Alguien es un buen alumno.
Tras la selectividad, confirma sus esperanzas de llegar a ser médico. Ha
superado la fatídica nota de corte para iniciar sus estudios. Y se inician y se
continúan, a lo largo de esa carrera, que lo es cada vez más en sentido
literal, competitivo.
Se acaba siendo médico y se prepara
el MIR, sabiendo que es un examen un tanto irreal pero al menos justo. Se elige
una especialidad y un hospital en el que formarse en ella. El MIR, algo queda.
Es la única opción seria, pública, para formar especialistas que no sólo
servirán al sistema que los hizo posible; también nutrirán al privado, tan
ensalzado últimamente.
Se es ya especialista en algo,
cuando ha pasado los mejores años, si por tales se entienden los de la
juventud. ¿Y ahora qué? En muchos casos, ahora nada. Y después tampoco. Porque
lo que tantas salidas ofrecía para exigir aquella nota de corte resulta que no
las tiene.
Una reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea muestra la realidad de nuestro país, en el que
los contratos por días y por semanas, incluso por guardias, son legales y
abundantes en proporción. Es factible que un enfermo sea operado un día por la
tarde por un médico contratado para la guardia de ese día. Entre ellos no se
han visto antes. No se verán después.
Con el examen MIR se acabó la época
de la igualdad de oportunidades. Hay pocos contratos como médico adjunto, lo
son por períodos cortos o cortísimos de tiempo y en la selección para las
escasas interinidades priman criterios de “confianza” por parte de gestores y
mandos intermedios que actúan aparentemente como propietarios de lo que es público.
No es extraño que el MIR pase a
considerarse más como alternativa laboral que como período de formación
remunerada y así hay quien hace un segundo MIR, para asegurarse un sueldo otros
cuatro o cinco años. Tendrá dos especialidades aunque ninguna le dé de comer y
se plantee la opción cada día más frecuente de emigrar.
Un informe de la Organización
Médica Colegial, del que se hizo eco “El País”, revela que el 18,5% de los médicosdel sistema sanitario público tiene contrato de menos de seis meses.
Eso supone, en la práctica, un desmantelamiento del propio sistema público por
quien tiene el poder de decisión política, pues un buen mecanismo para lograrlo
es disponer de una plantilla “líquida” en estos tiempos tan líquidos en que nos
hallamos. Después se dirá el conocido lema de que “esto en la privada no pasa” para
referirse al mal funcionamiento de la pública, en donde las listas de espera diagnóstica
y quirúrgica facilitarán que, quien se lo pueda permitir, vaya efectivamente a
operarse a un hospital privado en el que con frecuencia será atendido por el
mismo médico que trabaja en el sistema público. Y es que, a la vez que hay esa
precariedad laboral que afecta a uno de cada cinco médicos, otros compaginan su
actividad en todos los sectores posibles, con todas las implicaciones negativas
que ello supone.
En la misma nota de “El País” se
indica que el sindicato CCOO reclama una convocatoria especial de unas 94.000
plazas para acabar con esta situación. Pero ese sindicato, como los demás,
tiene un problema y es el desinterés generalizado por la unión, incluso por la
unión defensora de derechos, por parte de los profesionales afectados.
Estamos
en una sociedad de solitarios; no hay peor mentira que llamarle a la nuestra la
era de la comunicación. Ese aislamiento hace posible que nadie se una en la
práctica para reclamar nada. Un aislamiento directamente proporcional al número
de personas que trabajan en un hospital, por paradójico que parezca.
Por otra parte, si bien ha habido
grandes respuestas sociales frente a los ataques a la sanidad pública, se han
dado cuando la arrogancia con que se hacían, en un contexto corrupto, era
evidente.
No es tan claro el ataque cuando el
sistema atacado sigue funcionando, no por la inoperancia de
sus gestores (médicos en general, que todo hay que decirlo), sino por la
dedicación excelente de muchos de sus profesionales, todos los que, a pesar de los pesares, sienten
que son médicos y actúan como tales.
Hay un elemento contaminante que
facilita lo peor y es la concepción algorítmica de la Medicina, confundiendo
bondades de la llamada “Medicina basada en la Evidencia” con la tecnificación
del médico. En ese contexto se hace concebible la confusión de un médico con un
técnico que sigue una guía o protocolo, de tal modo que todos son
intercambiables porque se desprecia la singularidad de cada relación clínica.
Es cierto que nadie es
insustituible, pero no lo es menos que todos somos necesarios y no sólo “recursos
humanos”, una expresión detestable que apunta sólo a la que la complementa, los
“recursos materiales”. Muchos términos de la “moderna” gestión de hospitales
han facilitado grandes perversiones como la confusión de un paciente con un
usuario y de un médico con un técnico acreditable. No sorprende que, a la vez
que hay ese precariado, algunas sociedades autodenominadas “científicas” insten
a un sistema de acreditación continuada del médico, basada en concebirlo como un coleccionista de valores curriculares en vez de
un sujeto poseedor de un saber.
Cuando los despropósitos políticos
son evidentes cabe una respuesta social. El problema lo tenemos cuando el
deterioro es subrepticio y se invoca la supuesta finalidad bondadosa que
facilita el beneplácito general.
El precariado médico no sólo afecta
a los profesionales. Las implicaciones para pacientes son obvias. En este contexto hay quien defiende un cambio a la modernidad (o post-modernidad, si se prefiere). Pero hay cambios
y cambios. No es lo mismo el de adaptación que el de rebeldía ante un sistema
cruel revestido de eufemismos.