Parece conveniente leer libros sólo por el hecho de que son interesantes. Ahora bien, lo son por distintas razones. Las hay profesionales; un físico habrá de leer unos cuantos textos de distintas ramas de matemáticas y de física, por ejemplo. Hay libros que son revestidos por personajes socialmente respetables de un valor cultural, “de culto”, dicen a veces remilgosos entendidos, que incita a leerlos, aunque esa lectura decepcione a muchos. Y hay libros que se leen simplemente porque la contingencia revela el placer que otorgará su lectura.
Hay libros técnicos, artísticos, de literatura “seria”, novelas del oeste o románticas (bastaría con acogerse a las ofertas diarias “Kindle Flash” para hacerse un romántico empedernido), tratados de medicina, textos filosóficos… Hay incluso libros sagrados, a tal punto que se haba de las “religiones del libro”.
¿Qué leer más allá de lo imprescindible para ejercer un trabajo, por el puro placer que supone la lectura o por las enseñanzas del libro sagrado? Y, ¿Por qué hacerlo?
Es sabido que un libro puede ser fuente de conocimiento y de erudición. También de perversión. Servirá para lo bueno y también para lo banal e incluso lo malo. Alguien puede encontrar conocimiento; otro, materia de supuesta erudición con la que presumir ante conocidos; un tercero sabrá construir un artefacto explosivo.
Pero el tiempo es limitado y abruma la cantidad de libros existentes entre los que elegir. Gracias a los cálculos de Google, a estas alturas probablemente estemos rondando los 150 millones de títulos . Si durante 70 años leyéramos un libro cada día descansando sólo el día suplementario de los años bisiestos, conseguiríamos leer un total de 25,550 libros. Además de enloquecer o enfermar gravemente con tal tarea, sólo conseguiríamos leer un 0,02% de los libros existentes a día de hoy.
¿Qué hacer? Podemos guiarnos por entendidos, como Harold Bloom, que nos sugieran lo que hay que leer en sus propios gruesos textos al efecto o guiarnos por la intuición. Sea como sea, un libro lleva su tiempo. Las obras completas de Tolstoi no se leen en un par de días y lo mismo ocurre con Shakespeare, Cervantes y hasta con Punset, que hace loables esfuerzos por traernos la verdad científica de modo sencillo.
Tampoco basta con leer en Wikipedia de qué trata “El Quijote” o “Hamlet”. Eso lo hace cualquiera; no es original. Necesitamos leer el libro de verdad pero con rapidez, y no sólo aprendiendo técnicas de lectura rápida. Siempre se soñó con poder tragar literalmente los libros aunque sea en forma de grageas; a fin de cuentas, la lectura de un libro supondrá algún tipo de transformación química sináptica, glial o del tipo que sea en nuestros cerebros. Si ya hay libros electrónicos y podemos presumir de tener mil o más en un e-book, ¿por qué no van a ser posibles libros químicos ingeribles como cápsulas, asociados incluso a vitaminas? A la espera de ese futuro que alguien verá emocionante, podemos recurrir a los resúmenes.
Hace años, Reader’s Digest ya ofertaba los llamados “libros condensados”. ¿A qué libro de literatura no le sobran un montón de páginas para decir lo esencial? Con esa idea u otra parecida, se vendían resúmenes de obras literarias. Aun así, llevaba su tiempo leerlos. Y en esta época de prisas tampoco hay ese tiempo; se precisa algo más “optimizado”.
Pues bien, ocurre que lo hay, en forma de aplicación para móvil, como las “apps” de mapas o las “apps” médicas o meteorológicas. Tenemos Blinkist, que, además, no pierde el tiempo con literaturas y se dedica a libros serios, que no sean de ficción. Gracias a los fabulosos resúmenes ofertados, podremos leer contenidos tan diversos como los relacionados con las matemáticas o el mindfulness y hacerlo dedicando sólo unos quince minutos a cada libro.
Probablemente los nuevos pedagogos, los que no enseñan a nadie pero dicen cómo hay que enseñar, encuentren en este material un filón para que los niños descubran el genio que todos han de llevar dentro y se conviertan en Einsteins 2.0 o en Heideggers 2.0 en una semana.
Si el mundo no se está volviendo completamente loco, a veces nos lo parece a los que nos vamos haciendo mayores. Claro que los viejos siempre fueron reacios a los grandes avances. Quizá también lo seamos ahora por la misma razón, por la edad.