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martes, 24 de julio de 2018

MEDICINA. La incesante obsesión geneticista.


 
En dos entradas anteriores, critiqué una deriva cientificista basada en el uso de métodos de “fuerza bruta” y apoyada por la publicación de sus pobres resultados en revistas de alto impacto. 

Me pareció pueril la pretendida relación supuestamente observada del acervo genético con determinantes de fenotipos muy cuestionables, tanto los concernientes al sufrimiento psíquico como los relacionados con una situación de aislamiento o un comportamiento solitario.

Ya se sabe que no hay un gen de la homosexualidad ni un gen del TDAH o del comportamiento criminal. Bueno, no pasa nada. Habrá muchos, tiene que haberlos, eso es un postulado, uno de los nuevos dogmas, como lo fue en su día el fracasado de la relación “un gen – una enzima”. Y para eso, para ver todos los determinantes del genoma habidos y por haber, que decidirán lo que cada uno sea y haga en su vida, siguen y siguen imparables los estudios “Genome Wide”. 

En abril de este año se publicó en Molecular Psychiatry un trabajo sobre la supuesta base genética de la agresividad.
Hoy mismo, había ecos de otro avance en el que se daba cuenta de la relación de más de mil (1.271, para ser exactos) variantes en polimorfismos de nucleótido único (SNPs) que influyen en el “éxito educativo”.  

Los cuatro trabajos mencionados son grandes ejemplos de una permanencia estática, neurótica, en sacarle partido, en obtener rendimiento supuestamente científico de lo que los métodos modernos de estudio genético ofrecen. Se trata de publicar por publicar, porque tales resultados sencillamente no conducen a ningún sitio. El impacto de las revistas que acogen estas publicaciones deteriora su prestigio en vez de que tal prestigio avale la bondad de semejantes conclusiones simplistas. 

Los fenotipos no pueden estar peor definidos, no pueden ser más vagos y no merece la pena ya pararse a contemplar el paupérrimo diseño observacional usado, que reside más en un enfoque “Big Data” que en ciencia real. 

No estamos ante una búsqueda científica que trate de abordar los secretos de una enfermedad y buscar su curación. Mucho menos nos hallamos ante serias investigaciones antropológicas o etológicas. Nos encontramos ante la inútil, insensata y vieja pretensión de refuerzo de un postulado tan vulgar, tan simplista, que asusta por sus evocaciones eugenésicas: todo lo que somos y hacemos se debe a nuestros genes. Una pretensión de completitud (pasados ya los tiempos de los “criminales XYY”) unida a un reduccionismo que equipara al ser humano a una máquina. No extraña que tanta gente se maraville con las proezas de los sistemas de inteligencia artificial, que son artificiales pero nada inteligentes. Y es que la inteligencia de muchos supuestos científicos parece brillar por su ausencia.

En cierto modo, retornamos a una versión cientificista laica del calvinismo; ya todo está dicho, estamos predestinados a la salvación entendida como éxito, “normalidad”, salud, o a la condenación, a ser víctimas de nuestra torpeza intelectual, de nuestros impulsos agresivos. No lo dice la Biblia, pero sí el genoma, el nuevo libro sagrado a interpretar por los sacerdotes algoritmizados embobados por las aproximaciones pseudo-enciclopedistas de tipo Big Data.

Asistimos a un declive de la Ciencia por más que se diga que nunca hubo tantos científicos vivos. Es mentira, ya que ser científico supone una concepción filosófica básica, la que sustenta el propio método científico, el rigor de su mirada ante los múltiples interrogantes de la Naturaleza. 

De una “verdad” científica falsable, modificable a la luz de los hechos (como lo han sido los postulados de Koch), pasamos al consabido condicional de nuestro patético tiempo. Todos los días se nos muestran las bondades de la ciencia en condicional; "podría" curarse una forma de cáncer tras un nuevo hallazgo genético o tras descubrir cómo engañar a las células malas (suponiéndoles, de paso, intencionalidad), "podríamos" profundizar en el conocimiento del origen del universo gracias a un nuevo satélite o a las ondas gravitacionales, "podríamos", "podríamos"… bla, bla, bla. 

Pero ocurre que el condicional no dice sencillamente nada, pues lo que podría ser (que la esperanza de vida superase los 120 años, por ejemplo) podría también no ser (y que nos muriésemos todos antes de los setenta). Cuando Koch mostró sus descubrimientos sobre el carbunco, no hubo lugar a condicionales; nadie dijo que el microbio mostrado "podría" ser el causante de la enfermedad. Lo era. Los experimentos no ofrecían lugar a duda. Cuando el 24 de marzo de 1882 reveló, tras mucho trabajo de repetición, que un bacilo aislado en cultivo y mostrado al microscopio era el causante de la tuberculosis, sobró cualquier condicional, cualquier “podría”; el agente etiológico estaba ahí y podía pasar de un ser vivo a otro incluso a través de medios de cultivo. Eso era ciencia, la que asumía la buena repetición, la reproducibilidad y la claridad de planteamientos, y no este coleccionismo de SNPs con el que se pretende dar cuenta de la mismísima alma humana.  

viernes, 6 de julio de 2018

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Genes y soledades.



En algunos ámbitos, la ciencia ya no es lo que era, al menos en algunas de sus finalidades y en derivas metodológicas que hacen preguntarse si es ciencia algo que parece un mero servilismo al enfoque “Big Data”, esa magnífica herramienta que iba a ayudarle a Alemania a ganar el mundial de Rusia.

El método científico trata de mostrar evidencias o probabilidades con las que pueda construirse, verificarse o rechazar una teoría, es decir, un modo de entender algo del mundo y de la vida. Para ello recurre a observaciones y experimentos reproducibles; su mirada es mimética, tratando de reproducir y, a veces, predecir, lo que la Naturaleza muestra. Ha habido experimentos y observaciones simples y que, sin embargo, han proporcionado grandes avances. El estudio de la radiación del cuerpo negro dio lugar, en la perspectiva de Planck, al nacimiento de la mecánica cuántica. La Historia de la Física ofrece otros muchos ejemplos y su propio avance ha revelado la importancia de la reducción en el método científico. Esa reducción permite aclararse en un mundo complejo y, por ello, la aplicación de métodos reductivos en manos de científicos procedentes de la Física y de la Química, como fueron Schrödinger, Delbrück o Crick, facilitaron la revolución producida en Biología en el siglo XX y cuyo punto clave temporal podemos situar en 1953 con el modelo teórico del ADN.

La reducción es esencial al método científico: se trata de analizar pocas variables para poder establecer correlaciones entre ellas y, a veces, poder obtener relaciones causales. Es así como se ha logrado descubrir el origen microbiano o genético de algunas enfermedades, llegando a saber qué región de un gen está alterada. A veces, aunque no se den relaciones causales claras, las correlaciones permiten establecer marcadores bioquímicos o de imagen útiles para el diagnóstico y el pronóstico médicos.

Ahora bien, si la reducción metodológica es esencial, el reduccionismo generalizado como planteamiento ante lo complejo supone con frecuencia una perversión de la mirada de la ciencia. Los grandes reduccionismos suelen ser simplistas y darse en oleadas de moda. Un ejemplo sería asumir que, al nacer, nuestra mente es como una “tabula rasa” y que el papel del entorno es determinante casi al cien por cien. El ejemplo contrario reside en ver que todo lo que somos es genético. Un término medio asumiría que es una interacción entre los genes y el entorno la que configurará nuestra biología y nuestra biografía. La pretendida solución al supuesto problema “nature versus nurture” sigue siendo excesivamente generalizada, optando distintos científicos por favorecer como postulado una de sus opciones que, en cualquier caso, será determinista. Queda poco espacio para la libertad en la mente de muchos. 

Ese reduccionismo se aplica últimamente al propio método científico, en buena medida por la popularidad creciente que cobran las aproximaciones “big data”. ¿Para qué estudiar sólo la posible relación entre un gen concreto o un polimorfismo determinado con una enfermedad bien definida? ¿Para qué investigar en general relaciones de causalidad al viejo estilo? ¿Por qué no estudiar de una vez todo lo que pueda tener relación con los genes, incluyendo en ese “todo” modos de vida y no sólo enfermedades, bajo un prisma de reduccionismo determinista generalizado?

Sabemos que, aunque haya un determinismo genético de muchas situaciones, no siempre se reduce a uno o unos pocos genes, sino que depende de muchos componentes del genoma, muchos de los cuales, si no todos, no son “informativos” (tal sería el caso de polimorfismos de nucleótido único o SNPs). El determinismo hereditario que pueda haber en el caso del TDAH, del autismo, de la obesidad y de muchas otras condiciones, es poligénico, siendo muy débil la contribución de cada elemento.

Antes de los años noventa, si alguien quería investigar la genética de una enfermedad o indagar en marcadores potenciales de la misma, trataba de reunir muestras de casos de pacientes y controles sanos y, a partir de ahí, establecer los estudios moleculares o de imagen pertinentes que pudieran conducir a una respuesta. El problema era delineado sin ambigüedad; había un fenotipo muy claro, la enfermedad o su ausencia, y se buscaba su relación con el material genético. Otro grupo de investigadores podría hacer algo parecido en aras de la reproducibilidad, algo tan necesario como olvidado en nuestro tiempo por quienes confunden en exceso investigar con publicar.

Desde entonces la cosa cambió en dos sentidos:

  • La obtención masiva de muestras biológicas (sangre, células epiteliales, células neoplásicas, biopsias...) e imágenes diagnósticas a partir de multitud de personas que ceden ese material sin ningún problema en aras de la investigación científica. Surgían así los que ahora se llaman “biobancos”, almacenes de un material al que pueden tener acceso muchos investigadores sin pasar por la laboriosidad que supone la recopilación de material adecuado para un estudio concreto.
  • La posibilidad de realizar estudios masivos, “de fuerza bruta” tanto en el análisis biológico (los estudios “Genome Wide” son un buen ejemplo) como en el análisis estadístico (meta-análisis y otras herramientas). Desde los datos informatizados relativos a los donantes (anatómicos, bioquímicos, patológicos o conductuales) podrían establecerse correlaciones entre variables. Podría estudiarse la relación entre genotipos y fenotipos con la potencia permitida por un gran número de datos.

Las ventajas de algo así son incuestionables y han favorecido la proliferación mundial de “biobancos”, algunos de carácter general y otros enfocados a enfermedades concretas como los tipos de cáncer. En todas partes, incluyendo nuestro país (el CNIO tiene uno), hay ya “biobancos” y su número y “reservas” crecen progresivamente.

Pero todo tiene un precio. Una facilidad metodológica puede asociarse a una pérdida de rigor. Tradicionalmente, los fenotipos eran bien definidos y se buscaba el genotipo que pudiera ser responsable de ellos. Tal definición era muy clara en el caso de muchas enfermedades. Desde el fenotipo se buscaba el genotipo responsable. En mi entrada anterior  mostré cómo parece darse una búsqueda opuesta: del genotipo al fenotipo. El problema con el fenotipo lo tenemos especialmente cuando con ese término abarcamos la vida humana en general, los aspectos biográficos de las personas y no sólo sus determinantes biológicos. Esta semana se publicó un estudio en Nature Communications, utilizando muestras analizadas mediante Genome Wide y datos pretendidamente fenotípicos del UK Biobank. En ese estudio los autores concluyen que hay unas cincuenta variantes genéticas claramente asociadas a la soledad y a la interacción social. Al ser un “biobanco” ya establecido, han podido estudiarse nada menos que 487.647 individuos. De las variantes observadas, 15 de los SNPs (polimorfismos de nucleótido único muy utilizados en estudios genéticos) fueron incluso pronósticos en una muestra independiente de 7.556 individuos (p=0,025). No extraña que esos marcadores rodeasen genes que se expresan preferentemente en áreas cerebrales (sorprendería que fueran genes relacionados con el esófago). A la vez, los autores hallaron una relación causal entre el índice de masa corporal y la soledad.

La soledad es mostrada como fenotipo. ¿Cómo definirla? Parece fácil; preguntando. Y éstas son las cuestiones encaminadas a establecer un fenotipo tan robusto como el de “soledad”, recogidas en los datos del Biobank: 

“¿Se siente Vd. solo con frecuencia? ¿Con qué frecuencia visita Vd. a sus familiares y amigos o viceversa? ¿En qué grado confía Vd. en alguien próximo? Y una especialmente importante: ¿Dónde acude Vd. una o más veces por semana? ¿al gimnasio, al pub o club social, a un encuentro religioso o a una clase para adultos?” 

Es mirando a ese fenotipo que surgen las conclusiones obtenidas: hay un substrato genético que explica la soledad, aunque sea parcialmente. Y no sólo eso. La variante más fuertemente asociada con la asistencia a pubs tuvo que ver con el gen que codifica la alcohol-deshidrogenasa (relacionada con el metabolismo del alcohol). Y otra señal, la rs9837520 guardaba una poderosa relación con la participación en grupos religiosos. 

Como es obvio, de un trabajo tan relevante se han hecho eco medios divulgativos como “El País”, cuya sección de ciencia (“Materia”) ha sido justamente premiada por "La Asociación Española de Científicos". Se ha usado un método científico y se han obtenido resultados. Bien es cierto que, si perdemos la sensatez a la hora de usar un método aplicable a la ciencia como el estadístico, podríamos concluir que el número de cigüeñas tiene un grado de relación con la natalidad en un pueblo determinado. Existen multitud de correlaciones espurias. 

Estamos ante una clara pérdida del más elemental sentido común, por muchas “p” de significación estadística que arroje este estudio. Un solitario puede ir a un gimnasio y no hablar con nadie (es habitual que la gente acuda con auriculares); del mismo modo, no son pocos los que beben en soledad (por supuesto que una buena alcohol-deshidrogenasa puede facilitarles la bebida). Las visitas a familiares y amigos no siempre son factibles, sea por muertes o distancias entre otras causas. Y, si alguien asiste a un lugar de culto al que va más gente, probablemente sea por su creencia religiosa y no por ser sociable.

Es cierto que hay solitarios, gente que desea la soledad, pero no en general como aislamiento sin más, sino para hacer aquello que la soledad les permite: desde el caso de escritores o pintores hasta el extremo de los hikikomori. El fenotipo estudiado no ha integrado algo tan obvio como la influencia de los móviles en una incomunicación generalizada, por más whatsapps que se tecleen.

Y, desde luego, esa soledad es sólo contemplada por los investigadores como ausencia de un comportamiento pretendidamente normal. Se puede estar bien acompañado sin necesidad de ir al gimnasio o a la iglesia, y se puede tener una pésima compañía en un matrimonio que sea funesto. Por no hablar de las soledades impuestas y tan frecuentes que hacen ya casi noticia cotidiana del hallazgo de muertos en soledad en sus casas, algunos revelados por el olor de su cadáver. Más que los genes, es la propia sociedad la que aísla y lo hace de forma proporcional a su desarrollo tecnológico y a las posibilidades de encuentros que ofrece; si en un barrio tradicional uno podía hacer amigos, eso resulta mucho más complicado en una gran ciudad. Si los trabajos tradicionales facilitaban el encuentro humano, la tendencia a la globalización lo perturba cada día más. 

Ya ni la técnica deja a uno morirse en condiciones. Sólo muy recientemente está cobrando fuerza la importancia de que las UCI dejen paso a familiares de los ingresados en ellas, neutralizando una soledad que no está en los genes de los pacientes sino en su situación.

Nada de lo que es la soledad real se recoge en el “fenotipo” de lo que burdamente llaman “soledad” en un estudio amparado nada menos que por Nature Communications. La relación hallada no dice propiamente nada. Y es que, si eso es ciencia, que venga Newton y lo vea.




jueves, 28 de junio de 2018

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Los genes del alma




Exceptuando la herencia de rasgos ligados a los cromosomas sexuales, la Genética humana disponía en los años ochenta de muy pocos marcadores asociados a enfermedades hereditarias. Además de marcadores observables anatómicamente, los polimorfismos moleculares permitieron ciertos avances, pero el número de los observables (en proteínas, esencialmente) era reducido. 

Sólo se dio un gran avance cuando el propio ADN, molécula portadora de los genes, se usó como marcador fenotípico, haciendo uso de polimorfismos que podían reconocerse al cortarlo con restrictasas y separar los fragmentos obtenidos mediante electroforesis en gel de agarosa.

Estos polimorfismos, llamados de tamaño (RFLP), fueron usados con éxito por Gusella[1] para encontrar un marcador asociado a una enfermedad genética, la de Huntington. Floreció entonces una nueva perspectiva en la que se hacía posible la búsqueda de genes asociados a enfermedades hereditarias. Y se buscaron los genes de todo, no sólo enfermedades, también de opciones de vida y comportamientos, incluyendo la homosexualidad, la criminalidad, la inteligencia, etc.

En algunos casos, una vez obtenido el marcador, el hallazgo era seguido de una “caza” genética que podía culminar con la resolución del gen y de la alteración que subyacía a una enfermedad. Tal fue el caso de la fibrosis quística o de la enfermedad de Duchenne. Sin embargo, otras enfermedades en las que se suponía, desde las observaciones clínicas, un componente hereditario, fueron resistentes a una asociación tan clara. Y así, aunque se buscó, no apareció el gen de la psicosis maníaco-depresiva, ni de la obesidad o la hipertensión. Aunque se dieran componentes hereditarios, encontrar los genes responsables parecía más complicado porque abundan las enfermedades poligénicas, en las que muchas variantes genéticas contribuyen a su aparición, aunque el efecto de cada una de esas variantes sea muy escaso. 

Por otra parte, especialmente en el ámbito de los trastornos mentales, el problema de la relación entre herencia y entorno (“nature – nurture”) se hacía especialmente complicado de resolver.

Los polimorfismos llegaron a hacerse de un solo nucleótido (SNPs), proporcionando la base para estudios de “fuerza bruta”. Los actuales enfoques “Genome wide” aspiran a revelar asociaciones entre distintos lugares del genoma (sean o no propiamente partes de genes) y un fenotipo concreto, como puede ser una enfermedad que se supone poligénica. Es así que han proliferado análisis para mostrar los componentes genéticos que pueden ser determinantes en muchas enfermedades, incluyendo las psiquiátricas. La razón es obvia; si se descubren genes relevantes, tendríamos no sólo marcadores de laboratorio de una patología; también la posibilidad de iniciar su comprensión en términos moleculares y un posible tratamiento farmacológico adecuado.

Estos días, la prensa se hizo eco de un gran estudio, publicado en Science[2] y conducido por el Brainstorm Consortium, una colaboración entre consorcios de meta-análisis para 25 trastornos. En total se estudiaron 265,218 casos de diferentes trastornos cerebrales (psiquiátricos y neurológicos) y 784,643 controles. Se determinó la posible herencia de cada trastorno como la proporción de variación fenotípica explicable a partir de la suma de efectos de todos los SNPs comunes ligados. 

Los grados de correlación genética fueron elevados entre la esquizofrenia, la enfermedad bipolar, la depresión mayor y el TDAH, siendo claramente más limitados entre trastornos neurológicos (Párkinson, Alzheimer y Esclerosis múltiple). Los trastornos psiquiátricos comparten una porción considerable de sus variantes comunes de riesgo, a diferencia de lo que se vio en enfermedades neurológicas.

El alto grado de correlación genética entre trastornos psiquiátricos proporciona nueva evidencia de que el diagnóstico clínico convencional no refleja su etiología genética y que los factores de riesgo genéticos no diferencian fronteras diagnósticas.

¿Qué lecturas podemos hacer de esto?

Hay la convencional, mantenida desde hace años, según la cual todo trastorno es genético, aunque sea influido por el entorno y, por ello, tanto en el caso del autismo, del TDAH o de la depresión, por ejemplo, se trataría de insistir en los estudios genéticos hasta lograr un perfil adecuado explicativo de cada trastorno. Es legítimo hacerlo, aunque los resultados hasta ahora hayan sido decepcionantes. 

Pero hay otra lectura. La diferencia entre las asociaciones genéticas con enfermedades neurológicas y las que se dan con las psiquiátricas establece una clara diferencia entre ambas. Los autores del estudio dicen e incluso repiten en el artículo de Science que los estudios de correlación genética no reflejan procesos patogénicos subyacentes distintos entre las patologías psiquiátricas estudiadas y que sería necesario refinar el diagnóstico psiquiátrico. 

En cierto modo, estamos ante un problema inverso al habitual. En general, desde un fenotipo bien definido se busca el genotipo asociado (sea mono o poligénico). Aquí parece que estamos ante la situación inversa: desde un genotipo (un sumatorio de variantes SNP comunes) se plantea la necesidad de buscar fenotipos bien caracterizados. Eso es lo que falta: un fenotipo bien definido o, dicho de otro modo, un diagnóstico adecuado. El diagnóstico psiquiátrico sigue careciendo de marcadores y eso lo diferencia claramente del diagnóstico neurológico. Sólo desde la clínica y con la ayuda de tests, que son en general resultado de un análisis factorial un tanto perverso, se diagnostica o no a alguien de depresión mayor, de duelo patológico o de lo que sea. Basta con echar una mirada al DSM para ver cómo se diagnostica un TDAH: desde la propia subjetividad del clínico cuando no de alguien ajeno a la clínica, como un profesor.

Se discute si el problema de la consciencia en sentido fuerte, tal como lo indica David Chalmers, es decir, el problema de los qualia o la subjetividad, es abordable científicamente o no. No es descartable que la Psiquiatría nunca pueda alcanzar la categoría de científica a diferencia de lo que ocurre en las demás especialidades médicas (que, aunque no sean científicas, beben de la Ciencia), incluida la Neurología. De ese modo, la aspiración biologicista de tantos psiquiatras estaría condenada al fracaso, algo que lleva ocurriendo desde el hallazgo empírico, casual, de los psicofármacos. La bioquímica del trastorno mental sigue siendo desconocida y sólo subsisten con mayor o menor refinamiento hipótesis basadas en efectos farmacológicos empíricos. Que algo no sea científico no es propiamente una carencia sino simplemente algo que ha de ser abordado con un método diferente y que no excluye lo empírico ni lo racional.

No se trata con esta última reflexión de incitar a la rendición y dejar de estudiar por todos los medios las enfermedades del alma (a ello responde el término Psiquiatría); no se trata de dejar de buscar mejores perfiles genéticos y nuevos y mejores tratamientos para la depresión o la ansiedad. Al contrario, todo psicofármaco eficaz es deseable y, en este sentido, basta recordar la importancia que han ido teniendo los distintos medicamentos usados en Psiquiatría, empezando por los neurolépticos. Pero un exceso de fijación cientificista acaba siendo rechazado desde la propia ciencia; el estudio reseñado es un buen ejemplo. 

No es descartable que estemos ante un posible límite real. No sería el único límite en Ciencia (los hay en el mundo mucho más elemental de las partículas). Sería el límite de una realidad no susceptible de la reducción científica, de un real que es singular y que sólo sería abordable desde otra singularidad, la del encuentro clínico. De momento es así y no parece que se vislumbren cambios que integren en la ciencia lo que no parece integrable. Tal vez por ello, convenga pararse a pensar en que quizá la insistencia en el ámbito del trastorno mental no deba concederse a la contemplación del ADN sino a la de quien lo porta, de que es hora de afianzar el valor del encuentro clínico en situaciones en las que la palabra y los silencios han de suplir la ausencia de marcadores de imagen, bioquímicos o genéticos.

Quizá llegue un día en que las aspiraciones biologicistas conduzcan a una absorción de la Psiquiatría por la Neurología, con la desaparición de aquélla. En tanto eso no ocurra, y parece dudoso, a no ser que consideremos al ser humano como un zombi o un robot susceptible de conocimiento cognitivo-conductual, tendremos más y más variantes genéticas asociadas a la estructura y función cerebrales, pero seguiremos sin ver los genes del alma, quizá porque el alma no los tenga.



[1] Gusella JF, Wesler NS, Conneally PM et al. A polymorphic DNA marker genetically linked to Huntington’s disease. Nature, 306 (1983). 234-238
[2] The Brainstorm Consortium. Science. 360, eaap8757 (2018). DOI: 10.1126/science.aap8757