viernes, 15 de abril de 2016

RESILIENCIA Y GENES

Hay quien sale fortalecido de un golpe que le da la vida. Hay quien se crece ante la adversidad. A esa capacidad se le llama resiliencia. 

Si se indaga en un buscador de internet o, más específicamente, en PubMed, veremos que se trata de un concepto en auge. Abundan los consejos para ser más resiliente o los artículos que muestran las características de las personas que han sabido sacar fuerza de flaqueza. También, como es habitual, se han buscado raíces genéticas o epigenéticas que expliquen la resiliencia de cada cual  

Hay quien ha llevado el término al extremo, a la resiliencia de la que no se entera el resiliente por estar afectado de una grave mutación genética y no porque llegue a afrontar psíquicamente la enfermedad resultante, sino porque simplemente no la sufre… a pesar de que la Genética indica que debiera padecerla. El 11 de abril de este año se publicó en Nature Biology un artículo con este título: “Analysis of 589,306 genomes identifies individuals resilient to severe Mendelian childhood diseases”.  En él aparece ese término,“resilient”, una elección curiosa.

En ese estudio se analizaron los datos genéticos de 589,306 individuos llegando a identificar a 13 casos de adultos sanos con mutaciones que deberían haberles provocado enfermedades severas (tal vez la muerte) antes de cumplir los 18 años. Cada uno de esos individuos fue “resiliente genético” a una de ocho enfermedades que requerían la mutación del gen en un cromosoma (autosómicas dominantes) o en los dos cromosomas (autosómicas recesivas). Entre esas ocho se incluía la fibrosis quística y la epidermolisis bullosa.

¿Por qué, aunque sea en muy pocos casos, ocurre algo así? Un diagnóstico genético pre- o post-natal mostraría un futuro cruel a los padres de ese niño. Un futuro que, en estos afortunados, nunca se dio. Dada la condición de anonimato del estudio, no se pudo acceder a las personas concretas que son resilientes genéticos sin saberlo, llevando una vida normal. Pero el interrogante abierto ya hace pensar en ricas informaciones futuras procedentes de proyectos como el “Human Knockout Project”, el “Million Veterans Program”  y el “UK Biobank Project”.

¿Qué nos sugiere este hallazgo? Por un lado, desbarata restos del pensamiento lineal en Genética (y tan vigoroso aun en Biología Fundamental). Ya había sido desterrado el dogma “un gen - una enzima”. Estos casos de una herencia mendeliana de penetrancia completa que no se traduce en la enfermedad que “debiera” indican que incluso en los determinismos biológicos más claros puede haber factores (probablemente también inscritos en el ADN) que perturben ese oráculo genético. Sin tener nada que ver, la rareza de estos casos evoca la rareza de las remisiones espontáneas de tumores. ¿Por qué ocurren? Las preguntas que surgen de rarezas naturales suelen acabar conduciendo a respuestas generales de gran interés.

Nos indica también algo más. Nos rompe el esquema convencional de que todo está escrito indefectiblemente en los genes, de que basta con leer ese nuevo libro sagrado llamado genoma para encontrar las respuestas de todo. Si esto ocurre con enfermedades monogénicas, ¿qué tipo de explicación etiopatogénica cabe esperar en el caso de determinismos poligénicos débiles que pretenden dar cuenta del autismo o de cualquier trastorno mental?

Finalmente, hay algo más. Un descubrimiento es realmente importante no tanto cuando resuelve un problema sino cuando revela una ignorancia novedosa, cuando abre más ignorancias de las que neutraliza, inspirando así la imaginación fértil. En este caso, renace la ignorancia y es de esperar que, desde ese humilde y necesario reconocimiento, la ciencia cobre el buen impulso que tantas veces ha asumido, en vez de permanecer en un crecimiento incremental de resultados mediante líneas de investigación "productivas".

sábado, 9 de abril de 2016

FOTOS. Del recuerdo al vacío.


Podría decirse que lo evidente es, como sugiere su etimología, lo visible. “Lo vi con mis propios ojos”, se dice a veces, aunque sabemos que la percepción visual es engañosa. Una foto, como una demostración matemática, puede sostener la objetividad intersubjetiva.

La pintura, el dibujo, permitían “copiar” algo real (no lo real). Cajal dibujó para mostrar la unidad neuronal. Pero, en la fotografía, era ya la propia luz reflejada por el objeto la que creaba su imagen para siempre tras impresionar una placa fotosensible, y el papel humano se limitaba a manipular las condiciones de iluminación y el proceso químico necesario para que la imagen quedara grabada de modo indefinido.

No sólo la luz que percibimos, ese rango estrecho de banda, sino todo el espectro electromagnético puede ser, de un modo u otro, registrado, detectado, hecho imagen, desde la radiación gamma hasta las ondas de radio. La difracción de rayos X nos permite elucidar estructuras moleculares, y el registro de microondas nos deja vislumbrar la formación del Universo. Todo el espectro electromagnético es, en cierto modo, traducible a un corto segmento suyo, al visible.

Una fotografía puede ser una herramienta o una finalidad. Su utilidad es clara en ámbitos diversos que abarcan desde la investigación científica a la criminalística o histórica. El periodismo parece inconcebible sin la imagen que sustenta lo que transmite. La ciencia precisa la imagen cuya calidad y resolución dependen, a su vez, del desarrollo tecno-científico. La Historia es fotográfica y eso incluye tanto las imágenes contemporáneas como las de restos arqueológicos o las de obras de arte.

La finalidad puede ser la propia foto cuando persigue lo bello, lo más auténtico de lo que se quiere captar. Y no basta para ese fin con tener todos los medios habidos y por haber. Hay que ser un artista para crear arte, también fotográfico. 

Hay una finalidad distinta, la que no busca la revelación de lo bello, sino de lo verdadero de uno, de lo que ha conformado, determinado, su biografía. Es el caso de la foto ligada a la evocación, al recuerdo. 

¿Quién se resiste a la fascinación de fotografiar? Rommel dirigía sus campañas con una cámara Leica colgando sobre su uniforme. Y así era fotografiado él mismo. ¿Dónde habrán ido a parar sus negativos? Quizá aparezcan algún día, como ocurrió con los hallados en la “maleta mexicana”. Sin tomar parte en la guerra, grandes fotógrafos como Capa la vivieron jugándose la vida como observadores mientras captaban con sus cámaras lo mejor y lo peor del ser humano.  Eran testigos de la implicación biográfica en la Historia. Ahora mismo sabemos del horror presente y próximo gracias a personas que siguen jugándose la vida para fotografiarlo. 

Fueron fotógrafos profesionales, con mejor o peor técnica, los que dieron cuenta de momentos biográficos señalados por su asociación a ritos de paso (bodas, bautizos…) o dignos de ser recordados y comunicados (un curso escolar, la pertenencia a un grupo, la mili, la llegada a un país extranjero, una imagen actual para enviar por correo, etc.). La gente se fotografiaba pocas veces; de hecho, algunos sólo lo eran tras haber muerto y hoy nos impresiona la naturalidad con que se realizaban fotos post-mortem.

A partir de la disponibilidad de emulsiones fotosensibles en película y de máquinas fotográficas personales, la fotografía se fue popularizando y asociando fuertemente a la biografía. Muchos más acontecimientos personales y paisajes eran trasladados al álbum de fotos, un registro que evocaría recuerdos en hijos, nietos… Ahora ya no se necesitan ni películas ni siquiera máquinas fotográficas. Con un “móvil” podemos fotografiar lo que queramos y enviarlo a quien deseemos. Además, los defectos cualitativos de la ignorancia técnica se compensan alguna vez con lo cuantitativo; hagamos muchas fotos y alguna saldrá bien.

Hay una cierta necesidad de registro de lo que vemos y de lo que hacemos, que se satisface haciendo miles y miles de fotos que ocupan muchas “gigas”, aunque nunca las vayamos a ver. Una foto es el mejor elemento para testimoniar nuestra presencia en un país lejano o simultánea a un acontecimiento relevante. Aquí estuve yo, podemos decir, con la imagen que lo demuestra. No basta con indicar que visitamos Pisa; es preciso que se nos vea “aguantar” la torre inclinada.

La foto, facilitada extraordinariamente con el móvil, el mismo instrumento que permite hacer de todo e incluso hablar por teléfono a nostálgicos de la voz, se ha hecho imprescindible en el narcisismo que hace frente patéticamente al desvalimiento del sujeto. No basta con decir “yo estuve ahí”; es necesario que ese “ahí” sea especial, original, inaudito, y que yo me muestre colgando de la torre Eiffel o que se me vea a riesgo de ser atropellado por un tren, cogido por un toro o a punto de despeñarme en el cañón del Colorado. Ya no se necesita un testigo. Uno mismo puede serlo de todas las estupideces imaginables y crece así el número de muertos víctimas de su pasión por los selfies que dan cuenta de esa originalidad letal. 

Podemos hacer una simplificación extrema y hablar de fotos de vida y de muerte. Y no sólo de los otros. Los selfies de quienes se retratan antes de morir sugieren que la pulsión de muerte freudiana se disfraza muchas veces de mera estupidez. Pero, al margen de tales extremos, la obsesión por registrarlo todo, por fotografiarlo todo, apunta a la necesidad de colmar un vacío. Hace pocos años, los videos caseros proscribían la mirada felicitaria a expensas del goce imaginado de flagelar a conocidos y amigos con el registro audiovisual de la boda de un familiar o de unas vacaciones tan soñadas que en el sueño mismo quedaban. Ahora, hasta hacer uno de esos videos cansa y ya no se ven turistas tomándolos desde autobuses o por la calle. Hoy tenemos Facebook y whatsapp y podemos demostrar en todo momento que estamos en una playa o comiendo una pizza mediante el oportuno selfie. Y, ya que podemos, ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué no alimentar el narcisismo? Si no podemos ser populares por participar en un reality o haber nacido en casa rica, podemos al menos serlo un día o dos por registrar cómo nos matamos corriendo delante de un toro o a punto de caer al vacío. 


Y es que los selfies registran algo que va más allá de una imagen. Si una foto tradicional nos permite evocar recuerdos, acercarnos a un pasado, encontrarnos con algo que determina en mayor o menor grado el ser, un selfie apunta al gran vacío existencial que ha de ser conjurado afirmando el estar frente al ser, con independencia de que la lengua, como el inglés, no haga distingos entre esos dos verbos. Lo importante en una vida vacía acaba siendo demostrar que se está en ella, aunque no se sea en ella, aunque no se sea nada propiamente, aunque uno se muera en el intento por tratar de ser a través del estar.

jueves, 31 de marzo de 2016

Ciencia y Psicoanálisis



Recientemente, el suplemento semanal de El País recogía una entrevista realizada al actual presidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis,Miquel Bassols

Su lectura es altamente recomendable, entre otras cosas, porque es una entrevista dirigida al gran público. No estamos ante algo esotérico como a veces se entiende al psicoanálisis y especialmente al lacaniano por su oscura terminología. Bassols define con claridad la difícil tarea del psicoanalista: "intenta ayudar a las personas a leer sus síntomas". Es decir, no lee él nada por nadie. Pero ayuda a que cada cual, en ese proceso analítico, se encuentre con la sorpresa constante de su inconsciente, eso tan repetitivo en la propia biografía, viendo que el síntoma es precisamente algo que requiere una acción, un encuentro con lo más cotidiano y, a la vez, oculto de sí mismo. De ahí que ni siquiera la mejor de las filosofías que cada uno se construya bastará, aun siendo importante, para lidiar con lo irracional.

Los médicos sabemos que no tiene sentido centrarse sólo en tratar el síntoma (aun siendo este tratamiento muy importante, como en el dolor), sino abordar el paso esencial de ver qué lo sustenta. Pero el síntoma que perturba la vida psíquica, eso que nos hace repetir lo peor, o que nos duele en el alma sin saber por qué, siempre remite a algo tan desconocido como anclado en el propio desarrollo biográfico. Y por eso no queda otra opción terapéutica que irlo analizando cada uno... con esa ayuda a la que se refiere Bassols. Una ayuda que no tiene nada que ver con terapias cognitivo-conductuales, con coachings, biblioterapias o demás alternativas. Una ayuda en la que el psicoanalista sólo actúa sin actuar, pues no se trata de un consejero ni de un director espiritual. Un psicoanálisis no adiestra, algo que se pretende a veces con otros enfoques en situaciones dramáticas como es el autismo. Por supuesto, el fármaco, la meditación, el ejercicio, muchísimas cosas, pueden ayudar pero no darán el saber necesario, curativo o, al menos, paliativo, que implica atravesar la angustia de enfrentarse a uno mismo y, a partir, de ahí, saber hacer algo humanamente mejor con la vida, tratando de habitar  poéticamente, como decía Hölderlin.

Asumir la existencia de lo inconsciente en nosotros implica aceptar el carácter único de lo subjetivo. Los síntomas pueden parecerse, incluso ser idénticos. Bassols da ejemplos de demandas terapéuticas habituales: "Problemas con el amor, el miedo a la muerte, la tristeza y el abandono ante el deseo de hacer algo en la vida." Pero no son idénticos los pacientes. Y por ello es imposible, como bien apunta, que el psicoanálisis pueda considerarse una ciencia, aunque haya nacido, con Freud, de ella. No puede serlo porque la ciencia precisa "que sus resultados sean reproducibles experimentalmente y falsables en todos los casos". Algo imposible cuando tocamos lo subjetivo. Por otra parte, la ciencia sólo crece borrando la subjetividad o tratando al menos de hacerlo cuando la presencia del observador influye de un modo extraño en lo observado, como en el célebre experimento de la elección retardada de Wheeler. Pero no es menos cierto que la ausencia de cientificidad no supone la pseudo-cientificidad. La Historia no es una ciencia en sentido duro, como la Física, pero no podríamos decir de ella que sea una pseudociencia. Hay mucho saber en la Literatura y tampoco es una ciencia. No obstante, ocurre que hay muchos "escépticos" empeñados en meter en un mismo saco todo lo que desconocen, mezclando lo empírico con lo mágico.

Esa falta de cientificidad no supone ausencia de empirismo y el psicoanálisis lo acoge del modo en que le es posible, desde la clínica y mediante la conversación entre colegas sobre esos cambios sintomáticos que la civilización va implicando. Es, precisamente, desde ese saber, que el psicoanálisis puede dar cuenta de lo que ocurre en la sociedad e incluso pronosticarlo en algún grado.

Toda entrevista tiene limitaciones obvias y se echa en falta en ésta un comentario más extenso sobre la creencia. Y es que no se pregunta por ella, sino por la religión y por Dios. Y  Dios es un concepto desgastado (enigmática para mí la expresión lacaniana sobre él) que hace tan difícil ser ateo (probablemente Dawkins o Hawking peleen contra el dios infantil de barba y túnica blanca, a la vez que creen en otras cosas). Pero tampoco es igual hablar de religión en términos de "religare" que en los de "relegere". 


Sería interesante conocer la opinión de Bassols sobre el mito, algo que para algunos, como el gran Campbell, es tan vivificador que casi lo hace vital. Y es que el mito, siendo nosotros simbólicos, con nosotros permanece; y, si despreciamos los buenos, los que han cristalizado en siglos de historia, acabaremos en manos de los peores, de los novedosos que remiten a la tentación utópica (paraísos históricos, cientificismos con sus formas extremas de transhumanismo, el progreso imparable, modelos de "triunfadores", etc.) y que pueden conducir a la peor distopía y al mayor fracaso personal.

miércoles, 23 de marzo de 2016

MEDICINA. El olvido de la fe.


Probablemente no haya gran diferencia entre quienes viajan a Lourdes en busca de una curación milagrosa (aunque muchas personas sólo esperen un paliativo anímico) y los que acudían a los templos dedicados a Asclepio. En ambos casos se daba un papel del médico, como mediador o como ayudante de lo santo curativo.

El empirismo de la Historia de la Medicina siempre fue sostenido por la concepción filosófica tanto como por la mágica. El ser humano era un microcosmos en relación con el macrocosmos. Todo podía servir para curar: un clima distinto, la montaña, la costa, respuestas astrológicas… Porque los cuatro elementos, el agua, el fuego, la tierra y el aire nos configuran y cambian, como cambian en el medio que nos rodea. Las filosofías orientales facilitaron un desarrollo distinto de la Medicina en algunos aspectos; la medicina tradicional china es muy diferente a la que se desarrolló en Occidente, pero tanto allá como aquí se dio un nexo común: una mezcla extraña de empirismo, religión, filosofía y magia.

Pero, casi de repente, si tenemos en cuenta tantos siglos de historia anterior, todo cambió gracias al método científico. Koch, Pasteur, Yersin y tantos otros mostraban la relación etiológica indudable entre unos microbios y enfermedades infecciosas. La asepsia, las vacunas y los antibióticos, pero también la disponibilidad de agua adecuada y buena alimentación (con las vitaminas necesarias), hicieron posible incrementar considerablemente la esperanza de vida. 

Surgieron los instrumentos diagnósticos que complementaron el sentido del tacto con la audición que brindaba el estetoscopio, el de la audición con el registro electrocardiográfico. De hablar de flema o bilis, se pasó a analizar una gran cantidad de componentes sanguíneos, formes y moleculares. La anatomía patológica revelaba lo que había ocurrido en un cadáver pero, a la vez, permitía pronosticar lo que podría suceder en una persona viva a partir de la imagen microscópica de un pequeño fragmento de tejido. Finalmente, la transparencia que habían ofrecido los Rayos X se incrementó extraordinariamente gracias al TAC, las ecografías, las resonancias, el PET, etc. llegando a un momento en que parece hacerse posible para muchos cientificistas un estudio del alma misma gracias a las técnicas de imagen cerebral funcional. 

Esa expansión en la capacidad diagnóstica y pronóstica se acompañó de lo que algún autor noveló como “el triunfo de la cirugía”. A día de hoy vemos ese gran avance en técnicas quirúrgicas asistidas por robots y en maravillosas posibilidades biónicas. La nanotecnología ofrece un nuevo panorama alentador. El avance terapéutico parece, en cambio, mucho más lento en el ámbito farmacológico, habiendo numerosas enfermedades para las que se carece de un tratamiento realmente adecuado.

Pero, sea en lugares santos, en hospitales o en consultas, el papel del mediador, el médico, sigue siendo relevante en mayor o menor grado. Y no sólo como quien sabe diagnosticar y curar o paliar una enfermedad, sino como alguien depositario de un elemento curativo, la confianza o, quizá más acertadamente, la fe del paciente que a él acude. Precisamente por eso, la relación clínica siempre es singular, encuentro de dos subjetividades, la del paciente y la de quien es conferido con un supuesto saber.

Si el haz de la Medicina actual ha sido el auxilio de la ciencia, su envés ha residido en otorgar la fe sólo a la ciencia, en el cientificismo. Pero la fe primigenia sigue siendo esencial. Tan es así que todo ensayo clínico ha de tener en cuenta el escasamente conocido efecto placebo. 

El problema de la singularidad no se refiere sólo a lo subjetivo sino también a la heterogeneidad individual que crea un serio problema a la hora de establecer relaciones causales, sea en términos de factores de riesgo, sea en términos de eficacia terapéutica de un fármaco o del valor real de un cribado. A pesar de eso, se ha deificado la herramienta estadística y, desde ella, han proliferado guías y protocolos que tratan de borrar la individualidad objetiva y ya no digamos la propia subjetividad.

Es, en gran parte, por ese olvido de la singularidad y de la necesidad de fe en la curación, en la vida, que un paciente puede tener, que la Medicina opera con términos más propios de una fábrica que de la clínica: significación estadística, medianas de supervivencia, eficiencia, tiempos medios, listas de espera, calidad (término éste perverso donde los haya), etc. Por otro lado, las grandes posibilidades técnicas diagnósticas conducen a un descanso de la tarea del médico en lo instrumental, lo que no sólo tiene efectos benéficos. También supone que un diagnóstico se dé muchas veces tras un tiempo de espera muy prolongado para acceder a ese estudio instrumental; un tiempo que puede afinar el diagnóstico tanto como facilitar paradójicamente el avance de la enfermedad.

La fe existe casi siempre. Y un exceso de fe en el método científico, principalmente en la herramienta estadística (tan erróneamente usada tantas veces) se acompaña de un olvido de la fe que el paciente deposita en el médico.


Cuando se dan carencias debidas a una industrialización de la medicina que sólo atiende a promedios o cuando se quiebra la fe del paciente por falta de atención real, de escucha, de mirada a su rostro, su cuerpo y su alma, es comprensible que esa fe retorne a lo mágico. Por eso, no es extraño que prácticas médicas claramente pseudocientíficas sigan vigentes. Y es que, como tantas veces se ha dicho, ocurre que, en alguna ocasión, quizá en más de las que se supone (hay numerosos estudios psiconeuroinmunológicos interesantes), la fe hace milagros.

jueves, 17 de marzo de 2016

¿Qué quieres?


“Tuve la suerte de tener como profesor a un gran filósofo al que considero un auténtico maestro de la humanidad. Este hombre poseía por aquel entonces la viveza propia de un muchacho, cualidad que parece no haberle abandonado en su madurez… Este hombre , cuyo nombre invoco con la mayor gratitud y el máximo respeto, no es otro que Immanuel Kant.”
(Herder. “Briefe zur Beförderung der Humanität”).

“Estoy leyendo aquí, entre otras cosas, los Prolegómenos de Kant, y comienzo a comprender el enorme poder de sugestión que siempre ha emanado, y sigue emanando, de este muchacho”.
(Carta sin fecha de Einstein a Max Born).


Es llamativo el uso de un término, “muchacho”, para referirse a Kant, aunque fuera en contextos bien distintos, el de Einstein y el de Herder.

Kant es reconocido como uno de los grandes de la historia del pensamiento. Pero parece contradictorio. Bertrand Russell lo indicó cruda y claramente en su libro “Por qué no soy cristiano”: “Era como mucha gente: en materia intelectual era escéptico, pero en materia moral creía implícitamente en las máximas que su madre le había enseñado”. Aludió incluso al psicoanálisis para tratar de explicar el contraste entre lo intelectual y lo moral en ese gran filósofo.

El imperativo categórico no siempre parece haber sido entendido en la línea que él parecía pretender. Así, Eichmann aludió a ese fundamento legislador en el juicio que lo condenó a muerte. Tiene su lógica cruel: si la interpretación del juicio categórico pertenece a seres humanos, la eliminación de los “Üntermenschen” puede justificarse desde tan brutal óptica.

Las conocidas preguntas kantianas expresadas en la Crítica de la Razón Pura atañen a la posibilidad epistemológica, al deber y a la esperanza. 

El deber es importante, pero insuficiente y, muchas veces, dañino. “Cumplió con su deber”, se dice aludiendo a lo correcto de una acción o “fue más allá del deber” para significar heroísmo. Ya a los niños se les habla de los “deberes” para referirse a las tareas escolares. Debes hacer esto, no debes hacer lo otro… Es algo inscrito en la educación. Desde las más elementales normas de urbanidad hasta las grandes decisiones morales, el deber parece impregnarlo todo. Pero no es desde el razonamiento que surge el deber de cada cual sino de la cultura que ha internalizado en el ámbito familiar. El deber se impone de un modo inconsciente en muchísimas ocasiones como nos enseñó Freud.

Hay, sin embargo, una pregunta mucho más perturbadora: ¿Qué quieres? Si el deber constriñe y su cumplimiento pacifica, preguntarse uno mismo qué es lo que quiere en realidad puede situarlo en una incertidumbre angustiosa.

Todos podemos creer responder adecuadamente a lo largo de la vida a esa pregunta por lo que queremos, tanto a corto plazo (jugar, descansar, leer…) como a largo plazo (formar una familia, hacer una carrera, conseguir un trabajo, comprar una casa…).

Hay deseos que responden de modo natural a lo más pertinente. Quien está en prisión desea la libertad (aunque siempre hay alguna excepción), quien pasa hambre desea alimento, quien huye quiere ser asilado, etc.

La pregunta en los casos anteriores puede tratar de responderse de modo práctico porque hay un saber sobre lo que se desea: es natural que quien tiene sed quiera beber y también lo es que se quiera trabajar para tener un medio de vida.

El problema surge cuando no es la necesidad la que hace explícita la cuestión, sino cuando ésta surge de un planteamiento existencial, cuando el “¿qué quiero?” supone también preguntarse si lo que se ha hecho con la vida ha respondido a lo que en realidad y no en apariencia se quería. E implica saber qué hacer con lo que queda de esa vida; ahora y más tarde.

Desde fuera, desde una pretendida objetividad, nadie entiende a quien, teniéndolo aparentemente todo, se hunde en la depresión. ¿Por qué, si la vida le sonríe? se dice a veces. El viejo no entenderá que el joven se deprima, el pobre no comprenderá que eso le ocurra al rico y el enfermo terminal podrá despreciar que le suceda a quien está sano. Tampoco, en el ámbito profesional, quien no ha logrado metas propuestas, entenderá por qué quien lo ha hecho, quien ha sido exitoso, se hunda en una depresión. 

Pero ocurre que alguien puede alcanzar todo lo que se pretendía y sin darse cuenta, sin ser consciente, de que eso respondía más a un ideal, a un deber internalizado, superyoico, que a un deseo libre. Y por eso quizá baste con preguntarle ¿qué quieres? a la persona que más hayamos idealizado para derrumbarla existencialmente si se toma la pregunta en serio.

Un viejo cuento hablaba de la camisa del hombre feliz deseada por un rey, y finalizaba indicándonos que el hombre feliz no tenía camisa. Hay una relación tan pretendida como curiosa, la que equipara felicidad a normalidad; uno puede ser feliz si es normal, si sus pruebas médicas son normales, si tiene una familia y amigos normales. Pero esa normalidad sencillamente no existe. Nunca. Sólo hay la singularidad subjetiva. Y es llamativo que normalidad se asocia terminológicamente a norma; de nuevo, términos cotidianos que pretenden indicar el anhelo más profundo, felicidad, normalidad, tienen que ver con eso, con la norma; con el deber a fin de cuentas. Las consecuencias pueden ser brutales. Por ejemplo, el conductismo trata de normalizar adiestrando.

Ningún intento científico está libre de una filosofía implícita. Kant parece vigente en esa obsesión deontológica que rige tantas vidas. Pero ni Kant ni nadie, incluyendo maestros religiosos, puede preguntar por otro. Y habrá que olvidarlos en el buen sentido, pues sólo cada cual puede hacer la pregunta por sí mismo, aunque sea ayudado en tal osadía. Las preguntas por el ser, por el estar aquí, por la muerte, son cuestiones que acaban alcanzando un límite con ausencia de respuesta, pero en la pregunta ¿qué quiero? la respuesta es posible. Y es esa posibilidad la que la hace angustiosa y la que puede, por otra parte, darnos cierto grado de libertad y, con ella, saber qué hacer con la vida.