domingo, 15 de agosto de 2021

Hablar

 

 


 

    Aunque seamos sordomudos y ciegos a la vez (el síndrome de Usher no es tan infrecuente), hablamos. Eso es algo que reconoce con notables efectos terapéuticos el psicoanálisis.

 

    Podría decirse que en hablar nos va la vida. 

 

    Hablamos a otro, a nosotros mismos, a mascotas, a ordenadores… algunos, a veces, también a Dios. 

 

    Parece que no podemos dejar de hablar. 

 

    Se alaba muchas veces, y con gran razón, el silencio. Y es que, si no tenemos nada relevante que decir, cosa que ocurre con frecuencia, parece mejor callarse. También, como nos advirtió Wittgenstein, es posible que no podamos decir propiamente nada de lo que más necesitamos decir y, en tal caso, lo mejor también es callar. El sentimiento místico hace que lo más verdadero para uno sea inefable.

 

    Podemos escribir, pero no es lo mismo, aunque sea una buena suplencia. 

 

    Las cartas, por ejemplo, algo que parece propio de un pasado que no sabía de ese futuro, ahora presente, electrónico, tenían su liturgia asociada. Había un papel “de carta”, que podía tener o no sus renglones, que era más ligero en los correos “air mail” (así se indicaba en los sobres, aunque sólo supiéramos castellano), que recogía de un modo formal lo más informal del mundo, atendiendo a detalles hoy casi ignorados, como la ortografía y la caligrafía, y la esencia de lo que se deseaba decir. Encerrado en un sobre, tras su franqueo y entrega en un buzón, se instauraba un tiempo calmado o no de espera de respuesta a la dirección postal inscrita como remite. Había personas que, tras haberla meditado, dedicaban toda una tarde a redactar una carta, algo que hoy llamamos malamente correo.

 

    Por poder, podemos hasta escribir libros, sin saber si alguien los leerá alguna vez. También un diario personal, algo sólo aparentemente paradójico por ser lectura para no ser leída más que por quien “no debiera” hacerlo, deseando en el fondo ese fin.

 

    Pero escribir no es lo mismo que hablar. Tampoco lo es escuchar. Lo hacíamos más antes, atentos a la radio; ahora oímos (a veces también vemos) la televisión. Alguien habla, muchos escuchan, aunque sea como ruido de fondo, como “compañía” se dice incluso. La publicidad está incluida y, en un mundo mercantilizado, se registran índices de “audiencia”, algo realmente curioso, especialmente cuando se extiende a lo que no se escucha, sino que se lee, como los periódicos. 

 

    Nos es posible percibir sentimientos de otros, incluso antiguos, transmitidos en libros que recogen historias, poemas, correspondencia. Hay lecturas de estudio, de divertimento, de “cultura”. También se da la lectura del libro sagrado, algo que supone exégesis, hermenéutica, aunque a veces se haga crudamente literal para esclavitud de muchos. La religión como “religare” descansa en la mediación de ese libro santo. La religión como “relegere” lo precisa para la repetición del ritual salvífico.

 

    Casi todo lo que sentimos, no lo más importante, es decible, aunque sea malamente, desde una perspectiva toscamente intelectual. Hablamos para decirnos y lo hacemos constantemente en la relación familiar, laboral, social… Hablar tendría la finalidad de comunicar algo esencial, pero ocurre más bien que es al revés, que lo esencial, lo más básico, es el hablar mismo, aunque sea prescindible todo lo que se dice y se escucha en el acto de hablar, que pasa a ser más importante como tal, como acto de mostrarse, que como vehículo de transmisión de lo que se pretende decir. 

 

    En la relación psicoanalítica ese valor del habla se muestra del modo más claro, definitivo, cuando el lenguaje atraviesa al hablante, cuando su inconsciente lo “traiciona” del mejor modo mediante la palabra dicha, y revela del modo menos intelectual pero más íntimo y obvio lo importante sobre su biografía, su situación y su posibilidad realista de un cambio, de ser, que no es sino tratar de llegar a eso, a ser.

 

    Cualquier circunstancia, por nimia que parezca, puede enseñarnos humildad. Una mañana de domingo estaba esperando a entrar en un lugar de venta de prensa (de los que ya no quedan), donde el aforo pandémico permitía solo la presencia de una persona, y la que estaba no salía, instalada en una cháchara que parecía eterna. Cuando salió, reconocí la insensatez de mi prisa, porque todo apuntaba a que esa persona no sólo iba a comprar el periódico. Iba, de paso, pero esencialmente, a algo más, iba a hablar. No sé de qué; probablemente del tiempo o de cualquier noticia intrascendente, pero su necesidad fue paliada o colmada con un ratito breve de comunicación humana. 

 

    Hace años había un programa de radio que se emitía de madrugada, “Hablar por hablar”. ¿Hay algo más necesario tantas y tantas veces? En ocasiones, esa necesidad imperiosa puede, incluso, aunque parezca extraño, prescindir de la palabra misma. Ocurre cuando sobrevaloramos el valor de algunas amistades (amigos siempre hay pocos) frente al de la simple humanidad, que puede llegar a serlo de tal modo que parece angelical. Así, en un bello y duro poema, Octavio Paz se refería a algo impactante, experimentable raramente, pero afortunadamente real:

 

            …“tocar la mano de un desconocido

en un día de piedra y agonía

y que esa mano tenga la firmeza

que no tuvo la mano del amigo”…

 

    Esta cruel pandemia ha traído a muchas personas demasiados días “de piedra y agonía”, en forma de una soledad inaudita, insoportable. Pero también cabe esperar que algunos afortunados hayan tocado la mano de un ángel, de esos que existen de verdad, y que, a veces, se muestran como desconocidos.


martes, 3 de agosto de 2021

Necesidad de saber y pasión de ignorancia.

 

Imagen de Pixabay

 

 

    In der Mathematik gibt es kein “Ignorabimus”
David Hilbert.


    Sabemos que el gran Hilbert se equivocó, aunque muy pocos (me excluyo) puedan ver de forma realmente clara por qué. Una ignorancia esencial subsiste y subsistirá en el ámbito menos sensible a albergarla. No habrá nunca la completitud soñada, ni siquiera en Matemáticas.

     Gödel demostró que cualquier sistema consistente de la lógica formal que fuera lo bastante potente como para formular en él enunciados acerca de la teoría de números (aritmética) ha de contener enunciados verdaderos que no pueden ser demostrados.

     Ignoramos e ignoraremos siempre. Y, si eso ocurre en el ámbito matemático, ¿qué no sucederá en el de la vida?

     Y, siendo así, persiste de modo poderoso, asumible, otra de las expresiones de Hilbert, la que se llevó a su tumba en Göttingen como epitafio, “Wir müssen wissen, wir werden wissen”. La necesidad de saber se hace deber, magnífica obligación humana, aunque el futuro de esa expresión no sea del todo alcanzable. “Ignoramus” y, por más que nos devanemos los sesos y se desarrolle nuestra tecno-ciencia, “ignorabimus”… siempre.

     El misterio del mundo se nos escapa. Y siempre se nos alejará.

     Y ni siquiera es preciso mirar las estrellas o centrarse en la contemplación de la danza subatómica. Basta con vernos, con situarnos, albergados en una región minúscula del espacio-tiempo. Podemos incluso, desde nuestra perspectiva cotidiana que, naturalmente, es clásica (incluso aunque los fundamentos de la consciencia no lo fueran, algo que desconocemos), separar lo espacial, como contexto, de lo que nos hace seres temporales.

     Lo biológico y lo biográfico se interprenetran y es ahí donde surgen, cuando surgen, las grandes cuestiones, que lo son porque son de vida y muerte, de sentido y sinsentido, propias de cada cual y, a la vez, de todos, aunque no todos se las formulen. Y es ahí donde topamos con la ignorancia esencial, con ese no saber qué decir ante la gran cuestión, tan concreta, tan singular, ¿Por qué esto, un organismo muy complejo en términos moleculares, pero casi idéntico a tantos otros, se reconoce como un yo, por qué un algo biológico pasa a concebirse a sí mismo como un alguien? 

     Por su propia naturaleza, la Ciencia no puede responder de modo completo a ese tipo de pregunta. La Historia de la Filosofía puede ayudarnos a concretar las preguntas, el Psicoanálisis puede aclarar hasta qué punto yo no soy precisamente yo, no al menos como ser plenamente consciente. Pero, sea como sea, tomemos los asideros que tomemos, los grandes interrogantes que suscita la vida permanecen.

     Podríamos, en plena ingenuidad, aspirar a la ignorancia socrática, llegar a saber que no sabemos, aspirar a una falsa humildad, pero no basta, porque ocurre que, por el mero hecho de vivir aquí y ahora, sabemos algo, muy poco, pero algo que puede interferir en mayor o menor grado con la posibilidad virginal de una docta ignorancia. Ese saber, aunque sea residual, elemental, soporta de hecho, incluso, la terrible pasión de ignorancia, esa que se cierra a la apertura trágica y, a la vez, luminosa.

     De las célebres preguntas kantianas, quizá la relevante no sea qué puedo saber, sino qué debo hacer, entendiendo, eso sí, el deber como impulso más que como obligación, como tarea amorosa sin atender a la tercera pregunta de Kant, pues basta con hacer sin esperar, aunque esperemos.

     Es lo amoroso como eros, el conocimiento como episteme, lo que subyace a lo ético de modo auténtico. Y eso supone asumir la soledad, la desaparición de los dioses, aunque en Dios mismo se espere, porque Dios sólo puede ser reconocible en el desapego y en la coherencia trágica, esa que no excluye la decrepitud, el absurdo y la muerte, salpicada por instantes numinosos de sentido, de unión, a veces, por gracia divina, mística.

jueves, 22 de julio de 2021

MEDICINA. Covid 19. Miedos y negacionismos.

 

 


Imagen tomada de Pixabay


“El espíritu humano fabrica permanentemente el miedo para evitar una angustia morbosa que desembocaría en la abolición del yo”. 

Jean Delumeau. El miedo en Occidente.

 

 

    Parece darse cierto mecanismo de defensa que nos hace negar la realidad cuando es inquietante. Sucede a escala individual y también colectiva. Esa negación es propiciada frecuentemente por los gobiernos porque se considera que es peor el miedo que el peligro real de lo que se teme.

 

    La gama de temores posibles es extraordinaria, y abarca desde el miedo realista que induce a medidas de prudencia hasta el miedo al miedo mismo causado por los ataques de pánico aparentemente inmotivados. Es, en la práctica, imposible ponerse en el lugar de quien sufre un terror a la muerte inminente a causa de un infarto. Y también difícil entender el poder paralizante de muchas fobias.

 

    A la vez, el valor mostrado en un ámbito, bélico incluso, puede asociarse a una gran cobardía en otro, como tan bien lo describió Stefan Zweig en su obra “La impaciencia del corazón”. 

 

    Los objetos del miedo han ido cambiando a lo largo de la Historia, algo que nos muestra con gran sabiduría Jean Delumeau. También han cambiado las actitudes frente a lo temido, convirtiendo muchas veces a inocentes en chivos expiatorios de males reales o imaginados. 

 

    De los miedos posibles, no son menores los que surgen ante la enfermedad y la muerte. Con una Medicina muy avanzada, parecía que el problema lo teníamos con las distintas formas de cáncer, con enfermedades degenerativas, infartos de miocardio, ictus, … pero no con los microbios. Sí, se empezaba a tener más respeto a las resistencias bacterianas, pero quién iba a pensar en un virus. Ahora ya sabemos, no totalmente, lo que ocurrió con éste. El cuidado se dirigía en tiempos normales a pacientes; en 2020 y lo que llevamos de 2021 el cuidado se dirige al sistema sanitario mismo, a evitar su colapso.  

 

    Y, en plena pandemia asistimos, curiosamente, a la negación de lo evidente. Se hizo al principio, cuando los expertos y autoridades sanitarias se referían a que la situación estaba controlada, “en contención”. Se siguió haciendo fácticamente con la indecisión política reiterada y apoyada por pretendidos expertos. 

 

    Demasiados muertos, demasiados pacientes crónicos cuya evolución se desconoce todavía en su diversidad, ignorancia sobre cómo la nueva variante puede afectar a corto o medio plazo a niños. Un impacto económico brutal reflejado en las colas del hambre. Aplausos que se apagaron. Todo sobradamente conocido. Pero afortunadamente, gracias a la ciencia básica y a la avanzada técnica farmacéutica, la vacuna, en distintas versiones, todas eficaces, aunque con muy infrecuentes efectos secundarios serios, ha alcanzado ya a un amplio, pero insuficiente, sector poblacional en nuestro primer mundo y, en conceto, en nuestro país. La conveniencia de extender la vacunación a los niños en la actualidad o el criterio de cuándo sería adecuado hacerlo están siendo discutidos, especialmente para menores de 12 años (véanse este artículo y este enlace a los CDC) por lo que esta breve reflexión se refiere sólo al caso de adultos.

     

    Parece que podemos respirar (incluso en sentido literal), gracias a las vacunas, como ha sucedido a lo largo de la Historia con otras enfermedades muy serias, pero tenemos un problema, el de la negación de muchas personas adultas a ser vacunadas. Una negación que parece surgir de dos miedos diferentes. Uno es el temor a efectos potencialmente graves, incluso letales, aunque muy raros, que se han asociado a vacunas. El otro es el miedo propio de la creencia mágica, el “conspiranoico”. 

 

    A efectos prácticos, poco importa el motivo de cada negacionista, pero sí y mucho sus efectos sobre la población, pues hay algo meridianamente claro. Mi inmunidad no depende sólo de que yo opte por estar vacunado, aun siendo esto crucial, sino de que quienes me rodean también lo decidan. Ese es el valor de la inmunidad grupal, que favorece la protección que confiere una vacuna y que incluso llega a proteger al sector minoritario que no la haya recibido todavía.

 

    Al negacionista “lógico” el cálculo probabilístico que compara riesgos altos de enfermar por Covid con los muy bajos asociados a vacunas no le convencerá casi nunca si se encuentra bien y confía firmemente en estarlo, pase lo que pase alrededor (muchos comparten ya, sin vacuna, conductas sumamente imprudentes), o si su miedo a los efectos de la vacuna son muy fuertes y prefiere esperar a que la situación remita por vacunación masiva… de los demás.

 

    En cuanto a los que creen ciegamente en tonterías (que el virus no existe, que el tratamiento bueno es agua de la fuente o la MMS, que las vacunas son un modo de enfermarnos o de controlarnos con tecnología 5G, etc., etc.), algo que, en vez de ser reducido a foros de “conspiranoicos”, resuena en los medios de comunicación con afán pretendidamente crítico, no hay mucho que hacer, porque la creencia mágica es, siempre lo fue, impermeable a cualquier evidencia. 

 

    Se habló en su día, y se sigue hablando, de la posible obligatoriedad de la vacuna, cuestión éticamente delicada, pero cuestión a plantearse en el orden pragmático restrictivo, porque, en el estado actual del conocimiento sobre la Covid y las vacunas relacionadas, sabemos ya que todo tiene su precio y que hay, aunque sea mínimo, un riesgo asociado a la vacuna. Vacunarse disminuye muy claramente el riesgo de enfermedad por Covid, especialmente de enfermedad grave y de muerte. En ese juego, quien no se vacuna pudiendo hacerlo, no sólo asume una actitud que podría considerarse suicida por jugar a una especie de ruleta rusa con un virus potencialmente letal o que puede dejar serias secuelas (“covid persistente”), sino una actitud con apariencia de homicidio imprudente porque su “revólver” también dispara a los demás, a quienes puede contagiar e incluso matar. 

 

    Por eso, el cuidado de la ciudadanía requiere una decisión política firme, como la enunciada recientemente en Francia por el presidente Macron. No vacunemos a quien no quiera, no obliguemos, pero que quien individualmente rechace algo colectivamente bueno asuma el propio coste personal en los ámbitos clínico, profesional, social o económico que su decisión puede conllevar. La solidaridad debe primar sobre egoísmos y magias. 

 

    Un artículo de la sección "News" de "Nature" indica que la mayoría de personas de países pobres habrán de esperar otros dos años para ser vacunadas. Según se recoge en “Our World in Data” sólo un 1,1% de los países pobres han recibido al menos una dosis. Presenciamos y permitimos coqueteos negacionistas a la vez que olvidamos el significado del término “pandemia”.

viernes, 16 de julio de 2021

MEDICINA. La obsesión nosológica. Lo idiopático o el resto esencial.

 


“El hombre puso nombres a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todos los animales del campo”. Génesis 2, 20.

 

    Nombrar es el gran acto simbólico de la “auctoritas” que acoge al otro desvalido. Nuestros nombres y apellidos nos han venido dados por nuestros padres y los ancestros anteriores a ellos. En el mundo romano, un hijo natural podía ser rechazado, expuesto, expósito, a la vez que alguien, ya adulto, podía ser adoptado, aunque no hubiera ningún vínculo de sangre. 

 

    Fuera de la familia, de ese ámbito de jerarquía fundada en el nombre del padre, en el “pater familias”, se podía y aún se puede reconocer a alguien precediendo su nombre con una nueva expresión que rememora al viejo “cursus honorum”. Uno pasa a ser “Don”, “Doctor”, “Profesor”, “Excmo. Sr.” “Sir”, “Lord”… Algo así como si lo curricular llegara a hacerse esencial en la vida de alguien.

 

    Linneo siguió mejor que nadie que lo precediera la misión bíblica, poniendo nombre a animales y plantas, que fueron agrupados jerárquicamente desde los “phyla” a las especies. Darwin propició las bases de una taxonomía más adecuada, propiamente filogenética, pero que no llegó a arrinconar en absoluto el trabajo de Linneo.

 

    En cierto modo, nuestro nombre nos confiere un ser. De alguien importante por el motivo que sea no se dice que tiene un nombramiento, sino un nombre, que ha logrado de forma meritoria o al que le ha hecho honor si es de origen familiar.

 

    Nombrar se ha hecho obsesivo. Nuestros académicos nombran todo lo que suponen nombrable, desde estrellas a insectos, desde fósiles de animales extintos hasta diatomeas actuales. Nombrar es el primer paso para hablar de algo. Nadie sabía de un virus llamado SARS-CoV-2 antes de la pandemia que sufrimos. Ahora eso, que en otro tiempo sería un “être de raison”, es visible y nombrable hasta en sus variantes, asociadas a letras griegas.

 

    La Ciencia trata de explicar el mundo e incluso a nosotros mismos. El método científico, simbolizado por aquella fruta edénica, subyace al deseo de explicación del mundo y de nosotros mismos. Tras morder y gustar la manzana, caben varios tipos de preguntas, siendo dos importantísimas el “cómo” y el “por qué” fenoménicos. Pero, precediéndolas y sucediéndolas, existen dos formas de otra, ¿Qué? Esa cuestión es la inicial, la nominativa y taxonómica. Y también acaba siendo, de otro modo, la final, la ontológica o, con más sencillez, la hermenéutica: ¿Qué es? Parece que se trata de reducir al máximo lo importante, lo esencia, pero lo sencillo abruma; ¿Quién podría decir con propiedad qué es un fotón sin limitarse a relatar sus propiedades? ¿Quién podría decir qué es la vida? 

 

    La Medicina no es ajena al afán taxonómico traducible como nosología, como una clasificación de enfermedades. Algo osado porque no parece fácil en muchos casos. Y, a la vez, algo necesario desde el punto de vista metodológico y pragmático. Si sabemos de qué hablamos podemos abordarlo, tratarlo, al estilo que recuerda a Lord Kelvin, no médico, pero he ahí que acabamos confiriendo ser precisamente a la falta que afecta al ser mismo. 

 

    Muchas enfermedades se parecen semiológicamente, pero su diferente etiología se corresponderá con la adecuación o no de un tratamiento dado. La visión médica actual es etiológica y neo-mecanicista, incluso aunque se desconozcan relaciones etiopatogénicas, como suele suceder en Psiquiatría, con intentos patéticos como los del DSM en sus “progresivas” versiones. 

 

    Esa perspectiva de conferir ser a la carencia, incluso aunque su etiología sea no carencial, como sucede con la microbiana o la proliferativa, neoplásica, “ontologiza” a la propia enfermedad a tal punto que quien la sufre pasa a tener el nombre de ella, de lo que lo aflige o lo pone en riesgo lejano o inmediato de muerte, y así se hablará del diabético tal o del ACV cual. Uno pasará a “ser” una “neo”, un íleo, un SCASEST. El viejo ideal hipocrático pronóstico subsiste, aunque muy malamente, a la hipertrofia diagnóstica y muchos casos diferentes se englobarán con frecuencia llamándoseles “terminales”. 

 

    Ese frenesí taxonómico no soporta la ignorancia, menos aún la incertidumbre, y hará toda clase de pruebas diagnósticas hasta excluir todo lo imaginable y obtener una marca diagnóstica en la que todo estará condensado, el futuro pronosticado, y uno, como paciente, como “caso”, será predicho en el declive. Hasta su ser en el mundo será insensatamente dicho. Sólo después de un silencio del cuerpo o del alma resistente a todo tipo de pruebas, a veces cruentas, se asumirá un término ya antiguo y que no dice nada referido a una causa. Se hablará de algo “idiopático”.  Es un término que curiosamente se ha hecho sinónimo de otro, “esencial”.

 

    Quizá fuera bueno que los nuevos médicos se pararan en la importancia esencial de eso que así es llamado. Esencial. Da igual que se trate de una hipertensión o un temblor. El término “esencial” se sigue usando sin apreciar lo que realmente indica, la ignorancia que subyace al hablar de la falta en ser de alguien, eso que siempre fue de la mano de la Medicina, la que subyace al quehacer clínico. 

 

    Olvidamos con frecuencia que la Medicina fue mágica antes que científica y sencillamente mirada empírica antes que comprensión molecular. Y así no sólo se avanza; también se facilita lo peor, que ocurre cuando alguien, un paciente, es convertido en algo, un organismo constituido por fragmentos que enfocan la mirada de múltiples especialidades. Al lado de simplificaciones obscenas (es un viejo, es un psicópata, es un oncológico, es un terminal…) hay la obsesión nosológica que no ve a un ser humano como doliente sino como reto intelectual, clasificatorio. En ese marco, el frenesí diagnóstico basado en multitud de pruebas “complementarias”, algunas con riesgos potenciales asociados, está servido y supone con frecuencia una peregrinación del paciente entre especialistas de campos parcelados, que miran trozos de cuerpo, que llegan a priorizar lo epistémico a lo pragmático, el diagnóstico a la cura, porque no siempre van necesariamente ligados. Es esa obsesión tantas veces inhumana la que puede confundir lo horrible con lo bello, llegando a decir de alguien que es un caso “precioso”, algo que preludia casi siempre la catástrofe para el así destacado. La perversión estética parece haberse hecho consustancial desde hace años a la mirada de muchos médicos.

 

    En aras del supuesto saber, se prescinde de la docta ignorancia, de poner en juego como clínico al alma, a la incertidumbre, primando el bienestar de quien se atiende ante la mirada anatómica o molecular, tan necesarias como auxiliares, tan peligrosas como pretendidamente esenciales. Esa contemplación autista, por más que sea compartida en esa entelequia conocida como trabajo en equipo, que nunca es tal, es reductiva y cruel, y no tolera carencias en su persecución de la marca taxonómica, nosológica.

 

    Y, sin embargo, todos quienes fuimos o seremos pacientes, agradecimos y agradeceremos la mirada limitada y humana del médico, de quien no entiende su ejercicio al modo de la Hygeia de Klimt, sino como arte científico y compasivo en el noble sentido del término. Es médico quien se resigna cuando es preciso a asumir eso que, por ponerle un nombre, se llama idiopático o esencial, poniendo todo el empeño en curar, aliviar o acompañar, más que en nombrar. 

 

 


sábado, 26 de junio de 2021

MEDICINA. 27 de Junio. Día de los médicos.

 

 


 

    Mañana, día 27 de junio, se celebra la festividad de la patrona de Sanidad Militar y de los Colegios Médicos, la Virgen del Perpetuo Socorro. Hace algunas décadas, era un día festivo para los médicos. 

    

    Hasta hace relativamente pocos años, los calendarios mostraban un santoral; cada día se asociaba a uno o varios santos. Actualmente, estamos ante calendarios vacíos (sin santos ni fases lunares) o híbridos, que unen, a la tradicional colección de santos, días conmemorativos de una amplia diversidad de actividades e inquietudes; se va incrementando también el número de fechas que son dedicadas a enfermedades concretas. 

  

    El caso es que, por tradición, vivida con espíritu religioso o sin él, el 27 de junio o un día próximo a él los Colegios Médicos suelen homenajear a compañeros como reconocimiento a una trayectoria que finaliza por jubilación o para premiar méritos particulares. Es una ocasión para encuentros y un afianzamiento en los valores humanistas de la profesión.

     No sobra un día así. Es necesario especialmente como apoyo a tantos que entienden su tarea como vocación de ayuda y no sólo como la aplicación de un conocimiento tecno-científico, a pesar de la gran importancia de éste. 

     Esa vocación va en algunos casos, felizmente con mayor frecuencia de la imaginable, más allá del deber. Es algo que vimos con ocasión de esta terrible pandemia. Quienes trabajaban en UCIs, Urgencias, plantas hospitalarias, residencias geriátricas, atención a domicilio, tantos y tantos compañeros que priorizaron la vida de sus pacientes a la suya propia y al temor a contagiar a sus familiares, nos han dado una lección a quienes, por nuestra especialidad, presenciamos lo que ocurría a distancia, fuera de esa primera línea que lo fue de modo diverso. Han sido muchos, al igual que otros profesionales sanitarios no médicos. Sabían que su esfuerzo respondía a la exigencia ética y con ella cumplieron. 

     Pasaron los aplausos en ventanas y retornó la fría visión social, casi comercial, del ejercicio clínico, como una profesión más, algo que ocurre con todas las vocaciones de servicio, no sólo la médica. Policías, asistentes sociales, profesores supieron estar, como se suele decir, al pie del cañón. 

     Muchos médicos, demasiados, murieron al contagiarse en su trabajo; otros sufrieron y sufren las consecuencias del Covid persistente. Éste es un buen día para recordarlos aunque no los conozcamos. Nos han dado la buena lección de que no basta con el conocimiento, sino que es preciso el amor al otro, al desconocido, en su fragilidad. 

     A la vez, no sobrará recordar el tiempo que sea preciso que un simple virus puede parar el mundo y llevarse por delante a millones de personas. En una época de prodigios técnicos y sueños transhumanistas, cuando la visión preventiva había decaído, la pandemia nos ha situado de un modo brutal en nuestra debilidad, a la vez que ha mostrado el poder de la ciencia básica y de su aplicación como vacuna. 

    Sin duda, el trabajo persistente, mantenido durante muchos años por parte de algunas personas les supondrá el premio Nobel. Algunas de ellas, como Karikó, ya han sido reconocidas con el Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2021. Su trabajo y el de algunos más, pocos en esta historia, marca un hito, no sólo en vacunología sino en la propia concepción de la Medicina.

 

Breve apunte sobre la imagen

 

En el ámbito católico, son múltiples las advocaciones marianas y a ellas se han dedicado catedrales, imágenes escultóricas y pinturas. La Virgen del Perpetuo Socorro se muestra como icono, lo que ya la hace diferente a otras advocaciones. Estamos ante una muestra de la escuela cretense de arte bizantino. Desde Creta, tras una peripecia en la que se mezclan los relatos histórico y legendario, con milagros asociados, ese icono fue llevado a Roma a una iglesia agustina. Después de que ésta fuera demolida por las tropas napoleónicas, acabó en otra iglesia, la de San Alfonso, ubicada en el mismo lugar que la anterior. Allí, bajo la custodia de los Redentoristas, el icono fue restaurado. Múltiples copias se han hecho de él con mayor o menor fidelidad.

 

Como todo el arte cristiano, en este caso el icono muestra de modo visual lo que se hizo dogmático. En caracteres griegos (los propios de la cristiandad bizantina) se indica de forma abreviada quien es cada uno de los representados, María y Jesús son centrales. Los arcángeles Miguel y Gabriel, están situados a izquierda y derecha del espectador y portan ambos los materiales de la crucifixión, incluyendo una cruz griega.

 

María es aludida como Theotokos (Madre de Dios), habiendo sido proclamada así en el concilio de Éfeso en el año 431. Lo sagrado se muestra de un modo diverso, pero lo mítico es quizá su mejor lenguaje. María, como Theotokos, es la gran aporía del mundo cristiano, pero es enlace entre iglesias separadas, su culto cuajó también como patrona de la sincrética Haití, y parece continuar una lejana tradición de diosas y familias divinas. El teólogo católico Hans Küng subrayó que sólo en Oriente y concretamente en Éfeso, donde se veneraba a la Gran Madre (originalmente Artemisa / Diana) fue posible la diosa sustituta María. 

 

En la imagen se revela esa maternidad de un modo muy crudo; a la vez que sostiene al hijo divino, nombrado ahí Jesucristo, María no le evita la mirada a un destino brutal que el niño observa con cara adulta y asustado. Lo materno acoge lo peor que la vida pueda deparar, incluso a Dios encarnado. Curiosamente, la mirada de la madre no se dirige al hijo sino al espectador a quien, como en el caso de otras imágenes, pero quizá más claramente, parece seguir si él se mueve.

 

María lleva sobre su frente en el manto una estrella de ocho puntas que se relacionaría con la estrella de Belén, a la vez que otra de cuatro puntas se asocia generalmente a la tres estrellas de iconos orientales que aluden al misterio trinitario y a la virginidad de María antes, durante y después del parto (dogma aprobado en el segundo concilio de Constantinopla en 553). Recuerda al icono de Vladimir, venerado en Rusia. Otro icono, al que prestó veneración Juan Pablo II es el de la Virgen de Czestochowa.

 

La advocación, Perpetuo Socorro, conviene a la patrona de los médicos, de quienes se espera lo que tantas veces han mostrado, ese cuidado, ese socorro, perenne, perpetuo.

 

A la vez, esa imagen transmite, a la mirada receptiva, serenidad y esperanza.

 


miércoles, 16 de junio de 2021

MEDICINA. La incertidumbre insoportable o el encarnizamiento diagnóstico.

 

 


"Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada."

Sta. Teresa. Camino de Perfección, 11,4.

 

    Vivimos tiempos modernos, en los que no sólo recibimos las bondades diagnósticas y terapéuticas que la investigación tecno-científica ha proporcionado. También asistimos a un cambio muy brusco, no siempre feliz, de la relación singular, transferencial, que supone el encuentro clínico.

    

     En cierto modo, internet ha cobrado el papel del médico y no sólo para cualquier hipocondríaco que se precie, convertido ya en “cibercondríaco”. Casi todos tenemos disponibles aplicaciones de “salud” en los “smart-phones”, que miden las pulsaciones, los pasos que damos o la calidad del sueño, y que pueden ser complementadas por datos que el móvil no puede medir, de momento, como el peso o la tensión arterial.

     

    Hay quien ve una situación ideal en el control permanente de esas variables que se llaman malamente “constantes”, contemplando como buena cualquier alarma de que nuestra frecuencia cardíaca se desmadra o de que no hemos dormido como se debe, porque todo esto ya parece un deber. Pero eso no basta; a veces, habrá que recurrir al médico… también a través del móvil. 

    

     El enfoque “e-Health” se presenta como un futuro magnífico en el que podremos prevenirlo todo, excepto las pandemias, como tristemente hemos visto y volveremos a caer en otra o volverán a ver quienes nos sucedan.

    

     Cuantos más sensores y registros tengamos (los “lab on a chip” llegarán en cualquier momento, si hay chips), más rápido detectaremos el mal posible que habita en el cuerpo y, de ese modo, podremos atajarlo con un tratamiento personalizado. Suena bien sólo en apariencia, porque pasamos, en la práctica, a definir la salud, no como ausencia de enfermedad en general, sino como la demostración constante, en tiempo real diríamos como modernos, de tal ausencia de todas las enfermedades posibles. 

    

    Ya ocurre que mucha gente va con su diagnóstico hecho al médico sólo para confirmarlo y recibir tratamiento, algo que los móviles no proporcionan de momento. 

    

    Los propios médicos, y no sólo los más jóvenes, parecen alabar que lo que hace tiempo se llamaba “ojo clínico”  haya sido sustituido por un ojo realmente adecuado, el de las técnicas de imagen, registros biofísicos, análisis bioquímicos, fenotípicos y genotípicos, pruebas funcionales… 

    

     Es difícil hoy en día acudir a consulta por un problema y salir tranquilo. Raro será el médico que se abstenga de rellenar en papel o de forma electrónica peticiones de algunas o muchas de esas pruebas que un día se llamaron complementarias y hoy parecen prioritarias. Se habla de medicina científica y personalizada. Atrás quedó la medicina mágica. Y, sin embargo, no todo está siendo maravilloso. 

     

    En esta medicina actual hay un problema que no acaba de resolverse bien, sino todo lo contrario. Se trata del manejo de la información y de la incertidumbre asociada a ella, especialmente a la hora de establecer un diagnóstico, pero también en lo concerniente al pronóstico y al tratamiento que aquél puede implicar. A veces, la situación es clara, bien porque una prueba complementaria confirma pronto la sospecha clínica, bien porque ni se necesita tal prueba desde la experiencia del médico. Otras veces, se requerirá una sucesión de estudios que permitan orientar o mostrar claramente el diagnóstico. 

     

    El juicio clínico tiene bastante de orientación bayesiana aunque no se formule como tal. Muchas veces se decidirá en función de lo que parece más probable, aunque tal probabilidad no se mida. Es esa decisión orientada por la experiencia y por una intuición personal la que subyace al buen ojo clínico, entendido correctamente como saber mirar. Pero ahora abundan los médicos que, obsesionados por el diagnóstico, aunque el malestar parezca banal, realizarán todas las pruebas habidas y por haber hasta encontrarlo o descartar (término muy en boga) todas las posibilidades etiológicas, algo que puede ir acompañado, tanto del desprecio de lo subjetivo como de la perspectiva contraria, la psiquiatrización de la queja, si no hay nada malo objetivable. 

     

    Permanece lo viejo en el peor modo, ese lema tristísimo del más vale prevenir, por el que uno puede verse impelido a una dieta de alcachofas o a machacarse en un gimnasio. 

     

    Ahora se trata de obtener toda la información relevante, de no incurrir en riesgo. Y cada médico habrá de decidir qué hacer. Pero no estamos sólo ante una cuestión de balance entre información y ruido (al margen del propio riesgo biológico inherente a algunas pruebas), sino ante el hecho de que tal cuestión se entrelaza con la relación médico – paciente. Y es aquí dónde no pocos médicos sucumben a la tentación de contagiar al enfermo la incertidumbre que debieran guardarse para ellos hasta que se disipe. Es muy distinto tener que comunicar un diagnóstico infausto que anticiparlo como posibilidad, cosa que se hace cada vez con más alegría, trasladando a quien ya tiene sus miedos la necesidad de “descartar” todo lo malo que pueda explicar algo que también, no es infrecuente, puede acabar siendo un problema pasajero que se resuelva solo. 

     

    La relación clínica es muchas veces un ejemplo de cómo en una situación transferencial puede actuarse del peor modo. Ya sobra con que el paciente muestre sus miedos, sus preguntas, sin necesidad de que el médico le ofrezca un panorama de desgracias potencialmente compatibles con ellos y que requerirán no sólo la realización de pruebas sino el tiempo implicado en ellas, algo que puede hacerse eterno si el médico ha contagiado sin necesidad alguna su incertidumbre. La transmisión de ese no saber como sospecha de lo peor propicia de un modo aparentemente cruel la génesis de angustia, antes de tiempo y, a veces, sin justificación a posteriori (a priori nunca la hay).

    

    Es difícil saber por qué ocurre esto. Se invoca con frecuencia la autonomía del paciente y se alude al antiguo e indigno paternalismo médico, pero un paciente acude precisamente para ser orientado desde un supuesto saber clínico, no para ser amedrentado por él. Si eso es paternalismo, lo quisiera para mí cuando precise de un médico. El paciente no necesita respuestas a preguntas que no formula y, aunque lo haga, hay muchos modos de orientarlas, desde la sensatez de referirse a la conveniencia de afinar el diagnóstico, hasta la brutalidad de describir todo lo peor que puede surgir de esos estudios. 

    

     Es plausible que la explicación resida en que un médico que actúa así, anticipando todos los males posibles a descartar, lo haga porque la incertidumbre le es insoportable, no tanto en el orden epistémico, cuanto en el emocional, cuando no con precaución jurídica excesiva. El médico que cree descargar así su incertidumbre antes de confrontarse a lo real no sólo no hace ningún bien, sino que transforma el tiempo de espera del paciente en tiempo de angustia innecesaria para él y sus familiares. 

     

    Ese parece el triste camino por donde están derivando muchas actuaciones clínicas. 

     

    Manejar tan mal la incertidumbre, en muchos, demasiados casos, supone en la práctica que estamos pasando a la encarnación del Dr. Google en muchos médicos. Esa fría, gélida a veces, “internetización” del médico, convertido en operario de algoritmos perversamente llamados “científicos” supondrá, de seguir así, el fin de la Medicina. Tendremos robots que nos diagnostiquen y que incluso nos intervengan quirúrgicamente (ya los hay, aunque “ayudados”), pero nos habremos quedado sin médicos de verdad una vez desaparezcan los que asumían la limitación de su conocimiento y de sus posibilidades y buscaban, a pesar de ello, la realización de ese deseo que ya parece lejano: “curar a veces, aliviar con frecuencia, consolar siempre”.

 


lunes, 31 de mayo de 2021

VACUNAS. ¿Cuál me toca? ¿Cuál es la "buena"?

 



A diferencia de lo que ocurre en otras situaciones, como la gripe, ahora todos sabemos que existen distintas vacunas frente al coronavirus causante de la actual pandemia. Esencialmente, las hay de dos tipos, las basadas en un fragmento de DNA incluido en un adenovirus humano o de chimpancé (AstraZeneca) y las que se basan en mRNA que circula en una nanocápsula lipídica (Pfizer o Moderna).

 

Las vacunas basadas en mRNA son realmente novedosas y fruto del trabajo científico desarrollado durante muchos años por personas que tenían tres objetivos en mente, la síntesis de proteínas deficitarias, el desarrollo de inmunidad tumoral y el logro de nuevas vacunas frente a gérmenes que se mostraban especialmente difíciles, como los virus de la gripe o el virus del SIDA (VIH), o el plasmodium, causante de la malaria. Fue la llegada de la Covid-19 la que propició un cambio de objetivo, pero el trabajo científico esencial ya estaba prácticamente hecho.

 

Una vez sentadas las bases científicas, el desarrollo de la vacuna fue muy rápido y se hizo dependiente de la capacidad de producción de la Big-Pharma y de las políticas estatales. Diferentes agencias (nacionales, europeas, estadounidenses…) fueron aprobando las vacunas que hoy en día se dispensan en cada país. Como bien es sabido, la que más se administra en el nuestro es la suministrada por Pfizer, basada en mRNA. Su equivalente, Moderna, se proporciona en muchos menos casos. De las basadas en DNA, es la de AstraZeneca la que se administró y, en concreto, para grupos considerados esenciales por su trabajo (militares, policías, profesores…). Otras alternativas como la de Janssen parecen minoritarias.

 

Con todas las vacunas se dio un porcentaje relativamente alto de efectos adversos, molestos pero rápidamente pasajeros. Pero hubo una excepción consistente en casos de muerte por un raro efecto trombótico en el caso de vacunados con la versión de AstraZeneca (AZ).

 

Inicialmente, se negó lo evidente. Más tarde, se comparó de un modo penoso la probabilidad de un episodio trombótico letal asociado a la vacuna de AZ con la de que a alguien le cayera un rayo o le tocara la bono-loto. Unas comparaciones que carecían de la noción más elemental de lo que es probabilidad, mezclando malamente las aproximaciones frecuentista en el límite y numérica, y obviando el hecho de probabilidades condicionadas (si uno no se vacuna, no corre riesgos asociados a tal opción, aunque el riesgo de contraer la Covid-19 sea muy alto y el riesgo de muerte por trombo asociado a la enfermedad también mayor que con la vacuna).

 

Pero un buen día, alguien con  poder político se asustó y decidió retirar cautelarmente la vacuna AZ, precisamente cuando estaban convocadas muchas personas a recibirla. Eso ya generó o amplificó la alerta inicial que titulares de periódico habían mostrado. Simultáneamente vimos como el rango de edades para el que se recomendaba cambiaba drásticamente, reservándose para mayores de 60 años.

 

A la vez que eso ocurría, la cantidad de dosis de Pfizer que llegaba (y, afortunadamente, sigue llegando) a nuestro país crecía enormemente, permitiendo que la velocidad de vacunación actual con las dos dosis pautadas sea muy adecuada y nos permita alcanzar una inmunidad grupal más pronto de lo que inicialmente pensábamos. 

 

¿Qué pasó con AZ? Lo impensable. A pesar de afirmar reiteradamente su seguridad, aduciendo la rareza de casos letales (una vez admitidos), se retiró, dejándose de proporcionar hasta ahora la segunda dosis, según la pauta recomendada por el fabricante y aprobada por la Agencia Europea del Medicamento, a unos dos millones de personas.

 

Por alguna razón extraña, ya que no se ha manifestado, el Ministerio de Sanidad prefirió cambiar de plan y administrar a toda esa gente una segunda dosis… pero de la vacuna de Pfizer, contraviniendo todas las indicaciones habidas hasta el momento sobre tal decisión. Eso sí, pretendieron el aval, que obtuvieron, como era ya supuesto por todos, del Instituto Carlos III, que, despreció el método científico, diseñando y realizando en un tiempo record un estudio llamado por ellos “exprés” y que respaldó claramente, sin base científica alguna cambiar la segunda dosis de AZ por una de Pfizer. 

 

Cualquiera que haya leído un libro elemental de probabilidades y estadística puede entender el disparate de extrapolar la seguridad obtenida en ese estudio a grandes poblaciones, teniendo en cuenta que los efectos letales asociados a AZ, de los que se habla (no se ven muchas publicaciones científicas sobre vacunas tras su aprobación), son del orden de 1 a 10 por millón. Aunque fueran de 1 a 10 por cien mil o incluso por diez mil, un estudio de 600 casos (400 en el brazo de ensayo) no detectaría un incremento de letalidad, precisamente por su rareza. Hubiera sido realmente inquietante que, en un grupo tan pequeño como el del ensayo viéramos muertes.

 

No vale la pena discutir el sexo de los ángeles ni tampoco dedicar una línea a mostrar que la base para el cambio de plan del gobierno, induciendo ahora a mezclar dos vacunas distintas, es pseudo-científica, aunque pueda ser razonable o no por intereses políticos o comerciales.

 

Estamos en apariencia ante una opacidad que atenta contra la inteligencia de la ciudadanía. Quienes van a recibir la segunda dosis, debieran, en una situación basada en una política científica sensata, poner el brazo y nada más, comunicando a continuación a su médico cualquier efecto adverso que les preocupara. Pero eso no ocurre y no precisamente porque la gente sea idiota o afín a un partido político opuesto al gobierno, sino porque se han hecho las cosas de un modo que difícilmente puede ser más insensato. Que el Ministerio trate de convencer, desde la pseudo-ciencia, de que la alternativa de mezclar AZ y Pfizer es mejor que poner las dos dosis de AZ, parece sugerir que nos sobra precisamente eso, un ministerio como es el de Sanidad. A la vez, obligar a firmar un consentimiento informado si uno opta por AZ (la inmensa mayoría así lo declara, al parecer, a pesar de declaraciones ministeriales vacías), supone un lavado de manos similar al de Pilatos e induce a pensar que uno se juega la vida, como se se plantease una intervención quirúrgica a vida o muerte.

 

Vivir para ver


 

miércoles, 26 de mayo de 2021

El placer de hacer una tesis

 


Esta entrada es un poco más larga que las habituales porque su destino es la expresión de agradecimiento. 

 

Habiéndome licenciado en 1975, fue en los años 80 cuando me surgió la posibilidad de realizar un deseo, doctorarme. Para ello, precisaba un proyecto de tesis y también una persona que me la dirigiera.

 

Inicialmente, el proyecto lo imaginé centrado en la investigación relacionada con dislipemias. Era un tiempo en que empezábamos en los laboratorios clínicos a estudiar las lipoproteínas implicadas en la aterogénesis, por lo que parecía natural centrar la tesis en esa temática: colesterol-HDL, apolipoproteínas 

 

Gracias a un compañero, fallecido poco tiempo después, me concedió una entrevista el Prof. Cabezas Cerrato, catedrático de Patología General en la Universidad de Santiago. Llevaba conmigo resultados de laboratorio, algo que conservo con cariño. Hablamos de los lípidos, pero él rápidamente me mostró la dificultad que entrañaba lo que se suponía un estudio de tipo observacional, que habría de realizarse con muchas personas, incluyendo niños. Al ver que se me iba por la borda esa posibilidad, le comenté que mi interés real poco tenía que ver con los lípidos y mucho más con la cinética celular y con su potencial perturbación por agentes físicos, como campos magnéticos estáticos. Esa contingencia inesperada resonó favorablemente en el Prof. Cabezas, que decidió concederme un tiempo para presentarle un proyecto detallado al respecto.

 

Cuando, al cabo de algunas semanas, me volví a reunir con él, y después de leerle todo el proyecto, incluyendo la bibliografía, surgieron por su parte algunas preguntas, tras las que me dio el visto bueno. Me dirigiría la tesis. 

 

Tenía ya un tema que me interesaba, facilidades y dificultades para realizarlo, y un catedrático que había pasado de una aparente intransigencia a una receptividad llamativa

 

Necesitaba un campo magnéticoy un medidor de su intensidad y nada parecía mejor que recurrir al catedrático de Electromagnetismo de la misma Universidad, el Prof. Rivas Rey, un hombre de gran calidad científica y humana, cuya amistad actual me honra, y que me brindó entonces todo tipo de posibilidades. 

 

Era una época interesante. Lo que ahora nos parecerían lastres, eran entonces aspectos de la modernidad. Al disponer en mi hospital de una excelente biblioteca, las revistas principales generalistas (Science y Nature), así como las principales médicas (NEJM, Lancet, BMJ), estaban disponibles. A la vez, había un curioso sistema, el Index Medicus, que recogía referencias de lo que se publicaba sobre distintos temas, de tal modo que, atendiendo al título de cada trabajo allí recogido, uno podía hacerse a la idea de si era interesante y, en tal caso, tratar de conseguirlo. Esa aproximación se complementaba con la ofrecida por el Current Contents. De ese modo, lo que no estuviera disponible, podía lograrse pidiéndoselo directamente, por correo postal, al autor. Peticiones y más peticiones en tarjetas ad hoc, con su sello de correos, que, con frecuencia, no siempre, eran respondidas con una atenta carta en la que se adjuntaba la separata solicitada o, como se le llama ahora, el “paper” en cuestión. Curiosamente, el tema abordado generaba especial interés al otro lado de lo que entonces se conocía como telón de acero. En Occidente, esa mirada tenía que ver más bien con aspectos de seguridad relacionados con el trabajo con campos magnéticos de alta intensidad, como los que se manejaban en física de partículas, y en la incipiente aplicación de la resonancia magnética nuclear a la obtención de imágenes. Los libros de Barnothy, Dubrov, Tenforde mostraban maravillas relacionadas con el campo geomagnético y los campos de gran intensidad. Era el tiempo en que se habían descubierto las magnetobacterias y la posible orientación en campos magnéticos débiles de macromoléculas con anisotropía diamagnética. Algo hermoso se mostraba. 

 

Lo que ahora es, en la práctica, instantáneo, como el correo electrónico, en aquellos tiempos se lograba o no tras el tiempo de espera que requería el intercambio postal. No era algo necesariamente negativo; llegaban correos manuscritos, encerrados en sobres con sellos de diferentes países… Y había una espera interesante, que ahora parecería paleolítica. 

 

La tesis proyectada era de carácter experimental, pero, como todas, requería una introducción al tema a tratar. Y eso constituyó una sorpresa personal, ya que disfruté más con el trabajo teórico de introducción, y después con el de discusión de los resultados, que con la experimentación misma. De ésta, más que con los resultados en sí, disfruté con la metodología, con las imágenes microscópicas, con algo ya un poco antiguo, como ver la diferente tinción de cromátidas hermanas de cromosomas y los intercambios de fragmentos entre ellas; la primera vez que lo vi en mi microscopio la sensación fue impresionante.

Convencido de que mi vocación era la investigación experimental, el interés bibliográfico y el esfuerzo de síntesis fue ya una señal de que eso era un error que, no obstante, persistió durante mucho tiempo, hasta que se me hizo evidente que mi deseo tenía que ver más con lo teórico que con lo experimental, con lo estético que con lo epistémico, aunque ambos aspectos fueran íntimamente ligados. 

 

Los ochenta fueron años de cambios, quizá de mayor envergadura de los que acontecieron después. Nadie usaba internet, pero ya se vislumbraba. Las máquinas de escribir seguían sonando en todos los departamentos de hospitales y oficinas. Había intercambios verbales cotidianos entre compañeros, presenciales diríamos hoy,  que empezarían a decaer paulatinamente. Y aparecían los primeros ordenadores, aunque muchos no merecieran propiamente tal nombre en comparación con el Apple II.

 

Ahora, que hacemos las fotos que queramos con cualquier “móvil”, no “saboreamos” la frustración que suponía pasarse horas al microscopio haciendo fotos para descubrir que el revelado de algún rollo de película aparecía totalmente negro o que ese carrete en cuestión ni siquiera se había movido. Hacer una diapositiva descriptiva suponía un lento trabajo de colocación de letras, signos y gráficos en un papel de color que sería fotografiado y “positivado”. Todo eso requería una gran pérdida de tiempo, pero entendida así sólo si concebimos el tiempo con los criterios apresurados de una supuesta eficiencia que, no pocas veces, nos acaba perjudicando. Las prisas nunca son buenas. 

 

Esos años fueron para mí un tiempo feliz, a lo largo de todas las fases de la tesis, leída en julio de 1987, a pesar de torpezas experimentales de todo tipo y de que los resultados obtenidos no fueran espectaculares precisamente, cosa que cabe esperar como posibilidad si uno tiene honestidad científica, la que permite reconocer que lo importante reside en la búsqueda más que en el resultado mismo. 

 

Ese goce implícito a todo el trabajo de tesis sólo fue posible por ser realizado en plena libertad, la que me otorgó, desde el primer momento, mi Director de Tesis. Nos veíamos pocas veces al año. Siempre recibí de él una crítica tan rigurosa como animosa, siempre confió en mí. La primera vez que ensayé la lectura de la tesis, tras escucharla pacientemente, se limitó a decirme que era un desastre. Y tenía razón. Salió bien después de eso. Me enseñó y aprendí.

 

Podría decir que me dirigió muy bien precisamente por no dirigirme, por dejarme hacer libremente. Su dirección fue en realidad la de una mirada compartida, sin decírnoslo, al valor del método científico, algo en lo que él era y sigue siendo un maestro. Algo que no olvidé. 

 

Monod hablaba del azar y la necesidad en el ámbito de lo viviente. Pues bien, en el desarrollo biográfico, son importantes la contingencia y un destino que no sólo está regido por genes y determinantes de todo tipo, generalmente inconscientes, sino también por el deseo. Es, en la medida en que unimos nuestro deseo a nuestro destino, que podemos saborear lo mejor de la vida, esa felicidad que, para Freud y para Russell, implicaba el trabajo creativo. 

 

Mucho después, la mirada psicoanalítica mostró el extraordinario valor de la creatividad amorosa. 

 

José Cabezas, un hombre cuyo interés no se limitó al inherente a su cátedra ni a la Medicina, sino que miró, y sigue haciéndolo, a todo lo humano (su reciente libro sobre el cerebro da buena cuenta de ello), fue un excelente maestro para mí. Y su amistad, ya de muchos años, un precioso regalo. Justo es reconocerlo públicamente alguna vez. Y cualquier momento es bueno para ello, como hoy, como ahora.


Dedicado a mi amigo, el Prof. Dr. José Cabezas Cerrato.