"Por medio de este hacer creativo, por medio del trabajo en vistas a una realización, el hombre da un sentido a su vida. Tal es su vocación, aquello a lo que ha sido llamado"
François Cheng.
En su testamento, Alfred Nobel expresaba su deseo de que el premio que lleva su nombre se otorgara a aquellos que, "durante el año anterior, hubieran conferido el mayor beneficio a la humanidad", por contribuciones al avance científico (se centró en la física, química, fisiología y medicina) y a la economía, o creando buena literatura y trabajando por la paz.
Es muy difícil cumplir literalmente esa voluntad. El comité encargado de conceder un premio Nobel considera que el “año anterior” no se refiere a contribuciones realizadas en él, sino más bien a que es en dicho año cuando son reconocidas. Se entiende así que se premien investigaciones que tardan mucho en ser valoradas, como ocurrió en el caso de Barbara McClintock, premiada en 1983 por un descubrimiento realizado en 1944. Hay quien, por morirse, no llega a ser reconocido.
Es muy importante que el comité Nobel entienda que la solución de nuestros problemas médicos por parte de la ciencia no es milagrosa sino que es precisa mucha investigación básica original y, por ello, es natural que premie a personas que han contribuido poderosamente en ese sentido, elucidando los mecanismos moleculares de nuestra fisiología y desarrollando métodos novedosos para ello. En una época en que tristemente se afianza el “publish or perish” en tantas carreras científicas, es bueno recordar que tan preciado galardón se ha otorgado también por avances metodológicos más que propiamente epistémicos. Así ocurrió con el marcado isotópico o con la proteína flurescente verde; también se premió la amplificación del ADN por la reacción en cadena de la polimerasa (PCR). De hecho, uno de los pocos que recibieron dos veces el premio Nobel en Química fue Frederick Sanger por sendos descubrimientos metodológicos relativos a desentrañar la secuencia de aminoácidos en una proteína y la de bases en el ADN.
A pesar del gran reconocimiento que supone el “Nobel”, muy pocos de quienes lo reciben son “populares” más allá de ámbitos relativamente restringidos a los que han contribuido poderosamente.Tal vez, en nuestro país, los más conocidos sean Cajal y Ochoa, por ser españoles, y también… Flemming, cuya popularidad deriva de haber descubierto la penicilina; estando preparada su mente, supo ver algo bueno en lo aparentemente malo, la contaminación de uno de sus cultivos bacterianos por un hongo. Y es que, si algo se le pide ingenuamente a un premio Nobel es que dé una respuesta a un problema cuantitativamente importante, sean las infecciones o el cáncer. Ya antes de Flemming, en 1939, Gerhard Domagk, que demostró la eficacia de las sulfamidas, no pudo recibir el premio porque no le dejó Hitler, en protesta porque el de la paz se le hubiera concedido a Carl von Ossietzky, internado en un campo de concentración nazi. Y pocos se acuerdan de los avatares del descubrimiento y uso de la insulina, incluyendo el olvido de Best por el comité Nobel en 1923.
Podría decirse que el comité Nobel encargado de nombrar a los premiados en Fisiología y Medicina, pero también en Química, ha mirado en general al gran problema médico del primer mundo: el cáncer. Se sabe que no estamos ante algo simple, que se requiere un profundo conocimiento de los intrincados mecanismos celulares y es ese avance epistémico, más lento de lo que todos quisiéramos, el que va aportando excelentes resultados por parte de tantos merecedores del premio, aunque no todos lo reciban. Pero, en realidad, el cáncer no es tan importante; no, al menos, si uno es justo en su mirada a un mundo en donde mucha gente se muere por enfermedades aparentemente mucho más simples de abordar que el cáncer. Las parasitosis son un amplio grupo de ellas, abarcando al paludismo y las filariasis.
Precisamente por eso, el premio Nobel de este año ha sido distinto, especial. Ha premiado a tres investigadores que dedicaron sus esfuerzos a encontrar medicamentos contra estas enfermedades que, por lejanas geográficamente, tendemos a ignorar. La comunicación del comité siempre es escueta; también lo ha sido ahora: “The Nobel Prize in Physiology or Medicine 2015 was awarded with one half jointly to William C. Campbell and Satoshi Ōmura for their discoveries concerning a novel therapy against infections caused by roundworm parasites and the other half to Youyou Tu for her discoveries concerning a novel therapy against Malaria”.
La ceguera de los ríos es una una enfermedad parasitaria crónica causada por el nematodo Onchocerca volvulus y llegó a ser la segunda causa más importante de ceguera en el mundo. Para su tratamiento, el japonés Satoshi Ōmura miró al suelo y de él aisló un nuevo microorganismo llamado Streptomyces avermitilis con una fuerte actividad antiparasitaria. El principio activo responsable, la avermectina, fue identificado y caracterizado por William C. Campbell, trabajando en la empresa Merck & Co., Inc. Hoy en día se usa un derivado llamado ivermectina en el tratamiento de la ‘ceguera de los ríos’ y de la elefantiasis. En 1987 Merck decidió donarlo a los países donde la oncocercosis es endémica. En colaboración con la OMS se han tratado más de 200 millones de personas.
Youyou Tu describe de un modo muy hermoso en Nature Medicine su trayectoria como investigadora. Estudió medicina tradicional china entre 1959 y 1962, siendo impresionada por la belleza del pensamiento filosófico subyacente a una visión holística del ser humano y del universo. En 1967, se incorporó a un proyecto maoísta secreto que impulsó la investigación contra la malaria. Tras investigar más de 2400 preparaciones de hierbas medicinales, encontró un extracto de la Artemisia annua L. que inhibía el crecimiento del parásito. Buscó bibliografía y la encontró…en un libro de Ge Hong (283 - 343) en el que se decía algo aparentemente anodino, pero que resultó crucial. Recomendaba para las fiebres intermitentes un puñado de quinghao (nombre que se le daba a la planta) en dos litros de agua, escurrir el jugo y beberlo. Esa simple frase inspiró la forma de realizar el extracto de lo que era un principio activo termosensible. Finalmente, en 1971 se obtuvo un extracto neutro eficaz al 100% en ratones y monos infectados con el parásito Plasmodium berghei y Plasmodium cynomolgi respectivamente. Después, se comprobó la eficacia en personas tratadas, en comparación con las que lo habían sido con cloroquina. A partir de ahi, se procedió a analizar químicamente el componente activo, a sintetizarlo y a producir derivados más eficaces, como la dihidroartemisina.
Parece que las artemisinas podrían ser también interesantes en tratamientos oncológicos y ya han aparecido publicaciones en ese sentido.
El premio Nobel de este año, como tantas otras cosas más cotidianas, menos relevantes, nos sugiere una reflexión importante. Somos con otros y en el tiempo. Eso significa que nada humano nos puede ser ajeno, que el sufrimiento propio o próximo no puede ocultar el de tantos que no han tenido la suerte de nacer en el primer mundo. Ser en el tiempo, ser en la Historia, nos da sentido a nosotros mismos.
Un hombre prácticamente desconocido, preocupado por alcanzar alquímicamente la inmortalidad y por sintetizar el taoísmo y el confucianismo, escribió sobre su cosmovisión hace muchos siglos. Fracasó y se murió, pero algo de lo que escribió sirvió para que muchos a quienes él no conocería pudieran sobrevivir al paludismo y sirvió también para que alguien que lo leyó muchos años después pudiera ganar el premio Nobel de Medicina.