El premio Nobel de Medicina
de este año ha sido concedido a tres investigadores, Michael
Rosbash, Jeffrey Hall y Michael Young por su trabajo sobre los ritmos circadianos.
Hace
ya muchos años que ha habido trabajos relevantes relacionados con lo
que se ha venido en llamar “cronobiología”, es decir, sobre el
hecho de que muchos fenómenos fisiológicos, bioquímicos, que
ocurren en diferentes seres vivos, incluidos nosotros, varían
cíclicamente con un período próximo a las 24 horas (con cierta
tendencia a que sea de 25 horas más bien).
Hay
así un
ritmo interno que acompaña al ritmo planetario.
En general, hasta
hace relativamente poco tiempo, los trabajos de investigación en
este ámbito fueron esencialmente fenomenológicos: tratar de ver qué
variables fluctúan y cuáles son los sincronizadores (“Zeitgeber”)
relevantes en cada organismo. Una de las herramientas usadas en esos
estudios descriptivos fue el llamado “cosinor” ,
un modo de representación gráfica de procesos biológicos rítmicos.
La cronobiología tiene ya una edad. Hoy mismo he rescatado del
olvido en mi casa un libro viejo,
que adquirí hace tiempo, en 1974. Se trata de una obra editada en
1965 por Elsevier, cuyo
título es “Biological
Rhythm Research”. Su
autor, Sollberger, se lo
dedicó a dos pioneros, Erik
Forsgren y Jakob Möllerström, desconocidos
en la práctica. ¿Qué habrá
sido de todos ellos?
Un
gran referente, Franz Halberg, que acuñó el término “circadiano”, murió en 2013.
Pero
el enfoque fenomenológico no basta. Hay que ir más allá,
desentrañando los mecanismos de ese reloj interno y, para ello, se
recurrió, como suele hacerse siempre, a modelos experimentales más
sencillos que nuestros cuerpos para
tratar de alcanzar una explicación que acabe en los genes.
Así lo hizo un gran investigador, Seymour Benzer,
figura esencial en la
Genética Molecular, con su trabajo sobre la genética de estructura
fina, y que utilizó
moscas de la fruta (Drosophila melanogaster) para tratar de
comprender mejor los mecanismos subyacentes a estos ritmos, llegando
a descubrir, con Konopka, un gen relacionado con ellos. También usó sus moscas para
estudios de neurociencia. Uno
acaba encariñándose con los organismos que estudia; en
algún artículo perdido vi
que quien quisiera
trabajar en su laboratorio tenía que
pasar por una ceremonia iniciática de ingesta de esas moscas.
En
esa búsqueda de los genes involucrados en los ritmos circadianos,
cobraron una gran relevancia
los hallazgos de los tres galardonados
con el Nobel, un premio que a
veces se otorga a lo que, siendo importante, ha dejado de ser
llamativo, si alguna vez lo fue.
Muchos científicos han sido y son tentados por el impacto, tanto en publicaciones especializadas como en el ámbito social. Se descubre un gen involucrado en el cáncer, se descubre la importancia de un marcador de Alzheimer, surge un robot quirúrgico, etc., etc. Y resulta estupendo publicar en Nature y salir en la televisión. Siempre hay esa mirada pragmática y vanidosa de la Ciencia como una herramienta de aplicación para resolver un problema, y, a la vez, una carrera hacia el reconocimiento personal.
Pero el afán real de la Ciencia es el conocimiento en sí. Nada más y nada menos y, a veces, lo que parecía olvidado es felizmente rescatado y valorado.
Aunque se conocía la importancia de la cronobiología desde hace tiempo, se la llegó a asociar con publicaciones pseudocientíficas sobre biorritmos. El caso es que hay situaciones clínicas en las que se sabe de la importancia de la hora para medir un parámetro clínico o analítico o para ingerir un fármaco. Poco más. La cronobiología parecía cosa de unos cuantos chiflados. Ahora se reconoce su valor otorgando un premio Nobel a tres investigadores relevantes de ese campo. Curiosamente ahora, cuando hay tantos avances en el microbioma, en el epigenoma, en tantos “omas”, los del Instituto Karolinska deciden rescatar el valor de una variable física esencial, el tiempo, de un contexto, el bioquímico, en el que suele brillar por su ausencia. Y es que tenemos una visión demasiado estática de la Biología Molecular. Analizamos moléculas, secuenciamos genes, pero no atendemos a sus tiempos, a sus cinéticas. El avance en el conocimiento biológico sufre de esa visión empobrecida de la ausencia del tiempo, siendo así que la vida es dinámica.
Y, sin embargo, tantos tiempos particulares se integran en una gran armonía con el tiempo cósmico, que, a escala de la vida que conocemos, es el planetario, es el del sol, el de la luna, moviéndose a nuestro alrededor (nuestras células no tienen una visión heliocéntrica). Esa armonía es organizada por sincronizadores internos, que llegan a poder prescindir de señales externas aunque se hayan ajustado a ellas, a los ciclos diarios, semanales, mensuales, Esos “Zeitgeber” integran todos los flujos temporales de nuestras moléculas, de nuestras células, de nuestros órganos, para que nuestro cuerpo lo sea aquí y ahora, fluyendo en el tiempo cíclico del mundo. Es un ahora el que impulsará en especies de aves y peces movimientos migratorios. Un ahora también el que nos hará a nosotros sentir hambre o sueño, un ahora sin el que no sabríamos vivir. Y un ahora que retorna, cíclicamente. Día y noche, meses lunares, estaciones, años, enmarcan la vida periódica de nuestro organismo.
Desde
lo más básico, desde los estados estacionarios fuera de equilibrio
que estudia la Termodinámica de procesos irreversibles, hasta las
terribles alteraciones temporales maniaco-depresivas, pasando por los
ciclos menstruales y los ritmos circadianos. Una repetición
mantenida cíclicamente en un tiempo lineal.
La
narración mítica ha sabido
armonizar esos dos modos de vivir el tiempo, el de la repetición
cíclica y
el del progreso lineal
en él.
Como es habitual, alguien se preguntará (siempre sucede) ¿Para qué sirven los hallazgos reconocidos con el premio Nobel de este año? y muchos se esforzarán con mayor o menor acierto en responder. Pero es una pregunta extraña a la ciencia, insensata, porque la ciencia, aunque las otorgue, no persigue utilidades sino miradas. Y la mirada cronobiológica nos recuerda que nuestras células bailan la danza de las abejas, de las flores, del sol y de la luna.
Estamos incrustados en la maravilla del Ser, en
la danza de Shiva.
Post dedicado a mi amigo, el Dr. Leopoldo García Alonso, quien concibió la Cronobiología como campo apasionante de investigación.
Post dedicado a mi amigo, el Dr. Leopoldo García Alonso, quien concibió la Cronobiología como campo apasionante de investigación.
Estimado Javier:
ResponderEliminarQue haya ciclos y ritmos en seres vivos o en partes pequeñas o grandes de la materia pueden dar un falso pie para considerar que todo esto es armónico. Hay a mi parecer armonías que podemos considerar verdaderas, buenas y bellas pero que más bien muestran que no se saben si son verdaderas o falsas, que junto a lo aparentemente bueno está lo horriblemente espantoso y que podemos llamar bello a algo que es en verdad horrible. De vez en cuando se hace presente un cataclismo personal, social o material que demuestra lo inestable y frágil que es todo. Te dejo un enlace sobre las ondas gravitacionales, de modo que gracias a la colisión de dos agujeros negros hace miles de millones de años han permitido que unos científicos ganen unos dinerillos con el Nobel miles de millones de años después. Las fotos del reportaje parece que muestran que las cosas suceden, aunque haya leyes físicas que las provoquen, sin sentido, como cuando llueve en el mar.
http://www.nationalgeographic.es/espacio/2017/06/detectadas-nuevas-ondas-gravitacionales-resultantes-del-choque-entre-dos-agujeros
Un saludo.
Eduardo Carbonell
Apreciado Eduardo,
EliminarMuchas gracias por ese comentario en el que realtas que no toda armonía es buena. Lo periódico, lo repetitivo, no necesariamente lo es, en efecto. Freud ya nos mostró la nefasta importancia de esa insistencia tan humana en repetir lo peor.
Parece que, como dices, "junto a lo aparentemente bueno está lo horriblemente espantoso". Hablar de lo bueno ya es difícil a escala humana, mucho más a una geológica o cósmica. Sin ir tan lejos como al choque de dos agujeros negros al que te refieres, una catástrofe mucho menor provocó la extinción de los dinosaurios. Como una consecuencia de ella, acabó surgiendo esa ramita colateral evolutiva de la que procedemos, algo bueno para nosotros, que vivimos ahora y podemos disfrutar de esa vida.
A la vez, es discutible que nuestra presencia especie sea bondadosa para muchas otras. Si lo bueno ya es discutible con frecuencia en las relaciones humanas, con problemas de ética habidos y por haber, parece mucho más enigmático si alejamos la mirada antropomórfica. Claro que, en tal caso, quizá no tenga sentido alguno hablar de lo bueno y lo malo. En cierto modo, esa distinción se relacionaría con el principio antrópico.
Un abrazo,
Javier