Aunque seamos sordomudos y ciegos a la vez (el síndrome de Usher no es tan infrecuente), hablamos. Eso es algo que reconoce con notables efectos terapéuticos el psicoanálisis.
Podría decirse que en hablar nos va la vida.
Hablamos a otro, a nosotros mismos, a mascotas, a ordenadores… algunos, a veces, también a Dios.
Parece que no podemos dejar de hablar.
Se alaba muchas veces, y con gran razón, el silencio. Y es que, si no tenemos nada relevante que decir, cosa que ocurre con frecuencia, parece mejor callarse. También, como nos advirtió Wittgenstein, es posible que no podamos decir propiamente nada de lo que más necesitamos decir y, en tal caso, lo mejor también es callar. El sentimiento místico hace que lo más verdadero para uno sea inefable.
Podemos escribir, pero no es lo mismo, aunque sea una buena suplencia.
Las cartas, por ejemplo, algo que parece propio de un pasado que no sabía de ese futuro, ahora presente, electrónico, tenían su liturgia asociada. Había un papel “de carta”, que podía tener o no sus renglones, que era más ligero en los correos “air mail” (así se indicaba en los sobres, aunque sólo supiéramos castellano), que recogía de un modo formal lo más informal del mundo, atendiendo a detalles hoy casi ignorados, como la ortografía y la caligrafía, y la esencia de lo que se deseaba decir. Encerrado en un sobre, tras su franqueo y entrega en un buzón, se instauraba un tiempo calmado o no de espera de respuesta a la dirección postal inscrita como remite. Había personas que, tras haberla meditado, dedicaban toda una tarde a redactar una carta, algo que hoy llamamos malamente correo.
Por poder, podemos hasta escribir libros, sin saber si alguien los leerá alguna vez. También un diario personal, algo sólo aparentemente paradójico por ser lectura para no ser leída más que por quien “no debiera” hacerlo, deseando en el fondo ese fin.
Pero escribir no es lo mismo que hablar. Tampoco lo es escuchar. Lo hacíamos más antes, atentos a la radio; ahora oímos (a veces también vemos) la televisión. Alguien habla, muchos escuchan, aunque sea como ruido de fondo, como “compañía” se dice incluso. La publicidad está incluida y, en un mundo mercantilizado, se registran índices de “audiencia”, algo realmente curioso, especialmente cuando se extiende a lo que no se escucha, sino que se lee, como los periódicos.
Nos es posible percibir sentimientos de otros, incluso antiguos, transmitidos en libros que recogen historias, poemas, correspondencia. Hay lecturas de estudio, de divertimento, de “cultura”. También se da la lectura del libro sagrado, algo que supone exégesis, hermenéutica, aunque a veces se haga crudamente literal para esclavitud de muchos. La religión como “religare” descansa en la mediación de ese libro santo. La religión como “relegere” lo precisa para la repetición del ritual salvífico.
Casi todo lo que sentimos, no lo más importante, es decible, aunque sea malamente, desde una perspectiva toscamente intelectual. Hablamos para decirnos y lo hacemos constantemente en la relación familiar, laboral, social… Hablar tendría la finalidad de comunicar algo esencial, pero ocurre más bien que es al revés, que lo esencial, lo más básico, es el hablar mismo, aunque sea prescindible todo lo que se dice y se escucha en el acto de hablar, que pasa a ser más importante como tal, como acto de mostrarse, que como vehículo de transmisión de lo que se pretende decir.
En la relación psicoanalítica ese valor del habla se muestra del modo más claro, definitivo, cuando el lenguaje atraviesa al hablante, cuando su inconsciente lo “traiciona” del mejor modo mediante la palabra dicha, y revela del modo menos intelectual pero más íntimo y obvio lo importante sobre su biografía, su situación y su posibilidad realista de un cambio, de ser, que no es sino tratar de llegar a eso, a ser.
Cualquier circunstancia, por nimia que parezca, puede enseñarnos humildad. Una mañana de domingo estaba esperando a entrar en un lugar de venta de prensa (de los que ya no quedan), donde el aforo pandémico permitía solo la presencia de una persona, y la que estaba no salía, instalada en una cháchara que parecía eterna. Cuando salió, reconocí la insensatez de mi prisa, porque todo apuntaba a que esa persona no sólo iba a comprar el periódico. Iba, de paso, pero esencialmente, a algo más, iba a hablar. No sé de qué; probablemente del tiempo o de cualquier noticia intrascendente, pero su necesidad fue paliada o colmada con un ratito breve de comunicación humana.
Hace años había un programa de radio que se emitía de madrugada, “Hablar por hablar”. ¿Hay algo más necesario tantas y tantas veces? En ocasiones, esa necesidad imperiosa puede, incluso, aunque parezca extraño, prescindir de la palabra misma. Ocurre cuando sobrevaloramos el valor de algunas amistades (amigos siempre hay pocos) frente al de la simple humanidad, que puede llegar a serlo de tal modo que parece angelical. Así, en un bello y duro poema, Octavio Paz se refería a algo impactante, experimentable raramente, pero afortunadamente real:
…“tocar la mano de un desconocido
en un día de piedra y agonía
y que esa mano tenga la firmeza
que no tuvo la mano del amigo”…
Esta cruel pandemia ha traído a muchas personas demasiados días “de piedra y agonía”, en forma de una soledad inaudita, insoportable. Pero también cabe esperar que algunos afortunados hayan tocado la mano de un ángel, de esos que existen de verdad, y que, a veces, se muestran como desconocidos.
Gustavo Dessal
ResponderEliminar14:21 (hace 1 hora)
para mí
Querido Javier: tu pequeña anécdota sobre la espera para comprar el periódico me hizo pensar mucho. Nací en una gran ciudad, Buenos Aires, donde a pesar de todo siempre hay un momento para hablar. En la caja del supermercado, en la cola del banco, con la persona que viaja a tu lado en el autobús. Hablar es una pasión argentina. Subes a un taxi, y a los dos minutos el conductor ya te ha contado media vida, y quiere saber todo sobre la tuya. Nunca comprendí la avidez del habla allí, en aquel país. Es una de las razones por las que el psicoanálisis, como una vez me dijo un gran amigo mío, es la única ideología que todos los argentinos comparten más allá de cualquier diferencia social, económica o política.
El arte de la correspondencia es algo que, como bien sabemos, se ha perdido. Una carta es la voz del ausente, dijo Freud en una ocasión. Él dominaba ese arte como pocos. Lo demuestran las miles de cartas que escribía: todas ellas fueron una muestra de su increíble talento intelectual y poético.
Te confieso que la impaciencia a veces me hace olvidar la importancia que tiene comprar el pan y añadirle ese plus de satisfacción que implica un intercambio de palabras. Celebro que me lo hayas recordado con tu hermosa entrada.
Un abrazo,
Gustavo Dessal
Querido Gustavo,
EliminarComo siempre, si algún valor tiene para mí escribir este blog, es el de suscitar comentarios como el que hoy me envías y que, por supuesto, agradezco mucho.
Sí. Ese arte se ha perdido. Hay que reconocer que, en los tiempos de Freud y donde él vivió (antes de ese "nuevo orden" pagano felizmente acabado) el correo postal funcionaba de maravilla. Tengo un libro precioso porque recoge la correspondencia entre Zweig y Freud, Rilke y Schnitzler. Como bien dices, muestran todas esas cartas el gran talento intelectual y poético de quienes se encontraban así, a través de un papel manuscrito. Freud fue, sin duda alguna, alguien especialmente admirable en la Historia.
Mi impaciencia creo que no la superas. A partir de esa anécdota la he atemperado algo, pero poco. Y, sin embargo, una cola, un trayecto en bus o taxi, comprar el periódico o el pan e intercambiar unas palabras nos recuerda que estamos vivos, que somos vivientes por hablar con otros que también lo son.
A la hora de redactar esta respuesta me sobreviene el recuerdo de hace muy pocas horas, de esas imágenes mostradas en los telediarios sobre Afganistán. Esas bestias tan demasiado humanas, a lo Nietzsche, no habían nacido aún cuando Freud escribió sobre la pulsión de muerte. Ahora la vemos de forma brutal sin paliativos, sin perdón del sediento de sangre. Aquí, al lado, en comparación con la ridícula distancia que nos separa de nuestra Luna, ya no digamos si usamos otras comparaciones astronómicas.
Freud sufrió el furor de la "pureza" pagana. Hoy muchos están siendo sacrificados en nombre de Dios misericordioso, por quienes hacen de la blasfemia fáctica de ese Dios islámico su maldito cántico puro y mientras Occidente se repliega y calla vergonzosamente ante la barbarie, otra vez. De nuevo lo peor medieval retorna y, por la miseria moral de unos cuantos con poder de decisión polítca, muchos sufrirán y todos acabaremos indirectamente manchados de sangre por más inocentes que nos consideremos.
Bueno, me he desviado, pero me parece imposible pensar en Freud sin hacerlo en el tiempo que le tocó vivir al final y en quienes son arrojados a un infierno en estos mismos momentos ahí,en Afganistán.
Por pura casualidad, este horror coincide con una relectura que estaba haciendo del libro de Holland, Milenio. Aunque quizá Freud me recordara que no hay casualidades.
Un gran abrazo,
Javier