"Non timebis
a timore nocturno" (Salmos).
Ser médico no
inmuniza contra la enfermedad. Unos lo llevan mejor que otros, pero hay una
buena dosis de hipocondría en el colectivo médico, traducida en dos actitudes sólo
aparentemente opuestas, el recurso a todo tipo de pruebas diagnósticas que
confirmen la ausencia de enfermedad (lo que sería la hipocondría clásica) o el
rechazo de cualquier consulta (más propio de la nosofobia). Dos polos del mismo miedo, la
excesiva vigilancia técnica o la clara imprudencia; a veces incluso la negación
de lo evidente.
Aunque no todo el
mundo esté convencido de ello, como los transhumanistas, parece que todos nos
moriremos algún día. Y esa realidad, tan terca, puede darse de modo súbito, en
cuyo caso los testimonios del tránsito no se comunican a otros, o de forma más
gradual, tras un diagnóstico ominoso.
El cáncer es una triste realidad, aunque
sepamos que se presenta de forma muy variada y hay muchas curaciones. El
diagnóstico se asocia a un pronóstico basado generalmente en el triste criterio
frecuentista. Desde la mediana de supervivencia se infiere generalmente el
tiempo de vida que le queda a alguien concreto. El diagnóstico proporciona un
pronóstico cuantificado de esperanza de vida; un pronóstico que no atiende a
singularidades. Sin embargo, cada uno es como es en función de su biología y su
biografía. El gran Stephen Gould fue diagnosticado en 1982 de un mesotelioma
asociado a un pronóstico infausto a la luz de la mediana de supervivencia. Pero
Gould, que no era médico, pero sí científico, fue lo suficientemente frío para aceptar como científico la parte
optimista de una curva sesgada. Y publicó un hermoso escrito al respecto, “la mediana no es el mensaje” Sobrevivió. Acabó muriendo más tarde, pero de otro cáncer, un adenocarcinoma
pulmonar metastásico.
Acabo ahora de leer una
reflexión de una doctora, Susan P. Walker, diagnosticada de cáncer de mama, publicada hoy mismo en el New England Journal of Medicine. Reflexiona sobre lo que supone que quien diagnostica sea diagnosticado, y lo
que se asocia al tratamiento, cuyo objetivo reside en prolongar el tiempo de
vida sin atender adecuadamente muchas veces a su calidad.
Volcó esa reflexión,
que critica de paso la estupidez de referirse al cáncer como una “lucha”,
jugando con un término muy habitual en la estadística médica (también en otros
ámbitos), la curva ROC. Una curva ROC (receiver operating characteristic)
facilita, para un método diagnóstico concreto, evaluar el mejor punto de corte para
optimizar la sensibilidad (que no se nos “escape” la posible enfermedad
evaluada) o la especificidad (que no veamos falsos positivos). El área bajo la
curva oscila entre 0,5 y 1, acercándose tanto más a la unidad cuanto mejor es
el test diagnóstico.
Pues bien, esta
mujer consideró la opción de otra curva, referida a su situación, y jugó con ese término, ROC, para definirla: “Reality
of Cancer”. En vez de poner en ordenadas verdaderos positivos y en abscisas
falsos positivos (lo que hace una curva ROC diagnóstica), puso como ordenadas el
riesgo de muerte y en abscisas el riesgo de perder cada día. La imagen (de
forma inversa a una ROC habitual) trata de mostrar hasta qué punto se puede
ganar tiempo de vida y perder, a la vez, días de vida real. Desde un optimismo
que recuerda al de Gould, afirma algo que, siendo obvio, tiende a ignorarse,
que lo que importa no es tanto durar como vivir cada día. Serenamente. La curva tendrá en
cuenta todo lo que va ligado al diagnóstico y tratamiento y a la respuesta biológica
y biográfica a ambos.
En estos tiempos de
locura cientificista de constantes promesas salvíficas, es de resaltar una de
las afirmaciones mostradas en el artículo: “This ROC is the yin to the “omics”
yang of precisión and personalized medicine”.
No sólo hay luz u oscuridad en la Medicina, como no la hay en una persona. Todos caminamos por senderos sombríos
en los que, a veces, la luz nos guía y alegra.
Querido Javier: los profanos tendemos a imaginar que los médicos son inmunes a la enfermedad. Supongo que en alguna parte necesitamos depositar esa fantasía que exorciza el temor a la muerte, y qué mejor que un médico, un semidiós, para proyectarla. Yo no creo en Dios, solo creo en el demonio, y el cáncer es para mí uno de los nombres de Belcebú. En "La Edad de Hierro", de Coetzee, se narra de manera impresionante la sensación de estar poseído por ese monstruo, esa hidra que se multiplica, se metamorfosea, crece en silencio en las profundidades del cuerpo, o a veces disfrazada de una inocente mancha, apenas una peca en la superficie de la piel. Es muy interesante el análisis de la Dra. Walker. ¿Cómo se mide la prolongación de la vida? ¿Cuál es el límite de la degradación que cada uno está dispuesto a soportar a cambio de un puñado de tiempo suplementario? Supongo que no existe un ROC (me refiero a la versión de la Dra. Walker) que valga para todo el mundo. He conocido a muchas personas que se aferran con asombrosa tenacidad a la vida, aunque eso implique soportar condiciones que a otros pueden parecerles inadmisibles. Tú, como médico, habrás visto eso mucho más que yo. "El duro deseo de durar", decía Paul Elouard en uno de sus poemas. Yo no concibo esa forma de durar, pero me pregunto si ante la realidad del cáncer no acabaría por rogar un día más a cambio de lo que sea. Frente a la perspectiva de la muerte el se.r humano deja caer su máscara y desnuda su verdadero rostro, ese que ni siquiera él mismo conoce.
ResponderEliminarUn abrazo,
Gustavo Dessal.
Querido Gustavo,
EliminarMuchas gracias por tu comentario.
Todos, cuando somos pacientes, necesitamos a ese médico más imaginado que real; el que, como dices, exorciza lo peor. Por supuesto, el cáncer sigue siendo uno de los peores demonios. Ha habido grandes avances pero no suficientes. Vivimos una época de promesas que parecen realistas desde el punto de vista epidemiológico, frecuentista, pero que, de momento, son frustradas en la realidad individual, concreta del aquí y ahora.
Agradezco especialmente esas referencias literarias que aportas. Al final, la Literatura acaba centrando las cosas mejor que la Ciencia en lo que concierne al sufrimiento personal y también a miedos y esperanzas singulares.
Creo que no estamos preparados ante la muerte de allegados y propia y, curiosamente, lo estamos menos cuanta más divulgación hay de lo que es la enfermedad. Hace años uno caía enfermo y eso podía ser grave, pero la probabilidad era más intuida que oída y se esperaban palabras de ánimo y compañia en el médico. Hoy, algo aparentemente banal puede ser indicio de lo terrible. La información divulgada facilita esa hipervigilancia que, en la mayoría de los casos, mediante el "diagnóstico precoz", más que alargar el tiempo de supervivencia, alarga simplemente el tiempo de saberse enfermo.
Creo que, desde el argumento de la autonomía del paciente y de su derecho a saber, respetable, y en el contexto de una medicina que es cientificista y defensiva, hay un exceso de información y ruido en la relación clínica (a la vez que grandes silencios esenciales), cada vez menos singular, salvando honrosas excepciones.
Como dices, no sabemos cómo nos comportaremos ante la perspectiva final. Nos falta un ars moriendi adecuado, con independencia de creencias religiosas o de la ausencia de ellas. Lo tenían más fácil hasta hace muy poco tiempo de la historia humana.
Un abrazo,
Javier