Cromosomas metafásicos de linfocitos tras dos ciclos de replicación in vitro (Fotografía del autor)
No es infrecuente que uno sea ciego a lo que tiene más cerca. Llevo casi cincuenta años viendo colores en el laboratorio en que trabajo (más antes que ahora, por los avances tecnológicos que nos los evitan en aras a facilitar las cosas). Colores de reacciones químicas de identificación / cuantificación de componentes bioquímicos y colores de células teñidas formaron durante todo ese tiempo parte de una rutina cotidiana en mi vida.
Sabemos en general qué es el color, que con ese término expresamos una sensación subjetiva asociada a la reacción neurológica que se da en nuestro lóbulo occipital cuando la retina es iluminada por longitudes de onda del espectro óptico, una fracción casi minúscula del espectro electromagnético.
El color es para nosotros esencialmente eso, una sensación. Algo tan subjetivo sustenta el célebre problema de los “qualia”: nadie puede saber propiamente qué quiere decir exactamente otra persona cuando indica que algo es rojo o verde, aunque se dé cierto acuerdo general sobre significados.
Hay patologías en la visión de colores, como el daltonismo. Y sabemos que hay animales que ven otros colores que ni sabríamos nombrar, porque se dan en regiones del espectro ultravioleta. El caso es que el problema de los qualia es, para muchos, como Chalmers, el problema de la consciencia en sentido fuerte, algo que podría ser un enigma irreductible en términos neurobiológicos, algo análogo a lo que fue el electromagnetismo para un esquema puramente newtoniano.
El color nos dice mucho de todo, incluyendo del mismísimo universo. La última gran proeza tecnológica, el telescopio James Webb, es sensible al infrarrojo, esa luz que llenó el espacio en tiempos muy antiguos, lo que nos permitirá una mejor comprensión de la evolución cósmica. La longitud de onda emitida desde el Big Bang se ha ido alargando a medida que el Universo se expandía y enfriaba, llenándose ahora todo él de microondas. Fluctuaciones en ese fondo, detectadas por el satélite COBE impulsaron a George Smoot a referirse a la huella dactilar divina. Más recientemente, la sonda WMAP ha permitido afinar el conocimiento de esas fluctuaciones cuánticas y su implicación en el origen de las galaxias.
La luz que nos llega del sol es rica en fotones de baja entropía que han permitido la fotosíntesis y la evolución de las distintas formas de vida, incluyendo las que han dado lugar a combustibles fósiles. Fotones diferentes, que actúan como partículas y como ondas que se reflejan, refractan y difractan en fronteras entre distintos medios, algo que mostró de un modo tan elegante Newton, descomponiendo y recomponiendo con prismas la luz blanca como mezcla de colores. Prismas, redes de difracción, efecto láser… permiten obtener luz de lo que nos parece un color único, como si fuera puramente monocromática, sin colores interferentes añadidos. Colores de absorción y colores de emisión nos muestran un mundo policromado. La difracción de la luz solar por la atmósfera da cuenta del bellísimo azul del cielo, de su reflejo en el mar, y de su enrojecimiento al atardecer. Por analogía, haciendo incidir rayos X en cristales de macromoléculas, puede establecerse un patrón de difracción, cuya “recomposición” por síntesis de Fourier nos revelará la estructura de proteínas o de ácidos nucleicos. Watson obtuvo su premio Nobel con Crick gracias al uso de las imágenes de difracción de ADN obtenidas por Rosalind Franklin.
Color que emociona al verlo, al ser percibido en obras literarias, color poético, color que revela un status, color que anima o entristece, color láser que cura, color ritual, color litúrgico, color artístico, falso color para traducir longitudes de onda que no impresionarían a nuestra retina … Mucho antes que la escritura, los colores naturales sirvieron para la expresión humana en cuevas. El color, aliado de la industria lítica, permite la construcción de la Prehistoria, hasta la llegada de la escritura, a la que tanto adornó en los bellos códices elaborados por monjes, aunque no todos supieran leer.
Calentamos a las brasas carbón o madera y vemos como enrojece; encendemos butano y aparecerá una luz azul. Si llevamos una solución conteniendo una sal de sodio a una llama, su luz adquirirá un tono amarillo, y observaremos un verde precioso si, en vez de sodio, es cobre. Algo tan simple experimentalmente como obtener color calentando un cuerpo dio lugar al célebre problema de la radiación del “cuerpo negro” (puede ser una aleación de fósforo y níquel); al calentarlo, emite luz de diferentes colores cuyo pico de frecuencia varía con la temperatura, pero lo hace de forma extraña. Se requirió el talento de Max Planck para explicar las gráficas que se obtenían para la relación entre ambas variables. La solución al extraño comportamiento que evitaba lo que se vino en llamar “catástrofe ultravioleta”, requirió entender la luz de otro modo, concibiendo que, de modo análogo a la materia, la energía tenía un carácter discreto, llamándosele a los osciladores básicos propuestos por el clásico Planck, a las unidades de eso que se transfería, “quanta”. Podría decirse que fue la observación de la rareza de la emisión del color lo que dio lugar a algo profundamente extraño, la mecánica cuántica, algo que, según dijo Feynman, nadie entiende, pero que permitió concebir el mundo de un modo mucho más completo y bellísimo, y cuyas aplicaciones son ya de uso casero.
Hablamos de lo cromático no sólo para referirnos al color como tal. Hacemos uso de la raíz griega, Xρώμα, para dotar de color tanto a lo que lo posee, como la cromosfera solar, como a lo que no lo tiene propiamente, pero sobre lo que no podríamos hablar de otro modo. El término “cromatografía” provino de un método de separación física de componentes coloreados, pero se usa ampliamente sin que haya color alguno ya en lo que se separa por técnicas de separación física que han partido de esa base y la han mejorado (HPLC, por ejemplo). Se habla de escala cromática musical, imaginando color en la percepción sonora, y el gran físico Gell-Mann postuló que, además de la masa, carga eléctrica o spin de una partícula elemental, otra propiedad permitía poner orden en la amplia variedad de partículas obtenidas en experiencias de colisión en grandes aceleradores. A esa propiedad le llamó color (obviamente no visible ni medible como tal) y jugando con ella, e influido por el óctuple sendero budista, puso orden en el mundo de partículas mediante la cromodinámica cuántica. Los quarks y gluones son términos ya familiares.
La misma raíz sirvió para nombrar algo biológicamente esencial, antes de conocer su importancia; se trataba de los cromosomas, de esos cuerpos coloreados (no intrínsecamente, sino mediante tinciones) que albergan nada menos que el ADN. En 1888 recibieron ese nombre por parte de Wilhelm von Waldeyer.
El excurso que abro aquí dentro del blog no es absolutamente ajeno a las demás áreas en él contenidas, pues el color está relacionado con la ciencia, con la medicina y también con la perspectiva espiritual del mundo, que no puede dejar de ser estética. Se construirá sin ánimo sistemático alguno, sólo como vaya fluyendo.