"Como el náufrago metódico que contase las olas
que faltan para morir,
y las contase, y las volviese a contar, para evitar
errores, hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño
y le besa y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de
caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería."
(Luis Rosales)
A veces se oye decir a alguien que perdona pero no olvida.
Quien diga eso no sabe qué es perdonar, porque no hay perdón si no hay a la vez olvido.
El recuerdo del mal implica el odio. No cabe otra alternativa que el olvido o el odio. El perdón exige el olvido. No puede darse sin él.
El bautismo cristiano fue inmersión y de ella conserva el recuerdo de la ablución. Y esa agua es, como símbolo, aunque sea tomada del grifo o del río Jordán, la del Leteo, la del olvido. En este caso, es Dios mismo quien se olvida, no bebiendo él el agua sino dándola. Esa es la belleza del perdón divino, del demasiado humano. Se perdona no sólo olvidando sino haciendo que quien es perdonado olvide que mereció serlo.
En un discurso tan memorable como olvidado, en plena guerra civil, en pleno odio entre los más cercanos, Manuel Azaña finalizaba con tres palabras, que no fueron oídas, que siguen sin serlo: “paz, piedad, perdón”. No basta con la paz, aunque es imprescindible. La piedad supone el reconocimiento de que somos capaces de lo peor y por eso esas tres palabras han de ir en ese orden. La paz es precisa para la piedad que hace posible el perdón que deseaba Azaña para los culpables, quizá incluyéndose a sí mismo.
El olvido que implica el perdón es la gran desmemoria que nos hace humanos y que no afecta al recuerdo amoroso de la pérdida, el que exige la memoria histórica, el que supone la dignidad.
Nada más acaramelado que el sentimentalismo con el que se alude a veces a las palabras de Jesús cuando pedía perdón divino para quienes no sabían lo que hacían al crucificarle. Pero no había exceso sentimental en ellas, ni mucho menos afán masoquista de martirio, sino una mera asunción del hecho de la fragilidad del otro, de quien, por ignorancia, no era culpable del crimen. Olvidar eso ha supuesto muchos horrores por parte del cristianismo.
Buda habló de la compasión, en el sentido auténtico de esa palabra, tan alejado del que con frecuencia se le da. Uno es humano en la medida en que compadece, en que comparte la pasión del otro, en que se da cuenta de la unidad en la limitación, padeciendo con. Y ese darse cuenta alcanza todo lo existente, que se hace merecedor de la misma compasión que quien compadece. Desde un insecto hasta la persona que creemos más buena…Todos somos capaces de llegar a compadecer y de ser objetos de compasión, porque todos somos determinados, como los insectos, o culpables por ser libres, porque la libertad es también condena, como nos recordó Sartre. Una condena merecedora de compasión, como todas las condenas.
Y, si no sabemos perdonar olvidando, será mejor que sepamos que estamos odiando. No es malo reconocernos en el odio. Será el momento de lucidez de partida para vernos cómo somos, como seres frágiles, a quienes sostiene el odio por ser aun impermeables al amor.
Y es que, como dice Luis Rosales, a fin de cuentas, no nos equivocamos en nada; sólo en lo que más queremos.
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