“Puede que ella no sea siempre así. Puede que haya estado tres noches
enteras agarrando la mano de su marido agonizante de cáncer de huesos”. David Foster Wallace
La
eternidad es inconcebible. Lo es porque, por vivir, asociamos vida y tiempo,
aunque no sepamos bien qué es eso a lo que llamamos vida y mucho menos aun qué
es eso a lo que llamamos tiempo.
Sólo
tenemos una aproximación posible a lo eterno, la que proporciona el instante
amoroso, compasivo, a veces también estético. Las grandes tradiciones
religiosas se centran en su importancia. En la primera carta a los corintios
(13,2), San Pablo escribía que “si no tengo amor, nada soy”. En
los versos gemelos al inicio del Dhammapada se nos dice que “no cesa la
agresividad de aquellos que albergan rencor”. Pero no es fácil
desterrar el rencor, el resentimiento, el odio, ya que sólo es posible desde el
conocimiento de uno mismo, tarea bien complicada.
El
Dalai Lama fue invitado por monjes benedictinos a comentar pasajes evangélicos,
algo que fue recogido en un libro, “El corazón bondadoso”. En él, la compasión
se muestra como nuclear y va referida al desapego, al alejamiento de la
identificación y de las limitaciones personales.
Podría
pensarse que quien alcanza un elevado nivel de sabiduría o santidad (no parece
haber diferencia, al menos en la perspectiva oriental), halla también la paz
perenne, un sosiego que le inmuniza frente a adversidades y lo sostiene en una
cierta forma de seguridad vital. Tal vez ocurra a veces, pero es improbable.
Esa beatitud de nirvana, tan sugerida en libros de autoayuda, no es realista en
general. La libertad no confiere felicidad. El dulce judío Jesús se aterró en
Getsemaní y sudó sangre ante la perspectiva final, y sufrió poco antes de morir
el abandono de Dios, de lo Absoluto que él había hecho tan concreto, tan
familiar, como para llamarlo Abbá.
Nadie
sabe cómo afrontará la muerte. Nadie sabe bien como afrontará la vida misma a
corto plazo, porque todos somos frágiles.
La
vida del escritor David Foster Wallace
estuvo marcada por la depresión y por los fármacos que tomó para combatirla
durante veinte años. Parece que esa carga le hizo sentir cierta fascinación por
algunos matemáticos también atormentados, como lo fueron Cantor o Gödel. La
enfermedad mental solidariza a veces con otros que la han sufrido, palía la
soledad terrible que implica. Quién sabe, quizá catalice la actitud compasiva.
D
F Wallace se suicidó un día de septiembre de 2008, teniendo sólo 46 años y
estando en lo mejor de su época creativa. Había ordenado antes sus cosas. Se
ahorcó cuando le sonreía la vida. Claro que siempre son los otros los que juzgan
sobre las sonrisas que la vida regala a cada cual. Tres años antes había
pronunciado un discurso a los graduados del Kenyon College: “Esto es agua”,
un hermoso texto que puede leerse en forma de libro o escucharse íntegramente en Youtube o como un extracto
de apariencia simpática
Es
un discurso hermoso que muestra de un modo muy claro la pertinencia de la
mirada compasiva como alternativa radical, amorosa, a la mirada cotidiana,
egocéntrica, simple y apresurada. En él, un futuro suicida nos dio
paradójicamente un atisbo de eternidad.
La
depresión no está bien vista en nuestro tiempo, en el que curiosamente su
prevalencia es mayor que nunca. Por parte del paciente, nada que decir, nada
que hacer, nada que esperar; sólo hay muerte en vida. Por parte del médico, con
demasiada frecuencia tampoco hay nada que decir; bastará con la suplencia
farmacológica del neurotransmisor que supuestamente falta, aunque no se sepa.
Es llamativo que quien ve negada tantas veces la compasión de la escucha que
precisa pueda llegar a ofrecerla como reflexión brillante.
Un
demente puede tener episodios de espantosa lucidez. La psicosis
maníaco-depresiva, o trastorno bipolar como se le llama ahora de modo
dulcificado, moderno, puede ser creativa. A esa creatividad se refirió la
paciente y a la vez psiquiatra Kay R Jamison en su libro “Touched with fire”.
Un maldito fuego que, a veces, es prometeico y, como tal, lleva asociado un
terrible castigo.
Hola Javier. Leí una vez una comparación que hacía L. Cencillo entre locura y creatividad, estuve buscando el texto pero no lo encuentro, aun así recuerdo que decía que ambos, el loco y el creativo, tenían en común su inadaptación al mundo, es decir, ambos se perciben fuera de lugar en amplio sentido, pero mientras en el primero él era el causante de esa inadecuación, en el segundo el problema era del mundo; ni qué decir tiene que eso da lugar a actitudes radicalmente diferentes y que, desde luego, pueden darse en el mismo sujeto, quizá de ahí el manido termino “bipolar”. En cuanto a eso, habría que decir también que tiende a entenderse la “normalidad” como la situación permanente en un único nivel de experiencia, acomodado en las costumbres y el orden social vigentes. En ese sentido la normalidad es la peor de las locuras, ya que impide vivir en todos los niveles, cuestionarse la realidad, ver “el agua” de Foster W.
ResponderEliminarPor otra parte, pienso muchas veces en la manera en que se atribuyen los nombres de las enfermedades, me refiero a que algunas enfermedades “están” o “se tienen”, mientras que otras se las predica como “ser”, no es lo mismo “estar enfermo” que “ser un enfermo”; podríamos pensar que tiene que ver con que sea un estado transitorio o crónico pero hay ejemplos que lo desmienten. No me parece que de igual decirlo de un modo u otro, sea cual sea el caso, porque un enfermo crónico es mucho más que su enfermedad, etiquetar así la vida de alguien es una terrible y frecuente metonimia.
Un abrazo,
Marisa
Muchas gracias, Marisa, por tu comentario.
EliminarLuis Cencillo fue un hombre interesante sin duda. La normalidad sugiere mediocridad y con frecuencia implica una visión pobre de la realidad. De todos modos, lo que suele llamarse “bipolar”, que en tiempos fue psicosis maníaco-depresiva, no tiene nada de bueno, ni siquiera cuando de ese estado puedan surgir manifestaciones artísticas. Sólo implica sufrimiento para quien padece algo así y para su entorno.
Es muy interesante lo que apuntas a continuación y que tiene que ver con una ontologización habitual de la enfermedad. Llamativamente se le confiere ser a la falta, sea una enfermedad degenerativa, carencial, caótica... Propiamente sólo habría un ser novedoso en el caso de infecciones.
La terminología usada es curiosa. Como dices, no es lo mismo ser, estar o tener, para referirse a la enfermedad. De modo general, se es un enfermo crónico y se tiene una enfermedad aguda; uno es hemofílico y otro tiene una apendicitis. En el lenguaje de bastantes médicos incluso se habla de “hacer”, generalmente cuando la enfermedad se complica; alguien tiene una neumonía y “hace” un derrame pleural, lo que sería cómico si no fuera tan serio. También es muy mala cosa ser un “caso precioso” en lenguaje médico.
A veces, especialmente en el ámbito de la salud mental, el ser, estar y tener varían en función de algo como la culpa. Si alguien tiene una enfermedad, no está en ella, no es enfermo; tendrá algo que el médico habrá de diagnosticar y tratar. Esto está ocurriendo en el TDAH. Se tiene como se tienen adenopatías y se trata con fármacos. Una vez diagnosticado, la responsabilidad individual o familiar queda excluida. Es habitual también oír que alguien tiene depresión. El tener se asocia a fármacos y a la evitación de la segregación que sigue suponiendo estar y, sobre todo, ser, un enfermo.
Si en tiempos se hablaba de tuberculosos (o de tísicos, que suena peor), hoy parece tabú hablar de cancerosos, pues en el cáncer no se está, sino que también se tiene. Y lo que se tiene refiere a la modernidad de una Medicina salvífica, que puede (o podrá; nos lo repiten constantemente) extirpar todo mal.
Quizá un buen ejemplo de esa diferencia lo tengamos con el SIDA. Sería políticamente muy incorrecto que decir de alguien que es “sidoso”, siendo muy distinto decir que tiene SIDA.
El “estar” se situaría a medio camino y afectaría al término general, “está enfermo”, “estar de baja por enfermedad”. No se dice de qué. Sólo se dirá al morirse (antes de “justificaba” la muerte diciendo del difunto que ya “padecía” del corazón o de lo que fuera).
Uno podrá desprenderse de lo que “tiene”, generalmente con ayuda del médico, pero parece mucho más complicado desprenderse de un modo de estar, como es ser enfermo crónico y, ya no digamos, moribundo.
Podría decirse que volvemos a asociar enfermedad y culpa, de tal modo que si uno enferma será por no cuidarse, por no hacerse chequeos, por no ir al gimnasio, por promiscuo, en fin, por su mala vida. Curiosamente, en esta epidemia de prevención de la enfermedad, es raro el día que no nos amargan la existencia contándonos todos los males que nos pueden acaecer y dedicando cada día del año a una enfermedad, en lo que es ya un nuevo y perverso santoral. Haciendo lo que nos dicen en telediarios y semanales acabaremos muriendo sanísimos.
Un abrazo,
Javier