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martes, 11 de abril de 2017

La mirada compasiva



“Puede que ella no sea siempre así. Puede que haya estado tres noches enteras agarrando la mano de su marido agonizante de cáncer de huesos”. David Foster Wallace

La eternidad es inconcebible. Lo es porque, por vivir, asociamos vida y tiempo, aunque no sepamos bien qué es eso a lo que llamamos vida y mucho menos aun qué es eso a lo que llamamos tiempo.

Sólo tenemos una aproximación posible a lo eterno, la que proporciona el instante amoroso, compasivo, a veces también estético. Las grandes tradiciones religiosas se centran en su importancia. En la primera carta a los corintios (13,2), San Pablo escribía que “si no tengo amor, nada soy”. En los versos gemelos al inicio del Dhammapada se nos dice que “no cesa la agresividad de aquellos que albergan rencor”. Pero no es fácil desterrar el rencor, el resentimiento, el odio, ya que sólo es posible desde el conocimiento de uno mismo, tarea bien complicada.

El Dalai Lama fue invitado por monjes benedictinos a comentar pasajes evangélicos, algo que fue recogido en un libro, “El corazón bondadoso”. En él, la compasión se muestra como nuclear y va referida al desapego, al alejamiento de la identificación y de las limitaciones personales.

Podría pensarse que quien alcanza un elevado nivel de sabiduría o santidad (no parece haber diferencia, al menos en la perspectiva oriental), halla también la paz perenne, un sosiego que le inmuniza frente a adversidades y lo sostiene en una cierta forma de seguridad vital. Tal vez ocurra a veces, pero es improbable. Esa beatitud de nirvana, tan sugerida en libros de autoayuda, no es realista en general. La libertad no confiere felicidad. El dulce judío Jesús se aterró en Getsemaní y sudó sangre ante la perspectiva final, y sufrió poco antes de morir el abandono de Dios, de lo Absoluto que él había hecho tan concreto, tan familiar, como para llamarlo Abbá.

Nadie sabe cómo afrontará la muerte. Nadie sabe bien como afrontará la vida misma a corto plazo, porque todos somos frágiles.

La vida del escritor David Foster Wallace estuvo marcada por la depresión y por los fármacos que tomó para combatirla durante veinte años. Parece que esa carga le hizo sentir cierta fascinación por algunos matemáticos también atormentados, como lo fueron Cantor o Gödel. La enfermedad mental solidariza a veces con otros que la han sufrido, palía la soledad terrible que implica. Quién sabe, quizá catalice la actitud compasiva.

D F Wallace se suicidó un día de septiembre de 2008, teniendo sólo 46 años y estando en lo mejor de su época creativa. Había ordenado antes sus cosas. Se ahorcó cuando le sonreía la vida. Claro que siempre son los otros los que juzgan sobre las sonrisas que la vida regala a cada cual. Tres años antes había pronunciado un discurso a los graduados del Kenyon College: “Esto es agua”, un hermoso texto que puede leerse en forma de libro o escucharse íntegramente en Youtube  o como un extracto de apariencia simpática 

Es un discurso hermoso que muestra de un modo muy claro la pertinencia de la mirada compasiva como alternativa radical, amorosa, a la mirada cotidiana, egocéntrica, simple y apresurada. En él, un futuro suicida nos dio paradójicamente un atisbo de eternidad.

La depresión no está bien vista en nuestro tiempo, en el que curiosamente su prevalencia es mayor que nunca. Por parte del paciente, nada que decir, nada que hacer, nada que esperar; sólo hay muerte en vida. Por parte del médico, con demasiada frecuencia tampoco hay nada que decir; bastará con la suplencia farmacológica del neurotransmisor que supuestamente falta, aunque no se sepa. Es llamativo que quien ve negada tantas veces la compasión de la escucha que precisa pueda llegar a ofrecerla como reflexión brillante.

Un demente puede tener episodios de espantosa lucidez. La psicosis maníaco-depresiva, o trastorno bipolar como se le llama ahora de modo dulcificado, moderno, puede ser creativa. A esa creatividad se refirió la paciente y a la vez psiquiatra Kay R Jamison en su libro “Touched with fire”. Un maldito fuego que, a veces, es prometeico y, como tal, lleva asociado un terrible castigo.


viernes, 27 de enero de 2017

CIENCIA. Amor y repetición.



En este mes, medios de comunicación como “El País”  se han hecho eco de algo que no es nuevo, las imperfecciones metodológicas de numerosos estudios científicos.

Ya había causado alarma la noticia  que aludía a una publicación en "PNAS" alertando sobre un exceso de falsos positivos en estudios de imagen funcional con resonancia magnética nuclear.

A veces surge un descubrimiento novedoso, impactante. Parecía serlo la “fusión fría” hasta que se demostró que no había algo así. Parecía serlo un avance en diabetes, publicado en “Cell”, pero los autores tuvieron la honestidad de retractarse posteriormente al comprobar que no podían reproducir el hallazgo.

Un grupo liderado por John P. A. Ioannidis redactó un documento publicado en “Nature Human Behaviour”  en el que estimaban que un 85% de la investigación biomédica es prescindible. La revista “Nature" había publicado en mayo del año pasado los resultados de una encuesta en la que un 90% de participantes alertaba de la falta de reproducibilidad.

¿Qué está pasando? Bien podría decirse que la ciencia, en un tiempo en que se la adora, ya no es lo que era en tiempos de Gauss o Cajal. Desde fraudes claros y de gran entidad, como el protagonizado por el coreano Hwang  hasta sesgos interesados de interpretación, como el “p-hacking”, asistimos a una buena dosis de manipulación de datos en aras del prestigio personal que otorga una publicación impactante.

Y si algo impacta, es lo que atañe a la salud. Lo vemos todos los días en expresiones habituales en los telediarios: “Descubierto el gen…”, “tal avance podría…”, etc., mantras que nos reiteran el aspecto pretendidamente salvífico de una nueva religión, el cientificismo, que hace de la ciencia promesa de eterno progreso. No es extraño que sea en el ámbito de las publicaciones biomédicas en donde la frustración que acompaña a la promesa infundada sea más frecuente que en otras ciencias. Demasiada prisa por prometer conduce a eso.

El afán por publicar (el investigador profesional lo es tristemente en función de lo que publica) y las prisas que eso conlleva inducen a prescindir de algo tan básico en ciencia como es la reproducibilidad del resultado. No basta ni siquiera con que el método sea bueno; es preciso repetirlo, volver a realizar el experimento, la observación, hasta confirmar con claridad meridiana que lo que se publicará será tan realista como interesante para otros, que todo el mundo podrá literalmente “verlo”, aunque sea con mirada instrumental, que estamos ante algo intersubjetivamente objetivable.

La reproducibilidad es inherente a la ciencia y, por ello, la buena repetición de lo que pueda ser relevante es esencial. Es obvio que repetir y repetir hasta tener el convencimiento básico supone tiempo, y que tal esfuerzo, cuyos resultados serán menos atractivos que los iniciales o, lo que es peor, que los pueden incluso anular, implicará retrasos en esa carrera profesional en que se ha convertido la investigación científica. 

Ser el primero. De eso se trata. Si lo descubierto no es relevante, no ocurre nada pues a nadie interesará, aunque alimente revistas científicas. Si lo es, aunque el convencimiento se sostenga en el fraude, quien haga la repetición necesaria será sólo un segundón. Tal vez fuera eso lo que esperase Hwang. Si le saliera bien, probablemente ganaría un premio Nobel. Le salió mal. ¿A cuántos les sale bien?

Existe una hiperinflación de publicaciones que contrasta con el olvido de la reproducibilidad. No sorprende que la inmensa mayoría de artículos científicos sean mero ruido.

Y olvidar la necesidad de la reproducción de lo que el método revela, supone el olvido de la propia ciencia, un desprecio del amor mismo, pues es lo amoroso, lo vital, lo erótico, lo que permite que la propia ciencia sea tal. Amor al conocimiento por el conocimiento y amor al ser humano por lo que la aplicación del conocimiento puede suponer. Eros que supone también la vigilancia de Thanatos, de esa pulsión capaz de transformar el conocimiento en algo brutalmente letal, como ocurrió en el proyecto Manhattan.

Asistimos a una repetición perversa, nefasta, quizá paradójica, la de olvidar el valor de la repetición misma, de la buena, de la que supone la reproducibilidad de resultados.


Se ha dado en llamar “metaciencia” al estudio de estos desvaríos que, en realidad, se explican de modo sencillo pues obedecen a una gran carencia, la del amor a la belleza, la verdad y el bien, tres elementos íntimamente unidos.