lunes, 19 de octubre de 2015

Perdonar es olvidar

"Como el náufrago metódico que contase las olas 
que faltan para morir, 
y las contase, y las volviese a contar, para evitar 
errores, hasta la última, 
hasta aquella que tiene la estatura de un niño 
y le besa y le cubre la frente, 
así he vivido yo con una vaga prudencia de 
caballo de cartón en el baño, 
sabiendo que jamás me he equivocado en nada, 
sino en las cosas que yo más quería."
(Luis Rosales) 

A veces se oye decir a alguien que perdona pero no olvida. 
Quien diga eso no sabe qué es perdonar, porque no hay perdón si no hay a la vez olvido.

El recuerdo del mal implica el odio. No cabe otra alternativa que el olvido o el odio. El perdón exige el olvido. No puede darse sin él.

El bautismo cristiano fue inmersión y de ella conserva el recuerdo de la ablución. Y esa agua es, como símbolo, aunque sea tomada del grifo o del río Jordán, la del Leteo, la del olvido. En este caso, es Dios mismo quien se olvida, no bebiendo él el agua sino dándola. Esa es la belleza del perdón divino, del demasiado humano. Se perdona no sólo olvidando sino haciendo que quien es perdonado olvide que mereció serlo.

En un discurso tan memorable como olvidado, en plena guerra civil, en pleno odio entre los más cercanos, Manuel Azaña finalizaba con tres palabras, que no fueron oídas, que siguen sin serlo: “paz, piedad, perdón”. No basta con la paz, aunque es imprescindible. La piedad supone el reconocimiento de que somos capaces de lo peor y por eso esas tres palabras han de ir en ese orden. La paz es precisa para la piedad que hace posible el perdón que deseaba Azaña para los culpables, quizá incluyéndose a sí mismo.

El olvido que implica el perdón es la gran desmemoria que nos hace humanos y que no afecta al recuerdo amoroso de la pérdida, el que exige la memoria histórica, el que supone la dignidad.

Nada más acaramelado que el sentimentalismo con el que se alude a veces a las palabras de Jesús cuando pedía perdón divino para quienes no sabían lo que hacían al crucificarle. Pero no había exceso sentimental en ellas, ni mucho menos afán masoquista de martirio, sino una mera asunción del hecho de la fragilidad del otro, de quien, por ignorancia, no era culpable del crimen. Olvidar eso ha supuesto muchos horrores por parte del cristianismo.

Buda habló de la compasión, en el sentido auténtico de esa palabra, tan alejado del que con frecuencia se le da. Uno es humano en la medida en que compadece, en que comparte la pasión del otro, en que se da cuenta de la unidad en la limitación, padeciendo con. Y ese darse cuenta alcanza todo lo existente, que se hace merecedor de la misma compasión que quien compadece. Desde un insecto hasta la persona que creemos más buena…Todos somos capaces de llegar a compadecer y de ser objetos de compasión, porque todos somos determinados, como los insectos, o culpables por ser libres, porque la libertad es también condena, como nos recordó Sartre. Una condena merecedora de compasión, como todas las condenas.

Y, si no sabemos perdonar olvidando, será mejor que sepamos que estamos odiando. No es malo reconocernos en el odio. Será el momento de lucidez de partida para vernos cómo somos, como seres frágiles, a quienes sostiene el odio por ser aun impermeables al amor.

Y es que, como dice Luis Rosales, a fin de cuentas, no nos equivocamos en nada; sólo en lo que más queremos.

lunes, 12 de octubre de 2015

El premio Nobel de Medicina de 2015 nos recuerda el siglo IV d.C.


"Por medio de este hacer creativo, por medio del trabajo en vistas a una realización, el hombre da un sentido a su vida. Tal es su vocación, aquello a lo que ha sido llamado"
François Cheng.


En su testamento, Alfred Nobel expresaba su deseo de que el premio que lleva su nombre se otorgara a aquellos que, "durante el año anterior, hubieran conferido el mayor beneficio a la humanidad", por contribuciones al avance científico (se centró en la física, química, fisiología y medicina) y a la economía, o creando buena literatura y trabajando por la paz.


Es muy difícil cumplir literalmente esa voluntad. El comité encargado de conceder un premio Nobel considera que el “año anterior” no se refiere a contribuciones realizadas en él, sino más bien a que es en dicho año cuando son reconocidas. Se entiende así que se premien investigaciones que tardan mucho en ser valoradas, como ocurrió en el caso de Barbara McClintock, premiada en 1983 por un descubrimiento realizado en 1944. Hay quien, por morirse, no llega a ser reconocido.

Es muy importante que el comité Nobel entienda que la solución de nuestros problemas médicos por parte de la ciencia no es milagrosa sino que es precisa mucha investigación básica original y, por ello, es natural que premie a personas que han contribuido poderosamente en ese sentido, elucidando los mecanismos moleculares de nuestra fisiología y desarrollando métodos novedosos para ello. En una época en que tristemente se afianza el “publish or perish” en tantas carreras científicas, es bueno recordar que tan preciado galardón se ha otorgado también por avances metodológicos más que propiamente epistémicos. Así ocurrió con el marcado isotópico o con la proteína flurescente verde; también se premió la amplificación del ADN por la reacción en cadena de la polimerasa (PCR). De hecho, uno de los pocos que recibieron dos veces el premio Nobel en Química fue Frederick Sanger por sendos descubrimientos metodológicos relativos a desentrañar la secuencia de aminoácidos en una proteína y la de bases en el ADN.

A pesar del gran reconocimiento que supone el “Nobel”, muy pocos de quienes lo reciben son “populares” más allá de ámbitos relativamente restringidos a los que han contribuido poderosamente.Tal vez, en nuestro país, los más conocidos sean Cajal y Ochoa, por ser españoles, y también… Flemming, cuya popularidad deriva de haber descubierto la penicilina; estando preparada su mente, supo ver algo bueno en lo aparentemente malo, la contaminación de uno de sus cultivos bacterianos por un hongo. Y es que, si algo se le pide ingenuamente a un premio Nobel es que dé una respuesta a un problema cuantitativamente importante, sean las infecciones o el cáncer. Ya antes de Flemming, en 1939, Gerhard Domagk, que demostró la eficacia de las sulfamidas, no pudo recibir el premio porque no le dejó Hitler, en protesta porque el de la paz se le hubiera concedido a Carl von Ossietzky, internado en un campo de concentración nazi. Y pocos se acuerdan de los avatares del descubrimiento y uso de la insulina, incluyendo el olvido de Best por el comité Nobel en 1923.

Podría decirse que el comité Nobel encargado de nombrar a los premiados en Fisiología y Medicina, pero también en Química, ha mirado en general al gran problema médico del primer mundo: el cáncer. Se sabe que no estamos ante algo simple, que se requiere un profundo conocimiento de los intrincados mecanismos celulares y es ese avance epistémico, más lento de lo que todos quisiéramos, el que va aportando excelentes resultados por parte de tantos merecedores del premio, aunque no todos lo reciban. Pero, en realidad, el cáncer no es tan importante; no, al menos, si uno es justo en su mirada a un mundo en donde mucha gente se muere por enfermedades aparentemente mucho más simples de abordar que el cáncer. Las parasitosis son un amplio grupo de ellas, abarcando al paludismo y las filariasis.

Precisamente por eso, el premio Nobel de este año ha sido distinto, especial. Ha premiado a tres investigadores que dedicaron sus esfuerzos a encontrar medicamentos contra estas enfermedades que, por lejanas geográficamente, tendemos a ignorar. La comunicación del comité siempre es escueta; también lo ha sido ahora: “The Nobel Prize in Physiology or Medicine 2015 was awarded with one half jointly to William C. Campbell and Satoshi Ōmura for their discoveries concerning a novel therapy against infections caused by roundworm parasites and the other half to Youyou Tu for her discoveries concerning a novel therapy against Malaria”.

La ceguera de los ríos es una una enfermedad parasitaria crónica causada por el nematodo Onchocerca volvulus y llegó a ser la segunda causa más importante de ceguera en el mundo. Para su tratamiento, el japonés Satoshi Ōmura miró al suelo y de él aisló un nuevo microorganismo llamado Streptomyces avermitilis con una fuerte actividad antiparasitaria. El principio activo responsable, la avermectina, fue identificado y caracterizado por William C. Campbell, trabajando en la empresa Merck & Co., Inc. Hoy en día se usa un derivado llamado ivermectina en el tratamiento de la ‘ceguera de los ríos’ y de la elefantiasis. En 1987 Merck decidió donarlo a los países donde la oncocercosis es endémica. En colaboración con la OMS se han tratado más de 200 millones de personas.

Youyou Tu describe de un modo muy hermoso en Nature Medicine su trayectoria como investigadora. Estudió medicina tradicional china entre 1959 y 1962, siendo impresionada por la belleza del pensamiento filosófico subyacente a una visión holística del ser humano y del universo. En 1967, se incorporó a un proyecto maoísta secreto que impulsó la investigación contra la malaria. Tras investigar más de 2400 preparaciones de hierbas medicinales, encontró un extracto de la Artemisia annua L. que inhibía el crecimiento del parásito. Buscó bibliografía y la encontró…en un libro de Ge Hong (283 - 343) en el que se decía algo aparentemente anodino, pero que resultó crucial. Recomendaba para las fiebres intermitentes un puñado de quinghao (nombre que se le daba a la planta) en dos litros de agua, escurrir el jugo y beberlo. Esa simple frase inspiró la forma de realizar el extracto de lo que era un principio activo termosensible. Finalmente, en 1971 se obtuvo un extracto neutro eficaz al 100% en ratones y monos infectados con el parásito Plasmodium berghei y Plasmodium cynomolgi respectivamente. Después, se comprobó la eficacia en personas tratadas, en comparación con las que lo habían sido con cloroquina. A partir de ahi, se procedió a analizar químicamente el componente activo, a sintetizarlo y a producir derivados más eficaces, como la dihidroartemisina.

Parece que las artemisinas podrían ser también interesantes en tratamientos oncológicos y ya han aparecido publicaciones en ese sentido.


El premio Nobel de este año, como tantas otras cosas más cotidianas, menos relevantes, nos sugiere una reflexión importante. Somos con otros y en el tiempo. Eso significa que nada humano nos puede ser ajeno, que el sufrimiento propio o próximo no puede ocultar el de tantos que no han tenido la suerte de nacer en el primer mundo. Ser en el tiempo, ser en la Historia, nos da sentido a nosotros mismos. 

Un hombre prácticamente desconocido, preocupado por alcanzar alquímicamente la inmortalidad y por sintetizar el taoísmo y el confucianismo, escribió sobre su cosmovisión hace muchos siglos. Fracasó y se murió, pero algo de lo que escribió sirvió para que muchos a quienes él no conocería pudieran sobrevivir al paludismo y sirvió también para que alguien que lo leyó muchos años después pudiera ganar el premio Nobel de Medicina.

domingo, 4 de octubre de 2015

De Olimpia a Samantha

"Dijo luego Yahveh Dios: No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada".
Gen. 2, 18.

El libro de Vesalio aparecido en 1543 con el título “De humani corporis fabrica” marcó un hito en la concepción del cuerpo humano. Atrás quedaban las especulaciones galénicas; el cuerpo era mostrado, descrito en sus componentes, destacando en él lo estructural.

La visión anatómica del cuerpo sugiere la función de sus componentes. Lo estructural y lo funcional van íntimamente asociados en términos finalistas, aunque la finalidad no quepa en ciencia: decimos, aunque no sea científicamente correcto y sólo heurístico, que un órgano lo es para una función. Cómo podríamos decirlo de otro modo?

Y así, desde la visión estructural, ¿Por qué no copiar lo humano? El concepto “hombre - máquina” de Julian Offray de la Mettrie sigue impregnando la concepción mecanicista en Medicina. 

Si Vaucanson asombraba con sus autómatas, Mary Shelley lo hacía con su inquietante relato, “Frankenstein o el moderno Prometeo”, sobre un cuerpo construido a partir de componentes y dotado de vida gracias a la nueva fuerza de entonces, la eléctrica; un cuerpo inquietante por la posibilidad de ser incontrolable, como acabó ocurriendo.

A fin de cuentas, un autómata orgánico o inorgánico es concebible. Una estructura soportando funciones. Si se refina, ¿quién lo distinguiría de un ser humano? 

Un ser humano trabaja, piensa, siente, ama, odia… ¿Para qué un autómata? Tal vez sólo para trabajar. Así lo imaginó Karel Čapek, creador del término “robot” asociado a trabajo o, más bien, trabajo esclavo. Así se siguen imaginando ya muchos “robots”, a la vez que otros, menos parecidos al ser humano, son ya una realidad, siendo la industria automovilística, robotizada, un buen ejemplo al respecto.

Deep Blue le ganó al ajedrez a Kasparov. Un sistema de GPS nos guía al volante, un buscador de internet nos resuelve casi cualquier duda no metafísica al instante, o nos confunde en el empeño, pero casi parece un ser inteligente.
El trabajo y la inteligencia parecen ser ya no sólo humanos. Hay un célebre test para significar esa semejanza, el de Alan Turing. Básicamente, un sistema artificial lo pasaría si un observador no puede distinguirlo de un ser humano en una entrevista. Ya en 1966 se dijo que un programa llamado ELIZA, creado por Weizenbaum, lo superaba. ELIZA simulaba un psicoterapeuta inspirado en la terapia de Rogers. Mucho más recientemente, en junio de 2014, se anunció que un programa conversacional, Goostman, había superado el test. En ninguno de ambos casos hubo aceptación generalizada, pero se sigue en el intento. Difícil de resolver precisamente porque requiere la observación de alguien, una subjetividad.

Es asumible que un programa pueda sostener una conversación. También lo es que una estructura robótica pueda parecerse a un ser humano. Unámoslos y... ¿Qué tendremos? Una cosa; complicada, divertida, interesante, útil, pero una cosa. Y eso es lo que parece olvidarse si se ignora la existencia de límites entre sujeto y objeto.

Se dice a veces que el amor es ciego para referirse a un enamorado, por parte de alguien que no está en tal estado y que cree juzgar objetivamente el objeto de amor del otro. También se habla de amor a primera vista, de flechazo. Y esto tiene que ver con la mirada dirigida al cuerpo de alguien o a una parte de él. También hay quien sucumbe a palabras de amor. Erótica de la mirada y erótica de la palabra. Pero es un cuerpo a quien se mira y al que se escucha; un sujeto por quien uno también es mirado y oído; nunca una cosa. De hecho, cosificar a alguien, como ocurre en la prostitución, implica negar el amor.

Se suele hacer una pregunta, ¿Puede pensar una máquina? pero cabe otra relacionada, aunque claramente distinta, ¿Puede amar una máquina? En cierto modo, el amor sería el test más adecuado para ensayar la subjetividad porque uno cobra conciencia de sí por el amor a otros o a sí mismo, porque también uno es reconocido, nombrado, desde el amor. No es tan importante ni mucho menos la capacidad de resolver un problema intelectual. 

E.T.A. Hoffmann nos mostró el horror de la gran confusión amorosa con su cuento “El hombre de arena”. Quiso revelar lo siniestro tecnológico, encarnado en una autómata, Olimpia, de la que se enamora el protagonista y, a la vez, mostró lo realmente siniestro, lo biográfico de éste, que Freud se encargó de mostrar en su ensayo “Das Unheimliche”. Dos aspectos de lo siniestro surgen; el del protagonista, descrito por Freud y el de la máquina, pretendido por Hoffmann.

Enamorarse. Algo extraño. Tal vez sea más acertada la expresión inglesa para algo así: “falling in love”, porque contiene los dos términos de esa extrañeza, amor y caída. 

El núcleo del cuento de Hoffmann reside en ese enamoramiento - caída hacia un cuerpo bello que se mueve, que baila, que es acogedor aunque no habla, que parece escuchar sin responder nunca. El horror le es mostrado al protagonista en modo súbito (siempre va asociado lo que más horroriza a la brusquedad de su aparición), y en su mayor crudeza, cuando se enfrenta a la naturaleza del autómata que suscitó su amor.

No basta un cuerpo. Es preciso que el sujeto se muestre hablando, aunque sea sin voz. ¿Qué ocurre si no se muestra, si no se ve, si no se puede tocar? La radio ha jugado con ese enigma; ¿a quién corresponderá una voz atractiva? Pero la radio habla a muchos, no a alguien concreto.

ELIZA ya mostró que un proceso algorítmico puede emular una tosca y falsa comprensión. Es concebible que un desarrollo de la inteligencia artificial, aunque no supere en controles estrictos el test de Turing, pueda evocar la mayor de las aparentes y deseables comprensiones, la de un alma enamorada. Eso es lo que muestra la película “Her”, en la que un sistema operativo habla con una voz femenina que se muestra cálida, amorosa, celosa incluso, al hombre solitario que sucumbe a ese embrujo. Una soledad que, curiosamente, no es aislada; son varios, probabemente muchos, los que están en su situación, enamorados, como el protagonista reconoce, de un sistema operativo, de un “OS”, pero … ¿qué más da, si se trata de amor?. A Samantha sólo la puede oír; ni siquiera la intermediación de un cuerpo puede ir más allá. No caben triángulos en el que uno es un cuerpo cosificado para servir a otra cosa. 

Basta con la voz… hasta que se acaba, porque todo evoluciona en el mercado, incluyendo los sistemas operativos.

Se habla habitualmente de objeto de amor, pero es una forma de hablar. Sólo una persona concreta puede ser sujeto del que pueda otro enamorarse y sólo el sujeto puede llegar a amar.

Pero algo tan viejo y tan sencillo llega a olvidarse y no sólo por la fantasía; también por un cientificismo que nos reduce a un conjunto de neurotransmisores y que nos equipara a una conducta programable. No es extraño que surjan películas como Her, que anuncian la cruel soledad que acecha y que una Eva electrónica no resolverá. 

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Autoayuda y psiquiatría por entregas

La proliferación de libros de autoayuda es un hecho tan obvio como interesante. Algunos de ellos han sido “best-seller”, lo que apunta a una necesidad, porque es difícil encontrar placer o, en general, algo, en tales lecturas. 

Es indudable que muchos libros ayudan a uno. Hay obras de teatro, novelas que muestran las profundidades del ser humano, ensayos como los de Montaigne, que orientan desde el saber de quien los escribió, escritos filosóficos, etc. Pero la finalidad específica de toda esa literatura, como la de la poesía, tiene que ver más con la necesidad de expresión del autor que con su deseo de ser “útil” para alguien, aunque haya habido excepciones como el Enchiridion de Epicteto o las cartas de Séneca a Lucilio.

El texto de Dale Carnegie, “Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida”, publicado en 1948, aun decía algo sensato, precediendo en unos cuantos años al boom actual de la autoayuda, un ámbito literario más bien pobre y que no incluye, aunque recoja frases de ellos, libros sapienciales propios de la tradición judeocristiana o procedentes de Oriente. En las librerías hay anaqueles llenos de libros de autoayuda, en los que se nos indica cómo cada uno de nosotros puede solucionar sus propios problemas. Es cierto que algunos o muchos de ellos acaban siendo una colección más o menos afortunada de citas clásicas tomadas de filósofos, psicólogos y maestros espirituales, pero el objetivo es ayudar a autoayudarse, lo que es en sí mismo una contradicción.

Podría pensarse que esos recetarios son análogos a libros de divulgación, pero no es así. La divulgación favorece la disposición autodidacta en lo epistémico, que es previa a lo que se vaya a leer, en tanto que la autoayuda sugiere la respuesta a una necesidad que se da generalmente en el ámbito emocional. Los libros de autoayuda nos enseñarán así cómo ayudarnos a nosotros mismos a ser triunfadores, seductores, sosegados, autoestimados, asertivos y, sobre todo, felices. La felicidad es la gran cuestión y la respuesta puede estar en uno o muchos de los más de seis mil libros que pueden localizarse en Amazon bajo ese término, “felicidad”, o de los casi noventa mil que proporciona esa casa para lectores en inglés, buscando “happiness”.

El problema de la autoayuda es que es imposible. Y lo es porque afecta al síntoma que surge de lo que uno mismo no conoce de sí. Uno puede sufrir por su síntoma, por sus efectos en su vida cotidiana, sea como fracaso reiterado en relaciones de pareja, sea como constante tristeza sin causa aparente, sea en forma de ansiedad que no cesa, como obsesión que se impone, sea del modo que sea. Pero ningún texto dará la clave más allá de dibujar mejor el síntoma mismo. Y es que la clave reside en partir de que, cuando se necesita ayuda de verdad, no hay autoayuda que valga. Sí pueden ser interesantes consejos sobre el modo de estudiar, de preparar un examen o cómo responder a una situación de protocolo social, pero tal interés es similar en importancia al proporcionado por textos de gastronomía o de bricolaje. 

Ninguno de esos libros resolverá problemas reales, porque éstos siempre necesitan del otro terapéutico, que no es un libro sino una persona. 

Lamentablemente, el auge de las terapias conductistas, coachings y demás inventos, muestra que muchas de esas personas son, en realidad, libros de autoayuda parlantes. Pero cuando alguien tiene la fortuna de encontrar a un clínico adecuado, sí puede ser ayudado, no propiamente con consejos, sino con el propio encuentro de sí mismo en esa relación clínica, que permite aflorar lo determinante biográfico, algo imposible de ser revelado por la mera reflexión y que precisa de otro. Eso diferencia la filosofía de la psicología, aunque haya la figura del “filósofo asesor”, que recuerda la del “personal shopper”. Sobra decir, por otra parte, que tal diferencia no reduce en absoluto la necesidad de la filosofía.

Vivimos en tiempos de modernidad tecnológica y no sólo hay libros. También videos, podcasts, en los que incluso especialistas en psiquiatría venden (literalmente) autoayuda, olvidando así lo más propio de su profesión, que implica el encuentro personal, de relación clínica, claramente distinto a la imagen próxima al telepredicador proporcionada en un video. 

Esas corrientes de lo que podríamos llamar psiquiatría por entregas se anuncian en formato de video (en Amazon también hay amplia oferta). Así, por un módico precio, un paciente podrá comprender su esquizofrenia o por qué no para de lavarse las manos. Parece que la psiquiatría, medicina del alma, a veces se vuelve loca ella misma en manos de algunos de quienes la practican y que optan por vender también autoayuda, por vender humo. 

Se critica muchas veces y con razón el exceso farmacológico en el ámbito psiquiátrico, siendo abundantes los estudios que cuestionan la eficacia de muchos de esos medicamentos. Pero, si eso es peligroso como tal exceso, si es inquietante el afán de lucro de tantas compañías farmacéuticas (y diagnósticas), parece todavía más peligroso banalizar la enfermedad mental dando a entender que uno puede superarla autoayudándose leyendo un libro o viendo a un psiquiatra en un video. Una banalización cuyo extremo más dañino alcanza la negación de la enfermedad mental.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Apps. Enfermos por seguridad

Hay profesiones que aún se muestran mediante la vestidura de quienes la ejercen. Viéndolos en su ambiente de trabajo, podemos reconocer a un albañil, a un bombero, a un militar, a un sacerdote católico… También a un médico. 

En un hospital o en una consulta particular un médico lleva una bata blanca, algo que tiene sus explicaciones históricas y simbólicas. Hay batas cortas, largas, abrochadas por delante o por detrás. Algunas incluso pueden llevar dibujos infantiles en un vano intento de proximidad a pacientes pediátricos. Pero, en los hospitales, además de batas, hay uniformes también blancos. Y la bata no es siempre exclusiva del médico; también la lleva personal de enfermería o administrativo e incluso capellanes. Hay una cierta confusión con tanta bata. Una confusión que desaparece con algo llamado “fonendo”. El fonendoscopio ha servido y sirve para oír el ruido de los órganos, diferenciando en él las señales llamativas, la semiología sonora que hace reconocer la probable neumonía o un defecto valvular en el corazón de un paciente que se reconoce como tal. Pero ahora tenemos radiografías, electrocardiogramas, “ecocardios"… El fonendo ya no es lo que era. Es otra cosa, una mera insignia. Llevado al cuello (casi nunca en un bolsillo de la bata) indica que quien lo porta sí que es médico de verdad.

El fonendo fue instrumento de mediación más allá de su valor en el diagnóstico. Uno se sentía visto, tocado y… auscultado. El arco metálico de su membrana imprimía una ligera frialdad en la piel, pero se acompañaba del calor humano de la esperanza en el saber médico. De su atenta escucha vendría el diagnóstico y la probable curación. 
Pero ese acto de la auscultación prácticamente pasó al olvido. ¿Qué hay ahora en muchas consultas? Un médico con su fonendo al cuello, como etiqueta más que instrumento, un paciente y, en el medio, un ordenador. Ese tercer elemento convierte a la relación clínica, inicialmente amorosa, transferencial, en una mala relación triangular. Es ese artefacto informático el que transmitirá a “la nube” nuestra historia clínica, incluyendo si bebemos, si fumamos, si nos drogamos, si somos psicóticos o VIH positivos, obesos o hipertensos.

¿Qué pasará en breve plazo? Pues que en esa relación triangular, alguien lleva las de ganar y no serán ni el médico ni el paciente, sino el ordenador y ya no con la imagen actual, de pantalla grande y teclado, separadora, sino de otro modo, muy próximo, que ya ha mostrado su poder: como móvil nuestro lleno de “Apps” diagnósticas y, en su día, también supuestamente terapéuticas. 

En tiempos se acudía a los templos de Asclepio. Más tarde se buscaban curaciones cambiando de aires. Hoy mucha gente viaja al MD Anderson en Houston, buscando la salvación. Pero la salvación no estará ya, según los grandes gurús informáticos, en los hospitales de Houston ni de ninguna otra parte, sino en el Sillicon Valley. Y es que nada como la prevención. Se acabó el viejo concepto de la salud concebida como el silencio de los órganos, pues éstos siempre hablan: el corazón tiene su ritmo, audible con fonendo, pero mejor registrable eléctricamente con una App. ¿Por qué conformarse con un electrocardiograma ocasional cuando lo podemos hacer en todo momento con el móvil? Desde ese cotidiano y cómodo artefacto podemos enviarlo a “la nube” para que nos diagnostique (la nube misma; no ningún médico) y nos sugiera un tratamiento o una visita a un hospital “algoritmizado” e “ISOficado", en donde un robot nos coloque un stent; no hoy, pero tal vez dentro de pocos años. ¿Acaso no parece ya mejor el robot Da Vinci que el más experto urólogo a la hora de resolver un problema prostático? 

¿Quién no se pone auriculares conectados al móvil para oír música mientras anda o corre? Pero… ¿corre bien o se excede? ¿Cómo están su tensión arterial, su glucosa o su potasio mientras lo hace? ¿Basta esa música para relajar su mente? Con los mismos auriculares algo modificados, su electroencefalograma será monitorizado por la nube y desde ella se le darán pautas de meditación o se le leerán versos de sosiego. Quizá estemos estresados sin saberlo, pero múltiples registros podrán revelar los nocivos efectos de los malos neurotransmisores en el cuerpo y también la nube nos alertará y nos enseñará a relajarnos o a ingerir el fármaco adecuado. 

Nuestro móvil, lleno de Apps médicas, estará constantemente atento a la semiología oculta. Se acabó el pensar en si estamos enfermos, pues siempre lo estaremos. ¿Acaso no? Siempre habrá alertas del hígado, del riñón, de la mente misma. 

Pero, ¿qué ocurriría si perdiéramos el móvil? Pasaríamos un intervalo, quizá incluso de días, sin chequeo permanente. ¿Y si nuestro hígado se altera en ese tiempo? ¿Y si hay riesgo inminente de infarto? 
Ante tales peligros es imprescindible tener siempre a mano la conexión a la hermana nube. Tenemos que tocarla propiamente, o más bien sentirla, relacionándonos con ella a través de la propia piel, mediante los adecuados sensores en el antebrazo. No es sorprendente que algo tan imprescindible suscite profundas investigaciones nada menos que en el Instituto Max Planck, en donde un grupo está embarcado en el apasionante reto de “bionizar” nuestra piel llenándola de sensores que nos conecten con la nube salvífica. Le llaman “iSkin”. Si tenemos un iPad y un iPod, ¿Por qué no una iSkin?

¿Habrá así algún día sin síntomas ni signos? Parece imposible. Gracias a la técnica quizá podamos curarnos antes y mejor de algunas cosas. Pero hay algo seguro. Todos seremos enfermos, paradójicos enfermos de seguridad, pero enfermos al fin y al cabo en una hipocondrización generalizada que no llegó a imaginar el aprensivo más feroz.

La tecno-ciencia es, como Jano, bifaz. Y una de sus caras es terriblemente siniestra. 

Hay un hermoso ensayo de Freud, “Das Unheimliche”, en el que recoge ese término, “siniestro”, tomado de Schelling (qué época tan distinta a ésta): “Lo siniestro es lo que, estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, se manifiesta”. Gracias a la perversión técnica, lo que nos hace vivir, lo oculto del cuerpo, se manifestará como síntoma cotidiano, de tal modo que el propio cuerpo, concebido como organismo medible y comparable, pasará a ser algo absolutamente siniestro, recordándonos siempre que, por estar vivos, estamos en riesgo permanente de morirnos. Y así, cenando tranquilamente, ya no tendremos que estar atentos sólo a sonidos intrascendentes de llamadas o mensajes. El propio móvil se encargará de llamarnos a una ambulancia, dando nuestra posición por GPS, si detecta algo preocupante en nuestro interior.

Y mientras pasen esas cosas en este mundo tan civilizado, muchos se seguirán muriendo de algo tan supuestamente fácil de prevenir como es el hambre o la sed. Aunque tengan móviles y cobertura, no les servirá. Y ese contraste hace que el término "siniestro" se muestre aun de un modo más brutal, cuando lo oculto de la injusticia se revele.