miércoles, 4 de octubre de 2017

MEDICINA. El premio Nobel de 2017 y los ritmos de la vida


El premio Nobel de Medicina de este año ha sido concedido a tres investigadores, Michael Rosbash, Jeffrey Hall y Michael Young por su trabajo sobre los ritmos circadianos

Hace ya muchos años que ha habido trabajos relevantes relacionados con lo que se ha venido en llamar “cronobiología”, es decir, sobre el hecho de que muchos fenómenos fisiológicos, bioquímicos, que ocurren en diferentes seres vivos, incluidos nosotros, varían cíclicamente con un período próximo a las 24 horas (con cierta tendencia a que sea de 25 horas más bien). 
 
Hay así un ritmo interno que acompaña al ritmo planetario. 

En general, hasta hace relativamente poco tiempo, los trabajos de investigación en este ámbito fueron esencialmente fenomenológicos: tratar de ver qué variables fluctúan y cuáles son los sincronizadores (“Zeitgeber”) relevantes en cada organismo. Una de las herramientas usadas en esos estudios descriptivos fue el llamado “cosinor” , un modo de representación gráfica de procesos biológicos rítmicos. 

La cronobiología tiene ya una edad. Hoy mismo he rescatado del olvido en mi casa un libro viejo, que adquirí hace tiempo, en 1974. Se trata de una obra editada en 1965 por Elsevier, cuyo título es “Biological Rhythm Research”. Su autor, Sollberger, se lo dedicó a dos pioneros, Erik Forsgren y Jakob Möllerström, desconocidos en la práctica. ¿Qué habrá sido de todos ellos? Un gran referente, Franz Halberg, que acuñó el término “circadiano”, murió en 2013.

Pero el enfoque fenomenológico no basta. Hay que ir más allá, desentrañando los mecanismos de ese reloj interno y, para ello, se recurrió, como suele hacerse siempre, a modelos experimentales más sencillos que nuestros cuerpos para tratar de alcanzar una explicación que acabe en los genes. Así lo hizo un gran investigador, Seymour Benzer figura esencial en la Genética Molecular, con su trabajo sobre la genética de estructura fina, y que utilizó moscas de la fruta (Drosophila melanogaster) para tratar de comprender mejor los mecanismos subyacentes a estos ritmos, llegando a descubrir, con Konopka, un gen relacionado con ellos. También usó sus moscas para estudios de neurociencia. Uno acaba encariñándose con los organismos que estudia; en algún artículo perdido vi que quien quisiera trabajar en su laboratorio tenía que pasar por una ceremonia iniciática de ingesta de esas moscas. 
 
En esa búsqueda de los genes involucrados en los ritmos circadianos, cobraron una gran relevancia los hallazgos de los tres galardonados con el Nobel, un premio que a veces se otorga a lo que, siendo importante, ha dejado de ser llamativo, si alguna vez lo fue. 

Muchos científicos han sido y son tentados por el impacto, tanto en publicaciones especializadas como en el ámbito social. Se descubre un gen involucrado en el cáncer, se descubre la importancia de un marcador de Alzheimer, surge un robot quirúrgico, etc., etc. Y resulta estupendo publicar en Nature y salir en la televisión. Siempre hay esa mirada pragmática y vanidosa de la Ciencia como una herramienta de aplicación para resolver un problema, y, a la vez, una carrera hacia el reconocimiento personal. 

Pero el afán real de la Ciencia es el conocimiento en sí. Nada más y nada menos y, a veces, lo que parecía olvidado es felizmente rescatado y valorado.

Aunque se conocía la importancia de la cronobiología desde hace tiempo, se la llegó a asociar con publicaciones pseudocientíficas sobre biorritmos. El caso es que hay situaciones clínicas en las que se sabe de la importancia de la hora para medir un parámetro clínico o analítico o para ingerir un fármaco. Poco más. La cronobiología parecía cosa de unos cuantos chiflados. Ahora se reconoce su valor otorgando un premio Nobel a tres investigadores relevantes de ese campo. Curiosamente ahora, cuando hay tantos avances en el microbioma, en el epigenoma, en tantos “omas”, los del Instituto Karolinska deciden rescatar el valor de una variable física esencial, el tiempo, de un contexto, el bioquímico, en el que suele brillar por su ausencia. Y es que tenemos una visión demasiado estática de la Biología Molecular. Analizamos moléculas, secuenciamos genes, pero no atendemos a sus tiempos, a sus cinéticas. El avance en el conocimiento biológico sufre de esa visión empobrecida de la ausencia del tiempo, siendo así que la vida es dinámica.

Y, sin embargo, tantos tiempos particulares se integran en una gran armonía con el tiempo cósmico, que, a escala de la vida que conocemos, es el planetario, es el del sol, el de la luna, moviéndose a nuestro alrededor (nuestras células no tienen una visión heliocéntrica). Esa armonía es organizada por sincronizadores internos, que llegan a poder prescindir de señales externas aunque se hayan ajustado a ellas, a los ciclos diarios, semanales, mensuales, Esos “Zeitgeber” integran todos los flujos temporales de nuestras moléculas, de nuestras células, de nuestros órganos, para que nuestro cuerpo lo sea aquí y ahora, fluyendo en el tiempo cíclico del mundo. Es un ahora el que impulsará en especies de aves y peces movimientos migratorios. Un ahora también el que nos hará a nosotros sentir hambre o sueño, un ahora sin el que no sabríamos vivir. Y un ahora que retorna, cíclicamente. Día y noche, meses lunares, estaciones, años, enmarcan la vida periódica de nuestro organismo. 
 
Desde lo más básico, desde los estados estacionarios fuera de equilibrio que estudia la Termodinámica de procesos irreversibles, hasta las terribles alteraciones temporales maniaco-depresivas, pasando por los ciclos menstruales y los ritmos circadianos. Una repetición mantenida cíclicamente en un tiempo lineal. 
 
La narración mítica ha sabido armonizar esos dos modos de vivir el tiempo, el de la repetición cíclica y el del progreso lineal en él.

Como es habitual, alguien se preguntará (siempre sucede) ¿Para qué sirven los hallazgos reconocidos con el premio Nobel de este año? y muchos se esforzarán con mayor o menor acierto en responder. Pero es una pregunta extraña a la ciencia, insensata, porque la ciencia, aunque las otorgue, no persigue utilidades sino miradas. Y la mirada cronobiológica nos recuerda que nuestras células bailan la danza de las abejas, de las flores, del sol y de la luna.

Estamos incrustados en la maravilla del Ser, en la danza de Shiva.

Post dedicado a mi amigo, el Dr. Leopoldo García Alonso, quien concibió la Cronobiología como campo apasionante de investigación.

martes, 26 de septiembre de 2017

Psicoanálisis. Reseña imposible de un libro necesario.



Del psicoanálisis puede decirse con cierta facilidad sólo lo que no es. No es una “técnica”, aunque suponga un modo de encuentro clínico. No es una “teoría”, aunque no cese de construirla, no se instala en el “furor sanandi”, aunque asiste a quien precisa una cura. 


No es… no es… ¿Qué es?


Si acudimos al diccionario de la Real Academia Española vemos sólo una pobre acepción: “Doctrina y método creados por Sigmund Freud, médico austriaco, para investigar y tratar los trastornos mentales mediante el análisis de los conflictos inconscientes”. Hubiera sido mejor no haber dicho nada. Hasta se distorsiona la Historia, pues si es cierto que Freud desarrolló su actividad en Austria, no lo es menos que fue judío en una época, la de su vejez, en la que eso no era nada bien visto en su país.


Pero esa dificultad de definición del psicoanálisis no resulta de que estemos ante algo esotérico, sino que es inherente a la complejidad que supone ser humano, al hecho de ser en el mundo, de ser con otros, de ser dicho, traspasado por el lenguaje.


En realidad, sólo los psicoanalistas, a su vez psicoanalizados, pueden hablar de lo que supone el psicoanálisis desde el punto de vista clínico y de su importancia cultural, pues fenómeno cultural es, con una historia que se inicia en Freud, el gran revolucionario que nos mostró nuestro extrañamiento radical, la importancia de lo que desconocemos de nosotros mismos por próximo, por insistente que sea en nuestra vida.


Muchos tomaron fuego de la antorcha freudiana, una antorcha que quema las manos, que es difícil sostener y, sobre todo, alimentar. De todos ellos, una persona es considerada ampliamente como especialmente relevante. Se trata de Jacques Lacan. Su enseñanza ha sido seguida y desarrollada, lo es también hoy en día, por numerosos psicoanalistas, que no se limitan al encuentro clínico sino que también hablan de él, entre sí, en un lenguaje que puede percibirse como difícil desde fuera, pero todo lenguaje acaba siendo difícil si es riguroso. Lo es el matemático, lo es el físico, lo es el de cada área del saber que se precie. Y el psicoanálisis tiene que ver con eso, con un saber, quizá el más importante, al que nada humano le es ajeno en absoluto.


No cabe la vulgarización, una divulgación imposible. Pero sí es factible un esfuerzo de transmisión y eso es lo que han hecho todos los psicoanalistas lacanianos que han contribuido a una excelente compilación realizada bajo la batuta de Gustavo Dessal y Miriam Chorne. Sin pérdida alguna de rigor, su esfuerzo ofrece un libro que es sencillamente interesante, algo que sólo de pocos se puede decir.


La compilación, ofrecida como un texto cuya lectura es difícil pero apasionante, marca un hito en la aproximación de todo un mundo, como es el psicoanálisis, al lector ilustrado, inquieto, buscador. Da respuesta a una curiosidad que no se permite la asfixia de la rapidez que pretende una síntesis banal. 


Su título incluye el nombre del maestro de tantos, Jacques Lacan. Y el subtítulo apunta a la pretensión esencial, desde esa gran referencia: “El psicoanálisis y su aporte a la cultura contemporánea”. De eso se trata; de mostrar la extraordinaria influencia que el psicoanálisis tiene y, sobre todo, puede tener, en la cultura actual y futura.


Resumir un libro así equivaldría a amputarlo. Reseñarlo parece tarea imposible. Darlo a conocer es un mínimo y necesario gesto de gratitud a quienes lo han construido.


sábado, 23 de septiembre de 2017

México llora. Dios se calla.



"Que nuestra respuesta sea o el silencio o las palabras que nacen de las lágrimas” Francisco, Papa.

Ocurrió en Lisboa en 1775 y Voltaire escribió “Candide”. Ya había pasado en Pompeya. Se repitió en muchas ciudades. Ahora le tocó a México. Volcanes, terremotos, tsunamis... Un terremoto hace ver que los temblores de la tierra no son precisamente los de la madre que a veces es imaginada por un ecologismo ingenuo. No se estremece Gaia; simplemente el suelo deja de ser sólido y todo se cae.


Bueno, ya lo sabemos. Esas cosas pasan. Un meteorito extinguió los dinosaurios y las nuevas condiciones propiciaron la expansión de los mamíferos y, al final, de esa ramita colateral que nos dio origen. 


En la frontera Pérmico - Triásico muchas especies se extinguieron. Quién sabe, de ellas podría haber surgido una inteligente y, a la vez, buena, no como la nuestra. Contingencias.


Desde la posición atea, no hay nada más que decir y mucho que hacer: investigar para que la ciencia avance y permita pronosticar esas catástrofes, reduciendo su impacto.


¿Y desde la opción de la creencia en Dios? Quizá la misma respuesta en la práctica, pero parece imposible no asociarla a tintes emocionales. Se retorna al eterno problema de la teodicea, ¿Por qué Dios, siendo omnipotente y supuestamente bueno (no cabe mayor antropomorfismo en esto), permite que haya decenas de niños muertos, sepultados en un minuto? Si coincidimos con el escéptico creyente Martin Gardner, un milagro podría hacerse de modo elegante, sin ser percibido, si Dios manipulase la longitud de onda asociada al fenómeno básico que inscribe algo. Y, por otra parte, ni milagro parece necesitarse. ¿No podría evitar Dios una tragedia así? Ni nos daríamos cuenta de que lo hace. ¿Por qué esa lejanía?

Ante una catástrofe tan grande, ante la visión súbita del mal natural, como ante el choque con la maldad humana, la creencia colisiona frontalmente con el gran silencio del Absoluto en quien se cree. Un silencio mostrado en Auschwitz, un silencio que resuena aquí y ahora en México, como lo hizo, como hace, tantas veces.


La única oración que parece permisible es la queja, incluso odiosa más que de resignación. El Absoluto, lo Innombrable, el Gran Espíritu, Dios, parece alejado, como si no existiera, invitando a creer, de hecho, que no existe en realidad, porque no le importa lo importante. ¿O acaso no es importante lo sucedido? 


No es que Dios se haya muerto. Es que es inconsciente, nos dijo Lacan.


No hay consuelo religioso que valga ante tamaño absurdo. Sin embargo, aun así, algunos somos obstinados y persistimos en dar por hecho que, a pesar del horror y del absurdo, un fundamento amoroso sostiene el mundo. Parece un sentimiento patético. No es algo racional. Tampoco es algo emocional, sensiblero. No es el resto de una aspiración infantil. Es el sentimiento de una evidencia íntima que se resiste incluso ante lo más horroroso. Sostenida en la belleza del propio universo, en la contemplación de una flor silvestre, de un gorrión. La estética natural puede fundamentar la creencia esencial, aunque sea difícil expresarla como discurso no simbólico.


Mirar serenamente una brizna de hierba nos funde con ella, nos permite la participación cósmica que nuestro pensamiento racional elude. No es propiamente el sentimiento oceánico freudiano. Es distinto. Esa mirada, que se hace infantil, renuncia paradójicamente al infantilismo que permanece como sesgo antropomórfico de la perspectiva. 


De algún modo extraño, tanto como evidente e inefable desde la creencia real, Dios, a quien se llega a poder incluso “odiar” de algún modo en más de una ocasión, esta ahí, sugiriendo que lo más próximo, lo más inmediato, nos resulta a la vez demasiado lejano. Si Jesús, que llegó a defender su natural filiación divina, sintió el gran abandono, toda esa aparente crueldad del Padre, en la cruz, parece que la única opción del creyente ante la tragedia sea la minúscula ayuda que pueda ofrecerse, como la que presta ahora mismo tanta gente, y el abrazo espiritual realizado con unos ojos limpios por las lágrimas con que aflora la gran incomprensión del mundo que nos hace humanos. 

De algún modo extraño, el amor se impone en medio del horror. Eso también nos humaniza y nos acerca al Gran Misterio ante el que justificadamente nos quejamos.

lunes, 18 de septiembre de 2017

MEDICINA Y LENGUAJE. Ser, Estar y Tener.


No seríamos humanos sin el lenguaje, y todo lo que hacemos y sentimos es dicho de un modo u otro. Sólo lo místico es inefable aunque se intente mostrar poéticamente.

La Medicina está también atravesada por el lenguaje, y el énfasis que se pone en determinados verbos parece ir ligado a cambios en la historia de la práctica clínica reciente y parece además tener consecuencias.

Así, aunque parezca lo mismo, no es igual decir que se está, que se es enfermo, o que se tiene una enfermedad.

Cuando se habla de ser, parece darse una identificación ontológica con la falta, con lo que amenaza la vida o perturba la salud. Cuando hace años se decía de alguien que era tuberculoso, se aludía en la práctica a una alta probabilidad de muerte. Eso no ocurre hoy en día, en que la tuberculosis puede desaparecer tras un tratamiento eficaz (en nuestro primer mundo al menos). Tal vez por eso se diga más bien que la tuberculosis se tiene; sólo porque puede dejar de tenerse.

La ambigüedad se da en enfermedades consideradas hoy muy serias, como el cáncer en general (aun cuando haya muchos tipos y de muy distinta agresividad). En una época en que se ofrece una visión de la Medicina como algo omnipotente, nadie es canceroso; se disimula eso en los hospitales hablándose de pacientes oncológicos, que parece lo mismo, pero suena de un modo muy distinto. Y, de hecho, se dice más bien que alguien tiene cáncer, nunca es canceroso, lo que propicia a la vez que se insista en la conveniencia de que el paciente “luche”, como si eso fuera factible, contra lo que “tiene”, para dejar de tenerlo. Se harán carreras con lazos y globos de colores, se mostrarán testimonios televisivos de supervivencia, etc. Nada como ser positivo, asertivo y todas esas cosas de la psicología positiva.

Parece que se tiene lo que es agudo y generalmente curable (una apendicitis o una amigdalitis) o lo que, no siéndolo, se intenta curar, incluyendo situaciones graves (un cáncer metastásico, un infarto, un ictus...)

El verbo “ser” alude en general a lo crónico pero que no supone un peligro letal inmediato. Se es broncópata, cardiópata o hepatópata, por ejemplo. También alcohólico, obeso o drogadicto. El término “es” puede incluso usarse para hablar de algo que sí se tiene realmente y se dice, por ejemplo, de quien desarrolla anticuerpos contra el virus del SIDA, que “es” VIH positivo, algo muy diferente a decir que es un sidoso.

Puestos a ser lo peor, nada parece tan malo como ser un “caso bonito” según el pintoresco criterio “estético” que usan a veces los médicos, porque un caso así, a diferencia de cuerpos modélicos, nunca es envidiable.

Cuando la situación es aguda y remite con cierta facilidad se utiliza también el “estar” como un modo transitorio de ser. Se está con gripe, se está enfermo, se está mal simplemente. Ese “estar mal” puede ocurrir en un contexto de gravedad o no. En cierto modo, estar equivale a tener.

Hay también un término de uso lamentable por parte de algunos médicos. Se trata de “hacer”. No es raro que se diga que un paciente hace una complicación. Alguien hizo una neumonía, un derrame, incluso un fallo multiorgánico. Es así el paciente el que hace, el que construye, sin querer desde luego, su propia muerte.

La diferencia entre ser, estar y tener supone connotaciones no despreciables en un amplio campo de la salud, el mental. Decir de alguien que está deprimido no supone lo mismo que indicar que “es” un enfermo uni o bipolar. Como en el contexto orgánico (no ha de olvidarse la aspiración organicista de muchos psiquiatras), estar o tener sugiere algo curable, a diferencia de ser. No parece lo mismo decir “es esquizofrénico” que “tiene esquizofrenia”. El uso del verbo ser supone con mucha frecuencia una estigmatización ontológica, en tanto que el tener alude a una cierta esperanza en el poder de la Medicina o de la Psicología. Algo va mal con la serotonina o con cualquier amina y para eso están los profesionales.

A la vez, el verbo ser puede facilitar cierta identificación subjetiva con la enfermedad, en un juego que siempre se da con culpabilidades asociadas. Ha de tenerse en cuenta que, en el ámbito orgánico, se sugiere que, a veces, uno enferma por su culpa (por no mirarse, no cuidarse, por ser sedentario, por una “mala vida” en general). Esa culpabilidad más o menos percibida, frecuentemente asumida, no es igual si se es enfermo que si se tiene una enfermedad. Uno podría considerarse más culpable de “ser” broncópata (por fumar, por ejemplo) que de “tener” un cáncer de páncreas.

De modo análogo puede ocurrir que el ser enfermo (o supuesto enfermo) implique una responsabilidad propia en tanto que el tener una enfermedad aluda a la exclusiva responsabilidad de profesionales. No es lo mismo ser un niño rebelde, inquieto, que no atiende en clase, que tener TDAH (trastorno de déficit de atención con hiperactividad). No es lo mismo estar deprimido que tener una depresión; el enfoque personal ante lo que parece igual puede ser muy diferente. Desde el estar deprimido puede surgir un análisis en tanto que ante la depresión como añadido se recurrirá a aumentar la serotonina. No es incompatible la farmacología con la palabra pero con frecuencia se excluyen.

Parece ser precisamente ahí, en el ámbito de la salud mental, en donde debiera cuidarse más la terminología, porque entre ser y tener hay claras diferencias tácitas. Lo que se tiene puede desaparecer, lo que se es, no, para bien y para mal. Y vivimos una época de alegre etiquetado ontológico, facilitado por tristes manuales como el DSM.

Incluso en la situación límite, parece más digno, más humano, decir que alguien se está muriendo a señalar que es terminal.

Este post ha intentado ser una mera y pobre aproximación a la necesidad de considerar la importancia del lenguaje en algo tan importante como lo concerniente a la salud y, especialmente, a la salud mental. Desde aquí, la pretensión es sugerir más que afirmar. Probablemente mucho de lo expresado (que es muy poco por otra parte) sea errado o requiera matizaciones. Pero parece que algo habrá que hacer con el lenguaje médico, especialmente para centrar las cosas, sin crear estigmas pero tampoco falsas expectativas. Serís deseable usar siempre un lenguaje compasivo, entendiendo compasión en el noble sentido, en el plenamente humano, y mostrada desde la posición profesional.

El lenguaje usado lo es en un contexto de obsesión por algo inexistente, el ser normal, pues nadie lo es; lo es en una época en que somos “certificables” como las máquinas, en un contexto fuertemente neomecanicista. No sorprende que en el lenguaje cotidiano se hable de “ITV” para referirse a un examen clínico que, por otra parte, sí tiene muchas analogías con un examen de conocimientos en el que uno puede ser culpable de suspender, también por pereza. Y ese suspenso, muchas veces en una evaluación clínica no siempre necesaria, "preventiva" (horrible palabra en Medicina por la exageración que de tal término se hace), puede ensombrecer innecesariamente la vida aunque pretenda conservarla o incluso alargarla.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Datos eternos, olvido del alma.



“¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? Mc 8,36.

Cuando se lleva algún tiempo en la red social Facebook, uno acaba teniendo la desagradable sorpresa de ver la “permanencia” en ella de alguien que ha fallecido. Es algo tan macabro como progresivamente corriente.

Internet supone un cambio de ritos y mitos para los que probablemente no estemos preparados. La revolución electrónica – informática ha sido demasiado rápida. 
 
Se sabe qué hacer con los cuerpos muertos: inhumarlos, incinerarlos, donarlos a “la ciencia”, incluso criogenizarlos. Pero no se sabe qué hacer con los datos en una época en la que cada vez más el alma se concibe como software y no sólo por los delirantes transhumanistas.

Por amor a la difusión de sus datos e imágenes (datos al fin), único y pobre soporte vital tantas veces, hay memos que son aspirantes a “memes” de Dawkins y que llegan a ser merecedores de lo que algunos crueles llaman premios Darwin. Es el caso de los que se matan por lograr un "selfie" impactante o de quienes tratan de hacer “viral” la estupidez de circular a 200 km/h, falleciendo en el intento.

Esa concepción reduccionista del ser humano como productor de datos (aunque la información que suponen sea absolutamente banal) facilita la construcción de una biografía algoritmizada o, dicho de otro modo, de un “avatar” con pretensión de eternidad. No es sorprendente que haya iniciativas como “Eternime”, que pone a nuestra disposición los recursos de la inteligencia artificial para que podamos seguir “activos” en la red tras habernos muerto. De ese modo “diríamos” en situación post-mortem lo bien que estamos de vacaciones, con fotos de playas, o mostraríamos las gracias de nuestro gato, también “avatarizado”.

Cuando uno se muere, deja recuerdos y cosas. A veces se llega a decir de alguien, como de Shakespeare o Cervantes, que su obra lo ha inmortalizado; una obra que puede ser literaria, histórica, científica... Pero son pocos los casos, y en ellos el término “inmortal” pertenece en realidad a la obra más que al propio autor, por lo que no sorprende que Woody Allen afirme que no quiere ser inmortal por sus obras sino por no morirse. 
 
La muerte supone un ritual que ha ido variando a lo largo de la historia y que difiere en diversas culturas. En su libro “Historia de la muerte en Occidente”, Philippe Ariès nos los ha descrito muy bien. Pero Ariès, que murió en 1984, no pudo imaginar cómo podrían cambiar los rituales de muerte tras la suya. 
 
¿Qué queda del muerto, una vez desaparecido el cuerpo? El duelo de sus allegados, su recuerdo por ellos y quizá por otros, peleas por posibles herencias, escritos (cartas, recibos, testamento...), fotos, quizá algo de mayor reconocimiento en casos excepcionales, como una obra de arte, pero lo que queda pertenece a un pasado, a algo que le ocurrió o que hizo alguien que ya no está. En algunas tumbas se inscribe una despedida, en otras se incluye una foto que recuerda que quien está ahí tuvo ese aspecto vital algún día. Es pasado. Fue. Sólo desde la fe es admisible la posibilidad de permanencia; para el cristianismo, por ejemplo, la muerte no es el final.

Pero ahora, al margen de creencias, quedan datos. Las ocurrencias brillantes o estúpidas que uno haya mostrado en Facebook ahí permanecen para muchos años; no se puede decir para siempre en un mundo como el nuestro, amenazado por tantas cosas, incluyendo la destrucción nuclear o cualquier virus novedoso y malvado desde nuestro punto de vista. 
 
Los datos no se entierran, no se incineran, sí se dan a “la ciencia” aunque no se quiera, alimentando los estudios “Big Data”. Eso supone un cierto escalofrío y parece natural que, para evitarlo, para poder morirse del todo, haya un formulario, “Legacy contact”  que permite que alguien borre definitivamente el “perfil” del muerto o que, por el contrario, siga alimentándolo con entrañables recuerdos o graciosas ocurrencias.

La metáfora informática obnubila en exceso las mentes. Cada día somos más concebidos como datos que nos constituyen (ADN) y datos que producimos. Ese reduccionismo brutal conduce a una forma de enajenación bastante generalizada que trae como consecuencia el olvido del alma. Y si se quiere ganar el mundo, sea como dinero o patética fama, se acabará perdiendo el alma, la vida.