"He visto la luz
Hace tiempo Venus se apagó
He visto morir una estrella en el cielo de Orión."
(M-Clan)
A veces la nostalgia nos invade. No es algo precisamente placentero. Remite penosamente a una felicidad anterior, más imaginada que real, pero que no volverá, o refiere a un lugar real o soñado al que aspiramos en el futuro.
El propio término expresa esa conjunción: νόστος y ἄλγος, lo que revela un componente esencial, el dolor, un modo de sufrimiento psíquico, pero es νόστος el que muestra algo también importante aunque más general: el regreso. Los “nostoi" son relatos de ese regreso a casa, siendo la Odisea el mejor ejemplo. Se retorna a lo más deseado. La añoranza es sentida en presente y orienta la acción cuyo horizonte de futuro es, a la vez, lo bueno del pasado: el reencuentro con lo propio, con quien le espera a uno, con lo familiar y auténtico.
Todas las peripecias del viaje a Ítaca podrían considerarse estimuladas por esa nostalgia, por el dolor, sentido como carencia, que induce al regreso; no es una nostalgia paralizante sino, por el contrario, un sentimiento que promueve la acción, en la que se incluye también saber rechazar ofertas interesantes, descartando, incluso con la fuerza, el atractivo y letal canto de las sirenas.
La buena acepción del término “nostalgia” apuntaría a ese regreso entendido, no tanto como retorno a un pasado inmutable, sino como un encaminarse hacia una referencia, que puede concretarse en un lugar o en un modo de ser. Tan es así que, en el caso de los creyentes místicos, puede hablarse de una nostalgia celestial, de la nostalgia de buscar lo no conocido pero sí esperado como lo mejor, porque “sólo una cosa es necesaria” (Lc. 10, 42). El dolor nostálgico no sería aquí propiamente tal, sino tensión creativa; no sería ansiedad sino ansia… de amor, de comprensión, de acceso definitivo al Misterio.
Pero no es raro que se dé un dolor real, el que insta a un regreso imposible porque la ubicación se da en el pasado, una imposibilidad debida a la distancia que cantaba Roberto Carlos o a la muerte misma a que aludía Gardel, en cuyo caso la nostalgia petrifica el duelo.
Hay quien queda anclado en un tiempo congelado, repitiendo incesantemente lo peor. Hay también momentos en los que el pasado hiere, momentos desencadenados por estímulos sensoriales aparentemente menores. Ese retorno nostálgico al momento en que uno decidió o fue decidido a una opción entre otras, puede abarcar desde un mero sentimiento emocional más o menos interesante hasta una parálisis cuando el propio estímulo desencadenante es buscado, como si se diera una adicción.
Si la nostalgia es dolor asociado al regreso, bien podría decirse que sólo es aceptable, valiosa incluso, cuando ese regreso es propiamente progreso, transformación personal, la que busca ese despojarse de lo malo e inútil para encaminarse hacia lo que nos hace humanos, en un viaje a través de todo tipo de contingencias biográficas a recibir benéficamente, a incluir en esa flecha más errática que lineal que configura nuestra vida que siempre es, en mayor, menor o incluso mínimo grado, libre.
Tal ambivalencia del término, factible en el ámbito individual, nunca ocurre cuando la nostalgia es tomada de forma colectiva, en cuyo caso ese sentimiento siempre es potencialmente terrible. Si mira al futuro, porque lo hace desde una óptica utópica, lo que conduce indefectiblemente a la distopía, sea la de la conversión forzada al cristianismo, sea la del nazismo, la del paraíso comunista o, en nuestro tiempo, la del progreso científico. Y, si mira al pasado, porque supone algo peor que la parálisis, al implicar un camino de retorno mítico en el peor sentido, hacia el olvido de lo humano, despreciando lo que hizo posible la civilización misma.
Una hombre judío dijo muchas cosas sensatas, sabias. Una de ellas se la dirigió a un joven: “Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt. 8, 22). Esa recomendación sigue vigente, poderosa, porque la vida nos reclama.
Muy bien desarrollado: el tema del recuerdo y la nostalgia. Ambos suelen producir una sensación agridulce (por algo será), mientras que el olvido puede ser una liberación; mejor dicho, la negación o indiferencia hacia el pasado pueden serlo, y de hecho lo son. El viaje y retorno de Ulises tienen más de una lectura. La idea de volver (siempre) a casa encierra algo muy profundo - volver a nuestro verdadero Ser.
ResponderEliminarMuchas gracias, Alberto, por ese comentario que contrasta olvido y retorno.. nada menos que a "nuestro verdadero Ser".
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