"Todo sucede como si el universo, al pensarse, esperara al hombre para ser dicho". François Cheng.
La ciencia amplía la mirada. Hacia lo
pequeño, lo grande y lo complejo. Y esa ampliación en el ámbito de
lo complejo no parece tener fin de momento. La completitud es lejana,
si no inexistente como en matemáticas.
Por razón misma de nuestro propio cuerpo y de nuestro modo
de vida cotidiano, lo que se aleje de la perspectiva habitual, en un
sentido u otro, varios órdenes de magnitud, podrá ser registrado,
analizado, estudiado científicamente, pero muy difícilmente intuido cuando no imposible. Se
podrá describir un electrón y predecir su comportamiento. Si hay
algo que tiene importancia práctica son los electrones, soporte de
aplicaciones eléctricas y electrónicas; también porque si no se
dieran unos complejos flujos electrónicos en cloroplastos y
mitocondrias no estaríamos aquí. Pero a pesar de todo el
conocimiento existente y de su aplicación cotidiana, no es intuible
un solo electrón. Que nuestra retina sea sensible a fotones de un estrecho rango de frecuencias no permite sin embargo que podamos “verlos” aisladamente
como tales. Tampoco puede nuestra mente intuir las
fabulosas distancias y tiempos del universo. Fáciles de escribir,
imposibles de imaginar.
Y ocurre que esa dificultad de
intuición se da también en lo concerniente a nuestra propia
existencia como seres culturales, porque la Historia, eso que se
inicia con la escritura, se hace pequeña. Los medios de información
se han hecho eco ahora de lo que se considera el dibujo más antiguo
realizado por seres humanos. Se trata de un animal, el uro, del
yacimiento de Abri Blanchard. Hace 38.000 años que alguien lo hizo.
Y perduró, mucho más tiempo que cualquier soporte informático
imaginable (exceptuando, quién sabe, el que se augura basado en el ADN).
Tal lejanía temporal, revelada por la ciencia, tampoco es intuible
para quienes vivimos en general menos de cien años.
Si imaginásemos que mil años equivalen
a un "mes", y sin afinar mucho el cálculo, ese dibujo se
habría realizado hace un "mes" y una "semana";
Göbekli Tepe aparecería hace once "días" y Stonehenge
hace cinco; la era cristiana sería cosa de anteayer; ayer ya no
existiría el imperio romano, la ciencia habría nacido hace sólo
pocas horas y la informática sería cosa de minutos o segundos.
O durante mucho tiempo hemos ido muy
despacio o corremos demasiado en los últimos "segundos".
Tal vez ambas cosas. Pero lo interesante parece ser que ese dibujo
muestra algo importante. Y no tanto por lo representado, sino por el
afán de representar. Quien trazó ese animal, como quienes pintaron
en Altamira o en Lascaux, nos recuerdan a nosotros mismos en un
intento esencial, el que persigue un saber y hace de ese intento
expresión. Somos en un mundo y sabemos que somos en él. Un saber o un creer
que siempre tiene mucho de simbólico, de mítico y de mágico.
En cierto modo, hay un gran paralelismo
entre el grabado de ese animal y algo recientísimo considerando los años que nos separan de aquél. Se trata de la placa de oro
transportada por la sonda Voyager, que contiene sonidos de la
tierra y símbolos de nuestro mundo. El paralelismo podría resolverse
en una palabra: expresión. Desde entonces hasta ahora, el afán de
representación simbólica permanece.
Podría decirse que hay más verdad en
ese animal grabado que en la ciencia, porque apunta a una invariancia esencial de lo humano durante miles de años. Y eso supone un toque de atención a nuestra responsabilidad en lo que en comparación es novísimo, la ciencia con la actualización tecnocientífica de lo posible, sin cegarnos por
el afán transformador del mundo. A la vez, ese animal nos recuerda
el misterio de su vida y de la nuestra, de la vida en general, atendiendo al cual tal vez
surja lo único que valga la pena, aunque parezca ser nada.
La ciencia nos amplía la mirada, permitiéndonos disfrutar de la inconcebible belleza del mundo, pero el saber real, el que tiene
que ver con qué somos cada uno, es otra cosa. Supone la aceptación
de la ignorancia esencial y la disposición a ser acogido en el
misterio del mundo, en su belleza, y quizá tratar de mostrarlo sin
más, sin finalidad alguna, sin apetecer los frutos de la acción, como nos enseña el Bhagavad
Gita, y mirando los lirios del campo como nos decía Jesús. Eso sí, la ciencia nos permite mirarlos mejor, siempre que no la usemos para destruir los lirios y a quienes los puedan mirar.