“Sólo
puede ser conocido con el corazón, que se halla más allá de la sabiduría y la
mente”. (Katha Upanishad, II,6:9).
“Porque quien quiera salvar su vida, la
perderá”. (Mc.8,34).
Prácticamente cada día del año está siendo
dedicado a una enfermedad. No faltan lacitos de colores, carreras, historias de
supervivencia y ecos de avances científicos que podrían (siempre en
condicional) eliminar una enfermedad ontologizada. Los supervivientes sostienen
la promesa cientificista salvífica.
No es malo oír historias de supervivencia.
Pero quizá fuera mejor escuchar relatos de vida porque, aunque no se esté
muerto, no es lo mismo vivir que sobrevivir.
¿Cuánto tiempo vivimos o viviremos? Es una
pregunta que, en realidad, carece de sentido porque suele asociarse a algo muy
distinto: ¿Cuánto tiempo duramos o duraremos? Y es que no es lo mismo vivir que
sobrevivir, que durar.
Vivir de modo auténtico se asocia necesariamente
a eternidad y gratitud. Si vivimos realmente, lo hacemos en el instante eterno.
Si vivimos realmente, vivimos para siempre.
Vivir se asocia a gratitud, pero ¿a qué o a
quién? Podemos agradecer estar vivos, pero eso es muy distinto a dar las
gracias por vivir. Así, agradecemos a nuestros padres, hermanos, médicos, maestros,
amigos, pareja, hijos, muchos o pocos que nos han ayudado a llevar la vida del
mejor modo, a compartir nuestros problemas, etc.
Pero vivir va más allá de existir. Y supone
un sentimiento de gratitud sin alteridad a diferencia del que evoca la mera
existencia como vivientes. Es un sentimiento claramente poético, místico, pues
nos pone en comunión con toda la variedad de la vida, incrustada en el universo
que la hizo posible. Nos recuerda nuestra raíz animal que precede al lenguaje,
que lo sustenta mediante ese maravilloso proceso evolutivo que lo hizo posible.
Nos indica la gran oportunidad del goce eterno aquí y ahora, a sabiendas de que
tal goce no inmuniza de la muerte ni protege ante los terribles demonios de la
depresión, de la angustia, del sinsentido, del hundimiento absoluto en el
absurdo.
Tal vez por eso, siendo seres hablantes, la gratitud sea el sentimiento
más originario e inefable, incluso podría decirse que animal, y quizá también lo
bueno en nosotros que nos es inconsciente, eso que un psicoanálisis puede
ayudar a revelar.
Agradecimiento sin lenguaje, aunque
hablemos. ¿A quién? ¿A qué? Podemos darle las gracias a Dios si somos
creyentes, a las estrellas que formaron los átomos que nos constituyen, al
Universo, a Todo, a Nada. En realidad, es una gratitud no dirigida. Antes de
suicidarse, Violeta Parra había compuesto una hermosa canción, “Gracias a la
vida”. Le daba gracias a la vida por la vida misma, resaltando lo que supone
eso, mirar, oír, amar, reír, llorar... Tal vez fuera una canción plenamente
acertada, por tautológica, porque no cabe expresión finalista, por no requerir la
alteridad, aunque desde la creencia pueda ésta ser invocada, por no requerir
siquiera la permanencia futura de quien la canta y en ese sentido, quién sabe,
tal vez fuera también profética de su muerte.
Esa perspectiva gozosa supone el sentimiento
poético de lo eterno, porque, si vivimos, vivimos ya para siempre; no en
sentido cronológico, sino sumergidos en el río de la vida, que requiere de la
franciscana hermana muerte, de tal modo que una eudaimonía no es ya concebible como un progreso
de acumulación de saberes y posesiones sino más bien como una tarea de desapego y de
un vaciamiento que mira al origen, a lo esencial, haciéndonos partícipes de la
evolución cósmica, acercándonos al misterio del Ser.
Y ese agradecimiento esencial nos impulsa a
lo mejor, a lo amoroso, a lo creativo. Lo intuimos en grandes ejemplos, aunque
no los hayamos conocido, como Renoir, con sus viejas manos vendadas a pinceles
para pintar la alegría. Y lo intuimos en desconocidos que lo expresan de forma
cotidiana con la palabra transformadora, con el silencio contemplativo, con la
acción de ayuda inmediata y constante.
La gratitud que nos recorre el cuerpo vivo con
necesidad de expresión puede mostrarse como participación en el ser de un mundo
que se despliega en su incomprensible belleza y tiene la imposible posibilidad
de enriquecerlo con la humilde y pequeña participación en forma de creatividad
amorosa, de vida poetizada.
Es muy bonito lo que dices. Nos recuerda que la vida trasciende lo humano, y que la conexión con ella es inconsciente y necesaria. Cada ser vivo, cada animal, cada árbol, da igual que esté en Galicia, o en Portugal, o en Asturias, o en cualquier sitio del planeta, sostiene la vida, esa que no sabe de fronteras políticas ni de intereses humanos. Hay otra canción que me acompañó otras veces, en momentos de una gran pérdida, es esa del poema de Hamlet Lima Quintana: Zamba para no morir (Romperá la tarde mi voz/ hasta el eco de ayer./Voy quedándome solo al final/muerto de sed, harto de andar/(…)/en el hijo se puede volver/nuevo). Me enfada mucho que se le de más importancia a los problemas territoriales relacionados con soberanías y patrias que al cuidado de la tierra y de la naturaleza, eso es cosa de necios.
ResponderEliminarUn abrazo,
Marisa
Gracias, Marisa.
EliminarResalto el contraste que señalas entre los problemas patrioteros y los que supone el cuidado de la naturaleza, de la vida. La necedad humana es impresionante y sus muestras múltiples y crecientes. Inundar de plástico el mar es uno de tantos ejemplos de estupidez.
Pero no sólo se da una perspectiva a corto plazo desde la óptica mercantil. También tenemos el serio problema de una gran falta de compasión, de creernos la única especie con derecho a vivir en este planeta.
Como dices, "cosa de necios".
Un abrazo,
Javier