Esta entrada es un poco más larga que las
habituales porque su destino es la expresión de agradecimiento.
Habiéndome licenciado en 1975, fue en los años
80 cuando me surgió la posibilidad de realizar un deseo, doctorarme. Para ello,
precisaba un proyecto de tesis y también una persona que me la dirigiera.
Inicialmente, el proyecto lo imaginé centrado
en la investigación relacionada con dislipemias. Era un tiempo en que
empezábamos en los laboratorios clínicos a estudiar las lipoproteínas implicadas
en la aterogénesis, por lo que parecía natural centrar la tesis en esa
temática: colesterol-HDL, apolipoproteínas…
Gracias a un compañero, fallecido poco tiempo
después, me concedió una entrevista el Prof. Cabezas Cerrato, catedrático de
Patología General en la Universidad de Santiago. Llevaba conmigo resultados de
laboratorio, algo que conservo con cariño. Hablamos de los lípidos, pero él
rápidamente me mostró la dificultad que entrañaba lo que se suponía un estudio
de tipo observacional, que habría de realizarse con muchas personas, incluyendo
niños. Al ver que se me iba por la borda esa posibilidad, le comenté que mi
interés real poco tenía que ver con los lípidos y mucho más con la cinética
celular y con su potencial perturbación por agentes físicos, como
campos magnéticos estáticos. Esa contingencia inesperada resonó favorablemente en
el Prof. Cabezas, que decidió concederme un tiempo para presentarle un proyecto
detallado al respecto.
Cuando, al cabo de algunas semanas, me volví a
reunir con él, y después de leerle todo el proyecto, incluyendo la bibliografía, surgieron por
su parte algunas preguntas, tras las que me dio el visto bueno. Me dirigiría la
tesis.
Tenía ya un tema que me interesaba, facilidades
y dificultades para realizarlo, y un catedrático que había pasado de una aparente
intransigencia a una receptividad llamativa
Necesitaba un campo magnéticoy un medidor de su
intensidad y nada parecía mejor que recurrir al catedrático de
Electromagnetismo de la misma Universidad, el Prof. Rivas Rey, un hombre de
gran calidad científica y humana, cuya amistad actual me honra, y que me brindó
entonces todo tipo de posibilidades.
Era una época interesante. Lo que ahora nos
parecerían lastres, eran entonces aspectos de la modernidad. Al disponer en mi
hospital de una excelente biblioteca, las revistas principales generalistas
(Science y Nature), así como las principales médicas (NEJM, Lancet, BMJ…), estaban
disponibles. A la vez, había un curioso sistema, el Index Medicus, que recogía
referencias de lo que se publicaba sobre distintos temas, de tal modo que,
atendiendo al título de cada trabajo allí recogido, uno podía hacerse a la idea
de si era interesante y, en tal caso, tratar de conseguirlo. Esa aproximación
se complementaba con la ofrecida por el Current Contents. De ese modo, lo que
no estuviera disponible, podía lograrse pidiéndoselo directamente, por correo
postal, al autor. Peticiones y más peticiones en tarjetas “ad hoc”, con su sello
de correos, que, con frecuencia, no siempre, eran respondidas con una atenta carta en la
que se adjuntaba la separata solicitada o, como se le llama ahora, el “paper”
en cuestión. Curiosamente, el tema abordado generaba especial interés al otro
lado de lo que entonces se conocía como telón de acero. En Occidente, esa
mirada tenía que ver más bien con aspectos de seguridad relacionados con el
trabajo con campos magnéticos de alta intensidad, como los que se manejaban en
física de partículas, y en la incipiente aplicación de la resonancia magnética
nuclear a la obtención de imágenes. Los libros de Barnothy, Dubrov, Tenforde… mostraban
maravillas relacionadas con el campo geomagnético y los
campos de gran intensidad. Era el tiempo en que se habían descubierto las
magnetobacterias y la posible orientación en campos magnéticos débiles de
macromoléculas con anisotropía diamagnética. Algo hermoso se mostraba.
Lo que ahora es, en la práctica, instantáneo,
como el correo electrónico, en aquellos tiempos se lograba o no tras el tiempo
de espera que requería el intercambio postal. No era algo necesariamente
negativo; llegaban correos manuscritos, encerrados en sobres con sellos de
diferentes países… Y había una espera interesante, que ahora parecería
paleolítica.
La tesis proyectada era de carácter
experimental, pero, como todas, requería una introducción al tema a tratar. Y
eso constituyó una sorpresa personal, ya que disfruté más con el trabajo
teórico de introducción, y después con el de discusión de los resultados, que
con la experimentación misma. De ésta, más que con los resultados en sí,
disfruté con la metodología, con las imágenes microscópicas, con algo ya un poco antiguo, como ver la diferente tinción
de cromátidas hermanas de cromosomas y los intercambios de fragmentos entre
ellas; la primera vez que lo vi en mi microscopio la sensación fue impresionante.
Convencido de que mi vocación era la
investigación experimental, el interés bibliográfico y el esfuerzo de síntesis
fue ya una señal de que eso era un error que, no obstante, persistió durante mucho tiempo,
hasta que se me hizo evidente que mi deseo tenía que ver más con lo teórico que con
lo experimental, con lo estético que con
lo epistémico, aunque ambos aspectos fueran íntimamente ligados.
Los ochenta fueron años de cambios, quizá de
mayor envergadura de los que acontecieron después. Nadie usaba internet, pero
ya se vislumbraba. Las máquinas de escribir seguían sonando en todos los
departamentos de hospitales y oficinas. Había intercambios verbales cotidianos entre compañeros,
presenciales diríamos hoy, que empezarían a decaer paulatinamente. Y aparecían
los primeros ordenadores, aunque muchos no merecieran propiamente tal nombre en
comparación con el Apple II.
Ahora, que hacemos las fotos que queramos con
cualquier “móvil”, no “saboreamos” la frustración que suponía pasarse horas al
microscopio haciendo fotos para descubrir que el revelado de algún rollo de película
aparecía totalmente negro o que ese carrete en cuestión ni siquiera se había movido. Hacer
una diapositiva descriptiva suponía un lento trabajo de colocación de letras,
signos y gráficos en un papel de color que sería fotografiado y “positivado”.
Todo eso requería una gran pérdida de tiempo, pero entendida así sólo si concebimos el tiempo con
los criterios apresurados de una supuesta eficiencia que, no pocas veces, nos
acaba perjudicando. Las prisas nunca son buenas.
Esos años fueron para mí un tiempo feliz, a lo
largo de todas las fases de la tesis, leída en julio de 1987, a pesar de
torpezas experimentales de todo tipo y de que los resultados obtenidos no
fueran espectaculares precisamente, cosa que cabe esperar como posibilidad si
uno tiene honestidad científica, la que permite reconocer que lo importante
reside en la búsqueda más que en el resultado mismo.
Ese goce implícito a todo el trabajo de tesis
sólo fue posible por ser realizado en plena libertad, la que me otorgó, desde
el primer momento, mi Director de Tesis. Nos veíamos pocas veces al año.
Siempre recibí de él una crítica tan rigurosa como animosa, siempre confió en mí. La
primera vez que ensayé la lectura de la tesis, tras escucharla pacientemente, se
limitó a decirme que era un desastre. Y tenía razón. Salió bien después de eso.
Me enseñó y aprendí.
Podría decir que me dirigió muy bien
precisamente por no dirigirme, por dejarme hacer libremente. Su dirección fue
en realidad la de una mirada compartida, sin decírnoslo, al valor del método científico, algo en
lo que él era y sigue siendo un maestro. Algo que no olvidé.
Monod hablaba del azar y la necesidad en el
ámbito de lo viviente. Pues bien, en el desarrollo biográfico, son importantes
la contingencia y un destino que no sólo está regido por genes y determinantes
de todo tipo, generalmente inconscientes, sino también por el deseo. Es, en la
medida en que unimos nuestro deseo a nuestro destino, que podemos saborear lo
mejor de la vida, esa felicidad que, para Freud y para Russell, implicaba el
trabajo creativo.
Mucho después, la mirada psicoanalítica mostró el extraordinario valor de la creatividad amorosa.
José Cabezas, un hombre cuyo interés no se
limitó al inherente a su cátedra ni a la Medicina, sino que miró, y sigue haciéndolo,
a todo lo humano (su reciente libro sobre el cerebro da buena cuenta de ello), fue un excelente maestro para mí. Y su amistad, ya de muchos años, un precioso
regalo. Justo es reconocerlo públicamente alguna vez. Y cualquier momento es bueno para ello, como hoy, como ahora.
Dedicado a mi amigo, el Prof. Dr. José Cabezas Cerrato.