San Pablo parece dar a entender que la misión de Cristo fue
“compensar” el pecado de Adán: “Pues del
mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo”
(1ª Cor; 15:22).
Creo que esa idea de un pecado original universal no es
propia del judaísmo aunque sí lo sea de modo particular. De hecho, en el
Evangelio de Juan se nos dice que Jesús “vio,
al pasar, a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: “Rabbí,
¿quién pecó, él o sus padres para que haya nacido ciego?” Respondió Jesús: “Ni
él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn
9;1-4).
Parece así que San Pablo era más papista que el papa o,
mejor dicho en este caso, más cristiano que Cristo.
Vivimos en un estado aconfesional (que ya podría ser laico
de una santa vez), pero seguimos bajo la influencia poderosa de esa concepción de
pecado transmisible, sea de modo universal, paulino, sea bajo la concepción
judaica: “Soy un Dios celoso, que castiga
la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de
los que me odian” (Deut. 5,9; los párrafos siguientes de ese capítulo del
Deuteronomio son más amables).
El pecado original sigue pesando, por muy modernos y
evolucionistas que seamos. Hay una concepción pecaminosa de la enfermedad a
escala individual como si sólo le aconteciera al irresponsable que no se cuida,
que no “se mira”, que no toma una medicación preventiva, etc. Pero también
persiste la imagen de pecado transmitido en forma de malos genes, algo difícilmente
predecible en el caso de homocigosis recesivas, a la espera de que se anticipe
todo lo habido y por haber con el abaratamiento de los tests genéticos, lo que
reforzará ese determinismo, esa implicación de la falta paterna que sufrirá el
hijo aunque sus padres sean sanos. La tentación eugenésica está servida.
Pero hay otra forma de sufrir el pecado de los padres que
no es biológica sino cultural, propiamente socio-económica. Recientemente
surgieron dos noticias, dos de tantas, pero que no escandalizan más que a los sensibles, no a los que tienen la seria responsabilidad de tareas de gobierno:
Una se refería a un bebé desahuciado de su casa:
La otra mostraba que, sin papeles, sin código de barras
identificador actualizado, otro bebé no sería atendido por el sistema sanitario
público.
Un gobierno de derechas, pro-católico, que dice promover la
vida y que se escandaliza por ello ante el aborto, no parece que sea sensible a
noticias como las anteriores. Tal vez, precisamente, porque asume el pecado
original, según el cual la culpa de la situación de esos niños es de ellos
mismos porque la heredan de sus padres, que no habrán sabido vivir de acuerdo a
sus posibilidades o que habrán entrado aquí, en esta tierra visitada por la
Virgen del Pilar, sin papeles. Esos niños podrán ser redimidos, por el bautismo,
del pecado adánico, pero tendrán que cargar con la dura penitencia que les
corresponde por el pecado familiar, el de sus padres, que no han estado en el lugar conveniente
en el tiempo adecuado.
Ese olvido de los inocentes produce náusea, una náusea que
impone el vómito cuando quien rige los destinos económicos del país que
gobierna dice que la cosa va bien, que nos recuperamos (y vaya que si se
recuperan algunos). La beatería política admite el darwinismo, pero no el
biológico, sino el social, como ya expresó un egregio político del PP en su día.
Los bebés manchados con el pecado de sus padres (el gobierno, los “mercados”,
los banqueros, jamás tienen la culpa) sufrirán las consecuencias de esa “ley”
pseudo-darwiniana: pasarán frío, hambre de alimentos y de saberes, morirán
jóvenes. Y es que son pecadores.
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