Muchos
llevamos confinados en casa (no todos la tienen) algo más de seis
semanas. Una experiencia que la televisión nos muestra, en sus
anuncios, y no sólo en ellos, como idílica. Podemos aprender cosas,
disfrutar de la familia jugando, haciendo postres, manteniéndonos en
forma de algún modo, etc. Parece estupendo. Y, sin embargo, esa
experiencia puede facilitar que no se banalicen como se suele hacer
las penas de reclusión.
Estamos
a la expectativa. Muchos lo llevan muy mal, y no porque estén
enfermos de Covid-19, sino por una inquietud bien realista derivada
de la previsible pérdida de empleo, de la ya existente disminución
de ingresos, de ese “ERTE” que no llega, etc. Otros no están
bien porque sufren alguna de las miles de enfermedades que hay
descritas y no se atreven a ir a un centro de salud o un hospital a
no ser que la situación sea claramente límite, porque en esos lugares parece haber ya solo una enfermedad. Y hay muchos que
simple, crudamente, están absolutamente solos, sin poder ser
visitados ni por familiares.
De
los que están pasando el Covid-19 en UCIs, de los que se mueren en
cruel soledad como consecuencia de ese virus, de los que, aunque no
mueran, viven estos días en geriátricos, de quienes ni pueden
despedir a sus muertos como es humanamente debido, parece ya
superfluo hablar.
Es una descomunal tragedia patéticamente
dulcificada en términos del individuo estadístico, ese que se
representa con curvas de muertos, de contagiados, de curados (que es
mucho decir, por el momento), ese que "resistirá", con la curva que se aplana de aquella
manera, porque ya es difícil saber dónde diablos se puede contagiar
tanta gente confirmada (a saber los no confirmados) en pleno confinamiento. Y hay aplausos,
eso sí. ¿Cuántos sanitarios y policías se habrán contagiado en
esos aplausos recíprocos a las puertas de hospitales por estar
prácticamente pegados entre sí?
Pero
ya se ve la luz. Eso es lo que se nos anuncia en un discurso político
– pseudocientífico (o viceversa) que parece pretender la
infantilización social.
Ayer
mismo aparecía en “El País” un titular inquietante, “Sanidad pide que las comunidades tengan capacidad de doblar las UCI parainiciar la desescalada".
En ese artículo se dice explícitamente que “La consigna es
contener los nuevos contagios a un nivel asumible por el sistema
sanitario y evitar su colapso”. Es decir, tal parece que estamos
como al principio, con una Medicina Preventiva que lo que intenta
prevenir no es tanto la enfermedad en personas cuanto el colapso del
sistema sanitario ante una posible nueva avalancha de pacientes de
Covid-19 que requieran asistencia en UCI.
Eso
parece indicar que la perspectiva que rige en la gestión de esta
pandemia en nuestro país estriba solamente en esperar una “herd
immunity” (“inmunidad de rebaño”), aunque no se diga, cosa
que, al menos, sí enunció, para escándalo general, Boris Johnson . Esa
inmunidad colectiva se irá generando de modo “natural”, con el
coste derivado en muertes, ingresos en UCI, en planta, etc. Es
simple. O te mueres o te inmunizas, y en cuanto la inmunidad alcance
un porcentaje muy alto de la población a base de repuntes, rebrotes,
oleadas o como le quieran llamar (son muy creativos con el
lenguaje), el virus dejará de tener campo de acción. Duplicar las
UCIs contempla obviamente que sería muy grave (poco estético, desde luego) llegar a una medicina de catástrofe en nuestros hospitales, esa en la que hay que elegir en función del "valor social".
Y,
siendo así, porque así parece, estamos como estuvieron nuestros
predecesores cuando sobrevino la “gripe española”. A la espera
de que la inmunidad grupal rebaje el célebre “R” y el virus ya
no tenga prácticamente a quien contagiar.
Al
margen de despropósitos acaecidos en este año, de carencias
elementales de medidas de protección, de flujos diferenciales de
pacientes, de todo eso sobradamente sabido (todavía hay problemas
con mascarillas y desinfectantes), surge una pregunta bien elemental.
¿Por qué no se hacen pruebas (PCR, IgM, IgG) que, incluso aunque no
tengan una sensibilidad y especificidad del 100%, pueden indicar
bastante mejor la situación real de cada persona (no infectado, en
proceso de infección o curado) que si no se hace ninguna? Lo que están haciendo ahora, ese
estudio de seroprevalencia indicará algo (no van a tirar tests de
anticuerpos totales, que no valen a escala individual), pero
insuficiente.
Sólo
con tests masivos, es decir, realizados a toda la población en situación
clínica sospechosa, pero también asintomática, y periódicos, podrá saberse
cuál es la situación real de la pandemia en nuestro país. En otros lo hicieron, lo hacen. Incluso desde una perspectiva crudamente
economicista, aunque desconozco precios, parece más barata la analítica masiva que la opción de tratamientos en UCIs por nuevos contagios en rebrotes Y,
desde luego, claramente más humano.
¿Por
qué, en plena época científica, se cierran laboratorios de
investigación biomédica, como recientemente denunciaba Mariano Barbacid?
¿Por
qué, en plena época científica, no se hacen pruebas y más pruebas
que permitan saber quién debe quedarse en casa y quién puede ir a
trabajar sin jugarse su tipo ni el de otros?
¿Por
qué semejante nivel de aparente ineficiencia, que ha ocasionado que nuestro
país ostente el triste liderazgo en número de sanitarios contagiados?
¿Por
qué? Al hacer esta pregunta, que no deja de ser una crítica obvia,
incurro en el soberbio pecado de “cuñadismo” al que aludió el
preclaro Sr. Llamazares.
Pero
es una pregunta que lanzo como médico y ciudadano. Y no soy
precisamente el único. Muchos otros médicos se la hacen. Muchos otros ciudadanos se la hacen, como se la hicieron ante medidas de barrera que se les negaban.
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