sábado, 23 de septiembre de 2017

México llora. Dios se calla.



"Que nuestra respuesta sea o el silencio o las palabras que nacen de las lágrimas” Francisco, Papa.

Ocurrió en Lisboa en 1775 y Voltaire escribió “Candide”. Ya había pasado en Pompeya. Se repitió en muchas ciudades. Ahora le tocó a México. Volcanes, terremotos, tsunamis... Un terremoto hace ver que los temblores de la tierra no son precisamente los de la madre que a veces es imaginada por un ecologismo ingenuo. No se estremece Gaia; simplemente el suelo deja de ser sólido y todo se cae.


Bueno, ya lo sabemos. Esas cosas pasan. Un meteorito extinguió los dinosaurios y las nuevas condiciones propiciaron la expansión de los mamíferos y, al final, de esa ramita colateral que nos dio origen. 


En la frontera Pérmico - Triásico muchas especies se extinguieron. Quién sabe, de ellas podría haber surgido una inteligente y, a la vez, buena, no como la nuestra. Contingencias.


Desde la posición atea, no hay nada más que decir y mucho que hacer: investigar para que la ciencia avance y permita pronosticar esas catástrofes, reduciendo su impacto.


¿Y desde la opción de la creencia en Dios? Quizá la misma respuesta en la práctica, pero parece imposible no asociarla a tintes emocionales. Se retorna al eterno problema de la teodicea, ¿Por qué Dios, siendo omnipotente y supuestamente bueno (no cabe mayor antropomorfismo en esto), permite que haya decenas de niños muertos, sepultados en un minuto? Si coincidimos con el escéptico creyente Martin Gardner, un milagro podría hacerse de modo elegante, sin ser percibido, si Dios manipulase la longitud de onda asociada al fenómeno básico que inscribe algo. Y, por otra parte, ni milagro parece necesitarse. ¿No podría evitar Dios una tragedia así? Ni nos daríamos cuenta de que lo hace. ¿Por qué esa lejanía?

Ante una catástrofe tan grande, ante la visión súbita del mal natural, como ante el choque con la maldad humana, la creencia colisiona frontalmente con el gran silencio del Absoluto en quien se cree. Un silencio mostrado en Auschwitz, un silencio que resuena aquí y ahora en México, como lo hizo, como hace, tantas veces.


La única oración que parece permisible es la queja, incluso odiosa más que de resignación. El Absoluto, lo Innombrable, el Gran Espíritu, Dios, parece alejado, como si no existiera, invitando a creer, de hecho, que no existe en realidad, porque no le importa lo importante. ¿O acaso no es importante lo sucedido? 


No es que Dios se haya muerto. Es que es inconsciente, nos dijo Lacan.


No hay consuelo religioso que valga ante tamaño absurdo. Sin embargo, aun así, algunos somos obstinados y persistimos en dar por hecho que, a pesar del horror y del absurdo, un fundamento amoroso sostiene el mundo. Parece un sentimiento patético. No es algo racional. Tampoco es algo emocional, sensiblero. No es el resto de una aspiración infantil. Es el sentimiento de una evidencia íntima que se resiste incluso ante lo más horroroso. Sostenida en la belleza del propio universo, en la contemplación de una flor silvestre, de un gorrión. La estética natural puede fundamentar la creencia esencial, aunque sea difícil expresarla como discurso no simbólico.


Mirar serenamente una brizna de hierba nos funde con ella, nos permite la participación cósmica que nuestro pensamiento racional elude. No es propiamente el sentimiento oceánico freudiano. Es distinto. Esa mirada, que se hace infantil, renuncia paradójicamente al infantilismo que permanece como sesgo antropomórfico de la perspectiva. 


De algún modo extraño, tanto como evidente e inefable desde la creencia real, Dios, a quien se llega a poder incluso “odiar” de algún modo en más de una ocasión, esta ahí, sugiriendo que lo más próximo, lo más inmediato, nos resulta a la vez demasiado lejano. Si Jesús, que llegó a defender su natural filiación divina, sintió el gran abandono, toda esa aparente crueldad del Padre, en la cruz, parece que la única opción del creyente ante la tragedia sea la minúscula ayuda que pueda ofrecerse, como la que presta ahora mismo tanta gente, y el abrazo espiritual realizado con unos ojos limpios por las lágrimas con que aflora la gran incomprensión del mundo que nos hace humanos. 

De algún modo extraño, el amor se impone en medio del horror. Eso también nos humaniza y nos acerca al Gran Misterio ante el que justificadamente nos quejamos.

lunes, 18 de septiembre de 2017

MEDICINA Y LENGUAJE. Ser, Estar y Tener.


No seríamos humanos sin el lenguaje, y todo lo que hacemos y sentimos es dicho de un modo u otro. Sólo lo místico es inefable aunque se intente mostrar poéticamente.

La Medicina está también atravesada por el lenguaje, y el énfasis que se pone en determinados verbos parece ir ligado a cambios en la historia de la práctica clínica reciente y parece además tener consecuencias.

Así, aunque parezca lo mismo, no es igual decir que se está, que se es enfermo, o que se tiene una enfermedad.

Cuando se habla de ser, parece darse una identificación ontológica con la falta, con lo que amenaza la vida o perturba la salud. Cuando hace años se decía de alguien que era tuberculoso, se aludía en la práctica a una alta probabilidad de muerte. Eso no ocurre hoy en día, en que la tuberculosis puede desaparecer tras un tratamiento eficaz (en nuestro primer mundo al menos). Tal vez por eso se diga más bien que la tuberculosis se tiene; sólo porque puede dejar de tenerse.

La ambigüedad se da en enfermedades consideradas hoy muy serias, como el cáncer en general (aun cuando haya muchos tipos y de muy distinta agresividad). En una época en que se ofrece una visión de la Medicina como algo omnipotente, nadie es canceroso; se disimula eso en los hospitales hablándose de pacientes oncológicos, que parece lo mismo, pero suena de un modo muy distinto. Y, de hecho, se dice más bien que alguien tiene cáncer, nunca es canceroso, lo que propicia a la vez que se insista en la conveniencia de que el paciente “luche”, como si eso fuera factible, contra lo que “tiene”, para dejar de tenerlo. Se harán carreras con lazos y globos de colores, se mostrarán testimonios televisivos de supervivencia, etc. Nada como ser positivo, asertivo y todas esas cosas de la psicología positiva.

Parece que se tiene lo que es agudo y generalmente curable (una apendicitis o una amigdalitis) o lo que, no siéndolo, se intenta curar, incluyendo situaciones graves (un cáncer metastásico, un infarto, un ictus...)

El verbo “ser” alude en general a lo crónico pero que no supone un peligro letal inmediato. Se es broncópata, cardiópata o hepatópata, por ejemplo. También alcohólico, obeso o drogadicto. El término “es” puede incluso usarse para hablar de algo que sí se tiene realmente y se dice, por ejemplo, de quien desarrolla anticuerpos contra el virus del SIDA, que “es” VIH positivo, algo muy diferente a decir que es un sidoso.

Puestos a ser lo peor, nada parece tan malo como ser un “caso bonito” según el pintoresco criterio “estético” que usan a veces los médicos, porque un caso así, a diferencia de cuerpos modélicos, nunca es envidiable.

Cuando la situación es aguda y remite con cierta facilidad se utiliza también el “estar” como un modo transitorio de ser. Se está con gripe, se está enfermo, se está mal simplemente. Ese “estar mal” puede ocurrir en un contexto de gravedad o no. En cierto modo, estar equivale a tener.

Hay también un término de uso lamentable por parte de algunos médicos. Se trata de “hacer”. No es raro que se diga que un paciente hace una complicación. Alguien hizo una neumonía, un derrame, incluso un fallo multiorgánico. Es así el paciente el que hace, el que construye, sin querer desde luego, su propia muerte.

La diferencia entre ser, estar y tener supone connotaciones no despreciables en un amplio campo de la salud, el mental. Decir de alguien que está deprimido no supone lo mismo que indicar que “es” un enfermo uni o bipolar. Como en el contexto orgánico (no ha de olvidarse la aspiración organicista de muchos psiquiatras), estar o tener sugiere algo curable, a diferencia de ser. No parece lo mismo decir “es esquizofrénico” que “tiene esquizofrenia”. El uso del verbo ser supone con mucha frecuencia una estigmatización ontológica, en tanto que el tener alude a una cierta esperanza en el poder de la Medicina o de la Psicología. Algo va mal con la serotonina o con cualquier amina y para eso están los profesionales.

A la vez, el verbo ser puede facilitar cierta identificación subjetiva con la enfermedad, en un juego que siempre se da con culpabilidades asociadas. Ha de tenerse en cuenta que, en el ámbito orgánico, se sugiere que, a veces, uno enferma por su culpa (por no mirarse, no cuidarse, por ser sedentario, por una “mala vida” en general). Esa culpabilidad más o menos percibida, frecuentemente asumida, no es igual si se es enfermo que si se tiene una enfermedad. Uno podría considerarse más culpable de “ser” broncópata (por fumar, por ejemplo) que de “tener” un cáncer de páncreas.

De modo análogo puede ocurrir que el ser enfermo (o supuesto enfermo) implique una responsabilidad propia en tanto que el tener una enfermedad aluda a la exclusiva responsabilidad de profesionales. No es lo mismo ser un niño rebelde, inquieto, que no atiende en clase, que tener TDAH (trastorno de déficit de atención con hiperactividad). No es lo mismo estar deprimido que tener una depresión; el enfoque personal ante lo que parece igual puede ser muy diferente. Desde el estar deprimido puede surgir un análisis en tanto que ante la depresión como añadido se recurrirá a aumentar la serotonina. No es incompatible la farmacología con la palabra pero con frecuencia se excluyen.

Parece ser precisamente ahí, en el ámbito de la salud mental, en donde debiera cuidarse más la terminología, porque entre ser y tener hay claras diferencias tácitas. Lo que se tiene puede desaparecer, lo que se es, no, para bien y para mal. Y vivimos una época de alegre etiquetado ontológico, facilitado por tristes manuales como el DSM.

Incluso en la situación límite, parece más digno, más humano, decir que alguien se está muriendo a señalar que es terminal.

Este post ha intentado ser una mera y pobre aproximación a la necesidad de considerar la importancia del lenguaje en algo tan importante como lo concerniente a la salud y, especialmente, a la salud mental. Desde aquí, la pretensión es sugerir más que afirmar. Probablemente mucho de lo expresado (que es muy poco por otra parte) sea errado o requiera matizaciones. Pero parece que algo habrá que hacer con el lenguaje médico, especialmente para centrar las cosas, sin crear estigmas pero tampoco falsas expectativas. Serís deseable usar siempre un lenguaje compasivo, entendiendo compasión en el noble sentido, en el plenamente humano, y mostrada desde la posición profesional.

El lenguaje usado lo es en un contexto de obsesión por algo inexistente, el ser normal, pues nadie lo es; lo es en una época en que somos “certificables” como las máquinas, en un contexto fuertemente neomecanicista. No sorprende que en el lenguaje cotidiano se hable de “ITV” para referirse a un examen clínico que, por otra parte, sí tiene muchas analogías con un examen de conocimientos en el que uno puede ser culpable de suspender, también por pereza. Y ese suspenso, muchas veces en una evaluación clínica no siempre necesaria, "preventiva" (horrible palabra en Medicina por la exageración que de tal término se hace), puede ensombrecer innecesariamente la vida aunque pretenda conservarla o incluso alargarla.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Datos eternos, olvido del alma.



“¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? Mc 8,36.

Cuando se lleva algún tiempo en la red social Facebook, uno acaba teniendo la desagradable sorpresa de ver la “permanencia” en ella de alguien que ha fallecido. Es algo tan macabro como progresivamente corriente.

Internet supone un cambio de ritos y mitos para los que probablemente no estemos preparados. La revolución electrónica – informática ha sido demasiado rápida. 
 
Se sabe qué hacer con los cuerpos muertos: inhumarlos, incinerarlos, donarlos a “la ciencia”, incluso criogenizarlos. Pero no se sabe qué hacer con los datos en una época en la que cada vez más el alma se concibe como software y no sólo por los delirantes transhumanistas.

Por amor a la difusión de sus datos e imágenes (datos al fin), único y pobre soporte vital tantas veces, hay memos que son aspirantes a “memes” de Dawkins y que llegan a ser merecedores de lo que algunos crueles llaman premios Darwin. Es el caso de los que se matan por lograr un "selfie" impactante o de quienes tratan de hacer “viral” la estupidez de circular a 200 km/h, falleciendo en el intento.

Esa concepción reduccionista del ser humano como productor de datos (aunque la información que suponen sea absolutamente banal) facilita la construcción de una biografía algoritmizada o, dicho de otro modo, de un “avatar” con pretensión de eternidad. No es sorprendente que haya iniciativas como “Eternime”, que pone a nuestra disposición los recursos de la inteligencia artificial para que podamos seguir “activos” en la red tras habernos muerto. De ese modo “diríamos” en situación post-mortem lo bien que estamos de vacaciones, con fotos de playas, o mostraríamos las gracias de nuestro gato, también “avatarizado”.

Cuando uno se muere, deja recuerdos y cosas. A veces se llega a decir de alguien, como de Shakespeare o Cervantes, que su obra lo ha inmortalizado; una obra que puede ser literaria, histórica, científica... Pero son pocos los casos, y en ellos el término “inmortal” pertenece en realidad a la obra más que al propio autor, por lo que no sorprende que Woody Allen afirme que no quiere ser inmortal por sus obras sino por no morirse. 
 
La muerte supone un ritual que ha ido variando a lo largo de la historia y que difiere en diversas culturas. En su libro “Historia de la muerte en Occidente”, Philippe Ariès nos los ha descrito muy bien. Pero Ariès, que murió en 1984, no pudo imaginar cómo podrían cambiar los rituales de muerte tras la suya. 
 
¿Qué queda del muerto, una vez desaparecido el cuerpo? El duelo de sus allegados, su recuerdo por ellos y quizá por otros, peleas por posibles herencias, escritos (cartas, recibos, testamento...), fotos, quizá algo de mayor reconocimiento en casos excepcionales, como una obra de arte, pero lo que queda pertenece a un pasado, a algo que le ocurrió o que hizo alguien que ya no está. En algunas tumbas se inscribe una despedida, en otras se incluye una foto que recuerda que quien está ahí tuvo ese aspecto vital algún día. Es pasado. Fue. Sólo desde la fe es admisible la posibilidad de permanencia; para el cristianismo, por ejemplo, la muerte no es el final.

Pero ahora, al margen de creencias, quedan datos. Las ocurrencias brillantes o estúpidas que uno haya mostrado en Facebook ahí permanecen para muchos años; no se puede decir para siempre en un mundo como el nuestro, amenazado por tantas cosas, incluyendo la destrucción nuclear o cualquier virus novedoso y malvado desde nuestro punto de vista. 
 
Los datos no se entierran, no se incineran, sí se dan a “la ciencia” aunque no se quiera, alimentando los estudios “Big Data”. Eso supone un cierto escalofrío y parece natural que, para evitarlo, para poder morirse del todo, haya un formulario, “Legacy contact”  que permite que alguien borre definitivamente el “perfil” del muerto o que, por el contrario, siga alimentándolo con entrañables recuerdos o graciosas ocurrencias.

La metáfora informática obnubila en exceso las mentes. Cada día somos más concebidos como datos que nos constituyen (ADN) y datos que producimos. Ese reduccionismo brutal conduce a una forma de enajenación bastante generalizada que trae como consecuencia el olvido del alma. Y si se quiere ganar el mundo, sea como dinero o patética fama, se acabará perdiendo el alma, la vida.



domingo, 3 de septiembre de 2017

El psicoanálisis de Francisco.


“Se amonesta severamente a Lemercier a que no sostenga ni en público ni en privado la teoría o práctica psicoanalítica, que él mismo reconoce como psicoanálisis propiamente dicho, en sentido estricto, bajo pena de suspensión a divinis por el mismo hecho, reservada esencialmente a la Santa Sede”. Acabo de leer esto en un libro recogido en Google (“Historia del Psicoanálisis en México: pasado, presente y futuro”). 

Lo leí por asociación. Hace ya muchos años,  a finales de los sesenta, había leído un artículo en una revista que, si no recuerdo mal, era “Ibérica”, dedicada a la divulgación científica en España. “Ibérica” tuvo en mí, al menos, un eco, a saber hasta qué punto fructífero, pues por la ciencia me interesé. El artículo se titulaba algo así como “Psicoanálisis en Cuernavaca”. Algo pasó allí, algo que molestó al Vaticano. Fue una época en la que tuve el primer contacto con el psicoanálisis cuando, por puro azar (la contingencia siempre es interesante), me topé con la “Teoría del psicoanálisis”, un librito de Jung.

Ya en 1961 un "monitum" del Santo Oficio prohibía a religiosos, "consultar a psicoanalistas sin permiso del obispo”.


Teniendo en cuenta que Freud era ateo y considerando su explicación de la religión, no sorprende que la Santa Sede fuera un tanto prudente a la hora de considerar el psicoanálisis. Y, en general, la Iglesia ha tendido a hacer equivalente la prudencia a la prohibición. 


Y ahora resulta, si es rigurosamente cierta la noticia, que el mismísimo papa Francisco acudió a una psicoanalista judía en busca de ayuda cuando tenía 42 años. 


Ha de recordarse que Francisco nació en un país, Argentina, en donde el psicoanálisis ha fructificado llamativamente, pero no es menos cierto que, si fue al diván, lo hizo a pesar de la Iglesia y no gracias a ella. 


Hay dos elementos interesantes. La noticia se refiere a una psicoanalista judía. Parece adecuado recordar que los judíos no estaban muy bien vistos por el Vaticano hasta hace relativamente poco tiempo, pues se rezaba algo así en Semana Santa: “Omnipotens sempiternae Deus, qui etiam iudaicam perfidiam a tua misericordia non repellis: exaudi preces nostras, quas pro illius populi obcaecatione deferimus; ut agnita veritatis tuae luce, quae Christus est, a suis tenebris eruantur”. Tal vez el propio Francisco lo haya rezado en sus años mozos. Fue Juan XXIII quien eliminó el término “pérfido” de esa oración y fue a partir de ahí cuando se habló de los judíos como los hermanos mayores en la fe. Pero el contexto histórico es el que es y que un sacerdote acuda en ayuda para su alma a una persona judía es noticia felizmente relevante incluso ahora.


Y el dato más importante, el hecho de recurrir a una psicoanalista y no a otro sacerdote o a un psicólogo no “contaminado” por los planteamientos freudianos, se non è vero (y parece que lo es), è ben trovato. Un psicoanálisis no es una confesión, aunque se hagan burdas analogías. No lo es ni a Dios ni al psicoanalista. Lo es a sí mismo, de un modo extraño, desde lo que uno mismo se ha ocultado siempre por transparente que fuera, cayéndose las identificaciones y narcisismos, olvidando el “quién” y buscando el “qué”. Es, más bien, una búsqueda, una ardua tarea que puede surgir desde un síntoma o, como dicen los periódicos al referirse a Francisco, “para aclarar algunas cosas”


Dudosa fe es la que se derrumba en un psicoanálisis. Y es que la fe, por religiosa que sea, lo es en lo esencial, sosteniendo una confianza radical en lo que fundamenta lo humano, no en un formulario. La fe auténtica es de vida, incluso de vida eterna, se entienda esto como se quiera entender, cosa que no es fácil para seres como nosotros, temporales. Pero... ¿qué mayor milagro que el hecho de existir aquí y ahora?


La Iglesia ha evolucionado y, al hacerlo, siempre ha sido como anamnesis, como avance en el recuerdo de su esencia, Jesús, judío por cierto, como Freud y tantos otros grandes del espíritu. Sería deseable que, así como ha ocurrido con el P. Teilhard de Chardin, la Iglesia acogiera antes que tarde el psicoanálisis como uno de los grandes avances del alma humana. 


Los marcos referenciales del psicoanálisis y la religión son bien distintos, pero no por ello han de suponer una incompatibilidad absoluta que aleje a personas creyentes del psicoanálisis ni que perturbe a los psicoanalistas un entendimiento progresivamente más certero del fenómeno religioso dede su experiencia clínica.

sábado, 26 de agosto de 2017

CIENCIA. Deseo y mirada.




“Los líquenes dieron con esta sabiduría cuatrocientos millones de años antes que los taoístas. Los verdaderos maestros de la victoria mediante la sumisión en la alegoría de Zhuangzi son los líquenes que se aferraban a las paredes rocosas alrededor de la cascada”. David George Haskell.

A Simon Schwendener no le resultó fácil convencer a sus colegas en 1869 de un gran descubrimiento. Había mostrado que los líquenes son organismos compuestos, hongos que conviven con algas microscópicas, desbaratando así la idea de lo individual, lo discreto, como único modo de vida. El beneficio mutuo recibido por los dos componentes dio lugar a que Albert Frank y Anton de Bary propusieran el nombre de simbiosis para tal asociación.

Kerry Knudsen tiene ahora 67 años. Siendo muy joven se emancipó para vivir en comunas anarquistas y durante un tiempo se dedicó a escribir poesía y a tomar LSD. A los veinte años, empezó a trabajar en la construcción. Un problema vascular en sus piernas le obligó a dejar su trabajo cuando tenía 52 años. Le gustaban las plantas y decidió estudiar Botánica de modo autodidacta. Finalmente se implicó en un proyecto de investigación sobre líquenes en el desierto de Sonora. Esa afición fue fructífera, pues en sólo 15 años descubrió más de 60 especies de líquenes y su colección consta de miles de especímenes.

Un líquen, Bryoria fremontii, sirve de alimento a indígenas del noroeste de Norteamérica, mientras que otro parecido, Bryoria tortuosa, es venenoso por sintetizar ácido vulpínico. Otro autodidacta apasionado de los líquenes, Trevor Goward planteó que las diferencias entre ambas especies podrían residir en que ambas albergaran una tercera forma de vida, una bacteria.

Toby Spribille se hizo a sí mismo autodidacta en un ámbito de fundamentalismo religioso poco propicio a la ciencia. Fue afortunado al ser acogido, sin un adecuado curriculum de presentación, en la prestigiosa universidad de Götttingen  Años más tarde él y otros pusieron a prueba la idea de Goward y, aunque descartaron la presencia de bacterias, observaron que ambas formas del líquen albergaban en distintas cantidades otra forma de vida, un basidiomiceto. Es decir, un líquen no era sólo cosa de dos, sino de tres especies en juego. Este hallazgo revolucionario se publicó en Science en julio de 2016.

La importancia de los líquenes es crucial en la intrincada red de la vida. Pero no trato aquí de contemplar a los líquenes sino de reflexionar sobre quienes los observan, porque ponen de relieve la importancia de la mirada.

Vivimos una época de extremo reduccionismo enmarcado en la metáfora informativa. El DNA es considerado, no sin fundamento, como elemento clave, y pareciera que todos los avances en Biología y Medicina pasan por secuenciaciones y más secuenciaciones del DNA de las distintas especies y sus variantes. En el caso humano, costosos estudios de “fuerza bruta”, los Genome Wide Associations, intentan reducir lo psíquico a una secuencia de bits, analizando, por ejemplo, qué variantes (generalmente de nucleótido único o SNP) se relacionan con algo tan poco “medible” como la inteligencia.

 
Contrasta con ese reduccionismo la mirada fenotípica, al estilo de los grandes naturalistas como Humboldt.

Esa mirada es necesaria pero no es por necesidad que se da, sino que surge más bien del asombro, de la curiosidad personal y del deseo de satisfacerla, de un deseo suscitado por la belleza natural. Y es que los líquenes, los musgos, las abejas, incluso árboles más viejos que la historia humana, toda la vida que nos rodea, es, sencillamente, maravillosa en su forma y en su complejidad extendida desde la escala molecular hasta la macroscópica.

Es por eso que un libro como el de David George Haskell es tan científico que se hace poético, mostrando en una gran cantidad de ejemplos la afirmación de Feynman cuando dijo que la ciencia no sólo no perturba la contemplación estética de una flor sino que la realza.

Los ejemplos aquí mostrados no son únicos. Afortunadamente abundan. Muchas veces, aunque parezca paradójico, sólo desde la ignorancia es posible el avance. Cuando Leonard Adleman oyó hablar del ADN, le importó muy poco lo que de esta molécula le dijeran desde el punto de vista biológico. Vio en ella la posibilidad de un nuevo modo de computación. Y haciendo uso de polinucleótidos, polimerasas y ligasas, pudo resolver un problema difícil (de los que llaman NP-completos): el camino hamiltoniano de siete nodos, o dicho de modo más coloquial, el problema del viajante. No vio genes en el ADN, sino un ordenador en paralelo. Su mirada, surgida desde el desconocimiento de la genética, desde una ignorancia que la facilitó, fue distinta y original. 

Vivimos una época triste para la ciencia porque, con pretendidos criterios de eficiencia basados en índices de impacto y demás medidas de “calidólogos” bibliométricos, con una educación presencial obligatoria para oír frecuentes lecciones anodinas y prescindibles, y demás tonterías burocráticas, venda los ojos, impide la mirada libre, entusiasmada, a un mundo misteriosamente bello.

Sólo el deseo es vehículo de lo humano. Lo es, en el caso de la Ciencia, dirigiendo la mirada. El deseo trata de recuperar la mirada ingenuamente abierta, inquisitiva y bondadosa de la infancia frente a un infantilizado contexto cientificista que pretende constreñirla.

sábado, 19 de agosto de 2017

La noche oscura.


"A las tres en punto de la madrugada un paquete olvidado tiene la misma trágica importancia que una sentencia de muerte. Y en la verdadera noche oscura del alma siempre son las tres en punto de la madrugada, día tras día”.  Scott Fitzgerald. The Crack-Up.

En la noche oscura del alma no hay diferencia entre lo banal y lo importante. Todo es sencillamente terrible, angustioso.
La oscuridad oculta la luz y poco importa que haya sido la tenue habitual de cada día que alumbra a seres felices o un  gran resplandor místico.

¿Por qué ocurre? ¿Por qué cae esa noche? 

Se implora a Dios en el desierto y en los monasterios: “Deus in adiutorium meum intende. Domine ad adiuvandum me festina”. “Festina”, hay prisa. Se apura a Dios mismo, a veces repetidamente, al modo hesicasta, esperando que ayude a salir de la angustia, a atravesarla de una vez, a ver la serena luz del día, cuando sólo queda su recuerdo sofocado por la noche.

San Juan de la Cruz nos mostró que es desde esa “seca y oscura noche de contemplación, el conocimiento de sí y su miseria”, “a oscuras en pura fe”, que podrá iniciarse en serio el camino al encuentro de lo divino. En pura fe. Sin esa confianza esencial en la vida, aunque no se concrete en modo religioso, la tentación suicida puede acontecer.

Con el alma en tinieblas, el cuerpo queda inerme, des-animado, muerto en vida sin el soplo esencial, sin la integración en el color del mundo.

¿Por qué cae esa noche?

El razonamiento no sirve, se pierde en vericuetos inútiles. Y es que no se trata del cuerpo o del espíritu, sino del alma misma enfrentada a su sombra. 

Ya nos lo dijo François Cheng, “L’esprit raisonne, l’âme résonne”, una gran diferencia. Es desde el alma, desde su peculiar insistencia a través del lenguaje más primario, menos intelectual, más asociativo, que alguien podrá decirse si hay un otro que acepte escucharlo.

Ahí reside el valor del psicoanálisis, término hermoso y acertado, porque no se refiere al cuerpo ni al espíritu, sino que alude al alma misma, a la ψυχή . No es “cognitivo”, no busca un encuentro de diálogo sobre la lógica irracional a través de un razonamiento, aunque implique un supuesto saber. No es “conductual”, pues no pretende adiestrar en una calma que atienda a la superficialidad del síntoma. 

Atiende al alma misma, que es dicha corporalmente, en un discurso a trompicones que parece olvidarse de lo esencial, a la vez que no cesa de repetirlo en alusiones simbólicas.

No deja de ser una vía purgativa, purificadora.

“L’esprit raisonne”. Sin duda, el razonamiento propio puede ayudar. Y esa ayuda podrá facilitarse desde el razonamiento de otros, siendo inestimable el auxilio filosófico. Pero no bastará ante la insistencia de lo menos conocido del alma y que, a la vez, es lo más propio de ella y que requerirá una gran dosis de humildad para asumirlo.
 
“L’âme résonne”. Una resonancia que implica una extraña mezcla de gracia, de don, y de activa pasividad. Pasada la larga noche, y sabiendo que en cualquier momento las tinieblas podrán volver, se sabrá ya un poco mejor cómo aceptarlas, incluso valorarlas, esperando siempre que, quizá gracias a ellas, una vez disipados restos narcisistas, el alma resuene cada vez mejor con la música cósmica, divina.

jueves, 10 de agosto de 2017

PSICOANÁLISIS. Lo que no engaña.



"De los amores de Ares y Afrodita (diosa del amor) nacieron Eros y Anteros, Deimo y Fobo (el Terror y el Temor) y Harmonía". Pierre Grimal. Diccionario de mitología griega y romana.

Y, de repente, aparece. El mismísimo demonio. A veces, sin anunciarse siquiera; otras, dando algunas señales de llegada, señales que harán recordarlo en el futuro.

Sin saber por qué, ese demonio se hace con la mente, que no puede pensar sino sólo sentir horror ante una desgracia inmediata que no tiene nombre, que ni muerte se llama, y que, además, no ocurrirá. Con una paradójica parálisis de agitación, el demonio se adueña del cuerpo. El corazón se nota en la garganta, la tensión se dispara, las manos tiemblan, la respiración se descontrola, una náusea sartreana se hace físicamente vómito. De un calor infernal que empapa en sudor se pasa al frío. Lo peor se ve inminente, sin saber a qué se le puede llamar así, peor.

Se ha entrado en pánico.

No es propiamente el miedo que incita a escapar de lo que lo provoca o a neutralizarlo. Ni siquiera es el horror, que siempre responde a una causa real o imaginada y que puede paralizar de verdad.

En realidad, ni siquiera es pánico aunque esté de moda llamarle así. Es angustia, es el afecto que, según Lacan, nunca engaña.

El demonio de la angustia se ha mostrado.

E.T.A. Hoffmann nos contagia un terror que lo recuerda en su cuento “El hombre de arena”, que utilizó Freud en su ensayo “Das Unheimliche”. Lacan tomó eso, lo siniestro, como punto de partida para su análisis de la angustia, diferente al de Freud.

Es en la angustia que el quién de uno desaparece para abrir el interrogante sobre su qué y en relación con la alteridad, porque uno es convocado por un Otro del que no sabe y, quizá por ello, haya sido tan extendido el temor de Dios en forma angustiosa en otros tiempos. Desde el anuncio de Nietzsche, las formas han cambiado, también los potenciales desencadenantes, pero persiste la relación con un Otro desde la que surge el "qué" angustioso. Llamarle a la angustia ansiedad o ataque de pánico y que el consumo de ansiolíticos y antidepresivos esté tan extendido no cambia las cosas.

La inhibición que supone la depresión puede tapar la angustia. El síntoma facilitará su ocultación, pero cuando se desvanece, cuando eso que incordiaba se amortigua, la angustia revela la falta y el interrogante definitivo no puede ya ser pospuesto.

Los fármacos apaciguarán la constelación de síntomas a la que curiosamente ha desembocado la pérdida del síntoma nuclear. Retomarlo sería la alternativa paliativa, tanto como errada. La aproximación cognitivo-conductual tratará de domar lo ingobernable del no saber sobre el “qué”, pero ni un adiestramiento ni el extendido mindfulness o métodos de relajación diversos, ni rezar, calmarán la angustia cuando ésta lo es de verdad.

El efecto farmacológico calmante (ansiolíticos, mirtazapina…), balsámico, necesario muchas veces,  inducirá a pensar en una fisiopatología molecular cerebral, como se hizo y se sigue haciendo, inútilmente, en el caso de la depresión. Algo acabará mostrando la naturaleza química de ese demonio, sea como alteraciones en receptores neuronales, en la transducción de señal, en genes alterados... A eso se aspira legítimamente, y ahí están los proyectos BRAIN y Human Brain Project, para “explicarnos” y calmarnos, pero suele confundirse en exceso un correlato con una relación causal. El cuerpo, cada molécula que lo constituye, es causa necesaria del ser humano, pero no suficiente. Si la consciencia en sentido fuerte dista mucho de ser abordable científicamente, la subjetividad en general, incluyendo todo lo que de nosotros no conocemos aunque nos influya en gran medida, eso que suele llamarse lo inconsciente, es mucho menos susceptible de la reducción a una óptica celular, molecular, científica.

La angustia, ese afecto que no engaña, no es cuestión sólo filosófica por existencial que se defina, a lo Heidegger, sino lo que apunta a lo más enigmático y singular de la vida. Podemos negarla pero no engañarnos. Es la puerta estrecha, el filo de la navaja, que hay que cruzar para alcanzar cierta cota de libertad.

Aporto una excelente referencia bibliográfica al respecto: 

Manuel Fernández Blanco: "Lo viejo y lo nuevo de la angustia". El psicoanálisis. Revista de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. 2007,11: 27-42.

miércoles, 2 de agosto de 2017

CIENCIA Y CIENTÍFICOS. SER Y TENER.


Ser científico supone responder a un deseo, el de saber, y aceptar que el acceso al conocimiento es factible en determinadas áreas, no en todas, mediante la aplicación del método científico, esencial para poder entender y opinar sobre resultados científicos, algo muy olvidado en la enseñanza y divulgación de lo que es la ciencia.

El avance de la ciencia implica necesariamente la comunicación del conocimiento logrado, algo que actualmente se hace principalmente a través de las publicaciones en revistas especializadas. Pero esta necesidad, que es el efecto final del interés científico, está pasando desde hace años a constituirse en motivación esencial de la carrera de profesionales de muy diversas disciplinas (no sólo científicas).

Se está confundiendo así al científico con un productor de publicaciones, a la vez que se tiende a olvidar muy seriamente el rigor que supone el método científico. De este modo, el afán epistémico es asfixiado por el interés obsesivo por un curriculum basado en el número y la supuesta calidad de las publicaciones realizadas; ambos elementos son tristemente cuantificados en forma de factores de impacto, índices “h” u otras medidas bibliométricas. 

Tal contexto pervierte la actitud de muchos investigadores, haciendo que su objetivo no sea el conocimiento sino la publicación, cada vez más separados. Se asiste de ese modo a una sobreabundancia de publicaciones, la inmensa mayoría de las cuales es perfectamente prescindible, a la vez que aumentan las que ofrecen resultados no suficientemente contrastados. Si lo único que realmente importa es publicar, se publicará, llenando las revistas de ruido, de falsedades por falta de reproducibilidad y, a veces, incluso de puro fraude. 
 
Pero ese exceso de ruido y falta de ciencia auténtica no se da por igual en todas las áreas. Predomina en Medicina, incluso en la más "científica", la llamada MBE, Medicina Basada en la Evidencia, o en pruebas como dicen los puristas, porque tal evidencia muchas veces es construida en vez de hallada. Para lograrla, la herramienta estadística es esencial, pero no siempre se emplea bien, ni al principio, por sesgos a la hora de establecer grupos de comparación, ni al final, a la hora de presentar las conclusiones (no es lo mismo, por ejemplo, resaltar un riesgo relativo que uno absoluto). Teniendo en cuenta que no escasean los conflictos de interés, pasa de todo a pesar de una apariencia metodológica correcta. 

Incluso con corrección metodológica, es habitual asumir una relación entre variables cuando la probabilidad, "p", de que los efectos se deban sólo al azar es baja (“p” menor de 0.05). Pero esa baja probabilidad bien puede ser insuficiente; basta con compararla con el nivel exigido en física de partículas en donde el resultado se acepta cuando “p” es mucho menor, un valor inferior a 0,0000003 o lo que se conoce como 5 sigma . Es concebible que llevar ese concepto de 5 sigma al contraste estadístico en Medicina permitiría establecer conclusiones más claras con menos falsos positivos, pero implicaría también mucho más trabajo riguroso. 

Un ya viejo lema dice “publish or perish”. Lamentablemente sigue siendo un hecho que, si un investigador no alcanza un nivel de “impacto” determinado en sus publicaciones, pueda en efecto perecer académica o incluso laboralmente. Pero, a la vez, con tanto “publish” es la propia ciencia la que perece en gran medida, sucumbiendo a un exceso de ruido.

¿Qué hacer? La política científica puede priorizar campos de investigación y decidir el dinero asociado a ellos, pero la buena ciencia sólo parece factible como un proceso que Guillermo Fernández Navarro califica, también para la divulgación de ella, de transformación y no de adaptación  Algo que difícilmente se podrá realizar bajo fuertes restricciones burocráticas y bibliométricas.

Quizá no precisemos tantos científicos sino sólo los que puedan permitírselo, los que nos podamos permitir, porque será difícil que alguien presionado laboralmente pueda investigar con un mínimo de libertad. Y es desde la libertad que se han conseguido importantes descubrimientos, o no tan llamativos, pero que propiciaron aplicaciones metodológicas de gran interés. Por ejemplo, las restrictasas, la hibridación celular o la proteína fluorescente verde, fueron en su día ejemplos de “curiosidades” que quizá no merecieran ser financiadas, pero su valor se mostró cuando se desarrollaron las técnicas de ADN recombinante, cuando se obtuvieron anticuerpos monoclonales o cuando se pudieron marcar proteínas concretas en células vivas. Algo parecido está ocurriendo con las técnicas de edición genética. A veces, la transición entre el juego y aplicaciones importantes es sutil.

La investigación científica requiere honestidad y rigor, algo que implica más cooperación que competitividad, más calma que prisa, más repetición que prioridad, menos publicaciones prometedoras y más resultados consolidados, menos ruido y más nueces. 
 
Eso supone educación y ética. La ética parece sugerir que, si no se puede hacer buena ciencia, mejor será dedicarse a otra cosa. La educación debe fomentar el pensamiento crítico que supone el método científico, más que limitarse a estudiar los grandes resultados a los que ha conducido. 
 
Al final, cualquier joven que se interese por la ciencia debiera elegir entre tener o ser. Entre luchar por tener un curriculum brillante basado en el sistema actual, bibliométrico, o tratar de ser un buen científico que persigue el conocimiento, con independencia de que, de su búsqueda, se deriven muchas o pocas publicaciones y de que éstas sean recogidas o no en las principales revistas. No son opciones incompatibles pero raramente coinciden

Agradecimiento: Quiero expresar mi gratitud a Guillermo Fernández Navarro, consultor de proyectos museísticos de ciencia, por proporcionarme frecuentes publicaciones relacionadas con su campo, una ardua tarea con la que intenta mostrar la ciencia como proceso de transformación y no de adaptación. 

miércoles, 26 de julio de 2017

FILOSOFÍA IMPRESIONISTA. Una reflexión sobre el libro “Ética del desorden”, de Ignacio Castro Rey.




“Es necesaria la violencia del amor, su éxtasis, para que tenga lugar la eternidad del presente”. Ignacio Castro Rey.

Muy recientemente ha visto la luz una obra de Ignacio Castro Rey. Su título, “Ética del desorden. Pánico y sentido en el curso del siglo”, llama la atención porque es difícil imaginar a priori qué es una ética del desorden. Lo vamos viendo a medida que leemos. El texto, en el que apenas se usa el término “ética”, sugiere que ésta tiene una fuerte relación con mostrar el desorden mismo y su importancia vital. Un desorden del mundo, desorden del ser humano, que facilita la creatividad y el amor, y que es asfixiado por imposiciones reguladoras del tiempo de trabajo y de vida, del modo de lenguaje, de todo lo que concierne a la civilización. Y es al mostrar ese desorden que vemos cómo  “la rutina, la inercia de lo familiar es indispensable para vivir, pero también es el peor enemigo de lo primero, la percepción”, porque “la primera tarea para pensar sería no interpretar desde el andamio de lo ya sabido, sino bajar, dejando entrar el desorden de lo que ocurre ahí, atreviéndose a que nos afecte lo que sucede”.

A eso nos requiere el autor, a sentir, a percibir y a la activa pasividad de intuir. Los animales lo tienen más fácil porque viven sin pensar la vida y quizá haya que recuperar algo de la animalidad que nos fundamenta. No es extraño que Castro se refiera a Uexküll y a Frans de Waal. Bien dice que la intuición “es una especie de certeza animal que irrumpe en el hombre, ahorrándole el largo rodeo del ascenso inductivo o la espera informativa”. La intuición es, en efecto, algo “más femenino que masculino; tal vez más oriental que occidental”. Y hay buena base oriental en el libro. El autor tiene en cuenta a Lao Zi, a Alan Watts, a Buda, a Cristo (a quien se ha occidentalizado en exceso), los Upanishad, también a Basho al final. Lo femenino influye también fuertemente a través de figuras como Lispector o Simone Weil.

Su sencillez se revela al hablar del lenguaje, donde topa con el enigma y busca apoyo para reflexionar sobre él en Heidegger, Nietzsche, Lacan… Y siendo el lenguaje misterioso, limitado, no podían faltar las referencias a Wittgenstein ni a los grandes místicos.

¿Cómo referirse a este libro? No tendría sentido intentar un resumen de un texto de filosofía de 460 páginas y que es, además, claramente, obra de madurez. Es grande el acervo de conocimiento requerido para producir un libro como éste y todavía mayor el nivel de reflexión existencial que implica. Se le facilita al lector una amplia gama de sugerencias, de interrogantes, de tal modo que cada lectura, si es correcta, será singular, subjetiva en el mejor de los sentidos y de hermanamiento en la búsqueda que, como humanos, nos concierne. A fin de cuentas, un buen libro de filosofía actual es el que induce a que el lector piense por sí mismo sobre la vida, el tiempo o el lenguaje que lo atraviesa. Y eso se consigue sabiendo transmitir a los grandes de la Filosofía e induciendo a recurrir a las fuentes, y sabiendo comunicar la reflexión propia, como sucede en este texto.

No es tarea sencilla. En filosofía difícilmente lo bueno mejora siendo breve, porque esa brevedad a veces parece imposible (con discutidas excepciones como Han, también citado) o coquetea con la vertiente simplista de la autoayuda. Sería absurdo, por ejemplo, tratar de reducir el número de páginas de “Ser y tiempo” o de intentar una divulgación; ofenderíamos la inteligencia de Heidegger y despreciaríamos su esfuerzo realizado. Pero, a la vez, la calma atenta que requiere la lectura de un texto serio, como el de Ignacio Castro, se ve recompensada porque con ella uno se enriquece, y no al modo tradicionalmente entendido, de aumentar su información, sino facilitando perspectivas que permiten dar un pequeño paso más en la difícil búsqueda de la sabiduría. A fin de cuentas, el propio término “filosofía” a eso se refiere.

Cada lector tendrá una perspectiva de conjunto propia, en una exégesis que toca a su vida. En mi caso, diría que el libro me suscita una cierta reacción sinestésica que me hace asociarlo a un hermoso y gran cuadro impresionista, aunque no exista plasmado en la pintura. Un cuadro de la vida, del instante eterno, en el que insiste el autor, valorando el kairós frente a la cronología. Un lienzo impregnado por distintos colores, como son el pensamiento de grandes filósofos occidentales, la luz oriental, la literatura, el cine… Colores que se funden en imágenes que sugieren algo más y que remiten al esfuerzo de la quietud personal, a la difícil tarea del sosiego.

Si se ve en conjunto, un color parece predominar, el del sosiego y la vida. Es el esperanzador verde del campo soleado, el que transforma la energía de sus fotones en moléculas de vida, el de las hojas de hierba, pues Walt Whitman es un acompañante a lo largo de todo el texto. Es por eso que, sin ser yo experto en la materia, creo que Ignacio Castro ha conseguido, con su más reciente obra, una excelente muestra de algo que me atrevo a calificar de filosofía impresionista que, a la vez, y quizá por ello, es también impresionante.

sábado, 15 de julio de 2017

EL GOCE HIPOCONDRÍACO Y LA SOCIEDAD MEDICALIZADA.



"Alabado seas, mi Señor,
por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar."
(S. Francisco de Asís),

En general, nadie quiere morirse, aunque siempre hay excepciones; un dolor insoportable, una invalidez grave, un sufrimiento psíquico inmenso, pueden hacer desear la muerte, pero es sabido que el ansia de vivir se da también en circunstancias en las que muchos sacan fuerzas de flaqueza: guerras, epidemias, hambrunas, exilio…
 

El deseo de permanencia puede abarcar desde el sentimiento trágico unamuniano hasta la locura transhumanista. En tono más amable, Woody Allen ya dijo que prefería su inmortalidad real, física, a la de sus obras, y es conocida su expresión de lo que considera la noticia más feliz imaginable: “es benigno”.

La muerte es compañera de la vida. El gran y sencillo San Francisco de Asís le llamó hermana, como a la luna y al agua. Así son las cosas y parece que es bueno que así sea, que el flujo de la vida, que requiere la muerte en seres pluricelulares como nosotros, prosiga.


La muerte acaecerá pero hay quien se regocija en amargarse fantaseando con la posibilidad de su inminencia o del deterioro físico que tantas veces la precede. Una cefalea, un sangrado, un lunar extraño, incluso un número o una expresión en un informe clínico, pueden percibirse como algo que anuncia la catástrofe definitiva. Internet confirmará siempre la peor sospecha ante cualquier consulta temerosa: es una neoplasia, un aneurisma, lo que sea, pero siempre terrible. 


En la idealización narcisista, no basta con sentirse sano ahora; es preciso garantizar el saberse sano para el futuro y quizá por ello la anticipación de lo peor es la marca hipocondríaca.


Hay siempre algún médico exagerado que llega a decir que uno es un enfermo mientras no se demuestre lo contrario. Es frecuente que se demande dicha demostración, que puede ser tan laboriosa como costosa e inútil, cuando no claramente perjudicial; mucho dinero público y privado se destina a descartar graves dolencias, de cuya existencia el cuerpo es lento en avisar mediante síntomas y signos de alerta real. Una lentitud con la que nos ha agraciado la evolución porque muchas veces se detecta instrumentalmente lo que nunca molestaría al organismo. En aras de la prevención, de los “cribados”, cada día más recomendados, casi hasta la obligación moral, se harán analíticas “completas”, citologías, radiografías, ecografías, TACs de cuerpo entero, alguna resonancia que otra, electrocardiogramas, incluso biopsias sólidas y, dentro de poco, líquidas, que revelarán la existencia de cánceres antes de que se manifiesten, si alguna vez lo hacen. No son pruebas inocuas, pues los falsos positivos, además del trastorno psíquico que implican, pueden suponer cascadas añadidas de estudios con potencial yatrogenia. 


Un hipocondríaco que se precie lo es de todo lo que pueda padecerse, aunque siempre haya alguno especialista por fijarse preferentemente en algún órgano concreto. Pero, en general, el hipocondríaco no desprecia nada anómalo y así se verá ictérico, cianótico o anémico, se fijará en sus excrementos, en sus lunares, en sus ganglios, en sus encías, en todo, y creerá que un temblor anodino muestra el inicio de un Parkinson, que olvidar un nombre sugiere el innegable Alzheimer, que sus palpitaciones anuncian el infarto letal, que una cefalea antecede al inminente ictus y que un sangrado señala la presencia del cáncer que acabará con su vida.
Del placer corporal se pasa a un extraño goce de hipervigilancia que no se da satisfecho jamás y que la edad no palía sino todo lo contrario.


La aprensión puede sobrecargar las consultas pero también inducir a prescindir de las más elementales, porque la confirmación de lo posible, creído probable, puede provocar un miedo paralizante que evite acudir al médico cuando realmente es necesario.


Es plausible que trabajar en un medio en que lo cotidiano es lo anormal, como puede ocurrir en un hospital o en un tanatorio, facilite la deriva hipocondríaca. Sería interesante estudiar si el personal sanitario, por ejemplo, se comporta estadísticamente en su requerimiento de atención médica como quien es ajeno al trabajo relacionado con enfermos. 


¿Qué teme en realidad el hipocondríaco, en qué clase de goce se instala? Aunque cada caso sea único, tal vez se dé siempre el gran temor narcisista de la desolación absoluta, el de ver posible la gran falta, la suya, como ausencia tristísima, irreparable, para otros, sean sus padres, hermanos, cónyuge o hijos. Hay situaciones en que efectivamente la muerte de uno puede comportar implicaciones nefastas para los más próximos y no sólo por razón de duelo, pero el hipocondríaco va más allá y considera que su ausencia sería insoportable para el mundo entero, viendo perversa la expresión de que “la vida sigue”. ¿Cómo puede seguir sin él?


Cuidará a los demás, a veces contagiándoles sus miedos, con tal de cuidarse a sí mismo.


Nadie es hipocondríaco porque lo dicten sus genes, sino porque lo facilita su entorno. Claro que eso era lo que sucedía hasta ahora, porque ya llevamos bastantes años en los que vivimos una tendencia a la hipocondrización generalizada, promovida en buena medida por las industrias diagnóstica y farmacéutica. A más miedo, más negocio; es simple. Si hacemos caso a lo que se dice todos los días en todos los medios de comunicación, uno sólo se moriría por su culpa, por no “mirarse”, por ser sedentario, por despreciar como banal un dolor que obliga a ir al hospital, por no hacerse “chequeos” periódicos. Y habrá quien se mate corriendo para evitar morirse. Y es que ser inteligente no evita la aprensión, como tristemente nos mostró el gran Gödel, amigo de Einstein y que murió de inanición para evitar ser envenenado. 


Partiendo del lamentable lema “más vale prevenir” se nos induce a entrar en una espiral de hipervigilancia. Los médicos son proclives a “divulgar” su saber, que consiste en propiciar numerosas indicaciones preventivas, varias por especialidad, promoviendo cada vez más extensos, frecuentes y perjudiciales chequeos.


Recomendar prudencia, sostener el “primum non nocere” no sale gratis; supone, en definitiva, el riesgo de ser tachado de lo contrario que se defiende y ser llamado, precisamente por ello, imprudente. 


La hipocondría generalizada es incluso visible cuando trata de fosilizar la vida en vez de la muerte. Lo es en criogenizados sin frío gracias al exceso de la cirugía estética, y que reflejan el pánico a los cambios que la vida va imponiendo en el cuerpo.


Nuestra Medicina ha caído bajo el influjo del mito cientificista de la omnisciencia y la omnipotencia y ha olvidado lo que propiamente puede hacer con el sufrimiento humano real. En vez de elemento de ayuda humilde, se convierte en promesa salvífica, pero mera promesa a fin de cuentas.