La escritura ya es antigua, tanto como la Historia misma, que surge con ella. Estabiliza el mensaje que durante milenios fue verbal; sin embargo, tanto en piedra, pergamino, papiro o papel… todo puede borrarse, accidental o deliberadamente.
La dificultad de la destrucción de información escrita depende de la estabilidad de los medios de registro y, fundamentalmente, del número de copias de cada documento, o eso parecía hasta hace poco.
La historia de la biblioteca de Alejandría ha mostrado crudamente el efecto catastrófico de la destrucción por accidente o por celo religioso de un depósito que albergaba manuscritos originales o copias únicas de documentos muy dispersos.
La necesidad de redundancia para contrarrestar la destrucción de soportes de información es obvia y se ha ido dando de modo generalizado para todo tipo de documentos. La imprenta superó definitivamente la fragilidad del soporte gracias a las copias múltiples de un texto. Pero no sólo los libros precisan de redundancia, también han de ser copiados muchos documentos. No son lejanos los tiempos en que el papel carbón facilitaba esta tarea y más próxima es la aparición de fotocopias, siendo en la actualidad la copia informática la más usada.
Curiosamente esas copias informáticas son frágiles por la corta vida media de sus soportes. Ya nadie usa hoy los “floppy disk” o los más recientes “diskettes”. Los “pendrive USB” se han impuesto, su capacidad se incrementa, pero no es descartable que, de la noche a la mañana también pasen ellos mismos al olvido.
Frente a la conservación secular de estelas y viejos pergaminos, el olvido de los sistemas informáticos de memoria es cada vez más rápido. Hoy asistimos a una situación de cambio importante y tiene que ver con la estabilidad del registro, dada por la existencia de internet. A efectos prácticos, la vida media de ese soporte parece que será inconcebiblemente prolongada. Y esa estabilidad supera la necesidad de copias; de hecho, basta a efectos prácticos con un solo ejemplar codificado electrónicamente de cada documento.
Aunque en nuestros ordenadores personales y soportes externos podamos guardar múltiples copias y también destruirlas, lo que “digamos” en internet equivale a escribir algo imborrable y, a la vez, accesible a muchos.
Ocurre que internet no es un dios bondadoso, sino una herramienta tan útil como peligrosa. Las redes sociales no sólo sirven a quienes participamos en ellas sino también a quienes las usan para obtener información de cada participante. Puede negarse un puesto de trabajo a quien haya “colgado” ocurrencias en Facebook que el posible empleador considera inapropiadas. Un “tuit” emitido hace años con pretensión banal puede costar un cargo político. Un comentario social sobre enfermedades de familiares puede elevar el coste de un seguro médico. Vemos ya cómo si hacemos algún comentario sobre cualquier objeto de consumo, empieza a aparecernos propaganda de múltiples ofertas de venta. La salvaguarda informática de historias clínicas es mucho más preocupante.
Este nuevo soporte electrónico tiene dos grandes características: no precisa copias por parte del autor y es imborrable. Es igual que alguien cause baja en una red social; sus datos permanecen albergados en algún servidor. Y ser imborrable supone que el sujeto mismo se pierde como tal pasando a ser un perfil, un ente individual codificable como una colección de datos (o bits), y cuyos “pecados”, por muy de juventud que sean, quedarán para siempre sin perdón. Internet facilita el renacimiento vigoroso del conductismo.
Hace años era habitual oír en autobuses conversaciones de otros que hablaban en voz muy alta de sus vecinos, del tiempo o de fútbol; tanto se charlaba que había carteles expresando la prohibición de hablar con el conductor.
Parecía darse una falta de privacidad escandalosa entre personas. Hoy la mayoría de los pasajeros van aislados, como individuos, a la vez que conectados con sus móviles, que suelen teclear frenéticamente. Pero resulta que la apariencia de privacidad es falsa, que tanta intimidad lo es para nada, pues los correos electrónicos pueden salir a la luz por muy privados que sean y todo lo que escribimos, sea en un móvil, sea en una red social o como consulta a un buscador, permanece, y no porque lo guardemos nosotros, sino porque lo hacen otros a quienes desconocemos. Todo eso está en “la nube”, se dice, en una nube que no es tal, sino más bien niebla sostenida por grandes arquitecturas informáticas fuera de nuestro control, fuera en realidad ya del control de nadie.
Es cierto que se ha iniciado un esfuerzo legislador por el que se contempla el derecho al olvido, pero basta con examinar el formulario que Google ha destinado a tal fin para ver que no es sencillo ser olvidado.
Nos volcamos hablando electrónicamente y todo eso es grabado. Entre todos construimos el Gran Hermano orwelliano y enriquecemos su información cada día, con textos, imágenes, podcasts y videos. Ni los sueños más osados de los agentes de la Stasi habrían conducido a algo así. El conductismo renace en la peor de las formas, caminando imparable hacia la forma más brutal de deshumanización.
No se trata de ser nostálgicos y apagar los ordenadores (tampoco arreglaríamos nada), sino prudentes. Internet es una herramienta magnífica si la mantenemos a nuestro servicio y eso supone un serio esfuerzo en la educación de niños y jóvenes. El supuesto descontrol de internet, que tantos sueños utópicos alimenta en el terreno político, puede derivar, si no estamos alerta, en el peor autoritarismo, el deseado por los siervos con la misma intensidad que sus amos.