sábado, 9 de junio de 2018

Amistad y redes sociales.




“No sé si puede haber algo mejor que le haya sido dado al hombre por los dioses inmortales, excepción hecha de la sabiduría.”
“Pagamos caro el descuido en muchas circunstancias, pero, en la que más, en elegir y tratar a los amigos.”  Cicerón. Sobre la amistad.

Si algo parece haber cambiado gracias a la revolución que supuso internet, es el concepto de amistad. Pero sólo lo parece.

Ya antes de aparecer internet, la mera posesión de un ordenador con un procesador de textos facilitó algunas cosas, como escribir lo que fuera, incluyendo cartas. Antes lo había hecho la máquina de escribir, con la que se podían hacer copias usando papel carbón; más tarde, los sistemas de fotocopiado y archivo permitieron un mejor registro de documentos. Hubo tiempos en los que una carta tardaba días o semanas en llegar a su receptor (o no llegaba). Las limitaciones del correo tradicional generaban angustia en situaciones especialmente dramáticas como la de tener a un hijo en las trincheras o que éste tuviera a su familia expuesta a bombardeos de su ciudad.

Las cartas suscitadas por la amistad o el amor eran guardadas, o no, por quien las recibía. Su autor las había escrito, a veces guiado por unas líneas, en “papel de carta”, las había encerrado en un sobre que sería franqueado con un sello y echado a un buzón de correos. No hacía copia de ellas. Las copias sólo tenían sentido si se trataba de correspondencia relacionada con la comunicación profesional o comercial. Eso no ocurre ahora. Los sistemas de correo electrónico guardan una copia literal de las cartas enviadas; no cabe el olvido pasivo de lo que se escribió.

No cabe duda de que el correo electrónico facilitó las cosas. Los intercambios epistolares son prácticamente instantáneos y, a la vez, un correo puede remitirse a distintas personas sin que se precise que cada receptor sepa de la existencia de los demás.

En algunas revistas semanales había secciones de “contactos” para jóvenes que quisieran establecer correspondencia entre sí, facilitándoles, quién sabía, la posibilidad de encontrar el amor soñado. Esas secciones siguen manteniéndose ahora de un modo un tanto patético en formato de programa televisivo. Y es que los enamoramientos no siempre aparecen por arte de magia, pasados los tiempos de “arreglos familiares”, aunque éstos aún se den mediante encuentros selectivos en ámbitos reducidos, generalmente elitistas. Un equipo de psicólogos facilitará ahora encuentros a ciegas pero televisados entre perfectos desconocidos, a partir de sus “perfiles”, generalmente sin el éxito ofertado.

El valor de la amistad real es tan obvio que sólo se sabe si se tiene. Y lo mismo ocurre con el amor, aunque sea algo bien diferente.

Si la amistad y el amor requieren de lo contingente, tenemos un problema porque, si algo se ha reducido en nuestro tiempo, es el espacio de contingencias. La división del trabajo ha llegado a la atomización y a la globalización, de tal modo que cada vez son más raros los contactos humanos en el tiempo de trabajo. La unión sindical ha entrado así en declive manifiesto; era más fácil la unión marxiana del proletariado cuando se escribían cartas que ahora. Lo mismo ocurre con el tiempo de estudios universitarios, de preparación profesional, de lo que sea, en el que cursos a distancia facilitan el aislamiento; la obligatoriedad “boloñesa” de clases presenciales no palía la situación de un claro aislamiento generalizado, disfrazado de reuniones masivas de botellón. La anarquía de tiempos de trabajo ha hecho desaparecer el sentido de tiempos comunes de descanso, como los domingos, que, curiosamente, son ya para muchas personas sencillamente insufribles.

En un mundo globalizado y atomizado a la vez, en un mundo regido por el reloj, pero con tiempos de trabajo casi tan diferentes como personas, en un mundo en el que el deterioro vecinal que ignora incluso la presencia de muertos en el piso de al lado está promoviendo iniciativas como el “cohousing”, la soledad va en aumento exponencial.

Y he ahí que, en este contexto electrónico, globalizado, atomizado, surgieron las redes sociales, siendo Facebook quizá el mejor ejemplo (los grupos de “Whatsapp” le van a la zaga y Twitter ya es tal desmadre que hasta lo usa Trump para dar cuenta de sus grandes decisiones). Y esa neo-socialización ha crecido hasta tal punto que casi todos hemos sido atrapados por la red. No es raro, ya que tiene el cebo extraordinario y narcisista de hacer muchos amigos y decir lo que nos parezca, que será siempre bien recibido por esos amigos con los “likes” correspondientes. Una espiral de supuesta comunicación y amistad se abre. En poco tiempo alguien puede llegar a tener cientos, incluso miles, de “amigos”, que verán muy bien lo que diga, por necio que esto sea. Amigos que incluso permanecerán más allá de la muerte porque no sabrán de ella cuando acontezca. Recientemente, Facebook me ha recordado el cumpleaños de un muerto; no lo felicité.

A la vez, no sólo tenemos ordenadores de sobremesa; los llevamos en el bolsillo. Se les sigue llamando teléfonos o “móviles” por su portabilidad, pero en realidad son usados más bien como nodos de red social y como máquinas de fotos con las que nos podemos retratar a nosotros mismos, hacernos “selfies” y transmitir instantáneamente a tantos amigos celebraciones personales, lugares estupendos en los que estamos, nuestras poses profesionales o humorísticas, las gracias de nuestro gato e incluso nuestra capacidad de asumir riesgos, a veces letales. Con todo eso enriquecemos en cualquier momento nuestra presencia en la red y obtenemos más y más “likes”. No hace falta decir una sola palabra; todo se hace pulsando teclas virtuales. 

Y quién sabe, podemos llegar incuso a ser “influencers”, que no influyen más que en sandeces, pero que influyen a fin de cuentas con algún beneficio comercial para alguien.

Pero, como internet, una red social puede ser algo muy bueno y no sólo ámbito de estupidez. De hecho, es una herramienta y, como tal, puede usarse para lo mejor y para lo peor. Los grupos no son sólo de ocurrencias o de rápida y visceral expresión de ideología política; los hay enormemente variados y en ellos puede intercambiarse información que abarque desde la historia sumeria hasta la mecánica cuántica o la filosofía hegeliana. Y también pueden establecerse amistades reales.

Con una inmersión en Facebook de unos cuantos años, puedo decir que, aunque sea raramente, es un sistema que puede ser milagroso para reencontrarse con alguien y para constituir una amistad real (no sólo virtual), que es una herramienta magnífica para la expresión y la comunicación y que, a veces, pocas, uno puede llegar a encontrar nuevos amigos reales.

El término “real” tiene una connotación bien clara a la hora de la comunicación humana. Supone la mirada, la escucha, la conversación. Si esa posibilidad que implica el encuentro próximo no se produce, podrán darse simpatía, afinidad, acuerdo pleno con alguien, pero no amistad, porque, sin el encuentro, seguirá siendo desconocido. Un amigo lo será de verdad sólo si la virtualidad cede a la realidad o cuando, siendo real, entra en la virtualidad por razón de lejanía geográfica. Las redes sociales favorecen el encuentro real que precede o sigue al virtual, y que supone la posibilidad auténtica de una amistad. Eso lo hace valioso en este ámbito de las relaciones humanas. A veces se da la fortuna de reencontrar a alguien y establecer una amistad auténtica, pero habrá de pasar el necesario crisol del encuentro real. Y es que ha de tenerse en cuenta que, de seguir en la línea en que vamos, corremos el riesgo de hacernos amigos incluso de meros “avatares”, de algoritmos, en este mundo de tanta “posverdad”.

Facebook facilita la amistad real, pero en mucho menor grado que la meramente virtual, superficial o, dicho claramente, irreal. Eso lo hace bondadoso en este terreno. Su perversión reside en hacernos suponer que la red es un espacio de contingencia cuando es más bien un terreno determinista de expresión de afinidades generalmente superficiales.

Un solo libro puede influirnos más en nuestra vida que todos nuestros amigos juntos, pero, si no conocemos realmente, personalmente, a su autor, no podemos decir que somos amigos suyos. De hecho, las grandes influencias literarias, filosóficas, religiosas, se suelen deber a autores muertos, con los que la posibilidad de relación, incluso electrónica, es nula.

Subyace en nuestra sociedad una creencia determinista que desprecia lo aleatorio y, por ello, todos los espacios de contingencia. Basta con pasear, viajar en tren o incluso en un bus urbano para verlo. Antes de la absorción casi universal de las mentes por los móviles, se hacía posible hablar, hablar de verdad, aunque fuera del tiempo u otras banalidades. Un paseo por la calle suponía una sucesión aleatoria de miradas a otros, a personas, llegando a incluir a veces el torpe o exitoso cortejo. En los trabajos no había ordenadores y era preciso hablar. El ritual de los domingos establecía el encuentro colectivo en distintos espacios: la iglesia, la calle, el cine, el bar, la sala de baile, la discoteca o el estadio de fútbol. Ahora todo lo que en esos lugares ocurría sucede en casa (hasta se retransmiten misas desde hace mucho tiempo), es gratis y se da en una soledad que puede paliarse mediante la entrada en Facebook para sentirnos protagonistas también en ese día gris, de pura nada, en que se ha convertido el domingo.

No se trata de hacer una alabanza nostálgica al pasado sino de estar advertidos ante la enajenación que, de no controlarlas, hacen posible las nuevas y maravillosas tecnologías electrónicas. Una enajenación que ya es claramente observable, incluso en los mismísimos hospitales, en los que el ordenador – móvil se ha hecho nuclear, a la vez que un enfermo puede literalmente “perderse” en alguna camilla mientras espera la decisión algorítmica que lo ubique en una cama numerada o lo devuelva a su casa.

Dicen que al amigo de verdad se le reconoce en las ocasiones y se sobreentiende que se trata de ocasiones funestas. Pero sucede más bien que el amigo de verdad existe cuando es acompañante alegre en las buenas contingencias de la vida. Quizá sea a esto a lo que aludía Cicerón cuando se refería al descuido.


jueves, 7 de junio de 2018

LA MIRADA. La contemplación de un árbol.




“Yahveh hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y, en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal”. Gen.2,9


La mirada al paisaje puede sosegar el ánimo. A veces alegra, otras consuela. Y quizá los elementos naturales que más contribuyen a centrar las cosas, a sosegar, son los árboles. 


Hay muchos tipos de árboles, pero todos comparten algo que los hace extraordinariamente amables, más allá de su aspecto utilitario, sea por sus frutos o madera para nosotros, o albergue para pájaros.


Un árbol transmite una extraña mezcla de vida y quietud. Está ahí, en donde estaba antes de que naciéramos y en donde seguirá después de que nos hayamos muerto. Esa quietud es, sin embargo, sólo aparente, porque la vida no conoce la estabilidad de las piedras. 


Un árbol crece, madura, envejece, muere. En el sur de Italia se ha estimado la edad de un árbol en más de mil doscientos años. Parece que algunos ejemplares de Sequoia sempervirens vivían ya en los tiempos en que el Mediterráneo, lejano a ellos, era un lago romano.


Cualquier árbol nos remite a la calma porque sugiere que el tiempo no existe, algo que, por otra parte, parece ser cierto al nivel más básico de contemplación del mundo. Esa permanencia relativiza cualquier prisa humana. 


Pero la quietud es sólo aparente. En todo ese bello organismo se da un proceso mágico, que es paradójicamente más misterioso cuanto mejor se comprende. Sus hojas verdes, duraderas o caducas, están llenas de cloroplastos, en donde fotones procedentes de luz solar de baja entropía son captados de modo que proporcionen energía libre para romper agua y producir moléculas de vida. El segundo principio será respetado pero, en esa cadena de síntesis molecular el aumento de entropía del universo se hará compatible con el complejo orden de la vida en este planeta, incluyendo la nuestra. Muchos otros seres vivos pueden llevar a cabo ese extraordinario proceso de la fotosíntesis y algunos servirán de alimentos en la cadena trófica que llegará a nosotros y más allá. Pero un árbol muestra en sí mismo la pura transformación de energía solar en vida admirable, porque es imposible resistir la percepción estética que un ser vivo tan alto, tan longevo, tan bello, produce a la contemplación liberada. No es extraño que tantos pintores y de tan diversas tendencias hayan pintado árboles.


El árbol de la vida se incrusta en las grandes creencias mítico-religiosas. Es el axis mundi,  el Yggdrasil, el árbol sefirótico, el árbol de la cruz. 


Transformando luz, un árbol da a la vez sombra y cobijo. Bajo el árbol de Bodhi, Siddhartha Gautama resistió la ferza demoníaca de Mara y alcanzó la iluminación. Sin luz, en una noche, unos olivos acompañaron la oración angustiosa de Jesús.


Parece que no podríamos vivir sin árboles y no sólo por su implicación en lo que sustenta nuestra biología, sino porque el árbol es símbolo nuclear para seres simbólicos. Mirando a un árbol y siendo con él aquí y ahora nos situamos propiamente en la vida, ralentizando su rápido flujo en una perspectiva de instante eterno.

martes, 29 de mayo de 2018

La contingencia, campo de libertad.




Potuit, decuit, ergo fecit (Duns Scotto)

El determinismo laplaciano se quebró hace tiempo.


La mecánica newtoniana puede predecir muy bien el comportamiento de dos cuerpos; cuando se trata de tres, la cosa se complica. Aun habiendo determinismo, hay sistemas muy simples en los que éste dará resultados muy diferentes asociados a ligerísimas variaciones en las condiciones iniciales; se trata del caos determinista. A veces no es fácil diferenciar un comportamiento caótico que resulta de pocas variables, de la aleatoriedad inherente al concurso de muchas.


Y con la mecánica cuántica nos encontramos con una curiosa “mezcla”. La ecuación de onda es determinista, pero eso no nos dice mucho porque el resultado de una medida es probabilístico y, si afinamos en una variable, perdemos certidumbre sobre otra relacionada con ella. 


No es preciso acudir a la mecánica cuántica para considerar el valor de lo contingente en nuestra biología y también en nuestra biografía.


Siempre habrá tentaciones nostálgicas que hagan aspirar al saber laplaciano, pero el determinismo al que nos podemos enfrentar es más bien negativo (restringe las posibilidades a un cuadro de legalidad física) más que positivo y eso es especialmente claro en el ámbito de la vida.


La teoría darwiniana de la selección natural explica, con el complemento del avance en Genética, la evolución de las especies. Sigue siendo válida a todas las escalas de contemplación de la vida, aunque sea complementada por valiosos restos lamarckianos que resurgen en el modo epigenético. Lo es para los cuerpos y dentro de los cuerpos. Nuestra respuesta inmune no es instruida, sino seleccionada. Nuestros linfocitos generan anticuerpos al azar y la presencia de un antígeno concreto facilitará la maduración y “perfeccionamiento” de los que crean anticuerpos contra él. Un cáncer supone también un extraordinario ejemplo de evolución darwiniana. No hay finalidad en el mundo biológico, aunque se insista heurísticamente en que la selección actúa “para”. En absoluto. Cuanto más agresivo sea un cáncer, antes acabará con la vida de su huésped y… consigo mismo. No hay “para” que valga. ¿O quizá sí? 


Las relaciones de causalidad biológicas son cada vez más difíciles de diferenciar de meros correlatos observacionales, lo que permite la exageración tantas veces vista en la perspectiva preventivista actual basada en atacar marcadores en vez de causas reales de enfermedad.


¿Por qué estamos aquí? Es una pregunta que puede formularse desde distintos ámbitos y responderse mejor o peor desde ellos. Gould se refería a una ramita de la evolución para situar nuestra especie. ¿Y si no hubiera habido la extinción de los dinosaurios? Quizá, en caso de no haber caído ese meteorito, no estaría nadie que hablara para contarlo o quizá sí pero de otro modo. No es factible más que una historia, la habida.


Esa contingencia, restringida por la legalidad física, es la que ha jugado con las fuerzas de la vida. Y sigue haciéndolo a todas las escalas. Desde nacer más o menos sanos hasta la elección de trabajo o pareja, el azar juega su papel.


Varias películas (“Babel”, “Crash”, etc.) han realzado el valor de lo inesperado, de lo contingente.


Hay algo extraordinariamente valioso en la contingencia; es el campo de nuestra libertad. Es cierto que, a veces, lo limita absolutamente; un choque frontal entre vehículos puede producir muertos; se acabó entonces la libertad con la vida misma. También la enfermedad es fruto de la contingencia; nos contagiamos con una cepa microbiana, dos cromosomas 21 no se separan y surge un síndrome de Down, se mutan nuestras células y aparece un cáncer, se rompe un vaso y acaece una hemorragia cerebral, etc., etc. No es raro que en el sorteo navideño se hable del día de la salud: se es afortunado si hay salud aunque no haya tocado nada. En realidad, a esa afirmación subyace la impresión de que son más probables las malas contingencias que las buenas, siendo mucho más frecuente que sobrevenga una enfermedad que seamos agraciados con un sorteo millonario. Esa impresión de maldad asociada a lo contingente ha dado lugar a otra expresión habitual, carente de rigor estadístico, “las desgracias nunca vienen solas”.


Pero, alguna vez, de repente, lo bueno sucede. Lo hemos visto ayer. Alguien que habrá venido en alguna patera, que habrá conseguido llegar a Francia malamente, consigue también trepar por la fachada de una casa y evita que un niño caiga al vacío desde un cuarto piso. ¿Y si no hubiera nacido en Mali? ¿Y si no se hubiera jugado la vida para llegar a Francia? ¿Y si…? ¿Y si…? Entre tantas preguntas inútiles, hay una, un “y si..” que muestra la gran posibilidad, la que resulta de la libertad a la que reta la contingencia, en este caso, la de encontrarse con un niño a punto de caer de un cuarto piso.


Había más gente mirando. Un hombre sin patria no lo piensa y simplemente actúa. Ha hecho uso de una elección con la que se jugó, quizá una vez más entre otras muchas, su vida, descartando la opción que sería comprensible de ir a ver un partido de fútbol. Tomó la gran, la ejemplar, decisión ética, la amorosa. Esa a la que se refirió Jesús y que tan mal, tan sensibleramente se suele interpretar: se jugó el tipo por otra persona, por un niño de un país en el que tantos supremacistas verían bien que no hubiera negros.


¿Por qué lo hizo? Duns Scoto dijo aquello de “pudo, quiso, luego lo hizo” para referirse nada menos que a Dios como base teológica del dogma de la inmaculada concepción de María. Ayer parece que uno de los ángeles de Dios tomó la forma de un hombre, inmigrante de Mali en Francia, que realizó el sueño de cualquier niño que imagina a un Spiderman salvador. Como en la expresión de Scoto, pudo hacerlo, aunque no tenía la garantía a priori de tal posibilidad. Pero, sobre todo, quiso, decidió hacerlo, eligiendo un riesgo letal frente a la posibilidad más "comprensible" de ir, como pensaba, a ver el partido de fútbol.


Un acto así, heroico, nos reconforta porque remite a lo bueno humano, a la capacidad que todos tenemos de amar y a la posibilidad, si la situación lo requiere, de ser capaz de jugarse la vida por amor. Siempre nos confrontamos con la libertad y la responsabilidad. La opción ética no siempre será espectacular, pero siempre será posible asumirla. Siempre será factible ser radicalmente humanos en el aspecto bueno, desinteresado, amoroso. Ejemplos como el de Mamoudu Gassama nos sitúan ante el espejo esencial.

martes, 22 de mayo de 2018

Ver


Ver. Para muchos, quizá la mayoría, la visión es el sentido más importante. ¿Con qué puede compararse la visión de un paisaje, de un hijo recién nacido, de un libro, de una película, del mundo y de los otros en general?

Ante la visión, desaparece la creencia por no ser necesaria. Se ve algo y se hace evidente, aunque haya ocasiones en que se dan ilusiones ópticas, de las que viven los magos.

No extraña que uno de los principales temores humanos resida en perder la vista. La ceguera es imaginada por quien ve como algo terrible.

De modo muy simple, podemos decir que vemos con el cerebro mediante la retina, a la que le llegan imágenes externas mediante un elaborado sistema de lentes orgánicas. La retina está constituida por varias capas, siendo una de ellas la que contiene los fotorreceptores, que traducen en señales nerviosas los estímulos que reciben en forma de fotones en una banda relativamente estrecha de longitudes de onda. La estructura de nuestro ojo es una maravilla, aunque parezca que Dios o la Naturaleza la hayan diseñado, como apuntaba el biólogo evolutivo George C Williams, de un modo estúpido, ya que mira hacia atrás, teniendo la luz que atravesar una máscara de neuronas y capilares para llegar a los fotorreceptores. Además, no toda la retina “ve” igual, siendo especialmente sensible una pequeña región de ella, la mácula.

El láser supuso una gran herramienta para los oftalmólogos pero no hay ahora mismo muchas posibilidades para mejorar o restaurar la visión si la retina es seriamente dañada. Hay mutaciones genéticas que son responsables de una variedad de retinopatías que conducen muy pronto a la ceguera. La retinosis pigmentaria sería un ejemplo. En otros casos, una enfermedad sistémica subyacente, como la diabetes, va lesionando los vasos retinianos conduciendo a una ceguera parcial o total. También, por razones poco claras, hay personas que desarrollan con los años una forma temible de ceguera, la asociada a la degeneración de la parte más importante de la retina, la mácula. Se trata de la degeneración macular asociada a la edad, en sus dos formas, la seca, asociada a la atrofia celular, y la húmeda, en la que se da una neoformación vascular con exudados.

Hasta ahora, la ceguera por lesión retiniana era considerada definitiva, irreversible. De ahí la insistencia de los médicos y especialmente de los oftalmólogos en lo que tiene que ver con la prevención en el caso de la diabetes, del glaucoma, etc. Pero nuestros tiempos, tristes en tantas cosas, ofrecen también esperanzas realistas que generan optimismo. Se usaron anticuerpos monoclonales. Se vislumbra ya la posibilidad de que todas las lesiones retinianas puedan ser susceptibles de una mejor prevención o, si llega el caso, puedan ser curadas. Aunque esa curación no sea inminente, hay grandes líneas de aproximación que tienen en cuenta las distintas causas del problema. Así, conociéndose genes relacionados con la diferenciación retiniana, se trata de corregir mutaciones en ellos gracias a la terapia génica. Hace ya décadas que la terapia génica fue vista como una gran alternativa para multitud de situaciones, pero, lamentablemente, los problemas inherentes a la vehiculización de los genes normales, como adenovirus, se acompañaron de efectos muy negativos, incluyendo la muerte de una persona en un ensayo clínico, lo que ralentizó este tipo de aproximaciones. Ha sido muy recientemente que la FDA aprobó un tratamiento (Lexturna) dirigido a corregir una mutación responsable de la amaurosis congénita de Leber, una forma de ceguera infantil.

Cuando las neuronas están ya dañadas puede intentar restaurarse la visión induciendo la expresión de moléculas fotorreceptoras en el epitelio retiniano. Es la aproximación optogenética del grupo de Zhuo-Hua Pan.


En los casos de degeneración macular, otras opciones parecen factibles y se basan en la medicina regenerativa. Así, el grupo de Kashani desarrolló un implante retiniano derivado de células madre embrionarias creciendo sobre un substrato sintético. En ensayo clínico el implante mostró ser seguro y bien tolerado y los resultados preliminares sugieren la utilidad de esta aproximación en la degeneración macular llamada “seca”, es decir, la no dependiente de neovascularización. Para este último caso también son prometedores los resultados de un ensayo clínico con implantes derivados de células madre embrionarias.

Son conocidos los debates que suscita el uso de células madres embrionarias. Una alternativa es la utilizada por el grupo de Masayo Takahashi quienes obtuvieron el implante a partir de fibroblastos de piel de donantes sanos transformados en células puripotentes (IPS) y diferenciados a un epitelio retiniano.

No es oro todo lo que reluce en el ámbito de la Medicina Regenerativa y se ha alertado contra un uso inadecuado de células madre. Pero estamos en un terreno prometedor.

También son interesantes las aproximaciones basadas en el uso de retinas artificiales, como el proyecto Argus II o el Alpha IMS.


Hay algo interesante en este ámbito de la tecno-ciencia aplicada a la Medicina. Ocurre que la exploración de la retina requiere a su vez la mirada por otra retina, la del oftalmólogo. La consulta periódica al oftalmólogo es importante para detectar con prontitud daños retinianos como los que se asocian a la diabetes tipo II, que alcanza dimensiones epidémicas. Ahora bien, no todos los países tienen oftalmólogos suficientes. Se estima que en la India hay uno por cuatro mil diabéticos tipo II. Y, en esos casos, cuando no hay la mirada de un oftalmólogo, ésta podría sustituirse por la de un sistema de inteligencia artificial, que analizará una imagen fotográfica del fondo de ojo con una capacidad de detectar la retinopatía diabética (evaluada mediante curvas ROC) similar a la de oftalmólogos.

A la vez que estamos ante la posibilidad milagrosa de la Ciencia aplicada a la Medicina, nos enfrentamos al gravísimo problema del acceso diferencial a esas novedades. Según la OMS, el tracoma (causado por la Clamydia thracomatis) , una causa de ceguera tratable con antibióticos que tenemos aquí en cualquier farmacia, “constituye un problema de salud pública en 42 países y es la causa de la ceguera o la incapacidad visual de 1,9 millones de personas. Hay casi 182 millones de personas que viven en zonas donde el tracoma es endémico y que están en riesgo de padecer ceguera por esta causa”. En 1996 la OMS se propuso la eliminación mundial del tracoma para 2020.

La azitromicina parece más milagrosa aun que las grandes proezas técnicas anteriormente mencionadas. No sólo como tratamiento del tracoma. Se ha publicado recientemente en el New England Journal of Medicine que, administrada de forma masiva, redujo también la mortalidad infantil en el África sub-sahariana.

La Medicina va de la mano de la Ciencia, pero precisa además una concepción ética y una planificación en la distribución de sus bondades. A día de hoy, a la vez que hay personas del primer mundo que quizá puedan beneficiarse de los grandes avances en curso, hay niños que se quedan ciegos en países subdesarrollados por no disponer de azitromicina. El progreso de la Medicina debe considerarse a escala mundial y la correcta y humanitaria planificación y distribución de recursos supone esa visión global de la que ya no se puede prescindir.

Se dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Pues bien, parece que no hay peor ceguera que la social, que la política, que no quiere ver que la atención médica debe aspirar a ser planetaria y no restringirse a las grandes innovaciones para un sector privilegiado del mundo.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Médicos contagiosos.


Como cada año, llega un día en que se despide a los nuevos médicos especialistas, a los MIR que dejan de serlo. Acontece en cada hospital docente del sistema público, que bueno es recordarlo en estos tiempos de alabanza a la medicina privada y de perversiones gerenciales concebidas como “sinergias”, porque la práctica totalidad de los especialistas médicos españoles se forman en hospitales públicos. 

En general, es previsible lo que sucederá en un acto así. Buenas palabras por todas partes, buenos deseos, un discreto ágape y… a seguir en una carrera que es cada día más competitiva.


Y, a veces, ocurre lo insólito y bueno. Alguien es designado para impartir una conferencia y se le da por hablarle a médicos ya especialistas de lo que significa eso que creen sobradamente saber, de lo que significa ser médico.


Y esa persona, pediatra con muchos años de experiencia y miles de pacientes atendidos, introduce su charla con la imagen de un perdedor que sólo lo es en lo accidental, tomada de una película de John Ford (“Centauros del desierto”). Otro héroe discreto, “Shane”, podría valer también para mostrar lo que se pretende y que se irá “viendo de oído”, pues sólo es perceptible si se sabe escuchar a lo largo del discurso, que lo es sobre lo heroico a fin de cuentas. ¿Qué es eso sino atender al compromiso ético, al deseo biográfico básico? Es igual que se pierdan prestigio y honores en esa coherencia o que nunca lleguen a lograrse. 


Ha habido héroes reales, como Shackleton. ¿Perdió? Nadie lo diría. Al contrario, ¿quién no desearía en su vida un jefe así? 

Lo que se revelará en la sesión será menos explícito que las imágenes que lo apoyan (el citado Shackleton, Esculapio, la pintura “The Doctor” o las palabras de Walt Whitman con las que finaliza). Sólo son eso, apoyos; eso sí, exquisitamente elegidos.


El ponente hablará de lo que significa ser médico, antes, ahora y después, en la Historia, que se es de uno en uno y de cada uno con cada otro, el paciente, en la relación clínica, singular siempre aunque sea favorecida por los grandes avances tecno-científicos. Hablará de un modo de ser, de vivir, que se ha dado desde la antigüedad y que no podrá ser asfixiado en el futuro por el ensimismamiento técnico.


Un médico puede contagiar enfermedades ya que él mismo entra en contacto con enfermos infecciosos. Pero también puede contagiar lo mejor de sí, que es su vocación, su pasión por esa extraña mezcla de ciencia y arte, de novedad y tradición, a la que llamamos Medicina, con la que curar, paliar o acompañar.


Ese contagio bondadoso puede ser percibido cuando uno es niño. Yo lo sentí al ver y oír a mi ahora gran amigo cirujano Norberto. Intuyo que muchos o pocos, da igual, de los niños que atendió Alfonso, que así se llama el ponente a quien me refiero, habrá sentido algo parecido y que, para bien o para mal (eso depende de cada uno), habrá sido influido para hacerse también médico. Esa es una de las maravillosas posibilidades que otorga el ser médico, al igual que ser maestro, profesor; puede transmitirse, más allá de las palabras surgidas en el encuentro clínico, lo que para uno ha sido vocacional, término tristemente deteriorado.
Alguien así, un médico "contagioso" se ve gratificado y no sorprende por ello que el agradecimiento a los demás haya sido una de las expresiones más frecuentes en la ponencia de Alfonso.

Surge la pregunta. ¿Es necesario oír lo que supuestamente sabemos por parte de otro compañero? La respuesta es claramente afirmativa, un sí rotundo cuando va respaldado de un saber que no es fruto de elucubración alguna, sino experiencial, empírico, vital. Un saber que no todos los que se hacen médicos, que no todos los que acaban siendo al final especialistas de gran prestigio, poseen. 


Ese saber precisa de la humildad, del acierto y del fracaso, de la resistencia, del conocimiento constantemente actualizado, de la comprensión, de la paciencia, del amor. Su transmisión es sutil, modesta, necesaria. No todos valemos para albergar ese conocimiento propio que tiene que ver más con el modo de ser que con la información científica, aun cuando ésta sea esencial.


Es legítimo hacerse médico para labrarse un porvenir digno (este año las especialidades de cirugía plástica y dermatología han sido las primeras en agotarse en la oferta a los nuevos MIR). Es legítimo hacerse médico para lograr proezas técnicas socialmente prestigiosas. También lo es para dedicarse a la investigación. Pero es, además de legítimo, bello y bueno hacerse médico sólo para curar y cuidar, para facilitar la vida a otros, sin más pretensiones, en silencio, calladamente. 


Algo que tenemos en cualquier farmacia, la azitromicina, puede llegar a erradicar el pian en África y muchas otras enfermedades, incluyendo el tracoma. Otro médico del que sólo sé por referencias (Oriol Mitjá), y que supongo también "contagioso" la lleva allí. No parece cómodo ni notable trabajar como transportador de un medicamento, sin hacer investigación básica o cirugías extraordinarias, pero es necesario dar la azitromicina, rellenar cuestionarios y repartir sonrisas.


En cada puesto, en cada situación, elegida o no, de cualquier hospital o ambulatorio, en la gran ciudad o en la minúscula aldea, una persona puede ser un “profesional” de la Medicina o ser nada más pero tampoco nada menos que médico, que parece lo mismo pero no lo es, soportando incertidumbres, impotencias y desdenes. Hoy nos ha sido recordado con maestría por Alfonso.




Dedicado a dos médicos "contagiosos", Alfonso Solar y Norberto Galindo.




viernes, 4 de mayo de 2018

MEDICINA. Vejez. Obsolescencia y Gerontolescencia.



“He vivido de una forma que me hace estimar que no he nacido en vano”. Cicerón. “Sobre la vejez”

Cuando Cicerón escribió su obra sobre la vejez (De Senectute), aun no había entrado en lo que ahora se da en llamar la tercera edad. Marco Antonio llevaba mal sus críticas y de nada le sirvió la supuesta simpatía de Octavio. Sus manos acabaron clavadas en las puertas del Senado.

Los 65 años, a veces los 70, marcan hoy una frontera, la que supone el ingreso en lo que se llamaba “clases pasivas”. Una frontera que definió Bismarck y que sigue usándose para referirse a la jubilación. Cuando se estableció esa edad, había un claro sentido político pues pocos la superaban en muchos años y un país podía permitirse pagar una pensión a los ya considerados ancianos.

Hoy en día sigue existiendo esa frontera, pero la gente se empeña en vivir más gracias a los avances médicos y sociales. La esperanza de vida ha aumentado claramente con respecto al siglo XIX y, a la vez, los mayores viven mejor. Más vida y de más calidad, aunque por el camino se quede un porcentaje elevado de personas que han sucumbido a diversas enfermedades, siendo el cáncer en sus variadas formas a día de hoy “el emperador de todos los males”, como dice en su célebre y recomendable libro Siddhartha Mukherjee.

El caso es que, si uno no se muere antes, llega un día en que cesa en su actividad laboral por una razón estrictamente cuantitativa, su edad. A partir de ahí, podrá vivir más o menos y eso supondrá una carga proporcional al erario público, como han alertado ya prestigiosos economistas.

La travesía vital suele escribirse en el rostro y en las manos. No es lo mismo haber trabajado en una mina que haberlo hecho como oficinista. El concepto mismo de trabajo es variable porque puede diferir ampliamente entre la realización de algo vocacional o un ingrato y desagradable medio de vida. Cada cual es prescindible pero a la vez necesario, aunque el balance entre lo que ambos términos suponen varíe ampliamente al influir en la percepción que cada persona puede tener de su rol social.

En nuestro medio aun sigue hablándose de crisis asociadas a la edad. La crisis de los cuarenta, por ejemplo, se daría en aquellos a quienes la vida les ha ido bien en general y han logrado metas de estabilidad familiar y laboral / profesional. Y, si no es a lo cuarenta, será a los cincuenta o sesenta; las décadas parecen sugerir, a pesar de la continuidad biográfica, la posibilidad de cambio e incluso inducirlo, no siendo pocos los que se separan y establecen una nueva relación de pareja en torno a los sesenta años.

Crisis asociadas a metas supuestas o fruto de interpretaciones, sean la superación de exámenes, los logros profesionales, la elección de pareja; es decir, fines cumplidos. En ese sentido hay quien habla de lo télico. Uno se desvive por lograr un puesto y, tras conseguirlo y ver que cambia de década, se desmorona o sufre una gran ansiedad. Sólo otro fin, sólo la persistencia en esa mirada teleológica, o télica si se prefiere, colorearía la vida, haciendo de lo atélico (hobbies, veladas con amigos, etc.) un objeto a cubrir sólo en períodos de descanso.

Con la jubilación, se abriría la opción atélica, pero no siempre es realizable porque las pensiones son como son y hay para quien el tiempo de ocio ha de serlo también gratuito, lo que limita claramente las posibilidades de llenarlo. A la vez, puede haber un “telos” impuesto; es el caso de pensionistas que han de hacerse cargo de nietos para llevarlos al colegio o de la familia entera para que ésta subsista con su pensión por miserable que sea. Finalmente, lo atélico puede acabar resultando mucho menos placentero de lo imaginado cuando no sencillamente imposible. No toda jubilación es precisamente jubilosa.

Con unas tasas de paro insultantes en la población “activa”, parecería mayor insulto a la inteligencia recabar el mantenimiento de algún rol social para quienes son ya mayores. Sin embargo, no hacerlo supone, en la práctica, establecer una obsolescencia programada en términos de edad. Vivimos tiempos capitalistas y neomecanicistas y en ese contexto es asumible tal obsolescencia de cuerpos, aunque proliferen anuncios de mercado para consumir productos dietéticos y cosméticos que retengan una juventud que se va. La Biología apoya esa noción y es que, ya se sabe, se acortan los telómeros y eso acaba definiendo la obsolescencia celular que es, a fin de cuentas, la del cuerpo.

A la vez, los distintos límites de edad van desdibujándose. Los niños parecen madurar antes si se atiende a determinadas capacidades, como puedan ser jugar con un ordenador, aprender inglés jugando que es como dicen que hay que aprender las cosas, etc. Esos niños entran en la adolescencia y muchísimos permanecen en ella aunque pasen los años y sean reconocidos socialmente como adultos. La adolescencia se ha extendido a expensas de la niñez y la madurez.

Quizá sea en analogía con eso y habida cuenta de la heterogeneidad que se da en la forma de llevar lo que en tiempos se llamaba vejez (ahora, tercera edad o “mayores”), que hay quien habla de la gerontolescencia, término acuñado por Alexandre Kalache, quien se refiere a “un momento de transición, variable; ya no eres el adulto de antes, pero no has perdido las suficientes facultades como para no mantenerte activo y autónomo”. Es probable que este término cale como lo hicieron otros (gamificación, empoderamiento, etc.) y surjan geriatras y psicogerontólogos especializados en gerontolescencia, que podrán explicarles a los hijos de los viejos que éstos no lo son, sino que están en un período de cambios, algo que, por otra parte, es rigurosamente cierto en ese camino hacia los brazos de la hermana muerte.

Quizá no sea superfluo, en cualquier caso, un término así, porque da que pensar. Suele darse una concepción de la vida demasiado rígida. Por ejemplo, parece tener poco sentido que las tareas profesionales de un cirujano tengan las mismas distribuciones temporales en nuestro sistema público tanto si tiene treinta como sesenta años. Parecería razonable que la transición a la jubilación fuera gradual en algunos casos y abrupta en otros, según particularidades, sin tener en cuenta una edad de corte igual para todos. Un profesor de literatura puede aportar mucho a su sociedad “trabajando” a un ritmo adecuado hasta que el cuerpo se lo impida por cualquier causa. Un artesano puede seguir ejerciendo un oficio que se extinguirá con él (alfarería, encaje de bolillos, etc.) y tratar de evitar que eso ocurra, lo que empobrecería culturalmente a su medio. En ese sentido, la gerontolescencia o un término más feliz puede ser valioso para designar que alguien puede mantener un “telos” propio, personal, con independencia de su edad, a la vez que puede ir asociándolo a un tiempo atélico mayor que en otras fases de su vida.

Sin caer en el delirio transhumanista, parece plausible que la esperanza de vida siga aumentando en los próximos años y que su calidad también mejore. Y vemos lo que está ocurriendo con un sector amplio de quienes se hacen mayores. Hay soledad, depresión, fragilidad, muchos han de renunciar a sus viviendas para ser recogidos en asilos (o costosas residencias geriátricas), etc. No es descartable que gran parte de la patología subyacente a esas situaciones se deba no sólo a pérdidas de familiares y a deterioros orgánicos sino también a pérdidas de sentido, del que da un rol social, el sentirse útil para algo. Es ese “para”, ese “telos” lo que facilita la vida.

Parece tarea de todos contribuir a una sociedad más sensata que tenga en cuenta que sólo cabe hablar de obsolescencia para referirse a cosas y no a personas. No es novedoso, pues es bien sabido que muchas culturas otorgaban y siguen otorgando un gran valor a los viejos, a un “senado” en sentido tácito y a la vez

auténtico.

sábado, 28 de abril de 2018

PSICOANÁLISIS Y TECNO-CIENCIA. Sophia y lo siniestro.



Antes de los robots, ya se construyeron autómatas. Herón de Alejandría, Vaucanson y muchos otros se hicieron famosos por sus sofisticados ingenios.

Y la imaginación se desbordó. E.T.A. Hoffmann mostró en su célebre cuento “El hombre de arena” cómo el protagonista Nathanael se enamora de una hermosa chica, Olimpia, que resulta ser una autómata. Es al descubrirlo del peor modo, que surge el horror ante lo que Schelling definió como lo siniestro, eso que, debiendo quedar oculto, se ha mostrado. Lo siniestro, “Das Unheimliche”, fue el título de un breve ensayo en el que Freud toma este cuento para estudiar lo siniestro biográfico. Y de este ensayo partiría Lacan para tratar el tema de la angustia en un Seminario específico (1).

E.T.A. Hoffmann murió hace casi doscientos años. En tan poco tiempo, comparado con el de la Historia, nuestra civilización, deslumbrada por la tecno-ciencia y despojada en buena medida de la reflexión filosófica más elemental, ha pasado de estremecerse ante lo siniestro a no reconocerlo siquiera, a negarlo tácitamente.

Ahora ya no hablamos de autómatas, dada la abundancia de sistemas automáticos de todo tipo, sino que usamos más bien el término “robot”. Y los robots son corpóreos, habiéndose logrado que tengan una apariencia humana en su “piel” artificial, que hablen e incluso que expresen emociones. El término “robot” recuerda fonéticamente a “trabajo” en ruso (yo trabajo, я работаю). Fue un checo, Karel Čapek, quien usó por primera vez esa voz, asociándola al trabajo esclavo, en su obra teatral “Rossovi univerzální roboty” (Robots Universales Rossum).

Se sigue pensando en los robots como trabajadores automáticos; ya hay sistemas “robotizados” para hacer coches desde hace tiempo, y los hay que, aunque manejados por humanos, operan próstatas. Pero ahora es posible, según nos dicen de modo cotidiano en todos los medios, ir un paso más allá. Se trata de construir robots parecidos a seres humanos

Tal posibilidad hace que incluso cale el miedo de que lleguen a ser superiores a nosotros y sean ellos quienes nos esclavicen. Pero también podrían ser magníficos acompañantes, incluso en el terreno sexual. Parece sencillo; un cuerpo revestido de una silicona o cualquier polímero que semeje la piel y dotado de un sistema de inteligencia artificial (IA) que le permita una interacción con nosotros, genital o “intelectual”. Para algo está la IA, esa que puede ganar jugando  al ajedrez y al Go y hacer miles de maravillas. Nuestro primer mundo parece empeñado en mejorarnos haciéndonos híbridos con sistemas robóticos (cyborgs) y también en conseguir que un robot sea superior a nosotros desde un punto de vista intelectual un tanto simple.

“El hombre de arena” es hoy la empresa Hanson Robotics y una de sus creaciones no se llama Olimpia, como en el cuento, sino Sophia. Con ella se ha dado una desnudez del autómata desde el primer momento, mostrando que está constituido por componentes mecánicos, por lo que desaparece lo que en otro tiempo se tomaba como siniestro al requerir el descubrimiento de lo oculto. Será desde ese saber de que estamos ante una máquina que vayamos llegando embobados a asimilar que no lo es, que nada siniestro hay ahí, y el robot será acogido como humano porque, a pesar de ser creación mecánica, se nos parece, incluso hablando y con gestos faciales.

En nuestro tiempo, el romance de Nathanael y Olimpia conduciría a una relación de pareja “normal”, pues, aunque robótica, la actualización de Olimpia llamada Sophia, es ciudadana. Nada menos. Lo es de Arabia Saudí, pero ciudadana a fin de cuentas e incluso con más derechos que las mujeres de ese país.

Hoy lo siniestro no se ajusta al criterio de Schelling o, más bien, lo hace de otro modo, más propiamente freudiano. Es probable que llegue un día en el que la deshumanización que supone la vulgar identificación con la máquina, por sofisticada que ésta sea, se muestre también del peor modo. Tal vez se dé una nueva forma de aparición de lo siniestro, la que resulte de descubrir en uno mismo la enajenación inconsciente, oculta, a que puede conducir la fascinación por el mito del progreso, esa torpe concepción que facilita la confusión e incluso la admiración hacia máquinas que se nos parezcan y que, a diferencia de las muertas esculturas, pueden “expresarse” y “relacionarse” con nosotros incluso corporalmente, como si fueran humanas.

La estupidez no es ya cosa de tontos. Mentes brillantes en el campo tecno-científico destinan su tiempo y grandes recursos a tratar de hacerla universal, una estupidez para todos, colectiva, en un contexto capitalista en el que lo gozoso sea fácilmente accesible. Un contexto en el que la Universidad se ha hecho sierva de la Técnica y en el que el pensamiento crítico está en clara decadencia.

A la vez que asistimos a la tragedia de tantos inmigrantes, refugiados, apátridas, muertos en el intento de eludir una tierra hostil, vemos que se le concede la ciudadanía a un robot. Eso apunta a algo muy triste, muy siniestro, de nuestra época.

1)  Fernández Blanco M. Lo viejo y lo nuevo de la angustia. El Psicoanálisis. 2007.11:27-42

viernes, 20 de abril de 2018

El alma y François Cheng.

"La verdadera vida no está sólo en lo que ha sido dado como existencia; está en el deseo mismo de vida, en el propio impulso hacia la vida. Este deseo y este impulso estaban presentes en el primer día del universo". François Cheng. "De l'âme".
 
François Cheng se muestra poético y sabio en sus libros. No pretende persuadir, pero su perspectiva conmueve; tal vez porque toca eso que ha ido siendo desterrado por un monismo materialista o por un dualismo que consiente en una extraña coexistencia de cuerpo y espíritu.  Se trata del alma. Él mismo hace varios juegos de palabras para aclarar de qué habla. “L’esprit raisonne, l’âme résonne”. No es lo mismo lo espiritual que ese fondo radical llamado alma.

La visión de Cheng es ternaria. No somos concebibles sin alma, sin eso que anima, sin ese Aum, sin ese Amén final, un amén con el que concluye su libro “De l’âme". 


No lo cita, pero recuerda al también poético Teilhard de Chardin. Toma apoyos en las grandes tradiciones religiosas orientales y occidentales y en filósofos relevantes. Cita a Lao-zi, Eckhart, Platón, Aristóteles, Simone Weil, Camus…
Y habla del alma como sólo alguien que ha escrito cinco hermosísimas meditaciones sobre la belleza y otras cinco sobre la muerte puede hacer. Y lo hace de modo poético, convincente porque no apela a lo espiritual, a lo intelectual, sino a lo más profundo, en su concepción ternaria de la singularidad del ser humano. 


Acoge la Vía. La vía del Tao, pero también la vía cristiana. Sin definirse como creyente o ateo, se declara “adherente” en una entrevista que recoge Le Magazine Littéraire (nº 577). 


Nos dice en su bello libro que “sí, debemos ser bastante humildes para reconocer que todo, lo visible y lo invisible, es visto y sabido por Alguien que no está en frente sino en la fuente”.


El sentido del cosmos precisa del alma de cada uno para ser percibido y realizado. No lo proclama desde la comodidad del sillón académico merecido, sino desde una experiencia biográfica marcada por el sufrimiento y por la belleza, dos ejes sin los que su obra no sería posible.


“Todo es llamada, todo es signo”, subraya.


Nos sosiega porque sugiere el sentido, esa necesidad que intuimos desde la experiencia de lo singular y, especialmente, cuando la mística se hace posible gracias a la belleza del mundo y a la receptividad anímica de ella. 


Somos desde que el universo existe. Saber que nuestro cuerpo está constituido por polvo de estrellas es maravilloso pero insuficiente; precisamos algo más que dé cuenta de nuestro ser, que es lo mismo que dar cuenta de cada uno, de uno en uno. El sentido del universo soporta el sentido de la vida, aunque no logremos intuirlo plenamente, aunque fracasemos al tratar de descubrirlo.


Sea como sea, el libro de Cheng sobre el alma reconforta por su carácter sencillamente humano. Su lectura evoca un salmo judío del que derivan unas palabras que se cantan en la eucaristía cristiana, “Alma mía, recobra tu calma, que el Señor escucha tu voz”. Alma y calma. Nada parece más importante que eso, calmar el alma. Ninguna satisfacción corporal, ningún avance espiritual, pueden lograr algo que sólo en sintonía con el alma del mundo podemos alcanzar alguna vez, sosegar la nuestra.


Cheng nos sugiere la Vía a lo Abierto, al Misterio en que vivimos desde siempre y viviremos para siempre. Eso nos confiere valor, nos dota de sentido, el mismo que posee el alma del universo. “Tú eres eso”, se dice en la tradición oriental. Dejemos al espíritu las disquisiciones sobre lo que sólo la perspectiva poética, anímica, puede asegurar.


John Keats escribió en su “Oda a una urna griega” que "Beauty is truth, truth beauty,—that is all Ye know on earth, and all ye need to know”. François Cheng hace real en su obra esa afirmación.

jueves, 12 de abril de 2018

PSICOANÁLISIS Y TECNO-CIENCIA. De seres hablantes a enajenados algorítmicos.


"We seek to move in the step to couple human and machine intelligence in a complimentary symbiosis"

Kapur A., Kapur S, Maes, P. AlterEgo: A personalized wearable silent speech interface. IUI 2018, March 7-11, 2018. Tokyo, Japan.
 
Los ordenadores personales nos facilitan la vida. Tienen ya diversidad de presentaciones; de mesa, con “torre” o sin ella, con pantallas de más o menos pulgadas… En algún sitio de su interior están esos dispositivos microelectrónicos que permiten hacer cálculos, escribir textos, ver películas, escuchar música, guardar fotos y libros, etc. Un “móvil” es ya un ordenador que, a la vez, permite telefonear del modo clásico.


Además, cualquier dispositivo doméstico puede llevar un microprocesador que dirija su acción mecánica, desde el encendido de una lámpara hasta un programa de lavado o de cocina.


Pero requieren una interacción con ellos. Ocurre que funcionan de forma algorítmica. Todas las funciones de un ordenador se dan mediante una concatenación de estados de sus sistemas básicos que funcionan o no en un momento dado muy breve; dicho de otro modo, se trata de ceros y unos, de un lenguaje binario. Se habla de “bits”. Basta con ocho de ellos (byte) para codificar cada carácter, número decimal o signo de puntuación del lenguaje convencional. Con unos cuantos miles de bytes se gobernaron las sondas Voyager. Pero eso no es suficiente para que podamos usar un videojuego o hablar por Skype; tampoco basta para almacenar los miles de fotos que podemos hacer. 


Necesitamos muchos bytes, miles (kB), millones, billones, más y más cada vez. Esos múltiplos en potencias de mil se llaman, como sabemos todos, “mega”, “giga”, “tera”, “peta”…
La capacidad de cálculo de un ordenador se traduce, en la práctica, en lo que nos permite hacer en la vida cotidiana. Pero el ordenador, aunque no lo parezca, es tonto, es una máquina. La inteligencia artificial (IA) supone a día de hoy una extrapolación poco fundada. Necesita saber qué queremos que haga. Hace años era un tanto complicado; se necesitaba un lenguaje que pasó de ser el “lenguaje máquina” a formas más intuitivas conocidas como compiladores, ensambladores. Proliferaron los cursos de algo que ahora ya casi nadie recuerda, Fortran IV, Basic, C, Pascal,  etc., etc. Sólo los programadores profesionales preparan sus “software” con lenguajes de este tipo pero evolucionados.


Ahora lo tenemos fácil; basta con un teclado para decirle a la máquina lo que queremos con palabras cotidianas y ella lo hará, porque su “software” ya está capacitado para traducir esa secuencia de caracteres en el teclado al lenguaje máquina y ofrecernos lo que deseamos: un texto  o gráfico en pantalla o impresora, fotos, películas, juegos, la imagen de otra persona con la que hablamos a distancia, etc. 


No sólo eso. Los microprocesadores gobiernan parcial o totalmente el funcionamiento de cualquier máquina, desde lavadoras hasta aviones, misiles, sondas espaciales, instrumentos hospitalarios…


Pero no vamos a andar con teclados para todo. Sería deseable que bastara con la voz. Ya hay sistemas de reconocimiento; “Siri”, por ejemplo, es popular para algunos (o muchos) usuarios de iPhone. Pero tampoco es algo discreto; hay que decirle a Siri en voz alta lo que queremos y no siempre nos entiende, pudiendo ocurrir además que otros nos escuchen. También sería interesante calcular el precio de la compra “preguntando” a cada producto lo que cuesta y escuchando el precio total de los productos que pensamos comprar. Y, lo que parece más importante, hablar con quien nos interese, en medio de una reunión, por ejemplo, sin que nadie de los asistentes a ella se dé cuenta. 


Nuestra privacidad vale mucho. Se trata de hablar en silencio.Y, aunque parezca mentira, se puede. Se trata simplemente de verbalizar mentalmente lo que queremos decir, ya que nuestro cerebro pone en marcha de modo imperceptible una actividad neuromuscular que puede ser captada por sensores microelectrónicos en la cara y emitida como “input” a un ordenador (tomando este término en general, sea para referirse a uno convencional, un teléfono o un sistema constituido por microprocesadores asociados a productos o electrodomésticos). Podremos conversar con otros y, a la vez, sin que ellos lo perciban, “hablar” con los estantes del supermercado, con un amigo, o preguntar cuál es el producto de 624,5 por 3226748.  Seremos “multitasking”, aprovecharemos estupendamente el tiempo, siendo más productivos, algo que, a fin de cuentas, es lo que nuestro destino mercantil nos dicta.


Pues bien, ese milagro técnico ya ha cobrado forma, aunque sea como prototipo. Se trata del “AlterEgo”, desarrollado por lumbreras que trabajan nada menos que en el MIT. Una especie de casco con electrodos colocados en la cara basta para hablar en silencio con ordenadores, a la vez que unos sensores aplicados a la cabeza nos traducirán en palabras audibles sólo por nosotros lo que los ordenadores responden. Maravilla de maravillas.


Surge, sin embargo, una pregunta bastante elemental. ¿Nos estamos volviendo todos locos?


Nadie sensato discute la bondad de sistemas de apoyo para personas discapacitadas, como los que implican la traducción de señales corticales en órdenes para escribir en una pantalla de ordenador o para mover un brazo robótico. Nadie sensato discute tampoco el potencial y enorme beneficio que pueden suponer una retina artificial o un exoesqueleto realista. Pero AlterEgo es otra cosa. Es sencillamente una perversión técnica que contribuye a hacernos más pseudo-comunicados, más aislados, hasta acabar enajenándonos.


Hay algo especialmente relevante en este tipo de perversión técnica y es que toca algo tan humano como el lenguaje. Con sistemas del tipo AlterEgo pasamos de ser hablantes a ser generadores de inputs, servidores de máquinas. 


El lenguaje, eso que nos hace humanos, ya se ha resentido y mucho del abuso de las técnicas que dicen favorecer la comunicación. Cada vez el vocabulario es más reducido, cada día hablamos menos con personas reales y nos sumergimos en la idiotez virtual. AlterEgo lleva eso a su consecuencia lógica y, a la vez, terrible: “hablando” en silencio llegaremos a dejar de hablar. 


Pero hay además un elemento añadido que hace inquietante la perspectiva de la tecno-ciencia de punta (el MIT no acoge a tontos). Se trata de la propia IA. Se ha alertado de que puede llegar a superar la inteligencia humana (algo comprensible en el marco reduccionista de un cognitivismo naïf y teniendo en cuenta la estupidez generalizada). Pero el riesgo no es ese ya que, al menos a día de hoy, por muchos robots y redes neuronales que se construyan, estamos ante una IA algorítmica que nada tiene que ver con el funcionamiento de nuestro cerebro y mucho menos con la emergencia de una subjetividad (el problema de la consciencia en sentido fuerte). 


El riesgo reside en que tratemos de "algoritmizar" nuestra vida, algo que ha de recordarse que ya ocurre, sin ir más lejos, en los hospitales, por ejemplo, con sus protocolos, algoritmos y normas ISO. 


En cierto modo, lo algorítmico, la IA tal y como es concebible, adopta ya una posición superyoica a tal punto que se genera culpa si no se sigue la norma, siendo ésta un vulgar algoritmo. El modelo a internalizar no es un padre, sino una máquina parlante.

“Algoritmizar” la vida supone sencillamente la enajenación mental en beneficio de quienes controlen los propios algoritmos. Las filtraciones de Facebook conocidas recientemente son una imprudencia infantiloide en comparación con lo que puede sucedernos si adoramos una IA idiota y nos convertimos en siervos de máquinas. 


De una servidumbre voluntaria o involuntaria a otros puede alguien liberarse; será mucho más difícil hacerlo cuando esa servidumbre es idealizada y placentera, creyendo que tenemos el control de lo que nos controla, la máquina.

viernes, 6 de abril de 2018

La angustia como “horror vacui”




La tradición aristotélica no era atomística y, quizá por eso, mostraba el horror que la Naturaleza tiene al vacío. Torricelli reveló la existencia de lo que se pensaba inexistente, en línea con un atomismo que, desde Demócrito, lo asumía. Más tarde, incluso el vacío más completo concebible (el que llegó a suponer la teoría del estado estacionario de Hoyle), en el que una molécula puede viajar una distancia del orden de cien mil kilómetros sin chocar con otra, estará “lleno”, aunque sea de campos, de fluctuaciones cuánticas. Lo atomístico se mezcla extrañamente con lo continuo.


En realidad, ese "horror vacui" es más bien propiedad de la mente, que parece haber inspirado tanto la tradición aristotélica como el relleno artístico de espacios. En cierto modo, los graffitis, los tatuajes, son una conjuración del vacío insoportable. La página en blanco requiere ser escrita, obliga a escribirla, aunque no cese de no escribirse. 


La propia mente no se vacía con facilidad, ni siquiera en el sueño. Las técnicas de meditación persiguen un vacío que muy pocos logran. Dicen que eso supone la paz, la iluminación. La tradición budista, en sus distintas vertientes, ha ido calando en el apresurado mundo occidental, alcanzando incluso el ámbito religioso, más orientado en nuestro medio por la contemplación que por la meditación. Pero incluso entre los grandes místicos occidentales se ha hablado de la noche oscura. No hay manuales ni planos. Se hace camino al andar, nos dijo Machado.


Parece un ejercicio duro y poco atractivo alcanzar ese vacío, que puede asociarse a la experiencia mística, eso que implica quedarse con lo esencial, con la nada, para serlo todo.


El vacío puede ser, cuando no es buscado (o no parece serlo), terrible. Conocemos su versión más ligera, el aburrimiento, que impele a ser neutralizado con trabajo, acción, diversión…, algo aparentemente facilitado en nuestra época. 


Pero el vacío auténtico muestra su peor cara como angustia. Peor incluso que la soledad impuesta, porque se está entonces inerme ante una falta indeseada, e incluso inesperada, de lo que nos sostiene, de nuestro cuerpo, de uno mismo, un vacío presente como desánimo en sentido auténtico, de falta de alma, de eso que alentaba, animaba.


No es el vacío amable de contraste de la pintura zen, que realza y sugiere, que apunta al Ser. No es el vacío que propicia lo bello, no es el que abriría las puertas de la percepción. Es otro. Es el vacío demoníaco, el que se da cuando no hay lo que malamente lo oculta, cuando el síntoma que apacigua y que parece brutal, por absurdo y fagocitario, es más llevadero que su ausencia. En presencia del síntoma, cabe el recurso al otro, es factible su “tratamiento”, es posible el ritual que lo cierne, pero si el mismo síntoma está ausente sólo queda el vacío angustioso. 

La angustia es un modo de ser en el presente. No sabe del pasado ni ve el porvenir.


Cuántos maestros reales y gurús vividores nos han hablado de la importancia de vivir sólo el ahora. Nada más. Vivir el ahora, el presente; con eso bastaría. Hasta el sencillo Jesús decía que cada día tiene su afán; basta con mirar los lirios del campo. 


Es cierto que eso es lo que tenemos, el ahora. Pero ese ahora, aquí en este momento, puede ser el instante único y crudamente real, como fulgor de eternidad o como inmersión infernal. Cielo e infierno son vislumbrables en el instante eterno. Y es que hay dos modos de presente, el que parece realista, el que asume que no tenemos otro tiempo más que éste, un tiempo propio, nuestro, en el que hacer, en el que hacernos, y el brutal, que no ve desde él otro tiempo y que hace horrible el momento de la gran negación, en que morimos en vida. Esto es algo muy claro en el caso de la depresión, cuando el ahora es eterno en el peor de los sentidos porque lo bueno del pasado no es recordado y lo bueno del futuro es imposible de intuir. La náusea sartreana puede corporeizar al extremo semejante inquietud. Literalmente uno se vomita a sí mismo. 


Cuando no hay paliativos, cuando no hay síntomas, cuando la muerte parece balsámica, cuando no hay nada que sosiegue, la angustia es lo que nos enfrenta a la mayor radicalidad existencial. Es la puerta estrecha del Evangelio, el afilado filo de la navaja del Katha Upanishad. Atravesarla es la única opción, es el viaje iniciático posible precisamente por su imposibilidad.