sábado, 9 de abril de 2016

FOTOS. Del recuerdo al vacío.


Podría decirse que lo evidente es, como sugiere su etimología, lo visible. “Lo vi con mis propios ojos”, se dice a veces, aunque sabemos que la percepción visual es engañosa. Una foto, como una demostración matemática, puede sostener la objetividad intersubjetiva.

La pintura, el dibujo, permitían “copiar” algo real (no lo real). Cajal dibujó para mostrar la unidad neuronal. Pero, en la fotografía, era ya la propia luz reflejada por el objeto la que creaba su imagen para siempre tras impresionar una placa fotosensible, y el papel humano se limitaba a manipular las condiciones de iluminación y el proceso químico necesario para que la imagen quedara grabada de modo indefinido.

No sólo la luz que percibimos, ese rango estrecho de banda, sino todo el espectro electromagnético puede ser, de un modo u otro, registrado, detectado, hecho imagen, desde la radiación gamma hasta las ondas de radio. La difracción de rayos X nos permite elucidar estructuras moleculares, y el registro de microondas nos deja vislumbrar la formación del Universo. Todo el espectro electromagnético es, en cierto modo, traducible a un corto segmento suyo, al visible.

Una fotografía puede ser una herramienta o una finalidad. Su utilidad es clara en ámbitos diversos que abarcan desde la investigación científica a la criminalística o histórica. El periodismo parece inconcebible sin la imagen que sustenta lo que transmite. La ciencia precisa la imagen cuya calidad y resolución dependen, a su vez, del desarrollo tecno-científico. La Historia es fotográfica y eso incluye tanto las imágenes contemporáneas como las de restos arqueológicos o las de obras de arte.

La finalidad puede ser la propia foto cuando persigue lo bello, lo más auténtico de lo que se quiere captar. Y no basta para ese fin con tener todos los medios habidos y por haber. Hay que ser un artista para crear arte, también fotográfico. 

Hay una finalidad distinta, la que no busca la revelación de lo bello, sino de lo verdadero de uno, de lo que ha conformado, determinado, su biografía. Es el caso de la foto ligada a la evocación, al recuerdo. 

¿Quién se resiste a la fascinación de fotografiar? Rommel dirigía sus campañas con una cámara Leica colgando sobre su uniforme. Y así era fotografiado él mismo. ¿Dónde habrán ido a parar sus negativos? Quizá aparezcan algún día, como ocurrió con los hallados en la “maleta mexicana”. Sin tomar parte en la guerra, grandes fotógrafos como Capa la vivieron jugándose la vida como observadores mientras captaban con sus cámaras lo mejor y lo peor del ser humano.  Eran testigos de la implicación biográfica en la Historia. Ahora mismo sabemos del horror presente y próximo gracias a personas que siguen jugándose la vida para fotografiarlo. 

Fueron fotógrafos profesionales, con mejor o peor técnica, los que dieron cuenta de momentos biográficos señalados por su asociación a ritos de paso (bodas, bautizos…) o dignos de ser recordados y comunicados (un curso escolar, la pertenencia a un grupo, la mili, la llegada a un país extranjero, una imagen actual para enviar por correo, etc.). La gente se fotografiaba pocas veces; de hecho, algunos sólo lo eran tras haber muerto y hoy nos impresiona la naturalidad con que se realizaban fotos post-mortem.

A partir de la disponibilidad de emulsiones fotosensibles en película y de máquinas fotográficas personales, la fotografía se fue popularizando y asociando fuertemente a la biografía. Muchos más acontecimientos personales y paisajes eran trasladados al álbum de fotos, un registro que evocaría recuerdos en hijos, nietos… Ahora ya no se necesitan ni películas ni siquiera máquinas fotográficas. Con un “móvil” podemos fotografiar lo que queramos y enviarlo a quien deseemos. Además, los defectos cualitativos de la ignorancia técnica se compensan alguna vez con lo cuantitativo; hagamos muchas fotos y alguna saldrá bien.

Hay una cierta necesidad de registro de lo que vemos y de lo que hacemos, que se satisface haciendo miles y miles de fotos que ocupan muchas “gigas”, aunque nunca las vayamos a ver. Una foto es el mejor elemento para testimoniar nuestra presencia en un país lejano o simultánea a un acontecimiento relevante. Aquí estuve yo, podemos decir, con la imagen que lo demuestra. No basta con indicar que visitamos Pisa; es preciso que se nos vea “aguantar” la torre inclinada.

La foto, facilitada extraordinariamente con el móvil, el mismo instrumento que permite hacer de todo e incluso hablar por teléfono a nostálgicos de la voz, se ha hecho imprescindible en el narcisismo que hace frente patéticamente al desvalimiento del sujeto. No basta con decir “yo estuve ahí”; es necesario que ese “ahí” sea especial, original, inaudito, y que yo me muestre colgando de la torre Eiffel o que se me vea a riesgo de ser atropellado por un tren, cogido por un toro o a punto de despeñarme en el cañón del Colorado. Ya no se necesita un testigo. Uno mismo puede serlo de todas las estupideces imaginables y crece así el número de muertos víctimas de su pasión por los selfies que dan cuenta de esa originalidad letal. 

Podemos hacer una simplificación extrema y hablar de fotos de vida y de muerte. Y no sólo de los otros. Los selfies de quienes se retratan antes de morir sugieren que la pulsión de muerte freudiana se disfraza muchas veces de mera estupidez. Pero, al margen de tales extremos, la obsesión por registrarlo todo, por fotografiarlo todo, apunta a la necesidad de colmar un vacío. Hace pocos años, los videos caseros proscribían la mirada felicitaria a expensas del goce imaginado de flagelar a conocidos y amigos con el registro audiovisual de la boda de un familiar o de unas vacaciones tan soñadas que en el sueño mismo quedaban. Ahora, hasta hacer uno de esos videos cansa y ya no se ven turistas tomándolos desde autobuses o por la calle. Hoy tenemos Facebook y whatsapp y podemos demostrar en todo momento que estamos en una playa o comiendo una pizza mediante el oportuno selfie. Y, ya que podemos, ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué no alimentar el narcisismo? Si no podemos ser populares por participar en un reality o haber nacido en casa rica, podemos al menos serlo un día o dos por registrar cómo nos matamos corriendo delante de un toro o a punto de caer al vacío. 


Y es que los selfies registran algo que va más allá de una imagen. Si una foto tradicional nos permite evocar recuerdos, acercarnos a un pasado, encontrarnos con algo que determina en mayor o menor grado el ser, un selfie apunta al gran vacío existencial que ha de ser conjurado afirmando el estar frente al ser, con independencia de que la lengua, como el inglés, no haga distingos entre esos dos verbos. Lo importante en una vida vacía acaba siendo demostrar que se está en ella, aunque no se sea en ella, aunque no se sea nada propiamente, aunque uno se muera en el intento por tratar de ser a través del estar.

jueves, 31 de marzo de 2016

Ciencia y Psicoanálisis



Recientemente, el suplemento semanal de El País recogía una entrevista realizada al actual presidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis,Miquel Bassols

Su lectura es altamente recomendable, entre otras cosas, porque es una entrevista dirigida al gran público. No estamos ante algo esotérico como a veces se entiende al psicoanálisis y especialmente al lacaniano por su oscura terminología. Bassols define con claridad la difícil tarea del psicoanalista: "intenta ayudar a las personas a leer sus síntomas". Es decir, no lee él nada por nadie. Pero ayuda a que cada cual, en ese proceso analítico, se encuentre con la sorpresa constante de su inconsciente, eso tan repetitivo en la propia biografía, viendo que el síntoma es precisamente algo que requiere una acción, un encuentro con lo más cotidiano y, a la vez, oculto de sí mismo. De ahí que ni siquiera la mejor de las filosofías que cada uno se construya bastará, aun siendo importante, para lidiar con lo irracional.

Los médicos sabemos que no tiene sentido centrarse sólo en tratar el síntoma (aun siendo este tratamiento muy importante, como en el dolor), sino abordar el paso esencial de ver qué lo sustenta. Pero el síntoma que perturba la vida psíquica, eso que nos hace repetir lo peor, o que nos duele en el alma sin saber por qué, siempre remite a algo tan desconocido como anclado en el propio desarrollo biográfico. Y por eso no queda otra opción terapéutica que irlo analizando cada uno... con esa ayuda a la que se refiere Bassols. Una ayuda que no tiene nada que ver con terapias cognitivo-conductuales, con coachings, biblioterapias o demás alternativas. Una ayuda en la que el psicoanalista sólo actúa sin actuar, pues no se trata de un consejero ni de un director espiritual. Un psicoanálisis no adiestra, algo que se pretende a veces con otros enfoques en situaciones dramáticas como es el autismo. Por supuesto, el fármaco, la meditación, el ejercicio, muchísimas cosas, pueden ayudar pero no darán el saber necesario, curativo o, al menos, paliativo, que implica atravesar la angustia de enfrentarse a uno mismo y, a partir, de ahí, saber hacer algo humanamente mejor con la vida, tratando de habitar  poéticamente, como decía Hölderlin.

Asumir la existencia de lo inconsciente en nosotros implica aceptar el carácter único de lo subjetivo. Los síntomas pueden parecerse, incluso ser idénticos. Bassols da ejemplos de demandas terapéuticas habituales: "Problemas con el amor, el miedo a la muerte, la tristeza y el abandono ante el deseo de hacer algo en la vida." Pero no son idénticos los pacientes. Y por ello es imposible, como bien apunta, que el psicoanálisis pueda considerarse una ciencia, aunque haya nacido, con Freud, de ella. No puede serlo porque la ciencia precisa "que sus resultados sean reproducibles experimentalmente y falsables en todos los casos". Algo imposible cuando tocamos lo subjetivo. Por otra parte, la ciencia sólo crece borrando la subjetividad o tratando al menos de hacerlo cuando la presencia del observador influye de un modo extraño en lo observado, como en el célebre experimento de la elección retardada de Wheeler. Pero no es menos cierto que la ausencia de cientificidad no supone la pseudo-cientificidad. La Historia no es una ciencia en sentido duro, como la Física, pero no podríamos decir de ella que sea una pseudociencia. Hay mucho saber en la Literatura y tampoco es una ciencia. No obstante, ocurre que hay muchos "escépticos" empeñados en meter en un mismo saco todo lo que desconocen, mezclando lo empírico con lo mágico.

Esa falta de cientificidad no supone ausencia de empirismo y el psicoanálisis lo acoge del modo en que le es posible, desde la clínica y mediante la conversación entre colegas sobre esos cambios sintomáticos que la civilización va implicando. Es, precisamente, desde ese saber, que el psicoanálisis puede dar cuenta de lo que ocurre en la sociedad e incluso pronosticarlo en algún grado.

Toda entrevista tiene limitaciones obvias y se echa en falta en ésta un comentario más extenso sobre la creencia. Y es que no se pregunta por ella, sino por la religión y por Dios. Y  Dios es un concepto desgastado (enigmática para mí la expresión lacaniana sobre él) que hace tan difícil ser ateo (probablemente Dawkins o Hawking peleen contra el dios infantil de barba y túnica blanca, a la vez que creen en otras cosas). Pero tampoco es igual hablar de religión en términos de "religare" que en los de "relegere". 


Sería interesante conocer la opinión de Bassols sobre el mito, algo que para algunos, como el gran Campbell, es tan vivificador que casi lo hace vital. Y es que el mito, siendo nosotros simbólicos, con nosotros permanece; y, si despreciamos los buenos, los que han cristalizado en siglos de historia, acabaremos en manos de los peores, de los novedosos que remiten a la tentación utópica (paraísos históricos, cientificismos con sus formas extremas de transhumanismo, el progreso imparable, modelos de "triunfadores", etc.) y que pueden conducir a la peor distopía y al mayor fracaso personal.

miércoles, 23 de marzo de 2016

MEDICINA. El olvido de la fe.


Probablemente no haya gran diferencia entre quienes viajan a Lourdes en busca de una curación milagrosa (aunque muchas personas sólo esperen un paliativo anímico) y los que acudían a los templos dedicados a Asclepio. En ambos casos se daba un papel del médico, como mediador o como ayudante de lo santo curativo.

El empirismo de la Historia de la Medicina siempre fue sostenido por la concepción filosófica tanto como por la mágica. El ser humano era un microcosmos en relación con el macrocosmos. Todo podía servir para curar: un clima distinto, la montaña, la costa, respuestas astrológicas… Porque los cuatro elementos, el agua, el fuego, la tierra y el aire nos configuran y cambian, como cambian en el medio que nos rodea. Las filosofías orientales facilitaron un desarrollo distinto de la Medicina en algunos aspectos; la medicina tradicional china es muy diferente a la que se desarrolló en Occidente, pero tanto allá como aquí se dio un nexo común: una mezcla extraña de empirismo, religión, filosofía y magia.

Pero, casi de repente, si tenemos en cuenta tantos siglos de historia anterior, todo cambió gracias al método científico. Koch, Pasteur, Yersin y tantos otros mostraban la relación etiológica indudable entre unos microbios y enfermedades infecciosas. La asepsia, las vacunas y los antibióticos, pero también la disponibilidad de agua adecuada y buena alimentación (con las vitaminas necesarias), hicieron posible incrementar considerablemente la esperanza de vida. 

Surgieron los instrumentos diagnósticos que complementaron el sentido del tacto con la audición que brindaba el estetoscopio, el de la audición con el registro electrocardiográfico. De hablar de flema o bilis, se pasó a analizar una gran cantidad de componentes sanguíneos, formes y moleculares. La anatomía patológica revelaba lo que había ocurrido en un cadáver pero, a la vez, permitía pronosticar lo que podría suceder en una persona viva a partir de la imagen microscópica de un pequeño fragmento de tejido. Finalmente, la transparencia que habían ofrecido los Rayos X se incrementó extraordinariamente gracias al TAC, las ecografías, las resonancias, el PET, etc. llegando a un momento en que parece hacerse posible para muchos cientificistas un estudio del alma misma gracias a las técnicas de imagen cerebral funcional. 

Esa expansión en la capacidad diagnóstica y pronóstica se acompañó de lo que algún autor noveló como “el triunfo de la cirugía”. A día de hoy vemos ese gran avance en técnicas quirúrgicas asistidas por robots y en maravillosas posibilidades biónicas. La nanotecnología ofrece un nuevo panorama alentador. El avance terapéutico parece, en cambio, mucho más lento en el ámbito farmacológico, habiendo numerosas enfermedades para las que se carece de un tratamiento realmente adecuado.

Pero, sea en lugares santos, en hospitales o en consultas, el papel del mediador, el médico, sigue siendo relevante en mayor o menor grado. Y no sólo como quien sabe diagnosticar y curar o paliar una enfermedad, sino como alguien depositario de un elemento curativo, la confianza o, quizá más acertadamente, la fe del paciente que a él acude. Precisamente por eso, la relación clínica siempre es singular, encuentro de dos subjetividades, la del paciente y la de quien es conferido con un supuesto saber.

Si el haz de la Medicina actual ha sido el auxilio de la ciencia, su envés ha residido en otorgar la fe sólo a la ciencia, en el cientificismo. Pero la fe primigenia sigue siendo esencial. Tan es así que todo ensayo clínico ha de tener en cuenta el escasamente conocido efecto placebo. 

El problema de la singularidad no se refiere sólo a lo subjetivo sino también a la heterogeneidad individual que crea un serio problema a la hora de establecer relaciones causales, sea en términos de factores de riesgo, sea en términos de eficacia terapéutica de un fármaco o del valor real de un cribado. A pesar de eso, se ha deificado la herramienta estadística y, desde ella, han proliferado guías y protocolos que tratan de borrar la individualidad objetiva y ya no digamos la propia subjetividad.

Es, en gran parte, por ese olvido de la singularidad y de la necesidad de fe en la curación, en la vida, que un paciente puede tener, que la Medicina opera con términos más propios de una fábrica que de la clínica: significación estadística, medianas de supervivencia, eficiencia, tiempos medios, listas de espera, calidad (término éste perverso donde los haya), etc. Por otro lado, las grandes posibilidades técnicas diagnósticas conducen a un descanso de la tarea del médico en lo instrumental, lo que no sólo tiene efectos benéficos. También supone que un diagnóstico se dé muchas veces tras un tiempo de espera muy prolongado para acceder a ese estudio instrumental; un tiempo que puede afinar el diagnóstico tanto como facilitar paradójicamente el avance de la enfermedad.

La fe existe casi siempre. Y un exceso de fe en el método científico, principalmente en la herramienta estadística (tan erróneamente usada tantas veces) se acompaña de un olvido de la fe que el paciente deposita en el médico.


Cuando se dan carencias debidas a una industrialización de la medicina que sólo atiende a promedios o cuando se quiebra la fe del paciente por falta de atención real, de escucha, de mirada a su rostro, su cuerpo y su alma, es comprensible que esa fe retorne a lo mágico. Por eso, no es extraño que prácticas médicas claramente pseudocientíficas sigan vigentes. Y es que, como tantas veces se ha dicho, ocurre que, en alguna ocasión, quizá en más de las que se supone (hay numerosos estudios psiconeuroinmunológicos interesantes), la fe hace milagros.

jueves, 17 de marzo de 2016

¿Qué quieres?


“Tuve la suerte de tener como profesor a un gran filósofo al que considero un auténtico maestro de la humanidad. Este hombre poseía por aquel entonces la viveza propia de un muchacho, cualidad que parece no haberle abandonado en su madurez… Este hombre , cuyo nombre invoco con la mayor gratitud y el máximo respeto, no es otro que Immanuel Kant.”
(Herder. “Briefe zur Beförderung der Humanität”).

“Estoy leyendo aquí, entre otras cosas, los Prolegómenos de Kant, y comienzo a comprender el enorme poder de sugestión que siempre ha emanado, y sigue emanando, de este muchacho”.
(Carta sin fecha de Einstein a Max Born).


Es llamativo el uso de un término, “muchacho”, para referirse a Kant, aunque fuera en contextos bien distintos, el de Einstein y el de Herder.

Kant es reconocido como uno de los grandes de la historia del pensamiento. Pero parece contradictorio. Bertrand Russell lo indicó cruda y claramente en su libro “Por qué no soy cristiano”: “Era como mucha gente: en materia intelectual era escéptico, pero en materia moral creía implícitamente en las máximas que su madre le había enseñado”. Aludió incluso al psicoanálisis para tratar de explicar el contraste entre lo intelectual y lo moral en ese gran filósofo.

El imperativo categórico no siempre parece haber sido entendido en la línea que él parecía pretender. Así, Eichmann aludió a ese fundamento legislador en el juicio que lo condenó a muerte. Tiene su lógica cruel: si la interpretación del juicio categórico pertenece a seres humanos, la eliminación de los “Üntermenschen” puede justificarse desde tan brutal óptica.

Las conocidas preguntas kantianas expresadas en la Crítica de la Razón Pura atañen a la posibilidad epistemológica, al deber y a la esperanza. 

El deber es importante, pero insuficiente y, muchas veces, dañino. “Cumplió con su deber”, se dice aludiendo a lo correcto de una acción o “fue más allá del deber” para significar heroísmo. Ya a los niños se les habla de los “deberes” para referirse a las tareas escolares. Debes hacer esto, no debes hacer lo otro… Es algo inscrito en la educación. Desde las más elementales normas de urbanidad hasta las grandes decisiones morales, el deber parece impregnarlo todo. Pero no es desde el razonamiento que surge el deber de cada cual sino de la cultura que ha internalizado en el ámbito familiar. El deber se impone de un modo inconsciente en muchísimas ocasiones como nos enseñó Freud.

Hay, sin embargo, una pregunta mucho más perturbadora: ¿Qué quieres? Si el deber constriñe y su cumplimiento pacifica, preguntarse uno mismo qué es lo que quiere en realidad puede situarlo en una incertidumbre angustiosa.

Todos podemos creer responder adecuadamente a lo largo de la vida a esa pregunta por lo que queremos, tanto a corto plazo (jugar, descansar, leer…) como a largo plazo (formar una familia, hacer una carrera, conseguir un trabajo, comprar una casa…).

Hay deseos que responden de modo natural a lo más pertinente. Quien está en prisión desea la libertad (aunque siempre hay alguna excepción), quien pasa hambre desea alimento, quien huye quiere ser asilado, etc.

La pregunta en los casos anteriores puede tratar de responderse de modo práctico porque hay un saber sobre lo que se desea: es natural que quien tiene sed quiera beber y también lo es que se quiera trabajar para tener un medio de vida.

El problema surge cuando no es la necesidad la que hace explícita la cuestión, sino cuando ésta surge de un planteamiento existencial, cuando el “¿qué quiero?” supone también preguntarse si lo que se ha hecho con la vida ha respondido a lo que en realidad y no en apariencia se quería. E implica saber qué hacer con lo que queda de esa vida; ahora y más tarde.

Desde fuera, desde una pretendida objetividad, nadie entiende a quien, teniéndolo aparentemente todo, se hunde en la depresión. ¿Por qué, si la vida le sonríe? se dice a veces. El viejo no entenderá que el joven se deprima, el pobre no comprenderá que eso le ocurra al rico y el enfermo terminal podrá despreciar que le suceda a quien está sano. Tampoco, en el ámbito profesional, quien no ha logrado metas propuestas, entenderá por qué quien lo ha hecho, quien ha sido exitoso, se hunda en una depresión. 

Pero ocurre que alguien puede alcanzar todo lo que se pretendía y sin darse cuenta, sin ser consciente, de que eso respondía más a un ideal, a un deber internalizado, superyoico, que a un deseo libre. Y por eso quizá baste con preguntarle ¿qué quieres? a la persona que más hayamos idealizado para derrumbarla existencialmente si se toma la pregunta en serio.

Un viejo cuento hablaba de la camisa del hombre feliz deseada por un rey, y finalizaba indicándonos que el hombre feliz no tenía camisa. Hay una relación tan pretendida como curiosa, la que equipara felicidad a normalidad; uno puede ser feliz si es normal, si sus pruebas médicas son normales, si tiene una familia y amigos normales. Pero esa normalidad sencillamente no existe. Nunca. Sólo hay la singularidad subjetiva. Y es llamativo que normalidad se asocia terminológicamente a norma; de nuevo, términos cotidianos que pretenden indicar el anhelo más profundo, felicidad, normalidad, tienen que ver con eso, con la norma; con el deber a fin de cuentas. Las consecuencias pueden ser brutales. Por ejemplo, el conductismo trata de normalizar adiestrando.

Ningún intento científico está libre de una filosofía implícita. Kant parece vigente en esa obsesión deontológica que rige tantas vidas. Pero ni Kant ni nadie, incluyendo maestros religiosos, puede preguntar por otro. Y habrá que olvidarlos en el buen sentido, pues sólo cada cual puede hacer la pregunta por sí mismo, aunque sea ayudado en tal osadía. Las preguntas por el ser, por el estar aquí, por la muerte, son cuestiones que acaban alcanzando un límite con ausencia de respuesta, pero en la pregunta ¿qué quiero? la respuesta es posible. Y es esa posibilidad la que la hace angustiosa y la que puede, por otra parte, darnos cierto grado de libertad y, con ella, saber qué hacer con la vida.

jueves, 10 de marzo de 2016

MEDICINA. La obsesión curricular y el olvido de la compasión.

“Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”
Mt.6,3.

“Adquirir conocimiento de nuestra propia negatividad es una tarea que ha de llevarnos toda la vida”
Dalai Lama. 

“Nada, sino la conciencia de tu propia debilidad, puede hacerte indulgente y compasivo para la de los demás”
Fénelon


Podría decirse que las próximas generaciones de médicos serán las mejor preparadas y no sólo porque la Medicina misma avance sino porque están constituidas por los que iniciaron su carrera gracias a superar una alta "nota de corte". Pero es una afirmación arriesgada.

Una vez licenciados, especialidades, cursos y más cursos, másters, comunicaciones a congresos y publicaciones (si es posible, en revistas de impacto) irán configurando el curriculum de cada uno. Alguno se hará doctor, aunque el sosiego y la investigación lúdica que suponen las tesis de verdad van relegándolas a cosa del pasado y sustituyéndolas por dos o tres publicaciones "relevantes". 

Por supuesto, es esencial la comunicación del conocimiento, pero hay demasiado ruido en ello. Por ejemplo, si buscamos lo que PubMed recoge sólo en 2015 sobre “cancer”, nos encontramos 157.064 publicaciones (un promedio de 430 al día), lo que sugiere que hay mucho parloteo frente al avance oncológico real (terapéutico). Sabemos por qué ocurre ese exceso bibliográfico. Desde la perspectiva de la medicina llamada científica se asume lo peor del cientificismo, que implica convertir al científico en alguien que publica cosas. Es el tristemente célebre "publish or perish". Algo va mal.

Se pasa así a confundir el buen hacer médico con un curriculum baremable en el que el saber real cada vez importa menos en una medicina concebida al modo industrial. Si hay guías y protocolos, bastará con aplicarlos al paciente objeto. ¿Para qué estudiar? Es llamativo que desaparezcan bibliotecas magníficas en algún hospital que yo conozco. Es casi peor que si se quemaran los libros, porque el hecho de quemarlos les daría, sin pretenderlo, un valor que les niega el expurgo, el olvido.

Esa lamentable confusión de ser y saber con tener (másters, diplomas, publicaciones, etc.), llevada al límite, hace que el propio médico no se conciba biográficamente sino biométricamente. 

Queda un saber propio que brilla especialmente en el acto quirúrgico, pero hasta eso está siendo cada día más relevado para bien y para mal gracias al avance técnico y a la robótica.

No sólo la necesidad del estudio ha pasado a despreciarse (se da la situación de médicos que sólo han aprendido por "apuntes"). Hay algo mucho más importante que está en caída libre; se trata de la vocación. Ese término ha sido desprestigiado quizá por su connotación religiosa pues tal parece que la vocación sólo alude al sacerdocio y no es concebible fuera de él.

No obstante, "vocación" es una hermosa palabra porque se refiere a un impulso noble, a encontrar un qué hacer con la vida relacional, qué hacer para que el mundo sea mejor con nuestra acción, con nuestra escucha y nuestra mirada. A veces, ni la palabra es precisa. Todas las actividades pacíficas son importantes, pero hay algunas que parecen requerir un plus vocacional; son las que tratan de enseñar, de curar, de socorrer, de ayudar a vivir mejor.

Y para sentir esa vocación no es preciso percibir llamadas sobrenaturales, sino tener un corazón compasivo. En la clínica no se trata de elegir entre un modelo "House" y un sentimental ignorante, pues la compasión real del médico no es sensiblería sino pasión por conocer sobre aquello que lleva entre manos, desde la humildad.

Hay una hermosa película que tiene relación con la Medicina, aunque la Medicina no se vea en ella. Se trata de "Intocable". Puede interpretarse de distintos modos, puede gustar más o menos (es difícil que no lo haga). Pero es apreciable en ella un ejemplo magnífico de lo que es la compasión real, la que se da sin que incluso el que la practica (en este caso el hombre contratado, Driss) alcance a saberlo. Podría decirse que la mano izquierda de Driss no sabe lo que hace su mano derecha ni falta que le hace. Driss es compasivo porque regala lo que tiene sin tener nada, su ser, transmitiendo su propia alegría (no es artificioso). Es compasivo porque sabe dar espontáneamente a quien, teniendo toda clase de ayuda, carece de la esencial. Es compasivo porque ofrece risa espontánea y contagiosa. Sin saber nada es curativo, precisamente por su compasión nada compasiva en el sentido tradicional del término.

A la vez, el incapacitado Phillipe es, también sin saberlo, compasivo, permitiendo que Driss se humanice todavía más.

La película, basada en una historia real, muestra algo profundo: ningún curriculum, ningún saber frío por bueno que sea técnicamente, es comparable al efecto de un corazón compasivo. Los curricula, la cultura "tenida" quedan en muy segundo plano ante la posibilidad vital de la verdadera compasión.

Esta es, como algunas otras, una película que todo médico debería ver… y entender. Le sería más útil que ir a congresos. Y sus pacientes serían más beneficiados.

jueves, 3 de marzo de 2016

¡¡¡ Casa !!!

En algunos juegos infantiles se usaba con frecuencia un término, “casa”. Pasaba antes de que el “pocoyó" y demás aplicaciones de tablets obnubilaran las mentes de niños desde su más tierna infancia. 

Entonces, jugando al escondite o a lo que fuera, bastaba con  tocar una pared determinada o un árbol para que uno pudiera decir eso, casa, y con esa palabra mágica se hacía inmune, invulnerable, estaba a salvo.

Era un juego, pero la expresión infantil apunta a algo que permanece, la necesidad de una seguridad que va más allá de tener un lugar para cobijarse; se trata de la relación entre “estar en casa” y sentirse seguro. Quizá el pánico asociado a un terremoto provenga de esa quiebra, que se juzga imposible, de la seguridad inscrita en la solidez.

¿Qué es "casa"? No es “la” casa (como se dice en algunos “realities” tan profundos); no es “una” casa y muchas veces ni siquiera hay que decir “mi” casa. Basta con decir “casa”. Voy a casa, estoy en casa, hoy me quedo en casa (porque llueve, porque estoy enfermo, cansado…). 

En otros tiempos se ofrecía a algún conocido eso tan nuestro; se decía “aquí tienes tu casa”, una falsedad que como tal se tomaba, aunque era gratificante. ¿Acaso había algo mas sagrado que ofrecer? 

No es igual decir casa que domicilio o vivienda. No lo es etimológica ni semánticamente. Casa es lo propio, aunque se esté alquilado. Casa es el mundo entero si se percibe desde el espacio exterior. En cambio, “domicilio" alude a un lugar definido por coordenadas o por un número en una calle, y "vivienda" indica la necesidad de vivir a cubierto y que hay un derecho a ella para propios y extraños. El drama de los refugiados tiene que ver con esa semántica; son expulsados de casa y han de buscar una vivienda, como albergue, campamento o lo que sea, en un país extraño.

Y es que “casa” implica mucho más que lo que supone una estancia, por cómoda o lujosa que ésta sea. Es un término femenino en nuestro idioma y algunos más; también lo era la palabra latina “domus”, de la que no deriva. Hay mucha gente, cada vez más, que vive sola en su casa, como viudos, como “singles” que se dice ahora, temporalmente o por largo tiempo. A pesar de eso, podría decirse que una casa lo es propiamente cuando es organizada, nutrida en sentido genérico, por una mujer. Es algo que se expresa muy bien en la célebre novela "Cuerpos y almas” y quizá mejor en muchas más. En lo femenino reside la seguridad otorgada, más que en la construcción misma. El término “casa” no se refiere tanto al presente, a la casa en que se vive, como al pasado, a la casa en que se creció, a la casa cuidada por la madre aunque se llame casa paterna. Por ello, una mujer, aunque esté demente, viviendo da vida a su casa y es núcleo en torno al que orbitan familiares. Si muere la madre, también morirá esa casa como tal, aunque permanezca alguien habitándola. 

Del mismo modo que un niño alude lúdicamente a la seguridad diciendo “casa”, es sabido que hubo adultos jóvenes que trataban de lograr mágicamente una salida al espanto gritando “mamá” tras ser heridos en el frente. Sólo los viejos espartanos podrían asumir la vuelta a casa sobre el escudo; entonces había nobleza en la lucha. “Casa” y “mamá” son palabras asociadas, que se pronuncian en el desamparo. 

Por eso, uno puede residir en una vivienda, en un domicilio, incluso en lo que más se asemeja a ese verbo, en una residencia, pero no es vivir del mismo modo que se hace en casa. Nerón se montó una a lo grande, la domus aurea. Algo tan lujoso como efímero. Ese nombre, “domus aurea" se aplica como una de tantas letanías a la Virgen María. Llamándole a ella así, “casa de oro”, se completa la religión patriarcal porque no sería concebible un cielo sin casa, sin lo femenino, sin la madre eterna que haga posible esa casa amorosa. Dicen que las últimas palabras de Juan Pablo II fueron “Déjenme ir a la casa del Padre”. Mostró así, a pesar de su marianismo, esa perspectiva yahvista, patriarcal, posterior a la del mundo regido por la diosa. Pero esa diosa virgen y madre habría de permanecer también en el cristianismo a pesar de la reforma protestante y de la lucidez racionalista teológica católica y por eso no son santos quienes se aparecen en grutas, sino María. Ningún hombre baja al inframundo a rescatar a nadie sino que también es María acompañada de ángeles, como antes fueron Deméter o Innana. La religión desmitificada ni religión es. El mito vivifica, y criticarlo desde la pretendida racionalidad en vez de tratar de aproximarse a su sabiduría supone no entender nada de nuestro ser simbólico. Si recordamos a Bultmann y su escepticismo histórico, entenderemos que el peor enemigo de la religión casi siempre es la teología.

Pero una casa no siempre es sinónimo de amparo, de seguridad, de protección materna. En una casa puede ocurrir lo peor. De hecho, lo más horrible casi siempre se da en ella: los feminicidios, los abusos a niños… Porque cada casa, a la vez que puede amparar a una familia, también alberga su secreto. Lo cantó Megadeth y Hitchcock lo mostró magistralmente en el cine: el mayor horror es doméstico.

Así, una casa iluminada en la noche puede anunciar amor, sosiego, alegría o muerte. No lo sabemos. Es esa ignorancia la que suscita recuerdos e imaginaciones haciendo tan fascinante, por enigmática y evocadora, su visión.


Este post está dedicado a mi amiga Chus Gómez, que lo inspiró.

jueves, 25 de febrero de 2016

El olvido de la pureza. Llega la ciencia-espectáculo.

La Historia de la Ciencia muestra el poder de un método para tratar de aproximarse a lo real. 

Newton fue mucho más allá de Kepler. Mostró la importancia de la gravedad universal sin poder decir propiamente qué era eso, explicando sin explicar (“hypotheses non fingo"). Y es que el término explicación es peligroso por parcial. Nunca se alcanza la totalidad del enigma. Puede haber una sucesión de explicaciones causales de lo fenoménico, pero de un “qué” inicial, taxonómico, descriptivo, a través de esa explicación, se trata de lograr el “qué” esencial. Una búsqueda tan apasionante, tan creíble, como infructuosa, tal vez porque esa pregunta por el “qué” sea una cuestión límite y, por ello, más filosófica que científica. 

La ciencia es importante. Todo el mundo parece estar de acuerdo en eso, incluso en el ámbito de la pseudo-ciencia, en el que se pretende llamar ciencia a lo que no lo es, y la expresión “científicamente demostrado” ha sido exitosa para vender cualquier producto pretendidamente benéfico, aunque no haya en él propiamente ni ciencia ni demostración.

La ciencia es importante por su método, porque es desde la observación, experimentación y construcción de teorías que podemos hacernos una imagen realista del mundo. Y, si el método es importante, lo es el trabajo de quien lo aplica, del investigador. Un trabajo que requiere de fondos para la subsistencia de quien a él se dedica y para proporcionarle los instrumentos y material fungible precisos. 

La política científica lo es de inversiones. ¿Para qué? Para hacer ciencia, desde luego, pero ¿con qué fines? Es natural invertir en el trabajo científico que persigue curar el cáncer. Pero, ¿lo es para estudiar fósiles, analizar el fondo de microondas o demostrar la existencia de un quark? Quienes se dedican a la política pueden llegar a entender que la ciencia básica es tan importante como la aplicada, que sin ciencia básica no hay aplicaciones. Incluso, de haber políticos sensatos (¿por qué no los habrá?), se asumiría por ellos que hasta puede haber tenido razón Kornberg cuando dijo aquello de que el mejor proyecto es la ausencia de proyecto, realzando el valor de lo lúdico y del afán puramente epistémico en la investigación científica.

Nadie le hace caso a Kornberg, premio Nobel y padre de otro Nobel. La ciencia se financia en función de proyectos, protocolos, de los que espera éxitos. Cuando los éxitos son aplicables a la Medicina o a la Técnica, todos respiramos; hemos gastado bien. La cosa se pone más difícil cuando el éxito es puramente epistémico. Surge entonces la pregunta habitual, ¿para qué sirve? Por ejemplo,  ¿para qué sirve eso del bosón de Higgs? Y se intenta explicar alegando consecuencias benéficas pero secundarias, colaterales, de investigaciones básicas previas, poniendo como ejemplo Internet o cosas así. Si eso ocurrió antes, pues bueno, de la búsqueda del bosón de Higgs seguro que también se producirán avances técnicos que faciliten la vida. 

Y, aunque no fuera así, el bosón de Higgs nos permite comprender mucho mejor la materia. Eso dicen, aunque muy pocos entiendan de qué va ese bosón y casi nadie sepa por qué se le da importancia al Sr. Higgs. Y el COBE nos dejó ver la “huella de Dios” nada menos, aunque casi nadie viera nada en esas imágenes.

Volvemos a lo de siempre. Hay que saber vender, ciencia en este caso, que no llega a ser tan malo como “saber venderse”, pero que es malísimo para la ciencia.

Atrás quedaron los tiempos de Gauss, lejanos, pero también los más próximos de Planck, Einstein, Turing e incluso Feynman. Entonces, entre ellos se entendían. No necesitaban al gran público. Hubo que pagar mucho para financiar el trabajo de personajes así en Bletchley Park o en el Proyecto Manhattan, pero la guerra lo exigía. Después, Vannevar Bush ya se encargó de mostrar las excelencias de ese esfuerzo tecno-cientifico conjunto en tiempos de paz.

Ahora hay que mostrar la grandeza de la ciencia. No basta con la divulgación de siempre, a lo Asimov. La cosa ha de ser espectacular, masiva. Y en ese contexto estamos.

Crick gritó en un pub (y parece que antes de beber) que él y Watson habían hallado el secreto de la vida, confundiendo la vida con el modelo del ADN. Nada menos. 

George Smoot, al hablar de las imágenes del fondo de microondas registradas por el COBE dijo que, si uno era religioso, eso era como mirar a Dios a la cara. 

Entre ambos, en 1974, Donald Johanson encontró trozos interesantes de un esqueleto muy antiguo, de un homínido. Esa noche puso un cassette y escuchó la canción de los Beatles, "Lucy in the Sky with Diamonds”. Le dio nombre a lo que tenía entre manos y así, el primer ejemplar del Australopithecus afarensis se llamó Lucy.

Quien da primero da dos veces, se dice. Y no se trata de ser primero en un descubrimiento, sino en un hito científico. Probablemente Brenner sea muy superior científicamente a Crick en sus mejores tiempos, pero, aunque también sea premio Nobel y a pesar de estar vivo, ¿quién sabe de él? También probablemente Edward Witten sea superior a Hawking, pero que se le pregunte a cualquiera por el mejor físico del mundo; no nombrará a Witten. El COBE fue un primer paso tras el que el WMAP nos enseñó mucho más, pero ¿quién vio ahí huellas divinas? ¿Quién se acuerda de Penzias y Wilson, que fueron los primeros en encontrar, como ruido en una antena, ese extraño fondo de microondas?

Ahora bien, no hay ciencia sino ciencias. No es lo mismo la Biología que la Física. Los avances en el ámbito de la Biología siguen siendo cosa de pocos y son incrementales. Hubo el proyecto Genoma y sus grandes expectativas frustradas de momento. Después, el ENCODE, el HapMap, el Cancer Atlas… Paso a paso, se van descubriendo nuevos genes por parte de distintos grupos. En casi todos los telediarios se nos habla del gen de turno de algo y con cuyo conocimiento se abre la vía para tratar ese algo; eso es lo que nos dicen alegremente, incluyendo a gente que se está muriendo de ese algo. Pero en Física la situación es distinta. El tiempo de Rutherford o de Chadwick pasó a la historia; no basta con pequeños laboratorios para ver cosas importantes. Se precisan grandes instrumentos, colaboraciones internacionales, equipos enormes, como los del CERN. Y los hallazgos importantes no se dan todos los días, sino sólo de vez en cuando. En Física, no hay espectáculo pequeño cotidiano sino que se precisa el gran espectáculo del año, del lustro o de la década, para que el espectador entienda que hay un dinero bien empleado. 
Y el espectáculo, para ser auténtico, ha de anunciarse, ha de ser precedido del rumor adecuado. Y ha de presentarse de modo que se dé cuenta de su tremenda importancia. No basta con las publicaciones que pueden incluso esperar a que haya la presentación.

El último gran espectáculo contemplado es el de las ondas gravitacionales. Observado realmente por quienes detectaron una señal hace unos meses, pero traducido a una nueva contemplación en forma de videos y artículos didácticos por parte de las dos revistas que dicen más prestigiosas, Nature y Science. La divulgación degenera desde ellas hasta las secciones de ciencia de los periódicos.

¿En qué se basa el éxito del espectáculo? En identificarlo falsamente al éxito de la ciencia. Falsamente porque la ciencia no persiguió propiamente detectar las ondas gravitacionales, sino sólo saber si existían o no y, en ese sentido, un descubrimiento negativo (similar al que supuso concluir que el protón no se desintegra) sería tan importante, exactamente tan importante, como el descubrimiento positivo de la existencia de las dichosas ondas. Sí es cierto que permiten una nueva mirada al cosmos, pero eso ya es otra cosa. 

También reside ese éxito del espectáculo en mostrar que Einstein tenía razón y resulta que, científicamente, daría igual que la tuviera o no, porque la ciencia avanza precisamente juzgando constantemente hipótesis y teorías y tan importante es la verificación como la falsación. 

Es decir, el éxito pretendido lo es en la medida en que realza la función oracular de la ciencia, más que en mostrar el valor de la ciencia misma.

La ciencia, además del avance epistémico, supone la maravilla de desvelar la belleza del mundo. No es poca cosa. La ciencia nos sitúa y nos asombra. Pero no es ella misma el espectáculo, sino el medio para mostrar la profunda belleza del misterio que nos rodea y constituye. Esa es su verdadera grandeza y no el espectáculo que de ella se hace.


martes, 16 de febrero de 2016

El conductismo cotidiano. "Saber venderse".

Hay personas que se ganan la vida vendiendo cosas. Las variedades de realización de ese trabajo son múltiples: en comercios, como delegados de firmas grandes o pequeñas, a domicilio (cada vez menos)... También lo son los productos mismos. En algunos casos, como el de obras artesanales, el vendedor y el productor puede ser la misma persona. En los demás alguien vende algo fabricado por otros que le son  generalmente desconocidos. 

Para llegar a ser un buen vendedor, uno no depende sólo de lo que vende, sino de cómo lo vende y en eso influyen sus características personales, que incluyen buenas dosis de simpatía, belleza física, y últimamente un saber más ornamental que necesario, como ser licenciado en Farmacia o Biología para presentar las bondades de un nuevo fármaco. 

La obra teatral de Arthur Miller, “Muerte de un viajante”, llevada al cine, retrata los sueños y fracasos que se constituyen en torno a ese saber vender basado en gustar a la gente que compra. En ella, el sueño americano sufre un buen varapalo.

Es natural que, en un sistema capitalista, el concepto de venta sea de aplicación muy genérica. Pero hay diferencias cualitativas. El salto cualitativo más obvio se da cuando de algo se pasa a alguien vendible. Es el caso de la prostitución; a veces se habla de “servicios sexuales” pero, se mire como se mire, alguien compra a alguien durante un tiempo. Es algo tan mal visto socialmente como hipócritamente aceptado, cuando no alabado, nutriendo incluso a la prensa en cierto grado con anuncios dedicados al efecto. 

No es lo mismo vender esclavos que vender jarrones, pero entre ambos extremos hay una gradación. Se da un salto cualitativo ya en el caso de los llamados “negros” o “ghostwriters”, que venden un producto creativo, como una novela, a alguien que le pondrá su nombre como autor. En términos puramente económicos, ambos ganan; el “negro” porque nadie lo conoce y no vendería su novela; el que lo contrata, porque es tan famoso como incapaz de producir algo con lo que mostrar su increible genio literario. En este caso, estamos ya un paso más allá de la venta de una cosa; se vende una falsedad, la de la autoría creativa. Esto puede ser dramático cuando no se ciñe sólo al mundo literario sino que afecta al científico y especialmente al médico. No es infrecuente que médicos prestigiados en un campo se limiten a firmar lo que les pasan “negros” contratados por la industria farmacéutica sin entrar a valorar lo que firman. Las consecuencias pueden ser letales para mucha gente. Tampoco es raro que quienes tienen un poder jerárquico usen como “negros” a colegas que están en situación laboral precaria, sea para "sus" tesis doctorales u otras publicaciones. 

Tal vez sea por ese contexto en el que parece que todo es susceptible de mercadeo, que está imponiéndose una expresión que dista mucho de ser neutra, “saber venderse”. En general, nadie alude a una prostitución, sino a la prersentación sensata de su valía profesional, de su curriculum. Pero parece necesario insistir en esto; no se dice que haya que saber vender un curriculum, sino que hay que "saber venderse". Así, como suena, aunque eso se traduzca en la confección del curriculum mismo o en una sesión de autobombo en algún foro. La expresión se usa porque es exitosa. Quien sabe vender humo (y lo vemos todos los días, incluso en hospitales), es capaz también de venderse porque pasa a identificarse con ese humo, concebido como una coleccióon de objetos más bien etéreos. 

El viejo dilema de Erich Fromm es vigente hoy a favor del tener. Obviamente, tener una titulación oficial supone un reconocimiento legal para un ejercicio profesional determinado. Pero estamos a otro nivel muy diferente, inflacionario en certificados. Ya no "sirve" saber, estudiar, pensar, estar vocado a algo, sino que sólo "sirve" en el sentido más pragmático (conseguir un puesto de trabajo, por ejemplo, o una promoción jerárquica en el sistema) tener. ¿Tener qué? Másters, cursos certificados, horas acreditadas, etc. Ya no sirve que uno sepa hablar español o inglés correctamente; ha de tener una acreditación oficial.

En este frenesí burocrático-mercantil, no basta siquiera con tener los dichosos papeles acreditados; la persona misma ha de estarlo. Tan es así que existe algo llamado "Certificación de Personas de acuerdo con la norma UNE-EN ISO/IEC 17024". No tiene nada que ver, desde luego, pero esos eufemismos recuerdan con cierta facilidad los números tatuados de internos de campos de concentración nazis. Uno ya "es" si y sólo si "tiene" la acreditación oficial para eso, para ser. Allá quedó Heidegger con su Dasein; ahora, estamos más bien ante el "Dahaben".

Dicho de otro modo, uno es si está ISOficado. El propio término ISO (International Organization for Standardization) evoca el prefijo "isos" griego, que significa "igual" (isósceles, isobaras, isotermas...). Las normas ISO, cuando no se aplican sólo a cosas, son "isos" en el peor sentido, son normas destinadas a anular la diferencia subjetiva.

Es ya normal que, con esa perspectiva, se den cambios llamativos como la desaparición de bibliotecas en hospitales para dar paso a espacios de "innovación", sin que nadie sepa qué se pretende innovar y sin que nadie vaya a innovar propiamente nada en ellos.

Es también normal que, en ese contexto normativizador, triunfen clamorosamente los cursos de "coaching", de inteligencia emocional, de persuasión, etc.

Hay una clara pretensión de ignorar lo subjetivo. El conductismo está en auge y desde su óptica uno es como se comporta y, cada vez más, vale en función de cómo se vende. Las técnicas conductistas en su forma más burda cobran cada día más vigor para desgracia de todos a quienes se pretende medir y situar en las curvas gaussianas que deben regir cada factor medible de comportamiento (aunque sabemos que es una falsa medida). Lo no medible deja de existir.

Aduciendo una pretensión científica, el conductismo no sólo impide la ciencia, que sería mucho más floreciente y rica sin tal perspectiva. También nos hace inhumanos. Urge una reflexión sobre la educación de nuestros niños y jóvenes que vaya mucho más allá de la que muestran los sesudos informes de asesores ministeriales. 

Urge un compromiso ético para una educación en la libertad real y en los valores que sustenta