jueves, 17 de marzo de 2016

¿Qué quieres?


“Tuve la suerte de tener como profesor a un gran filósofo al que considero un auténtico maestro de la humanidad. Este hombre poseía por aquel entonces la viveza propia de un muchacho, cualidad que parece no haberle abandonado en su madurez… Este hombre , cuyo nombre invoco con la mayor gratitud y el máximo respeto, no es otro que Immanuel Kant.”
(Herder. “Briefe zur Beförderung der Humanität”).

“Estoy leyendo aquí, entre otras cosas, los Prolegómenos de Kant, y comienzo a comprender el enorme poder de sugestión que siempre ha emanado, y sigue emanando, de este muchacho”.
(Carta sin fecha de Einstein a Max Born).


Es llamativo el uso de un término, “muchacho”, para referirse a Kant, aunque fuera en contextos bien distintos, el de Einstein y el de Herder.

Kant es reconocido como uno de los grandes de la historia del pensamiento. Pero parece contradictorio. Bertrand Russell lo indicó cruda y claramente en su libro “Por qué no soy cristiano”: “Era como mucha gente: en materia intelectual era escéptico, pero en materia moral creía implícitamente en las máximas que su madre le había enseñado”. Aludió incluso al psicoanálisis para tratar de explicar el contraste entre lo intelectual y lo moral en ese gran filósofo.

El imperativo categórico no siempre parece haber sido entendido en la línea que él parecía pretender. Así, Eichmann aludió a ese fundamento legislador en el juicio que lo condenó a muerte. Tiene su lógica cruel: si la interpretación del juicio categórico pertenece a seres humanos, la eliminación de los “Üntermenschen” puede justificarse desde tan brutal óptica.

Las conocidas preguntas kantianas expresadas en la Crítica de la Razón Pura atañen a la posibilidad epistemológica, al deber y a la esperanza. 

El deber es importante, pero insuficiente y, muchas veces, dañino. “Cumplió con su deber”, se dice aludiendo a lo correcto de una acción o “fue más allá del deber” para significar heroísmo. Ya a los niños se les habla de los “deberes” para referirse a las tareas escolares. Debes hacer esto, no debes hacer lo otro… Es algo inscrito en la educación. Desde las más elementales normas de urbanidad hasta las grandes decisiones morales, el deber parece impregnarlo todo. Pero no es desde el razonamiento que surge el deber de cada cual sino de la cultura que ha internalizado en el ámbito familiar. El deber se impone de un modo inconsciente en muchísimas ocasiones como nos enseñó Freud.

Hay, sin embargo, una pregunta mucho más perturbadora: ¿Qué quieres? Si el deber constriñe y su cumplimiento pacifica, preguntarse uno mismo qué es lo que quiere en realidad puede situarlo en una incertidumbre angustiosa.

Todos podemos creer responder adecuadamente a lo largo de la vida a esa pregunta por lo que queremos, tanto a corto plazo (jugar, descansar, leer…) como a largo plazo (formar una familia, hacer una carrera, conseguir un trabajo, comprar una casa…).

Hay deseos que responden de modo natural a lo más pertinente. Quien está en prisión desea la libertad (aunque siempre hay alguna excepción), quien pasa hambre desea alimento, quien huye quiere ser asilado, etc.

La pregunta en los casos anteriores puede tratar de responderse de modo práctico porque hay un saber sobre lo que se desea: es natural que quien tiene sed quiera beber y también lo es que se quiera trabajar para tener un medio de vida.

El problema surge cuando no es la necesidad la que hace explícita la cuestión, sino cuando ésta surge de un planteamiento existencial, cuando el “¿qué quiero?” supone también preguntarse si lo que se ha hecho con la vida ha respondido a lo que en realidad y no en apariencia se quería. E implica saber qué hacer con lo que queda de esa vida; ahora y más tarde.

Desde fuera, desde una pretendida objetividad, nadie entiende a quien, teniéndolo aparentemente todo, se hunde en la depresión. ¿Por qué, si la vida le sonríe? se dice a veces. El viejo no entenderá que el joven se deprima, el pobre no comprenderá que eso le ocurra al rico y el enfermo terminal podrá despreciar que le suceda a quien está sano. Tampoco, en el ámbito profesional, quien no ha logrado metas propuestas, entenderá por qué quien lo ha hecho, quien ha sido exitoso, se hunda en una depresión. 

Pero ocurre que alguien puede alcanzar todo lo que se pretendía y sin darse cuenta, sin ser consciente, de que eso respondía más a un ideal, a un deber internalizado, superyoico, que a un deseo libre. Y por eso quizá baste con preguntarle ¿qué quieres? a la persona que más hayamos idealizado para derrumbarla existencialmente si se toma la pregunta en serio.

Un viejo cuento hablaba de la camisa del hombre feliz deseada por un rey, y finalizaba indicándonos que el hombre feliz no tenía camisa. Hay una relación tan pretendida como curiosa, la que equipara felicidad a normalidad; uno puede ser feliz si es normal, si sus pruebas médicas son normales, si tiene una familia y amigos normales. Pero esa normalidad sencillamente no existe. Nunca. Sólo hay la singularidad subjetiva. Y es llamativo que normalidad se asocia terminológicamente a norma; de nuevo, términos cotidianos que pretenden indicar el anhelo más profundo, felicidad, normalidad, tienen que ver con eso, con la norma; con el deber a fin de cuentas. Las consecuencias pueden ser brutales. Por ejemplo, el conductismo trata de normalizar adiestrando.

Ningún intento científico está libre de una filosofía implícita. Kant parece vigente en esa obsesión deontológica que rige tantas vidas. Pero ni Kant ni nadie, incluyendo maestros religiosos, puede preguntar por otro. Y habrá que olvidarlos en el buen sentido, pues sólo cada cual puede hacer la pregunta por sí mismo, aunque sea ayudado en tal osadía. Las preguntas por el ser, por el estar aquí, por la muerte, son cuestiones que acaban alcanzando un límite con ausencia de respuesta, pero en la pregunta ¿qué quiero? la respuesta es posible. Y es esa posibilidad la que la hace angustiosa y la que puede, por otra parte, darnos cierto grado de libertad y, con ella, saber qué hacer con la vida.

7 comentarios:

  1. Grandes pensamientos .
    En este instante a la espera de una prueba de espirometria, mi respuesta es:
    Quiero ser, lo que soy ahora.
    Después, que sea lo que venga.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Jaume.
      No creo que haya mucha gente que pueda dar esa respuesta de querer ser y lo que se es en el "ahora".

      Eliminar
  2. Hannah Arendt analiza a Eichmann, desde la concepción de “la banalidad del mal”, como un individuo mediocre, cuya ley moral era cumplir escrupulosamente con la legalidad vigente sin cuestionarse nada, y desmonta la argumentación de aquel sobre Kant, ya que nada más lejos del “sapere aude” que acatar una norma por el mero hecho de serlo. El imperativo categórico no puede confundirse con ninguna máxima concreta ni con ninguna ley escrita, simplemente te indica que trates a los demás como fines, no como medios y que tus normas o máximas puedan convertirse en universales, es decir, que actúes con los demás como te gustaría que actuaran contigo si estuvieses en su lugar. Creo que la contradicción en Kant radica en que si ese imperativo esta inscrito en la racionalidad ¿Cómo no convertirlo en norma al ser esta fundamentalmente normativa? En ese sentido no le influyó tanto la concepción moral de Hume. Es muy interesante lo que planteas, ¿qué quieres?, si la pregunta aludiera a fines últimos también se puede acudir a conceptos kantianos como el segundo postulado de la razón práctica; plantea la inmortalidad como aspiración, lo emotivo del planteamiento radica en que no se refiere a la aspiración de perdurar sino a la posibilidad de ser testigo de la coincidencia entre el ser y el deber ser, es decir, la posibilidad de que las injusticias se reparen con el tiempo. La garantía de posibilidad es el tercer postulado, la existencia de Dios; ahí cabe ese libro de Russell que citas, donde contrapone “el argumento del remedio de la injusticia”.
    Escribí algo para tu entrada anterior pero no lo envié porque era demasiado visceral. Sí quiero decirte que comparto lo que dices sobre la “vocación” y la “compasión real”; son necesarias porque su ausencia aun contribuye más al deterioro del sistema público. En ese sentido la falta de empatía es también muestra de aquella banalidad normalizada. Hay mucho que decir sobre estas cosas, así que, por favor, no dejes de hacerlo.
    Comprendo bien ese “Virgencita, déjame como estoy”, un guiño que alguien hace con tristeza y humor.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, Marisa, por tu comentario.
      El imperativo categórico, tal como lo formuló Kant, parece irrebatible porque, como dices, está inscrito en la racionalidad. El problema se da precisamente en eso, en la racionalidad, pues no parece que sea eso lo que mueve el mundo.
      Hay otro “imperativo” moral más antiguo, que también parece racional, el de “ama a tu prójimo como a ti mismo”: En nombre de esta máxima, al prójimo se le puede hacer lo peor porque no todo el mundo se quiere bien a sí mismo. Jesús lo refinó hablando de un “nuevo mandamiento”, en el que él se ponía a sí mismo como referencia de amor al otro. Sabemos que no se le hizo mucho caso por parte de sus seguidores.
      Es muy probable que el querer real de Kant se dirigiera, como sugieres, a la trascendencia (el cielo estrellado sobre él y la ley moral en él sugieren ese anhelo más que un nihilismo). En ese sentido, no valdría la pena centrarse en el “querer” como cuestión filosófica pues éste ya tenía su meta, su esperanza; parece que Kant sabía lo que quería.
      El argumento del “remedio de la injusticia” es la gran piedra de toque para cualquier creyente (¿quién no lo es en algo?). Es el problema de la teodicea: o Dios no es bueno o no es omnipotente, pero somos nosotros quienes somos dueños de nuestro destino y ahí se incluye el “sapere aude” al que también te refieres. La teodicea supone nuestra tragedia porque nadie sensato puede conformarse con una satisfacción de tanta injusticia después de la muerte, especialmente si se es ateo, pero tampoco ningún cristiano podría sosegarse con eso.
      Discrepo en tu última comprensión que supongo va referida a un anterior comentario. Creo que quien lo produjo no expresaba el deseo de no empeorar sino más bien la afirmación de que sabía lo que había querido hacer con su vida y que ésta había sido así un logro personal.
      Un abrazo

      Eliminar
  3. No pretendía interpretar a quien no conozco. Simplemente me acordé de alguien muy importante en mi vida que me hizo ese comentario una vez, y sí, se refería a no empeorar pero era alguien que amaba incondicionalmente la vida y un gran luchador.
    En el destino también influyen las circunstancias y los otros; es algo que conviene recordar cuando las cosas van mal y, especialmente, cuando van bien.
    Disculpa mi error.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. El error ha sido mío, por lo que me dices. Discúlpame tú a mí.
      Desde luego que no basta con saber lo que uno quiere. Hay muchos, demasiados factores externos (no sólo propios) que influyen en decisiones que se van tomando. Eso también sosiega a veces; es bueno saber aceptar los vaivenes en los que nos mete la vida.
      Gracias nuevamente

      Eliminar
    2. Te agradezco mucho lo que dices, me sentía fatal. Ya sabes que la comunicación no es fácil, a veces no podemos ser explícitos, otras nos faltan las palabras, pero sin duda, lo peor es que pueda dar lugar a malentendidos.
      Sí, es así, una convergencia de situaciones.
      Un abrazo

      Eliminar