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lunes, 22 de junio de 2020

El valor del miedo




    No podríamos vivir sin miedo. Las consecuencias autopunitivas de cualquier paso al acto, incluyendo la propia muerte, no serían tenidas en cuenta. 

    Hay núcleos neuronales que sostienen una explicación neurobiológica al miedo. La amígdala cerebral parece implicada. La evolución, basada en contingencias múltiples y en resultados de una selección natural, algo más complicado que lecturas simplistas, nos ha dotado de lo que percibimos como carencial y amenazador, nos ha dado el miedo, esa emoción compleja que activa un comportamiento que elude el estímulo causal. El miedo va ligado, de modo ancestral, a nuestra posición en la Naturaleza. Hay temores a depredadores, a tempestades, a terremotos, a lo desconocido, a la oscuridad, a semejantes que tornan en enemigos… 

    Pero la civilización nos ha traído otros miedos. Tememos lo real, pero también lo fantasmático. Podemos temer a fantasías nocturnas siendo niños; también, como adolescentes y jóvenes, a ser frustrados en la conquista amorosa. El horror al fracaso en la relación erótica alimenta un sector del mercado farmacéutico. Muchos temen suspender un examen, no conseguir un trabajo o desempeñarlo mal si lo logran. Libros y libros de autoayuda intentan, sin éxito, que ignoremos el miedo.

    Hay un miedo que surge de lo natural y de lo cultural, es el miedo a la muerte. Lo hay incluso, culturalmente, también a ese hipotético más allá que inspiró el “Ars moriendi” medieval.

    Pensar en la muerte es perturbador, la veamos como la veamos. Sea como tránsito, sea como la gran castración, es el absurdo definitivo. 

    Culturalmente, el miedo tiene mucho que ver con la ausencia y la presencia de otros. Hay miedo a la soledad, que se expresa del modo más crudo cuando el ser querido, necesario, muere. Es el miedo terrible del duelo, de la herida del alma. También el que acompaña al amor que se quiebra cuando no es correspondido. En algunos casos, la propia muerte parece balsámica ante el desvalimiento implícito a la gran soledad.

    A la vez, la presencia de los otros puede ser terrible. El “mobbing” o el “bullying” son tristes ejemplos actuales de víctimas acosadas por el grupo. La necesidad de integración social puede soportar una alienación por suponerla más aceptable que el miedo a la propia libertad, como tan bien nos mostró Erich Fromm. La tentación del servilismo totalitario siempre está presente.

    Miedos y miedos. Hay tal variedad de objetos e intensidad de ellos que se habla, curiosamente, de miedos normales y patológicos, esos que pueden incluirse bajo el término “fobias”. Alguien puede sufrir mucho en un avión a causa de su miedo a volar, un excelente escritor puede preferir una enfermedad a tener que hablar en público sobre su obra, hay quien sencillamente no puede salir de casa. De nada valdrá lo racional ante el miedo que no sabe de razones.

    Muchos proyectos vitales han sido bloqueados por miedo. Otros han sido posibles por él. 

    El miedo y el valor van íntimamente unidos. No es valiente quien no tiene miedo, sino quien es capaz de asumirlo y sobreponerse éticamente a él. Gary Cooper, en “Solo ante el peligro” encarnaba a un sheriff que tenía miedo real a que lo mataran; podría haberse ido, escapar dignamente como todos le sugerían, pero su coherencia ética fue superior a esa salida, a su miedo. Ahí residió su valor.

    A veces, sin embargo, la relación entre miedo y valor es extraña. Una gran valentía en una faceta vital puede ser la respuesta a una cobardía en otro orden. En su novela “La impaciencia del corazón”, Zweig mostraba este efecto; la incapacidad de romper una relación amorosa presuntamente compasiva (“impaciente”) impulsa el valor militar del personaje en la guerra, una heroicidad que no es tal porque no podrá compensar la gran cobardía biográfica.

    El miedo no es comparable a la angustia. Tiene objeto, percibido con mayor o menor claridad. En cierto modo, sin miedos definidos, quedaríamos desprotegidos, no sólo ante la temeridad, sino ante la angustia. Cuando no hay “nada” aparentemente a lo que temer, puede surgir la angustia que la inhibición o el síntoma velaban, como nos enseñó Freud.

    El miedo patológico puede ser paralizante y causar él mismo más miedo. Miedo al miedo, algo que se produce tras un ataque de pánico. Sin saber por qué, surge, aterra y se va, pero deja un temor brutal a que algo así, demoníaco, pueda volver. 

    Los miedos, personales, tienen siempre algo de comunitario, de colectivo, de histórico. Delumeau lo destacó en su obra “El miedo en Occidente”, en la que, no obstante, incide en el anterior aspecto comentado: El espíritu humano fabrica permanentemente el miedo para evitar una angustia morbosa que desembocaría en la abolición del yo”

    Los miedos colectivos han recurrido con demasiada frecuencia en la Historia a la búsqueda de chivos expiatorios. Los judíos han sido muchas veces el blanco preferido del odio ligado al miedo. Se les hizo responsables, en épocas de peste, de envenenar el agua. Los nazis legitimaron su exterminio. La iglesia católica tenía en cuenta hasta hace relativamente poco en sus oraciones pascuales a “los pérfidos judíos”, como si su referencia, Jesús, no perteneciera a ese pueblo. Otros grupos han sido perseguidos o esclavizados por razones étnicas, tribales, de opción sexual… (incluso llevar gafas podía suponer la muerte bajo el régimen de Pol Pot ).

    Solemos pensar en lo malos que han sido otros que atemorizaron a gente por distintos motivos. Y, si eso es la cruz de la moneda, su cara es el puritanismo imperante que pretende negar la propia Historia como narración de avances y retrocesos éticos y culturales de los hombres. Estos días vemos la condena “in effigie” a muertos como Churchill o Cervantes por atribuirles a posteriori un supremacismo racial. En la época del nacional-catolicismo se consideraba pecaminoso ver la película “Lo que el viento se llevó” o “Gilda”, por sus connotaciones eróticas. El neopuritanismo actual, pretendidamente ateo, hace esas películas abominables por suponerlas supremacistas o machistas. 

    Nuestro actual presidente de gobierno, Pedro Sánchez, no fue tan desencaminado al hablarnos de la “nueva normalidad”. Aunque es un oxímoron, tiene pretensión idealizadora. Se aspira a una normalidad estadística en la que los valores sean los neopuritanos; todos distintos pero, a la vez, todos iguales, todos mediocres y “educados” por una televisión muy plural en cadenas pero única en pretensión alienante. Y se pretende nueva, porque la Historia, con sus abundantes personajes negativos, es algo a desterrar. No sería descartable que acabemos contando con un ministerio de Historia al estilo orwelliano. 

    Vivimos realmente una época nueva en la que la influencia de la televisión y redes sociales facilita como nunca el rebañismo. El término “herd immunity” es así tristemente acertado.

    Y esta genial dosis de creatividad es comprensible por parte de alguien cuya acción política ha salvado 450.000 vidas, que no es poco, de las garras de un virus devastador. El difícil equilibrio entre la salud y la economía de nuestro país ha propiciado esa meta, la “nueva normalidad” a la que hemos llegado tras fases sucesivas de desconfinamiento y movilidad.
     
    Abiertos ya los aeropuertos al turismo, las playas a los bañistas y las terrazas a la charla amistosa, carece de sentido permanecer en un alarmismo que ya no se fundamenta, por más que la OMS diga lo contrario, que la pandemia va a más
Aquí afortunadamente, el turismo estará bajo triple control, térmico, de cuestionario y facial, nada menos. Un control aparentemente inútil, pero control a fin de cuentas.

    Empieza el verano y empieza la fiesta, con la responsabilidad de todos que, sin embargo, no se ve. Más bien, parece que la sociedad se ha hecho, con esta nueva normalidad, maníaco-depresiva. Es de suponer que la cantidad de personas con tristeza y depresión haya aumentado claramente por razones obvias, como pérdidas de familiares, afectación por la enfermedad, descalabro económico o miedo incluso aunque no haya ocurrido nada de lo anterior. Pero, en las calles y terrazas hay aparentes notas hipomaníacas, con narcisistas buscando con sus risas estrepitosas ser centros de atención, con ciclistas circulando a alta velocidad y haciendo malabarismos en zonas peatonales, con una agresividad que ya ha conducido a peleas callejeras, etc. 

    Esa aparente hipomanía, que brilla más que la eutimia también existente, es facilitada por los mensajes políticos y comerciales que dan, en la práctica, por finalizado el incordio del virus. Lo que antes podía ser superfluo se ha convertido en esencial.

    El riesgo de ese frenesí de alegría, mostrado especialmente en encuentros multitudinarios en discotecas o en la calle en ciudades europeas tras el confinamiento, es evidente en forma de contagios potenciales y parece que una ciertadosis de miedo racional podría neutralizar parcialmente estas conductas. Sería deseable que, tanto el gobierno central como los autonómicos y todos los que anuncian con voz empalagosa sus productos en radio y televisión, dejaran de temer al miedo y más bien lo propiciasen. Además de la ley, parece que sólo desde un miedo realista podría adoptarse la necesaria prudencia.

    Si en cada parrilla de anuncios se incluyeran cinco segundos de ruidos corporales e instrumentales de una cama de UCI con un paciente intubado en decúbito prono afectado por Covid-19, quizá la hipomanía social decayera algo para bien de todos y como muestra de respeto a tantos muertos habidos, a tantas familias destrozadas. Ya se hicieron anuncios así, "crueles", para evitar accidentes de tráfico. No sobrarían otros análogos enfocados a la prevención de una enfermedad muy dura y tantas veces letal.

     


jueves, 11 de junio de 2020

MEDICINA. El coronavirus hace turismo





La pandemia actual ha tenido mucho que ver con la globalización. No estamos en 1918, cuando la “gripe española”, aunque lo parezca a la luz de lo que hacen u omiten los sabios que asesoran al gobierno y a la luz de las decisiones políticas del gobierno central y de los autonómicos, con disputas terribles entre responsabilidades de un mando único ministerial y las consejerías sanitarias regionales.

Tras un confinamiento decidido políticamente tarde mal y arrastro, se consiguió reducir claramente la escandalosa tasa de contagios y el consiguiente número de muertos.
Los efectos en el orden económico son obvios, con un aumento indecente en el número de parados, de personas que han de recurrir a comedores de caridad, etc. Y con la morbi-mortalidad asociada a la carencia de lo elemental. Hemos visto la desposesión de la propia dignidad de muchos, algo que hace indignos a todos quienes propiciaron tal desastre.

Ahora asistimos a lo que llaman “desescalada” y que se hace, en la práctica, como se podría hacer en el siglo XIX o en el XVIII, a ciegas. A ver qué ocurre… en los bares, en los colegios, en las playas, en la calle, en general.

Hay que recuperar la actividad como sea y parece que al precio que sea; darwiniano si procede, que algo así ya ocurrió con los viejos “con patologías previas”.

Y un sector básico en nuestra economía es lo que Dios nos ha dado, un país bien ubicado para que a él acudan turistas y se dejen el dinero en hoteles, tiendas, museos, restaurantes, chiringuitos, etc.

Pero he ahí que los turistas pueden traernos no sólo dinero sino más carga viral de la que ya anda campando por aquí. El coronavirus, ya se sabe, no tiene ningún problema para meterse en un avión o en un barco (aunque ya no hay cruceros), siempre y cuando sea dentro de los cuerpos que así viajan.

El preclaro D. Fernando Simón aludió hace poco a la importancia de estar alerta ante casos “importados”. Y es que ya sabemos de la importancia de la importación, pues el virus no es español, ni siquiera europeo; es chino, que ya lo dijo Trump, o apátrida si no le hacemos caso tampoco a este sabio.

Se ha hablado de cuarentenas, de quiénes y cómo se pagarían, de sus efectos, etc. Y se han descartado. ¿Quiénes viajarían para estar confinados una o dos semanas?

Se ha hecho un plan piloto, a ver qué ocurre cuando lleguen unos cuantos alemanes a las Baleares (algunos de ellos tienen segunda residencia ahí). A ver qué pasa. Seguramente nada o o quizá algo malo. Cualquier respuesta es válida porque no lo saben ni siquiera los comités de sabios que asesoran al gobierno y a las comunidades autónomas.

Y no lo sabemos porque no se harán pruebas para detectar a quienes sean portadores de un virus turístico. En su edición de hoy mismo, el Diario de Mallorca decía que “El Govern renuncia a hacer test PCR a los turistas del plan piloto”.

PCR significa “reacción en cadena de la polimerasa”. Es algo que sirve para detectar un fragmento de secuencia genética, en este caso, específico del virus. El RNA que tiene, listo ya para empezar a codificar proteínas en cuanto ha entrado en una célula (RNA monocatenario positivo se le llama), es convertido en DNA y amplificado hasta ser detectado. El método responde a una simple pregunta: en una muestra de un turista, tomada con un hisopo, por ejemplo, hay o no presencia de ese incordiante virus.

La PCR usada para eso, como la determinación de la glucemia o, en general, cualquier analítica convencional, puede hacerse de un modo más o menos sensible y específico, más o menos rápido o lento, más o menos automatizado o no. Hoy en día existe la posibilidad de realizar PCR de forma prácticamente automatizada en un plazo de horas. Basta con instalar módulos y dedicar personal a ello.

Incluso en situaciones de baja prevalencia, como sugieren los estudios serológicos (tanto los llamados “rápidos” como los ELISA), podrían hacerse PCR a mezclas de muestras de un grupo de individuos (todos los pasajeros, la mitad, la décima parte…). Si el resultado es negativo en un “pool” concreto, todos los que lo integran serán libres de confinamiento; en caso contrario, habría que afinar en los grupos positivos hasta detectar los individuos infectados. Con uno solo nos llega para un rebrote. Ese caso o los casos detectados serían aislados hasta que mostraran PCR y clínica negativas. Solucionado en gran medida el problema.

¿Por qué no hacer PCR para detectar portadores en quienes aterrizan en los aeropuertos de nuestro país? Podrá decirse que es caro. Pero eso es algo a negociar entre quienes corresponda (países, compañías aéreas, los viajeros...). Hay que disponer de instrumental y pagarle a gente que lo haga. Incluso habrá una tasa de falsos positivos y de negativos. Y hay un cierto incordio para los turistas, que no podrán pasear a sus anchas hasta saber el resultado. En cualquier caso, los costes derivados parecen muy escasos en comparación con los que puede implicar el que no se detecten casos potencialmente contagiosos.

Es obvio que, siendo la contagiosidad posible por parte de personas infectadas sin síntomas, tomarles la temperatura y pedirles que rellenen un cuestionario tendrá el mismo efecto preventivo que exigirles su carta astral o practicar la quiromancia con ellos.

Pues bien, éste es el país en que vivimos. Esa es la puesta en acto de un sector de su “ciencia” epidemiológica. 

Esperemos que el virus turista descanse en su afán reproductor por efectos de la estación. Alternativamente, podemos optar por recursos medievales.

sábado, 6 de junio de 2020

Hablar, Ser.





"Die Sprache ist das Haus des Seins"
M. Heidegger.

La normalidad, eso que nunca existe propiamente, aunque lo parezca, se ha esfumado. Aunque nadie es normal, puede sentirse en una cierta normalidad de vida. Ahora se nos habla de la “nueva normalidad”, un oxímoron.

La neolengua implica incluso la entonación con que se expresa, sea por parte de un presidente del gobierno en sus homilías, sea desde los anuncios cotidianos, que, con voz sensiblera, empalagosa, remiten al pasado mostrado ahora como futuro; volveremos a lo anterior, a abrazarnos, a besarnos, a viajar, a celebrar fiestas, a “disfrutar de las pequeñas cosas”. Las simplezas de los libros de autoayuda se han convertido ahora en lemas televisivos cotidianos.

No son lemas dirigidos a solitarios. La nueva normalidad se dirige a la idealidad de familias cohesionadas, a los jóvenes, a los viejos que supuestamente siempre fueron abrazados, etc. Como si antes de la pandemia viviéramos en un cuento de hadas, todos felices y comiendo perdices.

Y, sin embargo, sólo desde la debilidad mental podemos asumir que estamos alcanzando algo parecido a la normalidad, cuando más bien, ojalá no, podemos volver a la casilla de salida, con un rebrote o una oleada, a la luz de cómo se ha gestionado y se sigue gestionando la crisis pandémica en nuestro país.

Vivimos en una clara anormalidad, con un aparente grado sustancial de subnormalidad política. Un anuncio del Ministerio de Sanidad declara que “salimos más fuertes”, pero eso, aunque se haga con la mejor intención, es una solemne mentira, cruel incluso, porque, en primer lugar, no hemos salido de nada; el virus puede volver a aguarnos la fiesta en cualquier momento. De hecho, no se ha ido; aunque sea a bajo nivel, sigue contagiando. Por otro lado, ¿Cómo hablar de fortaleza con tantos miles de muertos (siendo el recuento demográfico más afín a la ciencia que el epidemiológico)? ¿Cómo con tantos supervivientes de evolución clínica incierta ante un virus de efectos sistémicos?  ¿Se sentirán más fortalecidos los que ni siquiera se han podido despedir de sus seres queridos? ¿Tendrán esa sensación vigorosa quienes han perdido su trabajo y han pasado a engrosar las “colas del hambre”?

La triste y cruda realidad de miles y miles de personas a las que la pandemia les anuló su normalidad no se aprecia. Por el contrario, las terrazas de las ciudades están abarrotadas y el número de “runners” y ciclistas alcanza cotas impensables hace unos meses. Lo que se ve es esa anormal “nueva normalidad” que se pretende ya plenamente gozosa con las transiciones de fase, cuyas medidas restrictivas distan mucho de cumplirse.

Quizá una imagen valga más que mil palabras. Un domingo estaba esperando, guardando la “distancia social” (otro oxímoron), para comprar el periódico. Una mujer mayor que estaba dentro de la tienda no daba salido, algo que me impacientaba, hasta que reconocí avergonzado lo evidente. Esa mujer no iba en realidad a comprar una revista o un periódico; eso era la excusa. Iba principalmente a hablar, a hablar con alguien. Y, al hacerlo, muy poco tiempo en realidad, mostró la gran necesidad vital que tenemos de eso, de hablar. El lenguaje, esa “casa del ser” requiere al otro, ahí, de frente. Somos hablando con otro; da igual que parloteemos sobre el tiempo o la carestía de la vida o analicemos el movimiento browniano. La necesidad reside en hablar, más allá del contenido de la conversación, incluso llegando al límite de no entender. En la película “Gravity”, la protagonista, aislada en su nave espacial, deseaba seguir oyendo una emisora en la que hablaban en chino, idioma que no entendía, pero precisaba esas voces, con las que trataba inútilmente de relacionarse.

En la creencia, la propia oración, tan justificada hasta por el escéptico Gardner (algo curioso), es un “hablar a” Dios, lo que supone la asunción de ser escuchado por la gran Alteridad, por el Gran Misterio. Aun sabiendo que Dios no es humano (mucho menos inhumano).

En este tiempo ha habido una potenciación de lo telemático. Tele-trabajo, tele-consulta, tele-conferencias, clases telemáticas, “webinars”. Es la tele-acción, la tele-visión tan diferente a la ya vieja televisión. Pero no es lo mismo, por más que esos medios palíen la lejanía que la prevención impone. La telecomunicación se caracteriza precisamente por ese prefijo, por lo “τῆλε”, lo lejano, aunque invada nuestras casas, siendo así que hablar de verdad requiere la proximidad corporal.

Lo que potencia la aproximación de lo lejano facilita a la vez el alejamiento de lo próximo. Con internet podemos visitar museos de otras ciudades o darnos un paseo cósmico, pero la posibilidad de hacer cualquier tipo de gestión rutinaria, local, se ve muy limitada, cuando no imposible, para quien no tenga un ordenador con acceso a internet. El mundo de los cuerpos pasó a ser electrónico, el mundo de las palabras e imágenes se pretende equivalente a secuencias de bytes.

Podemos escribir, podemos comunicarnos verbalmente por medios telefónicos o telemáticos en general, pero lo que necesitamos realmente es algo que esta pandemia ha manifestado crudamente, de modo muy especial en quien ha pasado, sedado o no, a la otra orilla. Se trata de la imperiosa necesidad de hablar, incluso aunque, desde esa posibilidad, callemos. Se trata de eso que nos permite ser, estar en la casa que constituye el lenguaje.

Y quizá sea eso que nos hace humanos, el hablar, lo que permita, al cabo de un tiempo, cuando sí se haya neutralizado de un modo u otro este coronavirus, que volvamos a la vida de siempre, con el olvido habitual de lo que una vez ocurrió. Siempre olvidamos y repetimos lo peor. Será entonces cuando sí haya, para quienes puedan o podamos presenciarlo, una vida normal.


lunes, 25 de mayo de 2020

MEDICINA. Un tiempo para mirar




Antes de comprender, mucho antes de concluir, estamos en la posibilidad de dedicar nuestro tiempo a la mirada.

Partimos impropiamente de que el tiempo es propio, cuando más bien somos, existimos, en él. No es lo mismo tener tiempo que ser en él. Y lo pagamos muy caro, a veces con vidas, si no lo tenemos en cuenta. Porque estamos en un tiempo de pandemia.

Ahora se tata de mirar. Podemos mirar, que no es poco. Estamos en el momento descriptivo – taxonómico, el de la pregunta por el qué inicial, ese que puede hacernos reconocer del modo más crudo que el tiempo propio, biográfico, es restringido por el biológico y, a la vez, sostenido en él. 

¿Qué es esto que mata a mucha gente en poco tiempo y ante lo que nos hemos confinado porque sabemos que contagia? Bueno, podemos mirarlo, aunque sea de modo instrumental y no directo. Es un virus, parecido a otros, clasificable con ellos. Nombrable. Y así decimos que es un beta-coronavirus, al que le llamamos SARS-CoV-2, que su genoma es RNA y que codifica proteínas (“spike”, “envelope”, “membrane”, “nucleocapsid”). Proteínas que revisten un genoma que las informa y así "ad infinitum" si esas proteínas reconocen algo en nuestras células para entrar en ellas y usar todos los recursos precisos para la reproducción viral.

Estamos en la perspectiva inicial de un qué nominativo y pobremente taxonómico.

Nuestros cuerpos pueden pasar a ser medios de cultivo de ese virus, llegando a desbaratarse como tales cuerpos desde el propio reconocimiento de él, algo que ocurre cuando se produce eso que se ha dado en llamar tormenta de citoquinas. El yo inmunológico no reconoce a lo que llamamos yo, entendamos por eso lo que entendamos, y lo ataca. Es, en cierto modo, un suicidio celular, molecular, aunque sea no deseado e inducido por un ser no deseante, un virus. 

Este nuevo virus no es solo etiología de una enfermedad pulmonar, sino que más bien parece sistémico; mediante la refinada “apropiación” utilitaria del sistema inmune, combinada con un ataque generalizado a distintos tipos celulares, puede producirse una grave enfermedad aguda que ocasione la muerte, complicaciones serias si se sobrevive o simplemente nada más allá de un cuadro respiratorio banal. Aunque no quepa hablar de finalidad en Biología, parece que el virus cumple una suya. 

Podemos mirar el virus, pero hay otras miradas posibles, complementarias o antagónicas entre sí. El sujeto puede sucumbir, morir, pero muchos otros sobrevivirán. Es así que surge la mirada al individuo estadístico y a su dinámica en otro tiempo, el colectivo, en el que las ordenadas de un gráfico cartesiano reflejarán el número de muertos, de infectados, de supervivientes…  Y también la mirada a las consecuencias de tal catástrofe, a una economía que se paraliza, a “colas del hambre”, a la emergencia de lo peor violento y de lo mejor solidario en cada persona. 

Hay muchas miradas hacia algo que se hace atractor de ellas. La microbiológica, la genética, la bioquímica, la farmacológica, la preventiva (paupérrima mirada), la socioeconómica o la política. Incluso ahora, aunque se diera más en otros tiempos, la religiosa. ¿Por qué Dios permite algo así? Un atractor, un virus que se hace núcleo de una dinámica de poblaciones que abarcan desde juegos moleculares hasta decisiones políticas hace que nos planteemos preguntas que, en general, no están alejadas de las que se hacían los medievales y quienes los precedieron.

Pero tenemos la posibilidad de enfocar mejor o peor la mirada. Entre todos y por parte de cada uno. Los investigadores científicos se dirigen a lo procedente, a las dianas moleculares que permitan un tratamiento o una prevención, una vacuna. La cantidad de publicaciones relacionadas con la nueva enfermedad, Covid-19, desde su aparición como tal es ingente. En el momento de escribir estas líneas, si buscamos por “Covid-19”, encontraremos 15.899 publicaciones en PubMed y 3.268 “pre-prints” en medRxiv. No hay tiempo para contemplaciones, para que haya revisión por pares cuando algo parece importante y, por ello, la fracción de artículos que se muestran sin ese control por "referees" en medRxiv es importante, un veinte por ciento. Podríamos decir que lo novedoso (el Covid-19 lo es) impulsa lo que la urgencia requiere, una especie de Facebook para artículos científicos. Algo así ya tuvo su éxito en el campo físico-matemático, con arXiv. 

Pero hasta ahora hemos hecho una mirada limitada, aun cuando tengamos en cuenta todo lo que esto, nada menos que una pandemia que tiene una tasa de letalidad importante, ha supuesto, supone y supondrá en la vida de cada cual y en la de muchos países.

Rompemos el límite si expandimos la mirada. Y eso requiere vernos no sólo en el presente, sino echarle un vistazo al pasado. Ha habido muchas epidemias y pandemias. Podríamos haberlo asumido y pensar que ésta es una más a encuadrar en la historia de todas las anteriores, algunas de las cuales fueron mucho más mortíferas y no tanto porque la prevención fuera mucho peor (simplemente era mágica, en vez de pseudocientífica), sino porque los gérmenes eran más letales. Pero tal asunción es extraordinariamente difícil en un tiempo de constantes promesas salvíficas centificistas.

Y así nos ha encontrado el virus; preparados para las técnicas de edición genética o para delicadísimas intervenciones quirúrgicas, pero sin barreras defensivas tan elementales como mascarillas, porque un sistema “eficiente” externaliza la producción de lo que no es previsible a corto ni a medio plazo. Viendo los casos de Italia, de nuestro país y, más recientemente, del Reino Unido y de EEUU, podría pensarse que, a mayor nivel de desarrollo científico, mayor grado de estupidez política con consecuencias nefastas. Una estupidez política por más que se ampare en un cuadro técnico de apariencia pseudocientífica.

Situarnos en el presente supone aceptar la fragilidad, tanto a la escala singular como a la colectiva, de especie incluso. Ya tuvimos grandes ejemplos. Los grandes reptiles desaparecieron por los efectos de una contingencia. Por decirlo de un modo muy simple, cae un meteorito y los cambios en la biosfera promueven un cambio ecológico en el que la evolución de los mamíferos se facilita. Y una de esas ramitas, como diría Gould, acaba conduciendo a los homininos y, entre ellos, a nosotros. No parece probable que este virus termine con todos, pero cualquier otra contingencia, vírica o ambiental, podría hacerlo. A veces surge la pregunta sobre si estamos solos en el Universo. No lo sabemos, pero, si nos contemplamos a nosotros mismos, parece que eso que llamamos inteligencia tiene una fuerte asociación a una estupidez compensadora y que se sostiene en la pulsión de muerte.

Tiempo de mirar. Alguien come lo que no debe y mueren millones de personas en pocos meses. Parece que esa es la explicación, pero es una explicación muy simplista. Porque explicar lo sucedido a escala biológica y social supone estar muy lejos de la mirada esencial.

Tiempo de mirar. ¿Basta con la ciencia para enfocar esa mirada? Es absolutamente necesaria, pero no parece suficiente. La mirada puede también ir más allá, ser metafísica, mítica, mística. Si escapamos del relato mítico tradicional, otro similar pero dañino, ese que deifica el progreso tecno-científico, puede agotarnos. La mirada puede dirigirse a lo que la propia fragilidad revela, el misterio por el que un conjunto de átomos pasa a reconocerse como alguien aquí y ahora.

Llega un virus y las promesas mueren, lo cotidiano se quiebra, el tiempo se desmorona al deshacerse agendas. Quedamos solos en ese oxímoron llamado distancia social. 

Hay mucho que mirar antes de comprender. Y es algo que requiere calma y diálogo sereno, algo que precisará más tiempo del que suponga el propio de esta situación pandémica, que no ha finalizado, por más que lo deseemos. Algo que requiere mayor perspectiva que la que la propia Ciencia ofrece. Algo que precisa silencio contemplativo.




martes, 19 de mayo de 2020

MEDICINA. La pulsión de muerte como dejación de funciones.





“Así, el breve tramo de vida que les queda a los ancianos, ni deben ansiarlo con avidez ni abandonarlo sin razón.”
Cicerón. Sobre la vejez.

Cuando Cicerón escribió esto, aún no había alcanzado lo que hoy los expertos (cuántos hay para todo) llaman la tercera edad. Probablemente lo hubiera logrado, y sus manos seguirían acompañando su elocuencia en vez de adornar las puertas del Senado, si Marco Antonio no llevara tan mal las críticas.

18.387 personas (o más, a saber) han fallecido en residencias geriátricas, la mayoría en Madrid, Cataluña, Castilla y León y Castilla La Mancha.
 
Si dedicáramos sólo un segundo a tratar de imaginar cada una de esas personas o a mirar su fotografía, sólo un segundo, nos pasaríamos cinco horas largas dedicados a eso. ¿Y para qué? ¿Quién podría asomarse a la vida de otro en un segundo? ¿Quién podría reducir las vidas de tantos a una tarde? Un segundo no da ni para una oración.

En realidad, no basta con pocos minutos, ni siquiera horas, para tratar de iniciar un duelo por un ser querido en estos tiempos. Un duelo que se niega con absoluta crueldad.

Nos dicen en muchos anuncios, con voz empalagosa pretendidamente optimista, que “cuando esto pase, que pasará”, disfrutaremos de abrazos y besos y todas esas cosas, además de ir al cine o de cañas. No aluden, por supuesto, a que, si esto pasa, cosa probable gracias a la ciencia, no a la pseudo-ciencia en la que estamos inmersos, muchos, en vez de ir de cañas, engrosarán las colas del paro y del hambre.

Y, en medio de ese contexto en que se nos insta a resistir, como si nos dirigiese Churchill contra los alemanes, aparece una noticia en un periódico que quizá nos estremezca, pero sólo un momento. El titular es duro, pero muchísimo menos que la realidad a la que se refiere: "No se permite ingresar pacientes de residencias al hospital”. La orden no puede ser más clara. 
 
Bueno, ya se sabía, ya se anunciaba, ya se nos hablaba del “valor social”, algo a considerar cuando los recursos son limitados y urge su uso adecuado, pragmático. Llevamos ya muchos años inmersos en los criterios de calidad y de eficiencia en los hospitales, sitios en los que se habla también de "productividad", algo curioso. 

Qué cosas. Llega un coronavirus y la eficiencia se hace máxima en términos productivos (haciendo omisión de cualquier enfoque humanista), pues pasa a haber una sola enfermedad. Lo demás… puede esperar. 

El Covid-19 ha sido seleccionada entre las demás patologías como única enfermedad a atender. A la vez, resucita al Darwin peor interpretado, en un estilo que, si no es nazi, aparenta serlo. Los viejos “con patologías previas” (cuántas veces se dijo eso a primeros de marzo) son eliminados del modo más natural, por una enfermedad que hace estragos en unas condiciones de vida que distan de poderse llamar así. 

Bueno, ya sabemos que también mueren jóvenes, que hay gente que, curada, recae, que se trata de una enfermedad no solo pulmonar sino sistémica, que incluso se ha llevado por delante a algunos niños en los que previamente los médicos han percibido un Kawasaki (algo muy raro, nos dijo por la televisión un pediatra tranquilizador; sí, si, muy raro).

Pero, a pesar de lo anterior, el individuo estadístico “resistirá”, aunque sus componentes se caigan a trozos. 

Y los médicos son aplaudidos. Y algunos gestores serán premiados de algún modo, con más “valor social”, con dinero, con una promoción política, abundan los modos. 

Todos aplauden a todos. Los policías a los médicos y viceversa, y los médicos a cada uno que sale de una UCI, medio lelo por la sedación, y que irá a una planta y después, si sale de verdad, de verdad, de verdad, a saber…  En algún momento le habrán mostrado en una “tablet” o en un “móvil” a algún nieto, si lo tiene, a algún hijo, o a nadie porque ya no hay nadie, porque ya estaba solo.

Qué buena labor la de muchos geriátricos, con una clasificación ordenada de válidos, semi-válidos y los que ya están totalmente gagás, pero que pagarán (ellos u otros), si aquéllos son privados, en orden directamente proporcional al grado de dependencia. Y si alguien con más de sesenta años es ingresado ahí, por consciente y activo que se crea, será conducido a la cama a “su hora”, aunque sea verano y el sol luzca brillante en lo alto. Se le privará de vino, que es malo para su hígado; se le mandará, aunque sea sabio, ir a una sala a construir puzles o castillos para prevenir así la demencia; también se promoverá su socialización con otros practicando ejercicios “gimnásticos” colectivos, incluyendo el divertidísimo de tirarse un gran balón entre unos y otros. En el mejor de los casos, quizá se le permita jugar al parchís. Es maravilloso. 

Mucha gente que ha levantado este país, tras haber atravesado una guerra y una posguerra, o algunos, que ya no vieron eso, una transición democrática, se ven reducidos a la condición de fragilidad más absoluta, en manos de monjas o de buitres. Muchos que son útiles socialmente se ven inutilizados. 

Y es a esta gente, en su estado más carencial, de susceptibilidad máxima a una enfermedad negligentemente novedosa, a la que se le niega el pan y la sal de la Medicina, dándoles un alta falsa, según se nos dice en algún periódico, según hemos visto, aunque no se dijera explícitamente, negándoles el ingreso digno a un hospital y, en él, el tránsito, bella palabra que ha quedado desplazada en el contexto de eficiencias. 

Los médicos que hayan firmado tales altas aducirán que han cumplido órdenes. Tienen razón; otros las cumplieron antes y ya sabemos cómo; mucho humo salía de chimeneas polacas. Tienen razón, pero son culpables por renunciar a lo que deben, a lo que se comprometieron, a lo sagrado, a ser médicos. Son, en ese sentido auténtico, sacrílegos. Y quienes hayan impartido tales órdenes, médicos algunos, de las que eximirían quizá a familiares afectados, son también culpables por atender a un pragmatismo tan “eficiente” como inhumano.

Habrá quien se rasgue las vestiduras al hablar de eutanasia. Lo que ha ocurrido en tantos geriátricos con el coronavirus simplemente ha puesto de relieve que la muerte a secas, no la eutanasia real, es deseada por muchos con poder político. ¿A quién le importan los viejos?

Sólo Dios puede perdonar a los gestores que han dejado morir a tantos de mala manera, sin otorgarles un entierro digno. Sólo Dios puede perdonar a los médicos que hayan colaborado con la pulsión de muerte que se ha instalado en España.


miércoles, 13 de mayo de 2020

MEDICINA. Covid-19. No contagiemos y no seremos contagiados.



Ya llevamos tiempo de pandemia en España. 

Hemos vivido un tiempo de confinamiento masivo y decidido tardíamente, que ha tenido al menos la bondadosa consecuencia de paliar la expansión del virus. No es poco. Pero no es suficiente.

Hasta ahora las cosas no se han hecho precisamente bien. Sabemos sobradamente las consecuencias terribles habidas. 

Es tiempo de cambiar el modo de proceder. La “herd immunity” no es una buena solución. Y exponernos a nuevos confinamientos masivos tendría consecuencias terribles en términos económicos y de morbi-mortalidad. 

En este enlace pueden verse simulaciones muy intuitivas relativas al contagio. Se incluye ahí un gráfico que esquematiza de modo general la buena actitud, tras el confinamiento masivo, en el que hemos tenido tiempo para reflexionar y ver qué procede hacer. 

Lo que viene ahora, ya, no es un mero camino basado en consejos paternalistas hacia la “nueva normalidad” (vivimos tiempos de neolengua). Lo que procede, se ve literalmente en ese gráfico, es “test, trace, isolate”, esperando la última fase, “vaccinate”. 

Vayamos a la primera cuestión, las pruebas. Las hay de dos tipos, de detección genética (PCR) de material vírico (hay laboratorios que también detectan proteínas suyas, los "antígenos") y de detección de respuesta del organismo infectado (tests serológicos). 

La eficacia de estas pruebas se ve limitada por aspectos técnicos intrínsecos y por la evolución de la enfermedad. La demostración de infección por PCR precede a la detección mediante el hallazgo (y potencial cuantificación) de anticuerpos contra el virus de tipo IgM y de tipo IgG. 

Estos tests serológicos son muy importantes para saber no sólo si alguien está en fase activa de enfermedad (IgM positiva) o potencialmente curado (PCR negativa e IgG positiva) con matices (posibles reinfecciones, efectos tardíos del virus…); también nos da una idea de la inmunidad grupal en un gran colectivo como puede ser el sanitario.

En Galicia se están haciendo tests serológicos a todo el personal del SERGAS (rápidos, de “doble banda”, y ELISA si procede). Una buena idea extensible a otros colectivos (escolar, de servicios, etc.). Cuantos más tests serológicos se realicen, más se sabrá sobre la inmunidad grupal, a la vez que una positividad IgM fortuita en un asintomático inducirá a estudiarlo como potencial paciente y, de serlo, a alertar a contactos y proceder al aislamiento.

Hasta ahora, la PCR se ha realizado con escasez y tardanza. De ese modo, cualquier paciente cuya clínica de posible Covid-19 es confirmada finalmente por PCR habrá tenido tiempo hasta entonces de haber contagiado a muchas personas. A diferencia de los tests serológicos, que miran “a toro pasado” (o en curso), la PCR detecta inicialmente la situación. 

Bien, nunca es tarde (relativamente) si la dicha es buena y un BOE muy reciente, del 11 de mayo, recogía una Orden Ministerial por la que a todo caso sospechoso de COVID-19 se le realizará una prueba diagnóstica por PCR u otra técnica de diagnóstico molecular que se considere adecuada, en las primeras 24 horas desde el conocimiento de los síntomas”.

Es aquí en donde se inicia uno de los aspectos relacionados con el título de esta entrada del blog. Si alguien percibe síntomas de alarma de potencial Covid-19, debe contactar con su médico y, si éste sospecha, desde la clínica, esa enfermedad, solicitará la PCR. Un resultado positivo, obtenido cuanto antes, permitirá reducir claramente, mediante el aislamiento que sea factible, el contagio de otros. Es elemental que los confinamientos selectivos tienen obvias ventajas sobre los masivos, algo a lo que podemos volver si “jugamos” con el virus.

Es decir, la responsabilidad individual ha de jugar con el difícil equilibrio entre la hipocondrización y la prudencia, no por la salud propia, que se modificará poco en el sentido que sea si la PCR positiva aparece hoy o dentro de unos días, sino por la salud de los demás, esos contactos que quizá no se contagien por aislamiento y control desde ese saber diagnóstico. 

Hay otro aspecto, muy claro y al fin accesible. Se trata del uso de mascarillas. Sabemos que las hay distintas y que las llamadas quirúrgicas evitan más bien contagiar, si estamos infectados, que ser contagiados por otros. Pero, precisamente, dado que podemos estar infectados y contagiar aun siendo asintomáticos, parece de una ética elemental llevar mascarilla puesta siempre que salgamos de casa, precisamente para no contagiar a los demás. 

Curiosamente, ese deseo de cuidado del otro, del desconocido incluso, en la medida en que se generalice, facilitará que todos seamos más difícilmente contagiados.
Eso y la elemental prudencia de establecer barreras alternativas (pantallas de metacrilato, por ejemplo) y, sobre todo, en mantener una distancia entre personas. Lo visto estos días de “fase 1”, que han parecido de celebración colectiva en terrazas y calles más que de otra cosa, a pesar de la tragedia nacional en la que aún estamos inmersos, ha sido de una irresponsabilidad manifiesta. Es probable que, si la ética es ignorada, la ley haya de prohibir insensateces.

La solidaridad en este terrible contexto de pandemia en el que el coronavirus no hace distinción de edades (ni a niños siquiera), no es solo cosa de sectores sanitarios ni de servicios; tampoco de aplausos. La solidaridad reside en cuidar al otro evitando contagiarlo, aunque no tengamos evidencia de estar infectados nosotros. 

Curiosamente, esa solidaridad será la que nos permita llegar del mejor modo al tiempo “vaccinate”, cuando se logre, si se logra, lo que la gran mayoría deseamos, una vacuna segura y eficaz.

lunes, 27 de abril de 2020

MEDICINA. Covid-19. ¿"Inmunidad de rebaño” en España?




Muchos llevamos confinados en casa (no todos la tienen) algo más de seis semanas. Una experiencia que la televisión nos muestra, en sus anuncios, y no sólo en ellos, como idílica. Podemos aprender cosas, disfrutar de la familia jugando, haciendo postres, manteniéndonos en forma de algún modo, etc. Parece estupendo. Y, sin embargo, esa experiencia puede facilitar que no se banalicen como se suele hacer las penas de reclusión. 
 
Estamos a la expectativa. Muchos lo llevan muy mal, y no porque estén enfermos de Covid-19, sino por una inquietud bien realista derivada de la previsible pérdida de empleo, de la ya existente disminución de ingresos, de ese “ERTE” que no llega, etc. Otros no están bien porque sufren alguna de las miles de enfermedades que hay descritas y no se atreven a ir a un centro de salud o un hospital a no ser que la situación sea claramente límite, porque en esos lugares parece haber ya solo una enfermedad. Y hay muchos que simple, crudamente, están absolutamente solos, sin poder ser visitados ni por familiares. 
 
De los que están pasando el Covid-19 en UCIs, de los que se mueren en cruel soledad como consecuencia de ese virus, de los que, aunque no mueran, viven estos días en geriátricos, de quienes ni pueden despedir a sus muertos como es humanamente debido, parece ya superfluo hablar. 

Es una descomunal tragedia patéticamente dulcificada en términos del individuo estadístico, ese que se representa con curvas de muertos, de contagiados, de curados (que es mucho decir, por el momento), ese que "resistirá", con la curva que se aplana de aquella manera, porque ya es difícil saber dónde diablos se puede contagiar tanta gente confirmada (a saber los no confirmados) en pleno confinamiento. Y hay aplausos, eso sí. ¿Cuántos sanitarios y policías se habrán contagiado en esos aplausos recíprocos a las puertas de hospitales por estar prácticamente pegados entre sí?

Pero ya se ve la luz. Eso es lo que se nos anuncia en un discurso político – pseudocientífico (o viceversa) que parece pretender la infantilización social. 
 
Ayer mismo aparecía en “El País” un titular inquietante, “Sanidad pide que las comunidades tengan capacidad de doblar las UCI parainiciar la desescalada".  En ese artículo se dice explícitamente que “La consigna es contener los nuevos contagios a un nivel asumible por el sistema sanitario y evitar su colapso”. Es decir, tal parece que estamos como al principio, con una Medicina Preventiva que lo que intenta prevenir no es tanto la enfermedad en personas cuanto el colapso del sistema sanitario ante una posible nueva avalancha de pacientes de Covid-19 que requieran asistencia en UCI.

Eso parece indicar que la perspectiva que rige en la gestión de esta pandemia en nuestro país estriba solamente en esperar una “herd immunity” (“inmunidad de rebaño”), aunque no se diga, cosa que, al menos, sí enunció, para escándalo general, Boris Johnson . Esa inmunidad colectiva se irá generando de modo “natural”, con el coste derivado en muertes, ingresos en UCI, en planta, etc. Es simple. O te mueres o te inmunizas, y en cuanto la inmunidad alcance un porcentaje muy alto de la población a base de repuntes, rebrotes, oleadas o como le quieran llamar (son muy creativos con el lenguaje), el virus dejará de tener campo de acción. Duplicar las UCIs contempla obviamente que sería muy grave (poco estético, desde luego) llegar a una medicina de catástrofe en nuestros hospitales, esa en la que hay que elegir en función del "valor social".
 
Y, siendo así, porque así parece, estamos como estuvieron nuestros predecesores cuando sobrevino la “gripe española”. A la espera de que la inmunidad grupal rebaje el célebre “R” y el virus ya no tenga prácticamente a quien contagiar.

Al margen de despropósitos acaecidos en este año, de carencias elementales de medidas de protección, de flujos diferenciales de pacientes, de todo eso sobradamente sabido (todavía hay problemas con mascarillas y desinfectantes), surge una pregunta bien elemental. ¿Por qué no se hacen pruebas (PCR, IgM, IgG) que, incluso aunque no tengan una sensibilidad y especificidad del 100%, pueden indicar bastante mejor la situación real de cada persona (no infectado, en proceso de infección o curado) que si no se hace ninguna? Lo que están haciendo ahora, ese estudio de seroprevalencia indicará algo (no van a tirar tests de anticuerpos totales, que no valen a escala individual), pero insuficiente.

Sólo con tests masivos, es decir, realizados a toda la población en situación clínica sospechosa, pero también asintomática, y periódicos, podrá saberse cuál es la situación real de la pandemia en nuestro país. En otros lo hicieron, lo hacen. Incluso desde una perspectiva crudamente economicista, aunque desconozco precios, parece más barata la analítica masiva que la opción de tratamientos en UCIs por nuevos contagios en rebrotes Y, desde luego, claramente más humano.

¿Por qué, en plena época científica, se cierran laboratorios de investigación biomédica, como recientemente denunciaba Mariano Barbacid
 
¿Por qué, en plena época científica, no se hacen pruebas y más pruebas que permitan saber quién debe quedarse en casa y quién puede ir a trabajar sin jugarse su tipo ni el de otros? 
 
¿Por qué semejante nivel de aparente ineficiencia, que ha ocasionado que nuestro país ostente el triste liderazgo en número de sanitarios contagiados?

¿Por qué? Al hacer esta pregunta, que no deja de ser una crítica obvia, incurro en el soberbio pecado de “cuñadismo” al que aludió el preclaro Sr. Llamazares

Pero es una pregunta que lanzo como médico y ciudadano. Y no soy precisamente el único. Muchos otros médicos se la hacen. Muchos otros ciudadanos se la hacen, como se la hicieron ante medidas de barrera que se les negaban.