miércoles, 10 de febrero de 2016

Polvo estelar. Recuerdo de vida

“Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”
Misal Romano

"Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado."
Quevedo

"Though lovers be lost love shall not; 
And death shall have no dominion." 
Dylan Thomas

El miércoles de ceniza da comienzo al tiempo cuaresmal, período penitencial (cada vez menos) de preparación a la Pascua cristiana. Al margen de creencias, es una fecha llamativa porque es nexo de unión entre dos perspectivas del tiempo, la cíclica y la lineal, en las que estamos inmersos por tradición histórica, seamos creyentes o no. 

Ese miércoles apunta al tiempo periódico, relacionado con el ciclo astronómico (la Pascua de resurrección se celebra el primer domingo que sigue a la luna llena tras el equinoccio de primavera). Pero se caracteriza, a la vez, por el recuerdo de la mortalidad, algo que llegará tras un tiempo concebido de modo lineal.

A pesar de los intentos de los transhumanistas, es probable que todos los que vivimos ahora, incluso los bebés, nos muramos. Esa certeza nos la anuncian los libros sagrados y nos la recordó Heidegger. Sea desde la perspectiva atea, sea desde la religiosa, la muerte se presenta como una referencia para la vida. Borges nos mostró brillantemente el solemne aburrimiento que implicaría la inmortalidad (que no es lo mismo que la trascendencia). No sorprende que esa referencia brille precisamente en tiempos de epidemias. El Decamerón se escribió en un tiempo en que la peste hacía estragos.

El estúpido higienismo en que vivimos persigue retrasar (casi siempre inútilmente) la llegada de la muerte, sólo para invertir la pirámide poblacional sin atender humanamente a la mayoría de los viejos supervivientes, condenados a soledades, enfermedades y carencias de todo tipo. Y la perspectiva capitalista onfalocéntrica se despreocupa de tantas muertes prematuras causadas en última instancia por la avaricia humana y la estupidez política.

¿Que hay más allá de la muerte? El cielo, el infierno, la reencarnación, la nada… No lo sabemos; sólo cada uno sabe de la importancia para él de esa cuestión, que puede ser obsesiva o trivial. Sólo podemos tener esperanza en que todo termine o no. En cierto modo, la preocupación por la muerte es un falso problema al que Epicuro le dio una respuesta rápida aunque sólo satisfaga a unos cuantos. 

Tal vez el problema real sea más bien otro, en sentido opuesto: el nacimiento o, más bien, la emergencia de la consciencia, el hecho de que cada uno se reconozca como un alguien en el tiempo. El problema de la subjetividad de lo organísmico individual es el enigma de la consciencia en sentido fuerte. No sabemos si es un límite absoluto, similar, aunque en otro orden muy diferente, al que señala la incertidumbre cuántica, o si, por el contrario, podremos llegar a comprender tal enigma.

El “memento” cuaresmal era en tiempos algo tremendo, pues no sólo recordaba la mortalidad sino la gran posibilidad del infierno eterno, a veces por trivialidades. Pero, sin pretenderse, hay algo hermoso en ese recuerdo. Indica, sin querer, lo mismo que apuntó el ateo Carl Sagan, que somos polvo… de estrellas. Eso nos sitúa realmente en el tiempo; en un tiempo cósmico, porque no basta con el Big Bang, no basta con que se formen estrellas; éstas tienen que destruirse tras haber formado elementos químicos no existentes antes, y dar lugar a otra generación estelar, a sistemas planetarios que dispongan de ese carbono, hierro, azufre… que constituyen nuestras moléculas. Se han precisado miles de millones de años para que la vida, tal como la conocemos, pudiera surgir… del polvo. 

Y se han precisado muchos millones de años para que la conjunción de las restricciones de legalidad física y contingencias múltiples permitieran que un conjunto complejo de células se reconociera como individuo en su “Umwelt”, que diría von Uexküll. Unos pocos millones de años más y ese “Umwelt” incluiría saber de la muerte e interrogarse sobre ella. 

Ése es el gran límite, dar explicación al surgir de nuestro Dasein, que implica tratar de entender lo que parece imposible, el “Sein", pero también algo que no parece fácil, el propio “Da”. No basta con decir que estamos arrojados. Eso es una simpleza.

Sí. Somos polvo estelar que durante un tiempo (y quién sabe qué es eso llamado tiempo) alberga vida consciente, única, irrepetible, valiosa. 

El gran enigma no está en la muerte, sino en el hecho maravilloso de que el Universo se piense a sí mismo a través de la consciencia, en el misterio de que en un sujeto se dé la posibilidad de un auto-reconocimiento único del Todo. 
El gran enigma no está en la muerte, sino en la vida. La muerte es necesaria para la vida misma, para ese río que Klimt pintó tan claramente. 

Tantos miles de millones de años necesarios para vivir, aunque sea un poco, merecen una conclusión ética, aunque proceda de la estética: si hacemos digna nuestra vida, la vida entera se enriquecerá. Retornaremos al polvo, pero es necesario que sea así para que otros puedan surgir de él y que el Universo vaya llenando los vacíos que dejemos con nuestra muerte. Ese polvo será, si hemos amado, polvo enamorado como decía Quevedo y, como indicaba Dylan Thomas, la muerte no tendrá la última palabra sobre tanta belleza.

sábado, 30 de enero de 2016

Obsolescencia programada, senescencia celular e inmortalidad digital.

La Costa de los Mosquitos es una película estrenada en 1986, basada en una novela homónima. Un hombre, hastiado de la sociedad de consumo americana, se embarca en la aventura de reiniciar su vida y la de su familia en el lugar que da nombre a la película y en donde la naturaleza se muestra propicia. Se las arreglará para llevar una vida utópica, viviendo de los recursos naturales y transformando con su ingenio lo que ese medio le proporciona, creando incluso un sistema de refrigeración, ayudando a nativos, etc.. La realidad, sin embargo, compagina mal con las utopías y el previsible fracaso acaba mostrándose con crudeza.

Ya no estamos en el Neolítico. La Edad de Hierro ha quedado atrás. Seguimos necesitando piedra, madera y metales, pero el plástico y el silicio son los materiales que han contribuido a vivir en un mundo centrado en la ciudad, en el que tenemos cada día más cosas de usar y tirar. Sólo aficionados usan como hobby componentes electrónicos termoiónicos o emulsiones fotográficas. 

Hace unas décadas, proliferaban pequeños negocios de reparación de coches, electrodomésticos y máquinas de todo tipo. Esa actividad prácticamente ha desaparecido. Las cosas, en su integridad o en sus componentes, no se arreglan, se sustituyen.

El término aplicado a los teléfonos portátiles, “móvil”, muestra claramente no sólo esa portabilidad (nombre curiosamente pervertido por las compañías telefónicas), sino la rapidez con la que el propio soporte es cambiado por otro mejor (con más “gigas", “píxeles”, “apps”, etc.). La oferta crece de modo imparable haciendo viejo lo que hace pocos meses era una novedad técnica. Hay ventajas obvias en adquirir un ordenador o un coche mejor que el que tenemos. Pero no todo en ese cambio es bueno. Al margen de implicaciones ecológicas claras, como la que supone acumular un montón de chatarra malamente reciclable, esa corta vida media de los objetos supone algo más. En cierto modo, nos instala en una carrera contra el tiempo, nos apresura. Una máquina de escribir o fotográfica duraba muchos años; uno podía encariñarse con un objeto que le servía para ganarse la vida o disfrutarla. Eso ya no ocurre o, más bien, se da de un modo muy diferente.

Podría pensarse que hemos ganado en libertad por desapego (a nadie le importa el móvil que dejó de usar hace un año), pero no es así. El apego es otro y más alienante, pues va ligado a algo intangible, a datos, siendo los objetos meros soportes productores y receptores de ellos. La obsesión por digitalizar el mundo, nuestro mundo, hace que crezcan indefinidamente nuestras necesidades de memoria, cuyas unidades iniciales (kB y MB o “megas”) son olvidadas, pasándose a hablar de “gigas”, “teras” o “zettas”. 

Dejamos de tener apego a cosas para tenerlo a bits. Y eso va relacionado (casual o causalmente, quién sabe) con la necesidad de confundirnos a nosotros mismos con los bits que podemos emitir en forma de imágenes de nuestra cara, de nuestra mascota, del sitio de vacaciones o como comentarios banales y fugaces en redes sociales. Podemos acumular miles de libros en un “eBook”, aunque no vayamos a leer ninguno y Google nos dirá todos los cánceres u otras enfermedades mortales que pueden explicar nuestro dolor de cabeza o cualquier otro síntoma. También la salud se ha digitalizado de un modo discutiblemente saludable: apps en móviles, historias electrónicas, informes telemáticos y, en breve, el propio genoma personal.

¿Para qué pensar? Basta con sentir y producir bits para reconocerse como alguien en un mundo digital. Al reducir así la biografía, es asumible el delirio de pretender que permanezca tal cual indefinidamente. En pleno auge conductista no sorprende que seamos “identificados” con los bits que emitimos y que, desde esa “identificación”, haya planteamientos de negocio con la posibilidad de que sigamos vivos tras la muerte, y no en nubes celestiales, sino en la “nube”, proporcionada por los grandes ordenadores de almacenamiento y control de tráfico de datos. La compañía LivesOn  lanza una oferta clara: "Cuando tu corazón deje de latir, seguirás tuiteando”. No es muy difícil emular las tonterías que se hayan dicho de vivo y seguir produciéndolas mediante inteligencia artificial. 

Pero, a pesar de la importancia dada al etéreo mundo digital, seguimos teniendo y deseando cosas de usar y tirar porque la modernidad hace fugaz cualquier moda. Podría aducirse que eso ocurre sólo en lo concerniente a ropa, ordenadores y teléfonos y que no hay tal necesidad para cambiar neveras, impresoras o coches a no ser que se estropeen definitivamente, pero los propios fabricantes acuden en nuestra ayuda mediante técnicas de obsolescencia programada que garantizan una vida media corta a cualquier aparato. Es cierto que hay personas empeñadas en ir en contra de esa modernidad, como el movimiento SOP  pero ya se sabe que siempre habrá nostálgicos.

¿Y nuestro cuerpo? También parece obsolescente. De hecho, parece que todos nos moriremos. Nuestras células se comportan como si… Ese “como si” es lo que permite la metáfora, siempre que asumamos que el lenguaje para comprender la vida es forzosamente metafórico si queremos entender algo de ella. 

En esa metáfora, nuestras células también se comportan como si tuvieran una obsolescencia programada. 

Todo lo que hace cada una de nuestras células está codificado en su ADN, una larga molécula contenida en cada cromosoma y que se replica antes de la división celular, con cada una de sus dos cadenas sirviendo de molde para la síntesis de sendas cadenas complementarias. Pero hay un problema y reside en que la síntesis de nuevo ADN sólo se verifica en una dirección (la que se conoce como 5’ – 3’) y resulta que las dos cadenas van en contrario, son anti-paralelas. Eso provocaría lesiones en los términos de los cromosomas, que son evitadas merced a su protección como telómeros, consistentes en una serie de muchas repeticiones de determinadas secuencias de ADN (TTAGGG) y su interacción con proteínas específicas. 

Así, la repetición sirve de resistencia a la degradación, pues los telómeros se van acortando con sucesivas divisiones celulares, lo que explica que, cuando nuestras células se cultivan, sólo puedan reproducirse un número determinado de veces (límite de Hayflick). Ahora bien, hay células que pueden hacerlo indefinidamente, como las células germinales y algunas neoplásicas, para lo que disponen de un mecanismo basado en una actividad enzimática, la telomerasa

El “como si” inicial nos mantiene en la metáfora y nos impide aproximaciones simplistas más allá de asociaciones observables muy claras como la de telómeros cortos en la disqueratosis congénita. La senescencia y la proliferación son las dos caras visibles de un intrincado mecanismo celular aun no desvelado. De hecho, hay formas de cáncer asociadas a telómeros cortos y otras relacionadas con telómeros largos. Nada es simple en Biología.

Nuestro organismo se comporta como si en nuestras células estuviera inscrita una obsolescencia programada. Sólo “como si”. Porque somos nosotros quienes vemos programa e intencionalidad donde no los hay. La diferencia es que, aunque usemos los mismos términos que cuando nos referimos a cosas construidas, hablar de programa en el ámbito de la vida carece de sentido, tanto como hablar de finalidad. Hacerlo sería ir más allá de la ciencia, supondría la creencia, atea o religiosa, pero creencia al fin, y ahí ya nos situamos en otro ámbito.

Dos referencias sobre telómeros:

1. Calado RT, Young NS. Telomere diseases. N Eng J Med. 361: 2353-2365. 2009.

2. Barrett JH, Iles MM, Dunning AM, Pooley KA. Telomere length and common disease: study design and analytical challenges. Hum Genet. 134:679-689. 2015

viernes, 22 de enero de 2016

No es país para viejos

“Así, Solón se muestra orgulloso en sus versos, cuando dice que él envejece aprendiendo algo cada día; también yo lo hice al aprender de mayor la lengua griega”.
Cicerón. “Sobre la vejez”. 8, 26.

Cicerón escribía esto sintiéndose ya mayor (tenía unos 63 años) y un año antes de ser ejecutado por orden de Marco Antonio, que encajaba mal la crítica política. 

Al redactar la carta que incluye ese texto, reflexionaba sobre la vejez como una época interesante. Interesante para él, claro, porque no pertenecía precisamente a un bajo estrato social. Ser viejo no hace que alguien se halle necesariamente más cerca de la muerte que un joven (especialmente en ese tiempo en que la esperanza de vida no alcanzaba la treintena de años) y, a la vez, la transmisión de un saber acumulado tras una vida larga es interesante “para los dioses inmortales que quisieron no sólo que yo recibiera esto de mis antepasados, sino también que les sirviera a mis descendientes”(7,25).

En el tiempo de Cicerón, sólo los cuarentones podían ser cónsules y el término “senado” procedía adecuadamente de “senex" (anciano). En cierto modo, nuestro senado también pero en muy mal sentido. Es decir, lo que se llamaba “cursus honorum” estaba ligado no sólo a la valía personal sino a la edad, garante de un saber. Al menos, como concepción, tantas veces frustrada con el principado, revelaba el valor dado a lo que entonces pudiera considerarse ancianidad. 

A diferencia de lo que opinaba Cicerón, ser viejo está mal visto hoy en día, incluso en forma literal, porque lo malo de la vejez es visible y lo es como incapacidad, como demencia, como fragilidad que anuncia la muerte. Esa mirada al deterioro es paliada porque muchos viejos no son vistos; refugiados en sus casas, asistidos en residencias, no salen a la calle. 

A veces se dice que es triste llegar a viejo, aunque se considere peor la alternativa letal a esa llegada. Y se habla de lo bueno que es sentirse joven a pesar de la edad. De ese modo, se ha ido cambiando la perspectiva: uno es viejo sólo cuando se siente tal y no cuando lo es por los años que haya vivido. Y, por eso, para no sentirse viejo, nada como congelarse en una pretendida juventud a base de vigorizantes, musculación, estiramientos de piel y cosas similares. El sildenafilo, el “bótox”, las bicis estáticas y los “personal trainers” contribuyen a paliar la inexistencia del agua tan buscada de la eterna juventud y la presencia de una deshidratación visible por mucho ácido hialurónico y colágeno que uno compre.

Esa pretensión de juventud perenne es tan inútil como patética y, a la vez, cara. No todo el mundo puede permitirse esa escalada de gastos “anti-aging”. Un sector menos favorecido sólo es diana de propaganda de pañales, dentaduras postizas, andadores, nutrientes líquidos y, lo que es tristísimo, yogures para bajar el colesterol.

¿Qué podemos hacer? Negar la vejez es una alternativa y por eso usamos el eufemismo “tercera edad”, la del pretendido júbilo de la jubilación, la de la libertad de hacer lo que a uno realmente le gusta, aunque la mayoría de jubilados no tenga ni idea de qué es eso que tanto les gustaría hacer a esas alturas de la vida, porque nunca lo han hecho ni imaginado. Los hay también que, sabiéndolo, no pueden hacerlo por falta de recursos. 

Es sabido que esa “tercera edad”, término que sugeriría una cuarta y una quinta, que no habrán, implica una mayor atención al cuerpo porque el propio cuerpo la demanda con sus achaques, pero para eso están los médicos o, más bien, estarían si los hubiera. En realidad hay médicos … de otra cosa; de otra edad (pediatras) o de órganos concretos (especialistas), pero escasean los geriatras. Y es que ser geriatra… si pocos quieren hacer Medicina de Familia, ¿Quién optará por la Geriatría? ¿Qué MIR con una buena nota elegiría cuidar a viejos en vez de aspirar a ser un renombrado cirujano plástico? 

No están los tiempos para poner parches. San Francisco de Borja juró que nunca más serviría a señor que se le pudiera morir. Hoy, ese sentimiento se ha “laicizado" en muchos médicos, que no están para servir a quien se va a morir probablemente pronto. 

La esperanza de vida ha aumentado, haciendo que la pirámide poblacional sea cada vez menos piramidal, con lo que cuesta eso. Porque cuesta, y mucho, crear y mantener a una población anciana (tanto higienismo para llegar a viejos). Como cuesta, y mucho, aunque en el plano de los sentimientos, verse mantenido desde la ancianidad, cosa que no siempre ocurre. 

Baja la moral ver a viejos y eso facilita su olvido que, a veces, ha tomado la forma real, de abandono en gasolineras u hospitales. En el caso más benigno, el olvido cristaliza en la migración de la casa de siempre a la “residencia”, en la que se habita (¿es habitar eso?) con cierta calidad de vida si uno no está demente y si hay conciencia en los cuidadores. Nada más. Escasean las visitas de hijos y otros familiares que queden. Algún espacio para viejos retratos familiares, una tele, nada de alcohol, como si hiciera daño real a esas edades, y todos a acostarse muy pronto, incluso en verano, como si al día siguiente hubiera que madrugar para algo. Y todo eso para quien se lo pueda permitir (no son baratas las residencias geriátricas privadas), pues las residencias públicas no abundan y tienen grandes listas de espera, como si se pudiera esperar a determinada edad. Queda la opción de quedarse en casa, malcomiendo, malviviendo, expuesto a despistes con el gas, los hornillos o lo que sea y a caídas letales, hasta llegar a hacerse notar incordiando a los vecinos como cadáver que huele mal.

¿Hay posibilidades frente a eso que se sigue llamando vida? La hermosa “Carta a D.” de André Gorz muestra una opción, decidida por amor. Freud decidió también esa salida cuando vio que no había mucho más que hacer, y muchas cristianas vestiduras se rasgaron cuando el insigne teólogo Hans Küng vislumbró para sí mismo tal alternativa, aunque aun no la haya tomado.

Pero también hay una vejez "ciceroniana", un período en el que algunos afortunados están en el mejor momento. Son investigadores, artistas, creadores… Pero nada más feo que salirse de la norma, que “des-ISO-ficarse”, algo que el Estado no puede permitir. Los creadores piensan en eso, en su creación, y no se dan cuenta de que, con la jubilación, tienen que cerrarla porque sí. 

Recientemente hemos sabido que célebres autores de nuestro país se enfrentan a la opción práctica de dejar de escribir o de renunciar a su pensión. Gamoneda se preguntaba “¿Qué vamos a hacer los escritores, los científicos y los creadores? Es un disparate. Yo tendré que dejar de escribir, porque, con lo que gano con mi escritura, no puedo vivir".  


Ni Gamoneda ni Reverte ni tantos otros se enteran de que ya han cruzado el umbral de una determinada edad y de que están en España, que no es país para viejos. 

jueves, 14 de enero de 2016

Autismo. En nombre de la ciencia, la ciencia es olvidada.

En su libro “Misa Negra”, John Gray define el cientificismo como la aplicación errónea del método científico a ámbitos de la experiencia en los que no existen leyes universales. Es una magnífica definición, aunque incompleta, de lo que se puede entender como la exageración cientificista. 

No hay leyes universales en lo que es singular, en el ámbito de lo subjetivo. No hay ley científica que pronostique si a mí me matará una hipertensión en la próxima década, o que declare el modo en que un sujeto autista deba ser tratado. Sólo tenemos esa evidencia degenerada que se aleja enormemente del término intuitivo y del recogido por el Diccionario de la Real Academia (“certeza clara y manifiesta de la que no se puede dudar”). 

Cuanto mayor es el número de variables en un fenómeno observable, y un trastorno mental puede serlo en sus manifestaciones, mayor es la dificultad de diferenciar la señal del ruido a la hora de establecer una relación de causalidad que sostenga la conveniencia de una terapia determinada. Por eso, la corriente conocida como “Evidence based Medicine (EBM)” asume distintos niveles de evidencia de los que surgen, a su vez, diversos grados de recomendación de algo como un tratamiento o el riesgo de un agente químico o físico.

Es sabido que la hipertensión es un factor de riesgo importante. Hay buenas terapias para reducir ese riesgo, para bajar la tensión. ¿Hasta qué nivel? La respuesta sensata aquí es la que diríamos los gallegos en general: depende. Depende de muchos elementos y la decisión debe darse en la consulta, en la relación clínica singular. Es cierto que los médicos nos podemos ayudar de guías, protocolos, confeccionados desde esa óptica de la EBM, pero siempre será para tomar una decisión terapéutica aquí y ahora para alguien concreto. Eso es lo sensato: diagnosticar y tratar si procede. Pero he ahí que la salvación cientificista aflora a la prensa cotidiana y así un periódico de gran tirada como es “El País” publicó recientemente un artículo en el que alertaba sobre la necesidad de disminuir la tensión arterial.  El nivel de insensatez conseguido ha sido convenientemente criticado en sucesivos posts del lúcido blog de Sergio Minué, por lo que sería superfluo insistir en ello. Pero es una noticia que sirve para destacar la gran diferencia y responsabilidad consecuente que tienen los medios de comunicación a la hora de redactar artículos de divulgación científica, porque no es lo mismo hacerlo sobre ondas gravitatorias que sobre aspectos de salud, en donde puede con facilidad confundirse tal divulgación con lo que no es, educación sanitaria. 

Ese amarillismo médico es una muestra de cientificismo en el sentido de J. Gray. Otro triste ejemplo es el afán de una asociación de padres de autistas, que ha promovido en "Change" una petición al Conseller de Salut de la Generalitat en la que, tras denunciar “prácticas obsoletas en la atención pública del autismo en Cataluña”, exigen que tal atención se haga con “evidencia científica” (así inician su petición). Inmediatamente ha habido la consiguiente respuesta por parte de psicoanalistas a través del “Manifiesto Minerva”, que este servidor ha firmado. El conflicto está servido y ya se han hecho eco de él los periódicos.

Change es una plataforma que permite canalizar peticiones colectivas. Los padres de niños autistas están en su pleno derecho de pedir lo que consideren más adecuado para el tratamiento de sus hijos, pero es muy dudoso que puedan erigirse en elemento inquisitorial acerca de cómo se ejerce la atención clínica, siempre singular, en el sistema público, insistiendo en que se destierren terapias que califican de obsoletas, sin justificar en absoluto el porqué de tal obsolescencia. Al hacerlo, olvidan o ignoran que las evidencias científicas propugnadas son las que son, las que pueden ser en el estado actual del conocimiento del autismo, del que no se ha desvelado ningún modelo etiopatogénico molecular consistente. Parecen olvidar también que para el ejercicio de la práctica clínica, tanto en el sistema privado como en el público, se requiere una titulación oficial y no un recuento de opiniones favorables o desfavorables sobre quiénes y cómo la ejercen.

La ciencia se basta a sí misma. No precisa defensas. Y tampoco corresponde a Change ni a El País decir qué es bueno o malo para nuestra salud. Ya no digamos qué es científico y qué no lo es. La ciencia es una “episteme”, no una “doxa". 

Y la atención a pacientes es función del clínico, de cada uno, porque sigue ocurriendo que la relación médico – paciente es eso, una relación singular, un encuentro de subjetividades a una de las que se atribuye un saber, y no afortunadamente la mera aplicación de un protocolo, cuyo valor derive, como en un programa televisivo, de la audiencia que reciba.

No es fácil lograr la evidencia en Ciencia. Es más difícil todavía si miramos a la Medicina y la dificultad se incrementa extraordinariamente si tocamos lo psíquico.

Es comprensible el sufrimiento y la angustia de familiares de enfermos, pero no debieran mezclarse ansias y esperanzas con evidencias científicas inexistentes.

Es muy habitual, lamentablemente, que, en la clínica, la alusión a la evidencia científica olvide demasiadas veces a la ciencia que debiera sustentarla.

martes, 5 de enero de 2016

Kairos

Hay una asociación intuitiva del tiempo al movimiento, al cambio, abarcando desde posiciones astronómicas hasta reacciones químicas. Hablamos de escalas de millones de años luz a femtosegundos porque algo cambia en ellas: aparece una supernova o se produce un intercambio electrónico entre dos moléculas.

Un reloj trata de medir eso que ya San Agustín consideró indefinible, el tiempo. Y un reloj no es sino movimiento regular: de agua, arena, sombra, agujas, electrones…
Relojes y calendarios muestran algo, el tiempo, que parece uniforme, como el espacio newtoniano, pero que es inasible. Si Einstein mostró el carácter contra-intuitivo de un espacio tetradimensional, siendo el tiempo una de las dimensiones, la mecánica cuántica incrementa aun más el misterio con la extrañeza del entrelazamiento y con la posible perspectiva de una discretización de lo que más continuo parece, el tiempo, que pierde sentido por debajo de un valor determinado, el tiempo de Planck.

En la práctica, somos entes clásicos y nuestro tiempo, el de nuestras vidas, también lo es, aunque reconozcamos el valor de influencias relativísticas en instrumentos ya tan cotidianos como los de navegación por GPS.

Y creemos que, por eso, por movernos en el ámbito clásico, podemos considerar el tiempo de modo intuitivo, como un río que nos lleva del nacimiento a la muerte. Pero no es así. Sólo sabemos hablar de antes y después, con un ahora que se nos escapa. Y esa apariencia de flujo a la que llamamos tiempo podría no darse. Sabemos de él no por él mismo sino por lo que lo supone: un incremento de entropía del universo (la flecha termodinámica), la evolución de éste desde el Big Bang (la flecha cosmológica) y porque recordamos nuestro pasado y no nuestro futuro (la flecha psicológica).

En el ámbito de eso que llamamos tiempo se dan ritmos, ciclos, repeticiones, que nos inducen a medir lo no medible y lo hacemos con relojes, con calendarios. Pero, de algún modo, sabemos que esa medida es insuficiente para nuestra propia vida. El tiempo, por mucho que miremos un reloj, puede “pasar” más rápido o más lento y, a medida que envejecemos, el tiempo parece correr más deprisa, como si algo así corriera o anduviera.

Ese algo que medimos y que llamamos tiempo no es, propiamente, tiempo de vida, sino abstracción contextual fenoménica. Es lo que los griegos llamaban “chronos”. 

Pero… ¿quién mide con reloj el tiempo en que está enamorado? ¿quién recuerda detalles banales de su vida y no más bien aquéllos en los que decidió algo importante? 
Nuestra infancia y nuestra vejez son en chronos, son cronometrables, en años, en meses. Incluso esa obsesión métrica maca pautas clínicas, fijándose en tiempos de supervivencia, de esperanza de vida, o de intervención quirúrgica. Las investigaciones forenses incluyen establecer la “data” de la muerte. En un hospital cuando una parada cardíaca no revierte y no hay nada que hacer se mira el reloj, la hora de la muerte, como si importara.  

Y es que, en cierto modo, chronos, implacable, nos anuncia esa hora final más allá de la cual ya nos abandona para… Según nuestras creencias, abocar a la nada, reencarnarnos hasta que logremos liberarnos del samsara,  o entrar en el misterio de lo Absoluto que en el cristianismo se llama resurrección.

Chronos anuncia a Thánatos. Y la Medicina actual, impregnada de cientificismo más que de ciencia, persigue que las elites de este planeta, en el que una gran parte de la población se muere de hambre o infecciones, pueda seguir contando años, conjurando inútilmente la llegada de la muerte. Chronos promueve ese higienismo extremo por el que hay quien llega a matarse por evitar morirse. 

Pero ya los griegos vieron que somos algo más, algo diferente a una piedra que cae o una planta que crece. Que sentimos, sufrimos, gozamos y… vivimos. Y vivir supone estar fuera de la limitación impuesta por chronos. En realidad, sólo vivimos cuando lo hacemos de modo eterno, aunque un reloj diga que esa eternidad ha durado unos cuantos minutos o segundos. No ocurre siempre. No vivimos siempre. Hay quien no ha vivido  propiamente nunca aunque se muera a los cien años y, por el contrario, hay quienes han vivido muchísimo muriéndose en plena juventud. Porque el tiempo de la vida es otro muy distinto a chronos. No es lineal, incremental, sino extraño, casual, contingente, sensible, memorable, decisorio. 

Ese tiempo vital es kairos. Es de momentos, de ocasiones aprovechadas o desperdiciadas. Tal vez por eso kairos se muestre con apariencia de injusticia, como un dios que porta una balanza desequilibrada, que vuela porque tiene alas pero que es atrapable si lo vemos venir y agarramos su cabello, algo que no podremos hacer cuando pase y nos muestre su calvicie. 

Los Carmina Burana nos lo recuerdan: “Verum est, quod legitur fronte capillata, sed plerumque sequitur Occasio calvata”. La ocasión, esa que pasa o no, algo que depende de nosotros mismos, de esa balanza extraña que porta nuestro kairos en cuyos platillos las fuerzas de nuestro inconsciente pueden influir tanto.

Lo inconsciente, lo que parece mágico, no sólo es negativo influyéndonos en desperdiciar las ocasiones. Puede ser un gran aliado. El ouroboros es un símbolo universal. Para Kekulé fue algo más que una mera ensoñación; dejó que le mostrara el camino para encontrar la estructura del benceno. Una mirada casual y una vida puede cambiar definitivamente. Einstein se imagina corriendo a la velocidad de la luz y esa intuición de adolescente dará lugar más tarde a la teoría de la relatividad. Un hongo contamina un cultivo bacteriano y se hace objeto de estudio gracias al que tenemos antibióticos. Nos daría igual que Flemming viviera mil años si despreciara ese momento. 

Kairos, a diferencia de chronos, mira a Eros, a la vida, porque la vida, si es tal, remite a eso, a lo erótico, a la Alegría, bello fulgor divino, como nos indica esa hermosa oda de Schiller recogida por Beethoven en su novena sinfonía “… Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium! “ 

Hay alguna representación de Kairos como la mostrada arriba, pero en realidad Kairos se muestra como resultado de vida. En la creación poética, en la narración heroica, en la pintura, en la ciencia. Chronos nos diría que Renoir pintó “Sur la terrasse” en 1881. Kairos nos muestra en ese lienzo vida, eternidad, porque da igual que esas dos jóvenes hayan muerto, que el propio Renoir también. Todos ellos muestran la vida ahora igual que entonces, igual que cuando nosotros no estemos. Un instante eterno y eso basta. Decía Jesús que María, a diferencia de Marta, había escogido lo mejor porque sólo una cosa es necesaria. María se había dejado llevar por vivir su kairos, por aprovechar su ocasión, en tanto que Marta se afanaba en su chronos.

No vivimos en el tiempo cronológico newtoniano. Nada de lo humano vive en él.

La ciencia, el arte, la filosofía, la poesía, la alegría, el amor, la Medicina auténtica, viven en el tiempo kairos.

El cientificismo, el afán de encumbramiento y riqueza, la injusticia, la rutina, el miedo, lo inhumano, la triste Medicina deshumanizada, la Psiquiatría conductista…mueren en el tiempo chronos.

Una de las bellas lecciones de los evangelios es esa parábola tan mal entendida de los que cobran igual aunque unos han trabajado mucho menos: se muestra la balanza desequilibrada de Kairos, en la que influye uno mismo y también la gracia de los dioses, la contingencia, el viento que sopla donde quiere y no sabemos de dónde viene ni a dónde va. 

Y vendrá cuando venga. Porque por las prisas … puede surgir Ganesha. Lo está haciendo ya en laboratorios chinos y no será tan adorable como el benéfico dios hindú.

Este post es dedicado a mi amigo, el Dr. Norberto Galindo Planas, quien lo inspiró.

lunes, 28 de diciembre de 2015

Un reloj para diez mil años. Feliz 02016.

Somos seres temporales. Los cambios biológicos y biográficos se van sucediendo en nosotros desde que nacemos hasta que nos morimos. Eso plantea la perspectiva de un tiempo lineal. No hay marcha atrás en la vida de cada uno. Y lo que le ocurre a uno, le sucede a todos. La Historia también es lineal aunque a veces parezca que se repite.
 

A la vez, esa dirección lineal es una sucesión de ciclos que la dividen en años o fracciones de año, siendo éstos artificiales (meses, semanas) o naturales (estaciones, días).
Nada ofrece mejor el carácter repetitivo que un simple día. De hecho, tan importante es esa unidad cíclica que los relojes biológicos con que contamos la mayoría de especies son principalmente circadianos. La cronobiología es, lamentablemente, un área de investigación que parece haber pasado de moda.
 

Necesidades religiosas y otras más pragmáticas, como la agricultura, han inducido a la construcción de calendarios dirigidos inicialmente al cálculo de estaciones. Más tarde, se dio también la preocupación por el recuento de años sucesivos, desde un tiempo inicial, un origen de historicidad dudosa y más bien mítico: “Ab urbe condita”, “Anno Domini", etc.
 

Pero no sólo las estaciones y la sucesión de años. También el ciclo unitario, el día, es, a su vez, una sucesión de tiempos: horas, minutos, segundos, e incluso fracciones de segundo. También en este caso se dieron necesidades de medida por las actividades civiles y religiosas.
 

Una medida precisa del tiempo tiene aspectos prácticos indudables. Quizá un buen ejemplo sea el cálculo de la longitud en navegación, pero no es el único: una ley física tan importante como la segunda de la termodinámica implica, en la práctica, una forma de intuir el tiempo.
 

Los sistemas cronométricos han evolucionado. En un rango instrumental que abarca de las  clepsidras a los relojes atómicos, todos disponemos de relojes propios y públicos y cada vez más ajustados entre sí a una hora universal.
El calendario mide años y señala estaciones y efemérides. Fue precisamente la necesidad de calcular la fecha de la pascua cristiana la que acabó induciendo a la reforma gregoriana del calendario. El reloj, a su vez, marca los tiempos de citas, de trabajo, de comidas, de inicio de espectáculos o de actividades de Bolsa, programas de televisión, etc.
 

Parecen dos sistemas con sendos objetivos diferentes: el calendario se fijaría en la sucesión de años y en las efemérides de cada uno, en tanto que el reloj sería importante para vivir la rutina diaria. ¿Por qué no unirlos? En cierto modo, nuestros relojes ya lo hacen, indicándonos no sólo la hora sino también el día, mes y año en que vivimos. Son instrumentos que precisan una fuente de energía que, en la práctica, despreciamos por su bajo coste. Todos los relojes personales y públicos de que disponemos hoy, aunque no se estropeen, acabarán parándose al cabo de años: por no darles “cuerda”, por no cambiar su pila, por no moverlos… por falta de energía a fin de cuentas.
 

¿Podría crearse un reloj - calendario que fuera independiente del mantenimiento y que marcara las fechas a ritmo de reloj, aunque este ritmo no tuviera en cuenta segundos, minutos u horas, sino días, años, siglos? Tanto los calendarios como los relojes son instrumentos de observación; requieren un sujeto que los mantenga y observe lo que indican, sea en las piedras de Stonehenge, sea usando un teléfono móvil. Pero podría construirse un reloj - calendario que funcionara con independencia de mantenimiento humano. No lo haría eternamente, pues no es posible un móvil perpetuo, pero sí durante muchos siglos. Ése es uno de los objetivos que persiguen los miembros de “The Long Now Foundation”, crear un reloj que marque el tiempo durante los próximos diez mil años. Esa fundación se caracteriza por sostener proyectos que miran a muy largo plazo. Uno de ellos, “The Rosetta Project”, ya había sido objeto de comentario en un post de este blog.
 

Tal reloj es una construcción compleja que busca la simplicidad: gente inmersa en una cultura equivalente a la de la edad de bronce podría entender su mecanismo. Requiere energía y, para ello, de las fuentes posibles, se ha elegido la que parece más estable: una diferencia térmica en la cima de la montaña que albergue en su interior al reloj se transmitiría como energía a los componentes que la precisan.

Y ¿por qué no hacer que suene también? Brian Eno, uno de los promotores de esa idea, ha construido un algoritmo que genera secuencias aleatorias de notas musicales, de modo que las campanadas, una al día, sean todas distintas.
Ya se ha construido un prototipo a pequeña escala. Ahora se pretende instalar varios relojes en lugares geológicamente estables. ¿Por qué? Quizá le pregunta mejor sea ¿Por qué no? ¿Tiene algún sentido la Torre Eiffel? ¿Una catedral? ¿Por qué no hacer algo aparentemente interesante aunque sólo sea como monumento a una generación?
 

El reloj de diez mil años es un sueño aparentemente realizable, como otros lo han sido. Será el emblema de una generación o un mero resto de ella, pues no es descartable que el paso del tiempo, en el que se anclan los recuerdos, siga siendo registrado por un instrumento que puede ser a su vez olvidado si, por la razón que sea, no queda nadie para observarlo.

Una nota sobre el año:
El año trópico es el tiempo que transcurre entre dos equinoccios vernales, cuando los planos del ecuador y de la eclíptica se cortan en primavera.
El año sidéreo es el tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta alrededor del Sol hasta un punto exacto del espacio, tomando como referencia las estrellas. Excede muy ligeramente al año trópico.

martes, 22 de diciembre de 2015

¿Y si…?


Muchos “comics”, antes tebeos, divierten a niños mostrando las aventuras de personajes fantásticos. Rizando el rizo, en un tiempo se popularizaron unos historias ilustradas bajo el nombre genérico “What if…” que fantaseaban a su vez sobre qué les ocurriría a esos héroes en circunstancias muy diversas, por ejemplo, en un cambio de época, en un encuentro con otros personajes, etc.

La imaginación permite esos juegos no sólo en el ámbito del comic. También en el de la ficción llevada a la ciencia o a la historia. ¿Qué pasaría si… ? Si no hubiera caído Roma, ¿tendríamos una ciencia mucho más avanzada? ¿Si la radiación del cuerpo negro no fuera vista como un problema interesante, tendríamos la mecánica cuántica? Pero también, ¿habría una segunda guerra mundial si Hitler hubiera sido admitido en la Academia de Bellas Artes de Viena?

Esas e innumerables preguntas más son tan aparentemente interesantes como inútiles, porque sólo hay una historia y, aunque responda en gran medida a lo contingente, es la que es, sólo visible en pasado, no modificable; carece de sentido imaginarla de otro modo, aunque sea importante conocerla para estar advertidos de lo que puede repetirse. Una advertencia a la que, sin embargo, nunca se le hace el menor caso.


Esa pregunta no sólo carece de sentido ante la Historia, ante lo colectivo.  También ante lo biográfico. ¿Qué ocurriría si hubiera aceptado aquella oportunidad? ¿Y si no hubiera elegido mi profesión, mi pareja, la ciudad en la que vivir… etc, etc.?  ¿Y si…? ¿Y si…? Una pregunta que se reitera demasiadas veces ante encuentros casuales, ante frustraciones, ante sueños, insistiendo en una nostalgia inútil de lo no vivido.

Hay quien dice que le gustaría volver a la juventud sabiendo lo que sabe por su experiencia vital, pero quien eso manifiesta sólo expresa una gran ignorancia sobre sí mismo. En el hipotético caso de lo que parece imposible, un viaje en el tiempo, alguien que hace tal afirmación haría lo mismo que hizo con su vida. Exactamente lo mismo en lo esencial. En realidad, mucha gente, sabiendo lo que sabe, sigue y seguirá haciendo lo mismo en el futuro, en una repetición incesante de lo peor.

Sucede que el “¿Y si…?” es una pregunta sin sentido porque nos supone mucho más libres de lo que en realidad somos, pues ocurre que estamos determinados, no tanto porque nuestros genes o los astros lo digan, cuanto por la propia biografía construida en lo familiar, por el niño que permanece en nuestro interior aunque nos hagamos viejos, por todo eso que desconocemos de nosotros y que, aunque dejándonos libres en cierto grado y responsables siempre, nos determina.


Saber de eso, de lo inconsciente en nosotros, sí permite un modo de hacer mejor con la propia vida en el presente, en el futuro que nos quede, y realza a la vez el absurdo de la pregunta “¿Y si…?” referida a nuestro pasado, a la vez que muestra su gran posibilidad cuando se enfoca al presente y al futuro personal y colectivo. 


Podemos construirnos y reconstruirnos y, a la vez, influir, aunque sea muy poco, en la Historia. Pero ese saber requiere, como el lenguaje, del encuentro con nosotros mismos en el otro especular. Por eso, la filosofía no necesariamente libera a quien a ella se dedica, pudiendo facilitar paradójicamente la vida de los otros. Tal vez en eso radique la diferencia entre filosofía y psicoanálisis, porque, en el fondo, no somos tan racionales como creemos y mucho más inconscientes de lo que suponemos.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Psicoanálisis. De la escucha a la mirada en Barcelona.

Es bien sabido que Freud creó el psicoanálisis. No fue algo que surgiera de la nada. Una excelente biografía suya, la de Peter Gay, nos muestra su evolución desde la investigación básica al descubrimiento de lo inconsciente y, con ello, la posibilidad de incidir sobre algo que era para los pacientes tan perturbador como oculto.

Un descubrimiento así no es equivalente al de un antibiótico.  Hay que hacer un trabajo hermenéutico de lo que se tiene entre manos y ya desde un principio hubo disonancias entre psicoanalistas, siendo célebre la existente entre Freud y Jung. Pero, a pesar de distintas concepciones, prácticas y escuelas, el psicoanálisis ha evolucionado desde Freud y es en la actualidad un enfoque clínico potente. 


Hay algo consustancial a esta práctica: reconoce el límite que impone la singularidad de lo subjetivo. Ese reconocimiento implica una posición de escucha. En cierto modo, simplificando, la escucha del analista permite que el paciente vaya dándose cuenta de su determinación biográfica, tan distinta de la restricción biológica y, desde ese darse cuenta, desde esa situación en la que donde era Ello acontece el Yo, según diría Freud, alguien puede hacer algo mejor con su propia vida.

Pero precisamente esa actitud de escucha es la que también se abre más allá de la clínica, la que está atenta a la patología social, a lo que ocurre en nuestra civilización, tan inconsciente como la propia Historia nos muestra. Freud mismo la utilizó en sus ensayos.

No sorprende por eso que un psicoanalista pueda interpretar, mejor que un científico, un historiador o un filósofo, las acciones humanas. Y tampoco sorprende que, precisamente para lograr un mayor entendimiento, se abra al discurso de otros. Hay, pues, una doble escucha por parte del psicoanálisis, más allá de la clínica singular: la de lo que sucede en el mundo y la del discurso de otros sobre ese suceder.


Los días 12 y 13 de diciembre de este año, Barcelona, ciudad hermosísima y acogedora donde las haya, albergó un encuentro marcado por esa doble escucha: a lo que ofrece el mundo, incluso con sus silencios, como los que acompañaron al duelo en París, y a lo que puedan ofrecer otras personas desde actividades ajenas al psicoanálisis. 


Un día para cada una de esas escuchas en las Jornadas de la ELP. Quienes asistimos a ellas fuimos afortunados porque hemos aprendido, desde la escucha de la escucha, si así puede decirse, a mirar. A mirar la realidad en que nos hallamos, a tratar de comprenderla y a recordar que nada humano puede ser ajeno a esa mirada.

Fueron muchas las intervenciones y hábil la elección de la inaugural y de la final. 


Éric Laurent inauguró las jornadas con una conferencia riquísima en detalles en la que fue mostrando cómo la acción humana es inconcebible obviando la singularidad. Tomando como núcleo lo traumático de los asesinatos de París, acabó iluminándonos sobre la gran paradoja del cientificismo: cuantos más factores causales se encuentran, menos claro es que haya una causa; lo hizo comparando las explicaciones sociológicas del yihadismo con las biológicas del autismo. Dos fenómenos bien distintos, tanto como las ciencias que pretenden abordarlos (Sociología y Biología), pero que comparten algo común, la imposible objetivación científica de lo subjetivo.
 

Y las cerró, con el brillante rigor que le caracteriza, Miquel Bassols, refiriéndose al cuerpo hablante. No tendría sentido resumir lo que dijo, por ser mucho y necesario, pero quizá baste como ejemplo ilustrativo su alusión  a E.T.A. Hoffmann (quien ya había inspirado un ensayo de Freud) para mostrar lo siniestro posible de actualizar, el siniestro cuerpo de la tecno-ciencia. 

Ésta no es la edad de la ciencia sino la del mito científico, que es muy diferente. Un mito pobre que aspira a la imposible completitud epistémica y que confunde progreso y bondad.

Actividades como la que Barcelona acogió los días 12 y 13 mantienen la esperanza en que es posible reconocer el misterio, en que no todo es igual, en que ser humanos supone una responsabilidad ineludible para cada uno.


sábado, 5 de diciembre de 2015

Lo que la Navidad recuerda

“Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento.” (Lc.2, 7)

“Cuando la bondad decae, cuando el mal aumenta, hago para mí un cuerpo.
 En cada época vuelvo para libertar a los santos, para destruir el pecado del pecador, para establecer la rectitud” (Bhagavad Gita).

Ni buey ni mula ni guirnaldas ni nada. No estaba allí Lucas, el evangelista que dice algo del nacimiento de quien llegó a considerar su maestro. Hubo textos apócrifos, sentimentalismos, imágenes de animales calentando con su aliento a un recién nacido. Nada. No era relevante nada más que lo que expresó Lucas al dar cuenta de uno de tantos nacimientos, más imaginados que reales.


Un nacimiento que, sin embargo, cambió la Historia, marcando, aunque no coincidiera en el año, un nuevo inicio, el Anno Domini.
No se nos narra un nacimiento heroico sino de lo más vulgar e incluso triste. Una familia nuclear, un niño que nace sin dar tiempo a cobijarlo de un modo normal. Es la paja, la tierra, quien lo acoge.


El mensaje cristiano se ha centrado en algo bien distinto a ese breve relato, enfocando la mirada a la muerte. Es la crucifixión de Jesús seguida, para los creyentes, de su resurrección, lo que se propagará como fe salvífica ambivalente (la muerte como tránsito a la vida plena) que acabará desplazando a la religión civil romana y a cultos mistéricos. El “relegere" piadoso civil cede al “religare" cristiano, tan poco piadoso tantas veces.


Pero, con Jesús, hubo algo más esencial que todo el revestimiento mítico posterior de su figura, de alguien que sí parece que existió realmente, pero del que se sabe más bien poco. Y eso esencial fue, a pesar de tantas contradicciones textuales, que hubo alguien que mostró la posibilidad del amor como referencia ética, de un amor total, sencillo y sereno, sostenido por la fe en Dios, incluso como esperanza desesperada al final. Curiosamente, tal vez no fuera tan distinta el ansia última del carpintero Jesús a la del emperador Juliano conocido como el apóstata. Ambos, tan distintos, tan opuestos, fueron sostenidos por una fe monoteísta (extrañamente relacionada con la nostalgia pagana en Juliano).


San Pablo hizo de las palabras de quien no las escribió una religión. Un hombre judío, helenizado y ciudadano romano, que no conoció a Jesús, se encargó de crear una religión universal a partir de una secta apocalíptica. La Historia nos cuenta todo lo demás. Herejías gnósticas, místicas, teológicas, pastorales, matanzas, el Malleus maleficarum… pero también contagios de ese amor de las bienaventuranzas, con personas que encarnaron en sus vidas el evangelio, la buena noticia en un mundo frío, hostil, la utopía posible aquí y ahora.


No es extraño que la necesidad del mito mitificara también a Jesús, incluyendo su nacimiento y su concepción. En el solsticio habría de nacer y una virgen habría de ser su madre. Isis permanece. La cosmovisión egipcia parece más relacionada con el cristianismo que el judaísmo del que procede.


Después, eternas discusiones teológicas en las que una sola palabra como Filioque provocaban cismas y odios, facilitando que cristianos se masacraran entre sí.

Pero lo mítico encierra lo verdadero, precisamente porque lo oculta. La Navidad, fecha que incita (o condena, según se mire) a la reunión festiva familiar, nos recuerda en realidad la soledad del héroe y del matrimonio que fue su familia. Y, con ello, nos advierte, a pesar de abrazos, lucecitas y papasnoeles, de la soledad humana radical.


Y la Navidad nos recuerda la gran posibilidad del amor. Como lo hizo en el frente occidental en 1914, en las trincheras. No aludiendo a un amor sensiblero, sino real, humano, el que acepta al otro, por muy diferente o, lo que es peor, por muy igual que sea a uno mismo. Un otro que será amado no por amor a Cristo, ni a Dios, ni siquiera a nosotros mismos, sino sólo, exclusivamente, por él mismo, por ser otro y ser, desde esa alteridad, hermano en la soledad cósmica.