigue siendo tal aun tras la muerte, en descomposición, pero cuerpo al fin. Polvo formado en estrellas que retorna al polvo de esta tierra. Somos algo más o, más bien, algo claramente distinto a un conjunto extraordinaria y dinámicamente organizado de células. La importancia de lo corpóreo en nuestro propio ser se ha ido reduciendo a lo que parece imprescindible, el cerebro. Incluso aun así, habría que ver cuál es el cerebro “mínimo”, lo básico esencial corpóreo, para dar cuenta de un alguien que se reconoce como tal. En ese sentido, podríamos hablar de grados de muerte, como involución, ligados a lesiones cerebrales de mayor o menor relieve, admitiéndose en general que uno está muerto cuando el registro encefalográfico es plano.

El problema de por qué algo se reconoce como un alguien aquí y ahora, de por qué emerge la subjetividad en un cuerpo concreto, el problema de la consciencia en sentido fuerte, no ha sido resuelto y es discutible que alguna vez puede ser un problema intrínsecamente científico y no exclusivamente filosófico. Quizá sea una frontera entre lo que proporciona respuestas y lo que hace preguntas.

La vida es sorprendente. Creemos entenderla a veces, pero es una cuestión abierta. Exceptuando a grandes soñadores como Lem, no la concebimos sin cuerpos, sin individuos corporeizados, y no es fácil reconocer siempre lo individual. Lo es una célula, pero también un conjunto organizado de ellas en el que muchas se mueren, otras se reproducen. Y también un conjunto aparentemente desorganizado pero que, de pronto, toma una extraña conciencia del valor cuantitativo y desde él lo individual se transforma cualitativamente. Quizá el ejemplo más simple (y bien complejo que es) sea el “quorum sensing” bacteriano. “Sintiendo” el nivel cuantitativo de una colectividad, la luminiscencia o la virulencia emergen como manifestación conjunta de un “individuo otro”, de un individuo no reconocible morfológicamente como ente claramente diferenciado, pero distinto a la vez a cada bacteria que participa en ese impresionante fenómeno.

Otros cuerpos colectivos surgen de cuerpos individuales. Las sociedades de insectos son un buen ejemplo. Quizá lo sean también las humanas. Tal vez en lo más biológico, en lo más orgánico, radique el poder de lo organísmico supraindividual, amplificado extraordinariamente por la cultura. Un poder que puede manifestarse como la capacidad de regular la vida social en bien de todos los que la constituyen, y también un poder que puede derivar en el peor autoritarismo precisamente desde la identidad de cada individuo con el cuerpo del que pasa a formar parte, confiriendo al ente grupal liderado la única razón de existir.  

¿Hasta qué punto nos reconocemos al mirarnos en el espejo? Se dice que los memoriosos de verdad, los que nos recuerdan al Funes imaginado por Borges, tienen problemas para reconocer cuerpos por su dificultad de abstraer lo constante de la variedad en la que cada uno de ellos se muestra a lo largo del tiempo, incluso en cortos intervalos. La prosopagnosia por un lado y los trastornos somatomorfos por otro nos señalan la complejidad del entendimiento del cuerpo, del de los otros y del propio. El cuerpo puede sentirse como aliado o como enemigo. ¿De qué? De lo que el mismo cuerpo soporta, de cada uno. Es esencial pero nada peor que identificarse con él. Desde esa identificación se le castiga actualmente con dietas y disciplinas gimnásticas encaminadas a su supervivencia, en el contexto de un higienismo sin sentido, y que recuerdan a las mortificaciones monásticas dirigidas a lo contrario, cuando primaba la salvación del alma.

Las alucinaciones psicóticas dan cuenta de lo que puede ser para algunos sentir la posesión del propio cuerpo por un otro. No es raro que tantas extrañezas sostuvieran la posesión demoníaca como algo realista; hoy en día el diablo, que aun suscita exorcismos, es sustituido para algunos por alienígenas.

Lo corporal nos asiste en nuestra percepción del mundo, no sólo desde el cuerpo propio sino con el cuerpo como modelo general. Y así hablamos de cuerpos geométricos, de corpus lingüísticos, de corporaciones…  y concebimos las sociedades humanas como entes corpóreos. Así también perciben los cristianos a su Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. Pero también la imagen corpórea permite imaginar lo que dicen las ecuaciones que describen electrones, átomos, moléculas… A todos ellos les conferimos particularidad, un cierto modo de corporeidad, aunque de uno en uno puedan negarla empíricamente atravesando una doble rendija e interfiriendo cada uno consigo mismo, golpeando nuestros sentidos, eso que muchos creyeron garantía de verdad. Sin la concepción del cuerpo emanada del nuestro no podríamos seguramente concebir nada del mundo que nos rodea; no podríamos interpretarlo ni científica ni socialmente.

No nos queda sino el recurso a la metáfora para tratar de imaginar lo que ya vemos, porque la visión no basta. La fe es, en realidad, creer lo que vemos. 

Tan importante nos parece en general el cuerpo que creemos natural su afán de supervivencia. Sin embargo, Freud ya nos habló de la importancia de todo lo contrario, de la pulsión de muerte. En realidad, el siglo XX entero parece haber sido movido por Thanatos. Un tiempo en que los cuerpos se mostraron del peor modo, como seres famélicos, como cadáveres innominados, amontonados en fosas comunes, o como uniformes vistiendo esqueletos. Un tiempo en que los cuerpos sociales también se desintegraron, dando lugar a otros.

A la vez que hay cuerpos de uno en uno, el lenguaje hace de ellos otra cosa bien distinta. En eso nos diferenciamos de otros hermanos naturales, de otros animales muy próximos incluso en todo lo demás. Hablamos. Ésa es la gran diferencia que complica las cosas, dando el paso de la Biología a la Cultura.

San Pablo habló bien del cuerpo, a pesar de todas sus represiones; dijo que era Templo del Espíritu Santo, nada menos. Y parece que es una expresión feliz porque no es tanto creencia cuanto constatación de que cada cuerpo humano remite al Gran Misterio de su existencia y de la subjetividad que ésta permite. Cada cuerpo hablante alberga el gran enigma del Ser.

Post dedicado a Venancio Salcines, que lo inspiró con una pregunta.




lunes, 29 de agosto de 2016

Escépticos. El recuerdo de la Inquisición.


La ciencia ha avanzado gracias a un método poderoso, uno de cuyos pilares es el escepticismo; un pilar que exige algo que ya no se tiene tanto en cuenta, la reproducibilidad. Es desde la buena repetición que lo novedoso alcanza una objetividad intersubjetiva y se acepta como científico.

La ciencia, además de desvelar el orden, la belleza del cosmos, sus leyes y contingencias, sostiene cualquier filosofía intentada para comprender en dónde estamos y qué somos. Pero la ciencia es la base para un relato, no el relato mismo ni mucho menos el único. Los llamados a sí mismos “escépticos” en blogs, sociedades, círculos, revistas, etc. hacen, sin embargo, de la ciencia apología y única narración. Desde esa apología, que la ciencia no precisa por bastarse a sí misma, se propicia un discurso único en el que parece repetirse un viejo postulado eclesiástico enunciado de otro modo: fuera de la ciencia no hay salvación.

Es desde ese supuesto aval científico como única verdad que los “escépticos” despreciarán todo lo que no sea científico y predicarán la conversión de los descarriados al único saber verdadero que ellos detentan. 

Estamos ante una nueva forma de religiosidad con sus sacerdotes cientificistas, como Dawkins. Ante ella, hay grados de pecado. El peor es incurrir claramente en la práctica de las abundantes pseudociencias (astrología,  “ciencias ocultas”, homeopatía, magnetoterapia, ufología, etc.). Toda lucha es poca ante el pecado. Es lógico así que la predicación contra el maligno sea ejemplar con nuevas ordalías en forma de fallidos suicidios homeopáticos que muestran con claridad la necesidad de que los necios renuncien a sus prácticas mágicas.

Los "escépticos", en guerra contra los “magufos” y demás atolondrados, consideran que muchos adultos siguen en minoría de edad, incapaces de comprender que la homeopatía carece de la menor base científica o que la presencia de extraterrestres, de darse, requeriría, siendo algo extraordinario, una prueba extraordinaria, como decía el verdadero escéptico Shermer.

Los “escépticos” son tan simpáticos en su actuación como los conductores de programas dedicados a lo paranormal, pero mucho más inquietantes. Y es que ellos deciden sobre el bien y el mal, llamándole ciencia a lo que es (y a veces a lo que no es por falta de reproducibilidad o contaminación por fraude) y “magufada” a lo que no es ciencia. Si sólo la ciencia vale como cosmovisión, si desterramos lo no científico, ¿qué haremos con la Medicina, que no es propiamente una ciencia aunque se sustente en ella? Porque la Medicina se centra al final en una relación subjetiva informada por la ciencia. Si desterramos lo no científico, ¿qué haremos con el Psicoanálisis, surgido de la ciencia aunque no sea ciencia? ¿o con la Historia (aunque haya quien se empeñe en verla científica)? ¿o con la Literatura? Y, finalmente, ¿qué haremos con la Filosofía, que parecerá a muchos neopositivistas ingenuos un arcaico juego de palabras rozando lo mítico?

La ciencia surgió en un contexto religioso y no se da desprendido de él. Lo único que cambia es que son muchos quienes prentenden hacer de ella misma religión, la única verdadera. La tentación inquisitorial está así servida. No sería extraño ver en un futuro próximo iniciativas parlamentarias dedicadas a fortalecer ese relato único pretendido. Ya hay instancias en ese sentido en plataformas electrónicas de recogida de firmas. De hecho, ya asistimos a algo inquisitorial en la práctica con el desplazamiento que está sufriendo la enseñanza de las humanidades a favor de una concepción del ser humano que apuesta decididamente por su formación tecno-científica de modo exclusivo.

Los "escépticos" tienen, a su pesar, su cosmovisión, pues ésta es, por ingenua que resulte, consustancial al ser humano: sólo su visión es correcta y ha de imponerse mediante el desprecio y la prohibición de cuanta “magufada” se detecte. Una paupérrima perspectiva que trata de infantilizarnos y enseñarnos lo correcto por nuestro bien. Siempre por nuestro bien, lo peor ha sucedido en la Historia. Estamos ante una pseudo-filosofía que hace de lo utilitario dogma de vida y del “¿para qué sirve?” la cuestión esencial.

Los “escépticos” parecen ignorar que la ciencia precisa de una creencia básica en algo que la trasciende. Es precisa una fe fundamental en la isotropía e invariancia de lo legal físico, en el poder de la inducción e incluso en la garantía de la articulación deductiva lógico-matemática. También parecen ignorar el poder de la confianza básica para la vida misma de cada uno.  El efecto placebo es muy claro, tanto que ha de contrastarse en cada ensayo clínico. ¿Tiene sentido despreciarlo, en nombre de la ciencia, y negarle a alguien con una enfermedad terminal su búsqueda del imposible milagro? 

La negación del mito es imposible. La renuncia al mito clásico nos arroja en manos del mito del constante progreso, un progreso que, sin restricción ética (no científica), puede acabar matándonos a todos en sentido literal, como civilización e incluso como especie. Después no habrá vuelta atrás. Si la ciencia es maravillosa, el cientificismo se está convirtiendo en una lacra.


sábado, 20 de agosto de 2016

Los nombres de los niños de la guerra




Los hombres de Leónidas lucharon en las Termópilas contra los persas. En condiciones numéricas desiguales, pero militares contra militares. Una decisión de un presidente americano bastó para que, lanzada desde un avión, una bomba atómica destruyera una ciudad. Un civil mata a miles de civiles y le llama guerra.

Los objetivos militares hace tiempo que dejaron de serlo en exclusividad cuando se está en guerra. Se habla de efectos colaterales en el mejor de los casos. Una decisión política, un levantamiento, intereses comerciales, lo que sea, y un foco de destrucción se inicia y retroalimenta. Se mata por el bien de la ciudad, de la raza, de la religión o de Dios mismo (“Deus vult !”, gritaba el papa Urbano II para lanzar la cruzada). Destrucción total, con toda la tecnología disponible al servició de la muerte; ése es el único objetivo práctico.

Según canta un bolero, “dicen que la distancia es el olvido”. Triste realidad. La guerra en Siria o en cualquier otro lugar algo distante del nuestro es de otros y sólo la crudeza de algunas imágenes en los telediarios puede sobresaltarnos un poco antes de las noticias de deportes, del tiempo o de las tribulaciones del corazón de famosos.

El sobresalto, sin  embargo, a veces se hace mayor e incluso “viral”, como se dice ahora de algo que se comunica como una epidemia por las redes sociales. Sucede cuando se ofrece la imagen de un niño muerto, como Aylan, o de un superviviente que lo lleva siendo desde que nació, Omran.

Niños de la guerra, uno muerto, otro bajo sus efectos. La historia se repite; padres que envían a sus hijos al exilio para protegerlos. La vida de los niños siempre fue más valiosa que el corazón desgarrado de los padres que quisieron salvarlos enviándolos de España a Rusia en nuestra guerra civil. Esa separación no cesó de producirse en posteriores conflictos europeos. Persiste en este mundo brutal.

Pero hay algo que va más allá de la propia imagen, terrible, espantosa, de esos niños, y que da cuenta de la conmoción que nos puede producir. Es su nombre. Saber que tienen un nombre, oírlo, supone chocar con la realidad de que no sólo hay cientos o miles de muertos, incluyendo mujeres y niños, una cifra que dice poco, sino que esos muertos, todos ellos, tantos, lo son de uno en uno, con su nombre, sus seres queridos, sus proyectos truncados.

Si Aylan, acariciado como cadáver por un mar mucho más bondadoso que los hombres, suscitó una indignación general, Omran con su mirada nos llena de vergüenza. A todos.

Podría decirse que su situación es mejor, que está vivo a diferencia de Aylan, pero eso es irrelevante ante lo que transmite. Y es que Omrán no es propiamente un niño vivo sino un niño que sólo ha sobrevivido desde que nació, que es algo muy distinto. No es lo mismo vivir que sobrevivir, como sabe cualquier paciente con una enfermedad grave. Y nacer para sobrevivir es muy diferente a hacerlo para vivir.

Alguien le puso ese nombre, expresando así un deseo de vida, una singularidad irrepetible como lo es cada ser humano. Alguien lo habrá querido, abrazado. Es posible que haya habido alguna noche menos bestial en su vida en la que un cuento o una canción facilitara su sueño y sus sueños infantiles.

Ahora se le ve en una imagen que nos interroga aunque él no lo pretenda en absoluto. ¿Por qué exhibir su rostro cuando todos los de niños de nuestro país son velados en los medios de comunicación? Pero, si chocamos con su mirada (me he negado a ver el video), esos ojos sugieren la pregunta ¿Cómo lo permites, tú, que, sin embargo, te permites verme? Y ese “tú” soy yo, somos cada uno de nosotros que, por acción u omisión, dejamos hacer. 

La organización “Médicos del mundo” lo acaba de denunciar en palabras de su presidente: “En las últimas semanas se han sucedido los bombardeos a hospitales en zonas en conflicto, donde son la última y única esperanza para una mínima asistencia médica, con pérdida de vidas y de recursos materiales esenciales. Cada día vemos como se traspasan impunemente todas las líneas rojas. Simplemente, la humanidad no se lo puede permitir”.  


Heidegger no tenía razón cuando dijo que “sólo un dios puede salvarnos”. En absoluto. Somos nosotros los únicos que podemos hacerlo, y nuestra gran culpa colectiva, adánica, reside en consentir tanto mal, en ser tantas veces el mal mismo.

lunes, 15 de agosto de 2016

Fuego


Uno de los cuatro elementos.

Sigue siéndolo, a pesar de que sabemos de su naturaleza físico-química. 

Sin él, no habríamos alcanzado siquiera la edad del bronce. Sin él, comeríamos como los animales. Digno de los dioses, con su robo, Prometeo nos civilizó, haciéndose con ello héroe ejemplar y merecedor del castigo cruel. Tertuliano vio en Cristo al verdadero Prometeo. Uno nuevo fue imaginado por Mary Shelley, y el más reciente, colectivo, indefinido, terrible, es soñado por los transhumanistas.

Los términos “fuego” y “hogar” van ligados etimológicamente. La casa supone calor. Un fuego protector y culinario la alimenta. 

No es concebible la ciudad sin el fuego, que se hace sagrado en Roma y es cuidado por vírgenes.

Ese cuidado del fuego significa un delicado equilibrio entre su alimentación con combustible y el freno a su propagación descontrolada. A diferencia de los otros tres elementos, el fuego se amplifica a sí mismo si tiene un sustrato material. Es contagioso como las epidemias, como el mal en general. El elemento aire es su amigo. Sólo el agua lo vence.

No sólo da calor. También luz. Destruye iluminando. Materiales despreciables pueden transformarse en una llama luminosa. Lo muerto da luz. Y nada más muerto que los combustibles fósiles. 

No es extraño que el fuego sirviera como elemento purificador. Por un afán de pureza (y otros intereses más pragmáticos) se quemaron brujas, herejes, libros, casas, ciudades enteras. 

Los nazis celebraron la pureza ígnea. Antes lo hicieron inquisidores. Lo puro, lo ortodoxo debe ser libre de contaminación mediante la purificación, la quema de libros de judíos, de cátaros, o códices mayas.

La bella y rubia Isolda pudo, mediante un ardid, implicar el favor divino y atravesar la ordalía que confirmó su pureza, a pesar del empeño en considerarla adúltera.

Nada más puro que el cielo. La impiedad de quienes no merecen la gracia de la salvación supone lo peor; algo que requiere ser imaginado, más aun que el mismo cielo. Y en esa imaginación no parece haber elemento mejor que el propio fuego, nutrido por los impíos y los demonios a cuyas tentaciones sucumbieron. La pureza, que es narcisista, no sabe de límites y pensará ese infierno como algo eterno, inconcebible aunque muchos sádicos predicadores se empeñaron en hacerlo intuitivo, llenando de culpas mentes juveniles. Una eternidad a la que agunos padres de la Iglesia, como Orígenes, se opusieron, esperando la final apokatástasis, la restauración universal anunciada en los Hechos de los Apóstoles. 

Y, cuando ya casi nadie piensa en ese infierno ultraterreno de fuego eterno, hay trastornados o, simplemente, malvados (probablemente en mayor número), que se empeñan en crearlo en la tierra para satisfacer sus desvaríos o por intereses utilitarios. Y así, de nuevo, como otros episodios periódicos, estacionales, lo demasiado humano repite su afán por quemar el mundo. En mayor o menor extensión para un observador externo, pero se quema así el mundo entero de quien habitaba en lo que el fuego reduce a ceniza: plantas de todo tipo, animales que hacían del bosque su vivienda e incluso personas que trataron de controlar lo que, a veces, también llegó a consumirlos mortalmente. Una vez más arde nuestro mundo por culpa de la insensatez humana. 

martes, 9 de agosto de 2016

MEDICINA. Ansias, ansiedades y ansiolíticos.


Muy recientemente, los medios de comunicación se hacían eco de un estudio publicado en BMC Psychiatry en el que, mediante una encuesta a 22.070 personas (de 12 a 49 años) de cinco países europeos, incluyendo España, se mostraba un consumo llamativo de ansiolíticos no prescritos médicamente. Estos medicamentos se obtuvieron principalmente a través de familiares o amigos. 

Aunque hay un mercado negro de ansiolíticos, el estudio resalta que uno de los factores de ese consumo, ajeno a una prescripción actual, sería una prescripción previa, refiriéndose con ello a una “adicción iatrogénica”. Es decir, no estaríamos ante drogas placenteras con las que se establece contacto en escenarios de ocio o en la calle sino ante fármacos que han sido alguna vez recetados por un médico.

Ya en 2014, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), informaba sobre el incremento habido en la prescripción de ansiolíticos entre los años 2000 y 2012. Las gráficas son relevantes. Un blog tan interesante como el de Miguel Jara ha dedicado varias entradas a estos fármacos.

Ningún medicamento es inocuo y los ansiolíticos, en concreto, son dañinos más allá de un uso prudente y a corto plazo. El propio prospecto que acompaña al envase de cualquier benzodiacepina señala sus posibles efectos secundarios y los riesgos asociados a su consumo, entre los que destaca la posibilidad de dependencia con síndrome de abstinencia o la amnesia anterógrada. Se ha descrito también que los ansiolíticos pueden suponer un mayor riesgo de padecer la enfermedad de Alzheimer.

La Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) incide en el peligro que supone el consumo inapropiado de estos tranquilizantes con una alerta que parece pretender que el miedo al ansiolítico supere a la ansiedad que propicia su ingesta. Apoya una línea muy respetable en contra de la medicalización de lo normal, en la que se incluye la iniciativa “Pastillas las justas”

Pero quizá no sea éste exactamente el caso. La medicalización de lo normal (“disease mongering”) es habitual en dos órdenes: considerar un factor de riesgo como enfermedad que precisa tratamiento (es el caso de colesterolemias o cifras tensionales moderadamente elevadas) o ver como enfermedad tratable lo que no es propiamente enfermedad (muchos casos de TDAH, por ejemplo). Así, en el excelente blog de Sergio Minué se criticaba la excesiva prescripción de antidepresivos para situaciones muy alejadas de una depresión real. Y sabemos que hay un interés de mercado que pasa por esa confusión. 

El incremento de consumo de ansiolíticos, sin embargo, no parece obedecer exclusivamente a una medicalización de lo normal sino más bien a un aumento de lo que parece realmente anormal, la ansiedad, y que demanda una ayuda que, por parte de muchos médicos, se concibe sólo como farmacológica. Esa aparente ansiedad generalizada no sólo induce a prescribir más ansiolíticos; también se acompaña de la oferta creciente de libros de autoayuda y del auge de prácticas como el "mindfulness", concebidas muchas veces como elemento terapéutico.

Lo cuantitativo supone a veces algo cualitativo. La ansiedad, algo subjetivo, pasa a ser síntoma social cuando es cosa de muchos. No parece casual que ese incremento de consumo de ansiolíticos se dé en un plazo que abarca los años de la llamada “crisis”. 

Nos hemos desprovisto de elementos tranquilizadores como lo fueron en su día la religión tradicional y cierta estabilidad del contrato social. Parece que todo está en crisis y que no hay horizontes. Y ya sabemos que, si no somos felices, es que estamos enfermos según la OMS, por lo que es lógico que la ansiedad se vincule a un tener algo sobrevenido en vez de un estado por el que se atraviesa o que paraliza, y se acuda en busca de tratamiento para eso que se tiene y no en lo que se está. Será el médico de Atención Primaria o el psiquiatra el que lo proporcione ante una demanda de sufrimiento; en muchas ocasiones sería simplemente una cruel necedad no hacerlo y negar el paliativo que supone una benzodiacepina. ¿Bastará con eso? Todo parece indicar que no.

En cierto modo, tal vez una de las raíces del problema social con la ansiedad se asocie a un vacío dejado por la supresión social de ansias. El sujeto que no ansía pasa a ser ansioso. Lo vivimos en la propia educación, que no lo es para hacernos mejores personas sino mejores técnicos (incluyendo ámbitos tradicionalmente “humanos” como la Medicina), competitivos en un mercado feroz en el que cada día somos más objetivados, más medidos en un contexto conductista. El ansia de ser se asfixia ante la ansiedad del posible incumplimiento (hasta los políticos hablan insensatamente de “hacer los deberes”).  El “dar la talla” adquiere tintes cada día más literales: desde medidas antropométricas, incluyendo las genitales, hasta el rendimiento instrumental. Tanto se ha internalizado esa concepción patológica del deber hacer y del deber ser que, de hecho, nos olvidamos de ser y abundan quienes se culpabilizan a sí mismos si son despedidos de su trabajo (no habrán sido asertivos, proactivos o flexibles).

Se dice que estamos en la era de la comunicación, pero un smartphone no nos comunica más; más bien nos aísla como vemos todos los días. Miramos, oímos, parloteamos, pero no decimos, no escuchamos, las palabras necesarias. Parece que la palabra ha cedido su poder ante el pretendido avance neuroquímico. Si se hace deporte, ya no es, en muchos casos, porque simplemente apetece, sino para bajarse el colesterol y subirse las endorfinas. Si se “tiene” ansiedad” habrá que modular los receptores GABAérgicos, que suena muy bien. 

La propia clinica se ha hecho ansiosa. Los médicos de Atención Primaria no tienen el tiempo que precisan y muchos psiquiatras tienden a tratar síntomas en vez de enfermos. Se trata de reducir tiempos, costes, y se acaban reduciendo vidas por tanto reduccionismo. Pero todo requiere su tiempo y no es ajeno a ello el sufrimiento psíquico. De ahí la conveniencia de insistir en la necesidad de fortalecer sectores básicos en la atención a pacientes como son la Atención Primaria y la Psicología Clínica. No sólo parece que sería más eficaz sino incluso más rentable en puros términos economicistas optar por una política de apoyo decidido a la psicología clínica en vez de limitarse a tratamientos farmacológicos, sin obviar su necesidad en muchos casos.

Algo va mal en nuestra sociedad y de ello la ansiedad generalizada es un síntoma. Un síntoma que apunta a la necesidad de humanización en todos los ámbitos, especialmente el educativo y el clínico. No se trata de ser nostálgicos ni contrarios al avance tecno-científico, sino de tomar lo humanamente mejor del pasado y de las perspectivas que ofrece el futuro. Se trata de que las ya habituales ansiedades no perturben el ansia de vivir.