Un artículo periodístico tiene un título llamativo: “La mitad de los españoles cree por error que la
homeopatía funciona”. La expresión “cree por error” parece absurda, porque la creencia
supone asumir la propia posibilidad de error; de no hacerlo, no es tal creencia sino
fanatismo.
En dicho artículo
se indica, entre otras cosas, que el Director general de la Fundación Española
para Ciencia y Tecnología (Fecyt)
se ha mostrado convencido de que "los poderes públicos deberían hacer algo para
tratar de sacar a los ciudadanos de este error". Parece deseable que esa tarea
sugerida opere en el orden educativo, principalmente de niños y jóvenes, y no en tendencias inquisitoriales como las que ya se están viendo en algunos
sectores.
Todas las revistas
de divulgación científica (también la sección de “El País" que recoge el
artículo citado) insisten en general en los resultados, en los avances epistémicos, pero el método queda en
un oscuro segundo plano. Y así aparecen titulares espectaculares como los que
señalaban en su día que Einstein “tenía razón” con ocasión del descubrimiento de las ondas
gravitacionales. Para el avance científico da igual en realidad que alguien tenga o no
razón, incluso llamándose Einstein. De no detectarse esas ondas, no pasaría
propiamente nada negativo. La ciencia es insensible a famosos aunque necesite mentes geniales y seguiría su curso, refinando o descartando teorías,
construyendo nuevas hipótesis, como siempre ha venido haciendo desde que es
ciencia. No se trata de acertar, de tener razón, sino de trabajar con disposición receptiva, podría decirse que femenina (al margen de que el científico sea hombre o mujer). A principios del siglo XX, se creía por parte de grandes
físicos que su disciplina estaba completa, cuando el estudio del cuerpo negro
mostró una realidad más cruda y, a la vez, extraordinariamente bella. Fue
estupendo que los grandes físicos clásicos no tuvieran razón al estudiar el
cuerpo negro. No tendríamos la mecánica cuántica, que acabó imponiéndose a
pesar de las reticencias de un gran clásico como fue Planck. Fue también en esa época cuando la teoría de la relatividad refinó extraordinariamente la perspectiva newtoniana.
La ciencia se basa
en la bondad de su método (cuando es bien empleado, que habría mucho que
discutir sobre esto). No es sólo el relato de sus resultados. La creencia ciudadana en la ciencia suele serlo más bien en una historia de ella, en quienes la divulgan y se facilita por las incontestables aplicaciones de la ciencia para mal o para bien:
sin ciencia no habría bomba atómica; sin ciencia, no habría ordenadores. Los ejemplos son muy abundantes, pero cuando las
aplicaciones son menos claras, algo relativamente frecuente en el ámbito médico terapéutico,
la creencia como tal, sea en el relato científico o en uno alternativo, está
servida.
Lo importante no
es el teorema de Pitágoras en sí mismo, a pesar de su interés incuestionable, sino cómo fue
descubierto. Lo importante no es la teoría evolutiva por sí sola, a pesar de ser el gran marco científico en lo concerniente a la vida, sino cómo fue
elaborada, desconocer esto ha abocado a muchos a fantasías dogmáticas creacionistas. Por poner un ejemplo banal en Medicina, lo importante no es tanto el
riesgo relativo cuanto el absoluto; habrá pacientes que precisen estatinas, pero …
¿cuántos son tratados de por vida con ellas sin necesidad con finalidad de prevención primaria? Sería éste un caso de creencia acrítica en resultados divulgados, obviando el método con que se han obtenido y lo que realmente indica.
Mientras se olvide
el método, mientras se persista en un enorme analfabetismo científico, el acto
de fe que supone toda creencia no distinguirá entre ciencia y pseudo-ciencia. Y
la decisión política sólo tiene un campo de acción al respecto: facilitar una enseñanza metodológica más que de contenidos curriculares, inducir que se aprenda a pensar críticamente, que se cuestionen las verdades aparentes, que se enseñe qué es
realmente la ciencia, el extraordinario valor de su método, y que se contemplen también sus límites, tanto los intrínsecos como los pragmáticos.
No es necesario
defender el valor de la ciencia con prohibiciones sugeridas por protectores escépticos, pues se basta a sí misma. Es suficiente con
saber enseñarla, que acaba siendo lo mismo que fomentar el pensamiento crítico
y el aprendizaje de un método que, entre otras cosas, implica algo tan olvidado
como la repetición y el olvido del narcisismo.
Ya sabemos que
repetir observaciones, experimentos, es aburrido. Ya sabemos que descartar
muchas horas de trabajo porque un resultado no “case”, supone un trastorno
personal y puede acarrear consecuencias profesionales en la obsesión por publicar. Pero sin esa insistencia en la reproducibilidad, en la buena
repetición, sin ese acto amoroso que supone primar el conocimiento real frente al deseado,
estamos abocados a la repetición de lo peor.
En nombre de la ciencia, la propia ciencia puede ser ignorada, cediendo el paso a la creencia, aunque sea una creencia "científica".
En nombre de la ciencia, la propia ciencia puede ser ignorada, cediendo el paso a la creencia, aunque sea una creencia "científica".
Querido Javier: una vez más, y con tu acostumbrada maestría, nos enseñas que la genuina posición científica -o quizá sea aquí más justo decir la posición del científico- no es tan sencilla ni pura como suele pensarse. Es bien cierto que la ciencia, en su sentido moderno del término, ha supuesto el “desencantamiento del mundo”, como lo explicó Max Weber: los pequeños dioses que poblaban la naturaleza fueron expulsados a golpes matemáticos. Pero eso no excluyó en absoluto la dimensión de la creencia, incluso en la ciencia misma. Ella también se funda en un acto de fe, puesto que la convicción galileana de que la estructura de naturaleza está escrita en lenguaje matemático es algo que se fundamenta en una creencia. Primero fue la creencia, y luego vino la posibilidad de validarla mediante la experimentación. La historia de la ciencia está plagada de ejemplos que comienzan con “En siglo tal y cual los científicos creían que… pero luego se demostró que…”, etc. Por eso, aunque la ciencia es un fabuloso discurso que posee una relativa autonomía respecto de sus agentes, no podemos dejar de lado que existen los científicos, y que ningún método de validación, por más perfecto que sea, está completamente libre de la impureza del deseo del científico, un deseo de saber muy particular, puesto que padece una limitación: es un deseo que no quiere saber nada sobre la causa en la que se funda. Desde luego, no es esto una observación que pretende cuestionar al científico. Su rechazo a saber sobre la causa en la que se fundamenta su deseo de saber no es un déficit, sino la condición de posibilidad que mantiene vivo ese deseo. Pero aquellos científicos que han reflexionado sobre la filosofía de la ciencia, son lo que han sabido percibir esto, gracias a lo cual han podido mantener una clara diferencia entre la rigurosidad y el fanatismo. Como lo hemos conversado en otras ocasiones, el principio de imposibilidad en el que la ciencia se basa encuentra su antagonista en la técnica, que es la ciencia aplicada. Para la técnica -o al menos para los que creen en su progreso continuo- no existe lo imposible. Esto último, aunque se disfrace de la efectividad que la técnica obtiene en lo real, no deja de ser una creencia. Los pequeños dioses que habitaban el mundo precientífico vuelven hoy encerrados en dispositivos electrónicos. Nuestros teléfonos móviles no son simples máquinas. “Creemos" en ellos, son nuestros compañeros de viaje, custodian nuestra soledad, les atribuimos propiedades mágicas, son muestras de inteligencia artificial en la que creemos, y que convierten nuestra inteligencia en algo artificial.
ResponderEliminarGracias, como siempre, por ayudarnos a orientarnos tan sabiamente. Tu blog en una contribución invalorable para eludir todo lo posible las trampas de la contemporaneidad.
Un abrazo,
Gustavo
Querido Gustavo,
EliminarMuchas gracias nuevamente por un comentario tan enriquecedor.
Como dices, la ciencia ha supuesto el “desencantamiento del mundo”, pero, a la vez, muestra su extraordinaria belleza, lo que, en cierto modo, es un buen modo de compensar el ser desencantados, pues nos facilita acercarnos, sólo acercarnos, al misterio de la belleza del mundo; al misterio de la vida, de la materia, lo que no deja de ser un atractivo mucho más interesante que el encanto mágico. Hay una maravilla especial en la ciencia y es que, a medida que avanza, realza más la ignorancia que tenemos sobre lo que nos rodea y lo que nos constituye. Los ejemplos son innumerables. Por poner uno de tantos, el conocimiento que había en los años setenta de una mitocondria revelaba algo extraordinariamente complejo, en donde la delicada relación entre estructura y función resultaba sencillamente conmovedora; hoy en día sabemos mucho más de las mitocondrias y de la célula en general y, paradójicamente, ese saber nos apunta a una ignorancia mucho mayor de la que se intuía hace décadas. Parece a veces que la ciencia, en vez de darnos conocimiento, nos da ignorancia, lo que no es malo ya que es una ignorancia que, si es admitida, puede hacernos un poco más sabios.
Por supuesto, el método científico supone creencias básicas, algunas más o menos comunes a muchos científicos: la creencia en la lógica deductiva, en la inducción y en la isotropía de la legalidad física. Sin esas creencias, sin un grado mínimo de objetividad intersubjetiva mediada por el lenguaje, que en las ciencias duras trata de ser matemático, la ciencia no sería posible.
A la vez, científicos particulares son marcados por creencias concretas inherentes a su biografía e incluso sentimientos como el estético (caso de Dirac o de Henry). Penrose sería un ejemplo claro de platonismo. Es llamativo el caso del gran Hilbert, quien negó el “ignorabimus” con su célebre expresión “Wir müssen wissen, wir werden wissen”. No deja de ser impactante que esa afirmación vitalista quedara grabada como epitafio, como signo de muerte, en la tumba de alguien vital como Hilbert; como un deseo asesinado por la peculiar, enfermiza, mente de Gödel, cuya biografía parece haber estado muy marcada por la pulsión letal. Pulsión que también acompañó a Turing. Muerte propia y “asesinato” de lo que se creía más firme, el matemático. Un contraste con Planck, quien aceptó lo que no quería, optando por la actitud receptiva.
Hay una creencia especialmente peligrosa porque parece realista. Es a la que aludes al nombrar la técnica, la ciencia aplicada, que parece tener como gran deseo la realización de lo posible, sea una bomba atómica, sea un ratón bioluminiscente. Un deseo potencialmente letal si no es éticamente controlado. Se dice con frecuencia que la tecno-ciencia es neutra y que son buenos o malos los usos que se hacen de ella, pero me parece que eso es muy dudoso. No fue Truman quien construyó la bomba atómica; fueron físicos relevantes que sabían lo que hacían. La responsabilidad del científico es muy clara.
Finalmente, tu alusión a los nuevos diosecillos técnicos, los que nos “hablan” y a los que podemos hablar, es muy conveniente porque resaltas cómo el atractivo mágico persiste curiosamente gracias al propio avance técnico, a tal punto que ese nuevo encanto puede ser brutalmente deshumanizador.
Un fuerte abrazo,
Javier
¡Qué buen profesor harías Javier! Enhorabuena por la claridad de tu entrada en el blog, efectivamente en el ámbito educativo deberíamos pararnos más en los métodos de producción de conocimiento que en los propios conocimientos, pero, lamentablemente, la epistemología no se considera ni en los programas de las materias de ciencias, y en filosofía nos encontramos con un recorrido reflexivo acerca de la condición humana en donde el tratamiento es tangencial. Una asignatura troncal de teoría del conocimiento me parece esencial en la formación académica de nuestros alumnado y futuros ciudadanos. Un saludo cordial, siempre es un placer leer lo que escribes.
ResponderEliminarMuchas gracias, Elena.
EliminarYa sé que no hay muchas opciones. Hay un curriculum al que adaptarse y en los planes de estudios no parece que cuenten mucho con vosotros, los profesores. Lo importante son esos indicadores, informes PISA o como se llamen, etc., etc.
En cualquier caso, estoy convencido de que tú y otros excelentes compañeros tuyos hacéis de ese "tratamiento tangencial" algo importante para bien de vuestros alumnos, que son afortunados por teneros como docentes.
Seguro que al menos unos cuantos de tus alumnos tendrán en tus clases una influencia benéfica que les impulsará a pensar y no sólo a estudiar de cara a exámenes.
Me honras con tu comentario.
Un abrazo,
Javier
Pongamos un caso práctico, porque el dieblo siempre está en los detalles. Destacas, y muy bien, lo de "repetir observaciones y experimentos".
ResponderEliminarVale. Supongo que piensas que con seguridad la Ciencia del Calentamiento Global Acojonante es ciencia fetén, y método fetén. Tranqui, no te dispares. Simplemente señala el "repetir observaciones y experimentos" de esa ciencia.
Sí, tienes una solución. Llamarle experimentos a los modelos. Lo hacen los economistas, menos pomposamente. Pero la seriedad viene siendo la misma, y por exactamente el mismo motivo. Por ejemplo, los modelos varían entre sí en un factor de mas de 2,5 en la respuesta clave a cuánto calienta el CO2. Y aun así, el IPCC tiene que aumentar el rango que dan los modelos para establecer su calentamiento más probable, porque los calculos con observaciones (y por lo demás las mismas asunciones no garantizadas que llevan los modelos) resultan por debajo del rango de los modelos. Líneas contradictorias de "evidencia", le llaman. Literalmente. Yo les llamaría distintas "líneas de sugestión" (tal cosa sugiere), pero igual es una cuestión semántica.
Está muy bien lo que dices en el artículo, pero entonces tendrías que estar tirando patadas al cuento del clima como un loco. Y eso tiene consecuencias mucho mayores que la homeopatía, que al fin y al cabo son decisiones personales de los que se lo tragan.
Gracias por tu comentario.
EliminarHay ciencias duras y ciencias blandas. Supongo que conoces perfectamente la diferencia.
Un saludo.