Hay profesiones que aún se muestran mediante la vestidura de quienes la ejercen. Viéndolos en su ambiente de trabajo, podemos reconocer a un albañil, a un bombero, a un militar, a un sacerdote católico… También a un médico.
En un hospital o en una consulta particular un médico lleva una bata blanca, algo que tiene sus explicaciones históricas y simbólicas. Hay batas cortas, largas, abrochadas por delante o por detrás. Algunas incluso pueden llevar dibujos infantiles en un vano intento de proximidad a pacientes pediátricos. Pero, en los hospitales, además de batas, hay uniformes también blancos. Y la bata no es siempre exclusiva del médico; también la lleva personal de enfermería o administrativo e incluso capellanes. Hay una cierta confusión con tanta bata. Una confusión que desaparece con algo llamado “fonendo”. El fonendoscopio ha servido y sirve para oír el ruido de los órganos, diferenciando en él las señales llamativas, la semiología sonora que hace reconocer la probable neumonía o un defecto valvular en el corazón de un paciente que se reconoce como tal. Pero ahora tenemos radiografías, electrocardiogramas, “ecocardios"… El fonendo ya no es lo que era. Es otra cosa, una mera insignia. Llevado al cuello (casi nunca en un bolsillo de la bata) indica que quien lo porta sí que es médico de verdad.
El fonendo fue instrumento de mediación más allá de su valor en el diagnóstico. Uno se sentía visto, tocado y… auscultado. El arco metálico de su membrana imprimía una ligera frialdad en la piel, pero se acompañaba del calor humano de la esperanza en el saber médico. De su atenta escucha vendría el diagnóstico y la probable curación.
Pero ese acto de la auscultación prácticamente pasó al olvido. ¿Qué hay ahora en muchas consultas? Un médico con su fonendo al cuello, como etiqueta más que instrumento, un paciente y, en el medio, un ordenador. Ese tercer elemento convierte a la relación clínica, inicialmente amorosa, transferencial, en una mala relación triangular. Es ese artefacto informático el que transmitirá a “la nube” nuestra historia clínica, incluyendo si bebemos, si fumamos, si nos drogamos, si somos psicóticos o VIH positivos, obesos o hipertensos.
¿Qué pasará en breve plazo? Pues que en esa relación triangular, alguien lleva las de ganar y no serán ni el médico ni el paciente, sino el ordenador y ya no con la imagen actual, de pantalla grande y teclado, separadora, sino de otro modo, muy próximo, que ya ha mostrado su poder: como móvil nuestro lleno de “Apps” diagnósticas y, en su día, también supuestamente terapéuticas.
En tiempos se acudía a los templos de Asclepio. Más tarde se buscaban curaciones cambiando de aires. Hoy mucha gente viaja al MD Anderson en Houston, buscando la salvación. Pero la salvación no estará ya, según los grandes gurús informáticos, en los hospitales de Houston ni de ninguna otra parte, sino en el Sillicon Valley. Y es que nada como la prevención. Se acabó el viejo concepto de la salud concebida como el silencio de los órganos, pues éstos siempre hablan: el corazón tiene su ritmo, audible con fonendo, pero mejor registrable eléctricamente con una App. ¿Por qué conformarse con un electrocardiograma ocasional cuando lo podemos hacer en todo momento con el móvil? Desde ese cotidiano y cómodo artefacto podemos enviarlo a “la nube” para que nos diagnostique (la nube misma; no ningún médico) y nos sugiera un tratamiento o una visita a un hospital “algoritmizado” e “ISOficado", en donde un robot nos coloque un stent; no hoy, pero tal vez dentro de pocos años. ¿Acaso no parece ya mejor el robot Da Vinci que el más experto urólogo a la hora de resolver un problema prostático?
¿Quién no se pone auriculares conectados al móvil para oír música mientras anda o corre? Pero… ¿corre bien o se excede? ¿Cómo están su tensión arterial, su glucosa o su potasio mientras lo hace? ¿Basta esa música para relajar su mente? Con los mismos auriculares algo modificados, su electroencefalograma será monitorizado por la nube y desde ella se le darán pautas de meditación o se le leerán versos de sosiego. Quizá estemos estresados sin saberlo, pero múltiples registros podrán revelar los nocivos efectos de los malos neurotransmisores en el cuerpo y también la nube nos alertará y nos enseñará a relajarnos o a ingerir el fármaco adecuado.
Nuestro móvil, lleno de Apps médicas, estará constantemente atento a la semiología oculta. Se acabó el pensar en si estamos enfermos, pues siempre lo estaremos. ¿Acaso no? Siempre habrá alertas del hígado, del riñón, de la mente misma.
Pero, ¿qué ocurriría si perdiéramos el móvil? Pasaríamos un intervalo, quizá incluso de días, sin chequeo permanente. ¿Y si nuestro hígado se altera en ese tiempo? ¿Y si hay riesgo inminente de infarto?
Ante tales peligros es imprescindible tener siempre a mano la conexión a la hermana nube. Tenemos que tocarla propiamente, o más bien sentirla, relacionándonos con ella a través de la propia piel, mediante los adecuados sensores en el antebrazo. No es sorprendente que algo tan imprescindible suscite profundas investigaciones nada menos que en el Instituto Max Planck, en donde un grupo está embarcado en el apasionante reto de “bionizar” nuestra piel llenándola de sensores que nos conecten con la nube salvífica. Le llaman “iSkin”. Si tenemos un iPad y un iPod, ¿Por qué no una iSkin?
¿Habrá así algún día sin síntomas ni signos? Parece imposible. Gracias a la técnica quizá podamos curarnos antes y mejor de algunas cosas. Pero hay algo seguro. Todos seremos enfermos, paradójicos enfermos de seguridad, pero enfermos al fin y al cabo en una hipocondrización generalizada que no llegó a imaginar el aprensivo más feroz.
La tecno-ciencia es, como Jano, bifaz. Y una de sus caras es terriblemente siniestra.
Hay un hermoso ensayo de Freud, “Das Unheimliche”, en el que recoge ese término, “siniestro”, tomado de Schelling (qué época tan distinta a ésta): “Lo siniestro es lo que, estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, se manifiesta”. Gracias a la perversión técnica, lo que nos hace vivir, lo oculto del cuerpo, se manifestará como síntoma cotidiano, de tal modo que el propio cuerpo, concebido como organismo medible y comparable, pasará a ser algo absolutamente siniestro, recordándonos siempre que, por estar vivos, estamos en riesgo permanente de morirnos. Y así, cenando tranquilamente, ya no tendremos que estar atentos sólo a sonidos intrascendentes de llamadas o mensajes. El propio móvil se encargará de llamarnos a una ambulancia, dando nuestra posición por GPS, si detecta algo preocupante en nuestro interior.
Y mientras pasen esas cosas en este mundo tan civilizado, muchos se seguirán muriendo de algo tan supuestamente fácil de prevenir como es el hambre o la sed. Aunque tengan móviles y cobertura, no les servirá. Y ese contraste hace que el término "siniestro" se muestre aun de un modo más brutal, cuando lo oculto de la injusticia se revele.
Excelente artículo. Y ominoso.
ResponderEliminarMuchas gracias, Verónica.
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