Somos seres temporales. Los cambios biológicos y biográficos se van sucediendo en nosotros desde que nacemos hasta que nos morimos. Eso plantea la perspectiva de un tiempo lineal. No hay marcha atrás en la vida de cada uno. Y lo que le ocurre a uno, le sucede a todos. La Historia también es lineal aunque a veces parezca que se repite.
A la vez, esa dirección lineal es una sucesión de ciclos que la dividen en años o fracciones de año, siendo éstos artificiales (meses, semanas) o naturales (estaciones, días).
Nada ofrece mejor el carácter repetitivo que un simple día. De hecho, tan importante es esa unidad cíclica que los relojes biológicos con que contamos la mayoría de especies son principalmente circadianos. La cronobiología es, lamentablemente, un área de investigación que parece haber pasado de moda.
Necesidades religiosas y otras más pragmáticas, como la agricultura, han inducido a la construcción de calendarios dirigidos inicialmente al cálculo de estaciones. Más tarde, se dio también la preocupación por el recuento de años sucesivos, desde un tiempo inicial, un origen de historicidad dudosa y más bien mítico: “Ab urbe condita”, “Anno Domini", etc.
Pero no sólo las estaciones y la sucesión de años. También el ciclo unitario, el día, es, a su vez, una sucesión de tiempos: horas, minutos, segundos, e incluso fracciones de segundo. También en este caso se dieron necesidades de medida por las actividades civiles y religiosas.
Una medida precisa del tiempo tiene aspectos prácticos indudables. Quizá un buen ejemplo sea el cálculo de la longitud en navegación, pero no es el único: una ley física tan importante como la segunda de la termodinámica implica, en la práctica, una forma de intuir el tiempo.
Los sistemas cronométricos han evolucionado. En un rango instrumental que abarca de las clepsidras a los relojes atómicos, todos disponemos de relojes propios y públicos y cada vez más ajustados entre sí a una hora universal.
El calendario mide años y señala estaciones y efemérides. Fue precisamente la necesidad de calcular la fecha de la pascua cristiana la que acabó induciendo a la reforma gregoriana del calendario. El reloj, a su vez, marca los tiempos de citas, de trabajo, de comidas, de inicio de espectáculos o de actividades de Bolsa, programas de televisión, etc.
Parecen dos sistemas con sendos objetivos diferentes: el calendario se fijaría en la sucesión de años y en las efemérides de cada uno, en tanto que el reloj sería importante para vivir la rutina diaria. ¿Por qué no unirlos? En cierto modo, nuestros relojes ya lo hacen, indicándonos no sólo la hora sino también el día, mes y año en que vivimos. Son instrumentos que precisan una fuente de energía que, en la práctica, despreciamos por su bajo coste. Todos los relojes personales y públicos de que disponemos hoy, aunque no se estropeen, acabarán parándose al cabo de años: por no darles “cuerda”, por no cambiar su pila, por no moverlos… por falta de energía a fin de cuentas.
¿Podría crearse un reloj - calendario que fuera independiente del mantenimiento y que marcara las fechas a ritmo de reloj, aunque este ritmo no tuviera en cuenta segundos, minutos u horas, sino días, años, siglos? Tanto los calendarios como los relojes son instrumentos de observación; requieren un sujeto que los mantenga y observe lo que indican, sea en las piedras de Stonehenge, sea usando un teléfono móvil. Pero podría construirse un reloj - calendario que funcionara con independencia de mantenimiento humano. No lo haría eternamente, pues no es posible un móvil perpetuo, pero sí durante muchos siglos. Ése es uno de los objetivos que persiguen los miembros de “The Long Now Foundation”, crear un reloj que marque el tiempo durante los próximos diez mil años. Esa fundación se caracteriza por sostener proyectos que miran a muy largo plazo. Uno de ellos, “The Rosetta Project”, ya había sido objeto de comentario en un post de este blog.
Tal reloj es una construcción compleja que busca la simplicidad: gente inmersa en una cultura equivalente a la de la edad de bronce podría entender su mecanismo. Requiere energía y, para ello, de las fuentes posibles, se ha elegido la que parece más estable: una diferencia térmica en la cima de la montaña que albergue en su interior al reloj se transmitiría como energía a los componentes que la precisan.
Y ¿por qué no hacer que suene también? Brian Eno, uno de los promotores de esa idea, ha construido un algoritmo que genera secuencias aleatorias de notas musicales, de modo que las campanadas, una al día, sean todas distintas.
Ya se ha construido un prototipo a pequeña escala. Ahora se pretende instalar varios relojes en lugares geológicamente estables. ¿Por qué? Quizá le pregunta mejor sea ¿Por qué no? ¿Tiene algún sentido la Torre Eiffel? ¿Una catedral? ¿Por qué no hacer algo aparentemente interesante aunque sólo sea como monumento a una generación?
El reloj de diez mil años es un sueño aparentemente realizable, como otros lo han sido. Será el emblema de una generación o un mero resto de ella, pues no es descartable que el paso del tiempo, en el que se anclan los recuerdos, siga siendo registrado por un instrumento que puede ser a su vez olvidado si, por la razón que sea, no queda nadie para observarlo.
Una nota sobre el año:
El año trópico es el tiempo que transcurre entre dos equinoccios vernales, cuando los planos del ecuador y de la eclíptica se cortan en primavera.
El año sidéreo es el tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta alrededor del Sol hasta un punto exacto del espacio, tomando como referencia las estrellas. Excede muy ligeramente al año trópico.
Este blog parte del juego entre el recuerdo y el olvido. Es así como se inicia. Entre la amnesia y la hipermnesia, una memoria que abarca lo pertinente biográfico sostiene la posibilidad de reflexión, de mirada a todo lo que nos incumbe, sea como profesionales, como ciudadanos y, esencialmente, como sujetos, intentando siempre defender aquello que propiamente nos hace humanos frente a cualquier intento deshumanizador.
lunes, 28 de diciembre de 2015
Un reloj para diez mil años. Feliz 02016.
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martes, 22 de diciembre de 2015
¿Y si…?
La imaginación permite esos juegos no sólo en el ámbito del comic. También en el de la ficción llevada a la ciencia o a la historia. ¿Qué pasaría si… ? Si no hubiera caído Roma, ¿tendríamos una ciencia mucho más avanzada? ¿Si la radiación del cuerpo negro no fuera vista como un problema interesante, tendríamos la mecánica cuántica? Pero también, ¿habría una segunda guerra mundial si Hitler hubiera sido admitido en la Academia de Bellas Artes de Viena?
Esas e innumerables preguntas más son tan aparentemente interesantes como inútiles, porque sólo hay una historia y, aunque responda en gran medida a lo contingente, es la que es, sólo visible en pasado, no modificable; carece de sentido imaginarla de otro modo, aunque sea importante conocerla para estar advertidos de lo que puede repetirse. Una advertencia a la que, sin embargo, nunca se le hace el menor caso.
Esa pregunta no sólo carece de sentido ante la Historia, ante lo colectivo. También ante lo biográfico. ¿Qué ocurriría si hubiera aceptado aquella oportunidad? ¿Y si no hubiera elegido mi profesión, mi pareja, la ciudad en la que vivir… etc, etc.? ¿Y si…? ¿Y si…? Una pregunta que se reitera demasiadas veces ante encuentros casuales, ante frustraciones, ante sueños, insistiendo en una nostalgia inútil de lo no vivido.
Hay quien dice que le gustaría volver a la juventud sabiendo lo que sabe por su experiencia vital, pero quien eso manifiesta sólo expresa una gran ignorancia sobre sí mismo. En el hipotético caso de lo que parece imposible, un viaje en el tiempo, alguien que hace tal afirmación haría lo mismo que hizo con su vida. Exactamente lo mismo en lo esencial. En realidad, mucha gente, sabiendo lo que sabe, sigue y seguirá haciendo lo mismo en el futuro, en una repetición incesante de lo peor.
Sucede que el “¿Y si…?” es una pregunta sin sentido porque nos supone mucho más libres de lo que en realidad somos, pues ocurre que estamos determinados, no tanto porque nuestros genes o los astros lo digan, cuanto por la propia biografía construida en lo familiar, por el niño que permanece en nuestro interior aunque nos hagamos viejos, por todo eso que desconocemos de nosotros y que, aunque dejándonos libres en cierto grado y responsables siempre, nos determina.
Saber de eso, de lo inconsciente en nosotros, sí permite un modo de hacer mejor con la propia vida en el presente, en el futuro que nos quede, y realza a la vez el absurdo de la pregunta “¿Y si…?” referida a nuestro pasado, a la vez que muestra su gran posibilidad cuando se enfoca al presente y al futuro personal y colectivo.
Podemos construirnos y reconstruirnos y, a la vez, influir, aunque sea muy poco, en la Historia. Pero ese saber requiere, como el lenguaje, del encuentro con nosotros mismos en el otro especular. Por eso, la filosofía no necesariamente libera a quien a ella se dedica, pudiendo facilitar paradójicamente la vida de los otros. Tal vez en eso radique la diferencia entre filosofía y psicoanálisis, porque, en el fondo, no somos tan racionales como creemos y mucho más inconscientes de lo que suponemos.
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lunes, 14 de diciembre de 2015
Psicoanálisis. De la escucha a la mirada en Barcelona.
Es bien sabido que Freud creó el psicoanálisis. No fue algo que surgiera de la nada. Una excelente biografía suya, la de Peter Gay, nos muestra su evolución desde la investigación básica al descubrimiento de lo inconsciente y, con ello, la posibilidad de incidir sobre algo que era para los pacientes tan perturbador como oculto.
Un descubrimiento así no es equivalente al de un antibiótico. Hay que hacer un trabajo hermenéutico de lo que se tiene entre manos y ya desde un principio hubo disonancias entre psicoanalistas, siendo célebre la existente entre Freud y Jung. Pero, a pesar de distintas concepciones, prácticas y escuelas, el psicoanálisis ha evolucionado desde Freud y es en la actualidad un enfoque clínico potente.
Hay algo consustancial a esta práctica: reconoce el límite que impone la singularidad de lo subjetivo. Ese reconocimiento implica una posición de escucha. En cierto modo, simplificando, la escucha del analista permite que el paciente vaya dándose cuenta de su determinación biográfica, tan distinta de la restricción biológica y, desde ese darse cuenta, desde esa situación en la que donde era Ello acontece el Yo, según diría Freud, alguien puede hacer algo mejor con su propia vida.
Pero precisamente esa actitud de escucha es la que también se abre más allá de la clínica, la que está atenta a la patología social, a lo que ocurre en nuestra civilización, tan inconsciente como la propia Historia nos muestra. Freud mismo la utilizó en sus ensayos.
No sorprende por eso que un psicoanalista pueda interpretar, mejor que un científico, un historiador o un filósofo, las acciones humanas. Y tampoco sorprende que, precisamente para lograr un mayor entendimiento, se abra al discurso de otros. Hay, pues, una doble escucha por parte del psicoanálisis, más allá de la clínica singular: la de lo que sucede en el mundo y la del discurso de otros sobre ese suceder.
Los días 12 y 13 de diciembre de este año, Barcelona, ciudad hermosísima y acogedora donde las haya, albergó un encuentro marcado por esa doble escucha: a lo que ofrece el mundo, incluso con sus silencios, como los que acompañaron al duelo en París, y a lo que puedan ofrecer otras personas desde actividades ajenas al psicoanálisis.
Un día para cada una de esas escuchas en las Jornadas de la ELP. Quienes asistimos a ellas fuimos afortunados porque hemos aprendido, desde la escucha de la escucha, si así puede decirse, a mirar. A mirar la realidad en que nos hallamos, a tratar de comprenderla y a recordar que nada humano puede ser ajeno a esa mirada.
Fueron muchas las intervenciones y hábil la elección de la inaugural y de la final.
Éric Laurent inauguró las jornadas con una conferencia riquísima en detalles en la que fue mostrando cómo la acción humana es inconcebible obviando la singularidad. Tomando como núcleo lo traumático de los asesinatos de París, acabó iluminándonos sobre la gran paradoja del cientificismo: cuantos más factores causales se encuentran, menos claro es que haya una causa; lo hizo comparando las explicaciones sociológicas del yihadismo con las biológicas del autismo. Dos fenómenos bien distintos, tanto como las ciencias que pretenden abordarlos (Sociología y Biología), pero que comparten algo común, la imposible objetivación científica de lo subjetivo.
Y las cerró, con el brillante rigor que le caracteriza, Miquel Bassols, refiriéndose al cuerpo hablante. No tendría sentido resumir lo que dijo, por ser mucho y necesario, pero quizá baste como ejemplo ilustrativo su alusión a E.T.A. Hoffmann (quien ya había inspirado un ensayo de Freud) para mostrar lo siniestro posible de actualizar, el siniestro cuerpo de la tecno-ciencia.
Ésta no es la edad de la ciencia sino la del mito científico, que es muy diferente. Un mito pobre que aspira a la imposible completitud epistémica y que confunde progreso y bondad.
Actividades como la que Barcelona acogió los días 12 y 13 mantienen la esperanza en que es posible reconocer el misterio, en que no todo es igual, en que ser humanos supone una responsabilidad ineludible para cada uno.
Un descubrimiento así no es equivalente al de un antibiótico. Hay que hacer un trabajo hermenéutico de lo que se tiene entre manos y ya desde un principio hubo disonancias entre psicoanalistas, siendo célebre la existente entre Freud y Jung. Pero, a pesar de distintas concepciones, prácticas y escuelas, el psicoanálisis ha evolucionado desde Freud y es en la actualidad un enfoque clínico potente.
Hay algo consustancial a esta práctica: reconoce el límite que impone la singularidad de lo subjetivo. Ese reconocimiento implica una posición de escucha. En cierto modo, simplificando, la escucha del analista permite que el paciente vaya dándose cuenta de su determinación biográfica, tan distinta de la restricción biológica y, desde ese darse cuenta, desde esa situación en la que donde era Ello acontece el Yo, según diría Freud, alguien puede hacer algo mejor con su propia vida.
Pero precisamente esa actitud de escucha es la que también se abre más allá de la clínica, la que está atenta a la patología social, a lo que ocurre en nuestra civilización, tan inconsciente como la propia Historia nos muestra. Freud mismo la utilizó en sus ensayos.
No sorprende por eso que un psicoanalista pueda interpretar, mejor que un científico, un historiador o un filósofo, las acciones humanas. Y tampoco sorprende que, precisamente para lograr un mayor entendimiento, se abra al discurso de otros. Hay, pues, una doble escucha por parte del psicoanálisis, más allá de la clínica singular: la de lo que sucede en el mundo y la del discurso de otros sobre ese suceder.
Los días 12 y 13 de diciembre de este año, Barcelona, ciudad hermosísima y acogedora donde las haya, albergó un encuentro marcado por esa doble escucha: a lo que ofrece el mundo, incluso con sus silencios, como los que acompañaron al duelo en París, y a lo que puedan ofrecer otras personas desde actividades ajenas al psicoanálisis.
Un día para cada una de esas escuchas en las Jornadas de la ELP. Quienes asistimos a ellas fuimos afortunados porque hemos aprendido, desde la escucha de la escucha, si así puede decirse, a mirar. A mirar la realidad en que nos hallamos, a tratar de comprenderla y a recordar que nada humano puede ser ajeno a esa mirada.
Fueron muchas las intervenciones y hábil la elección de la inaugural y de la final.
Éric Laurent inauguró las jornadas con una conferencia riquísima en detalles en la que fue mostrando cómo la acción humana es inconcebible obviando la singularidad. Tomando como núcleo lo traumático de los asesinatos de París, acabó iluminándonos sobre la gran paradoja del cientificismo: cuantos más factores causales se encuentran, menos claro es que haya una causa; lo hizo comparando las explicaciones sociológicas del yihadismo con las biológicas del autismo. Dos fenómenos bien distintos, tanto como las ciencias que pretenden abordarlos (Sociología y Biología), pero que comparten algo común, la imposible objetivación científica de lo subjetivo.
Y las cerró, con el brillante rigor que le caracteriza, Miquel Bassols, refiriéndose al cuerpo hablante. No tendría sentido resumir lo que dijo, por ser mucho y necesario, pero quizá baste como ejemplo ilustrativo su alusión a E.T.A. Hoffmann (quien ya había inspirado un ensayo de Freud) para mostrar lo siniestro posible de actualizar, el siniestro cuerpo de la tecno-ciencia.
Ésta no es la edad de la ciencia sino la del mito científico, que es muy diferente. Un mito pobre que aspira a la imposible completitud epistémica y que confunde progreso y bondad.
Actividades como la que Barcelona acogió los días 12 y 13 mantienen la esperanza en que es posible reconocer el misterio, en que no todo es igual, en que ser humanos supone una responsabilidad ineludible para cada uno.
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sábado, 5 de diciembre de 2015
Lo que la Navidad recuerda
“Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento.” (Lc.2, 7)
“Cuando la bondad decae, cuando el mal aumenta, hago para mí un cuerpo. En cada época vuelvo para libertar a los santos, para destruir el pecado del pecador, para establecer la rectitud” (Bhagavad Gita).
Ni buey ni mula ni guirnaldas ni nada. No estaba allí Lucas, el evangelista que dice algo del nacimiento de quien llegó a considerar su maestro. Hubo textos apócrifos, sentimentalismos, imágenes de animales calentando con su aliento a un recién nacido. Nada. No era relevante nada más que lo que expresó Lucas al dar cuenta de uno de tantos nacimientos, más imaginados que reales.
Un nacimiento que, sin embargo, cambió la Historia, marcando, aunque no coincidiera en el año, un nuevo inicio, el Anno Domini.
No se nos narra un nacimiento heroico sino de lo más vulgar e incluso triste. Una familia nuclear, un niño que nace sin dar tiempo a cobijarlo de un modo normal. Es la paja, la tierra, quien lo acoge.
El mensaje cristiano se ha centrado en algo bien distinto a ese breve relato, enfocando la mirada a la muerte. Es la crucifixión de Jesús seguida, para los creyentes, de su resurrección, lo que se propagará como fe salvífica ambivalente (la muerte como tránsito a la vida plena) que acabará desplazando a la religión civil romana y a cultos mistéricos. El “relegere" piadoso civil cede al “religare" cristiano, tan poco piadoso tantas veces.
Pero, con Jesús, hubo algo más esencial que todo el revestimiento mítico posterior de su figura, de alguien que sí parece que existió realmente, pero del que se sabe más bien poco. Y eso esencial fue, a pesar de tantas contradicciones textuales, que hubo alguien que mostró la posibilidad del amor como referencia ética, de un amor total, sencillo y sereno, sostenido por la fe en Dios, incluso como esperanza desesperada al final. Curiosamente, tal vez no fuera tan distinta el ansia última del carpintero Jesús a la del emperador Juliano conocido como el apóstata. Ambos, tan distintos, tan opuestos, fueron sostenidos por una fe monoteísta (extrañamente relacionada con la nostalgia pagana en Juliano).
San Pablo hizo de las palabras de quien no las escribió una religión. Un hombre judío, helenizado y ciudadano romano, que no conoció a Jesús, se encargó de crear una religión universal a partir de una secta apocalíptica. La Historia nos cuenta todo lo demás. Herejías gnósticas, místicas, teológicas, pastorales, matanzas, el Malleus maleficarum… pero también contagios de ese amor de las bienaventuranzas, con personas que encarnaron en sus vidas el evangelio, la buena noticia en un mundo frío, hostil, la utopía posible aquí y ahora.
No es extraño que la necesidad del mito mitificara también a Jesús, incluyendo su nacimiento y su concepción. En el solsticio habría de nacer y una virgen habría de ser su madre. Isis permanece. La cosmovisión egipcia parece más relacionada con el cristianismo que el judaísmo del que procede.
Después, eternas discusiones teológicas en las que una sola palabra como Filioque provocaban cismas y odios, facilitando que cristianos se masacraran entre sí.
Pero lo mítico encierra lo verdadero, precisamente porque lo oculta. La Navidad, fecha que incita (o condena, según se mire) a la reunión festiva familiar, nos recuerda en realidad la soledad del héroe y del matrimonio que fue su familia. Y, con ello, nos advierte, a pesar de abrazos, lucecitas y papasnoeles, de la soledad humana radical.
Y la Navidad nos recuerda la gran posibilidad del amor. Como lo hizo en el frente occidental en 1914, en las trincheras. No aludiendo a un amor sensiblero, sino real, humano, el que acepta al otro, por muy diferente o, lo que es peor, por muy igual que sea a uno mismo. Un otro que será amado no por amor a Cristo, ni a Dios, ni siquiera a nosotros mismos, sino sólo, exclusivamente, por él mismo, por ser otro y ser, desde esa alteridad, hermano en la soledad cósmica.
“Cuando la bondad decae, cuando el mal aumenta, hago para mí un cuerpo. En cada época vuelvo para libertar a los santos, para destruir el pecado del pecador, para establecer la rectitud” (Bhagavad Gita).
Ni buey ni mula ni guirnaldas ni nada. No estaba allí Lucas, el evangelista que dice algo del nacimiento de quien llegó a considerar su maestro. Hubo textos apócrifos, sentimentalismos, imágenes de animales calentando con su aliento a un recién nacido. Nada. No era relevante nada más que lo que expresó Lucas al dar cuenta de uno de tantos nacimientos, más imaginados que reales.
Un nacimiento que, sin embargo, cambió la Historia, marcando, aunque no coincidiera en el año, un nuevo inicio, el Anno Domini.
No se nos narra un nacimiento heroico sino de lo más vulgar e incluso triste. Una familia nuclear, un niño que nace sin dar tiempo a cobijarlo de un modo normal. Es la paja, la tierra, quien lo acoge.
El mensaje cristiano se ha centrado en algo bien distinto a ese breve relato, enfocando la mirada a la muerte. Es la crucifixión de Jesús seguida, para los creyentes, de su resurrección, lo que se propagará como fe salvífica ambivalente (la muerte como tránsito a la vida plena) que acabará desplazando a la religión civil romana y a cultos mistéricos. El “relegere" piadoso civil cede al “religare" cristiano, tan poco piadoso tantas veces.
Pero, con Jesús, hubo algo más esencial que todo el revestimiento mítico posterior de su figura, de alguien que sí parece que existió realmente, pero del que se sabe más bien poco. Y eso esencial fue, a pesar de tantas contradicciones textuales, que hubo alguien que mostró la posibilidad del amor como referencia ética, de un amor total, sencillo y sereno, sostenido por la fe en Dios, incluso como esperanza desesperada al final. Curiosamente, tal vez no fuera tan distinta el ansia última del carpintero Jesús a la del emperador Juliano conocido como el apóstata. Ambos, tan distintos, tan opuestos, fueron sostenidos por una fe monoteísta (extrañamente relacionada con la nostalgia pagana en Juliano).
San Pablo hizo de las palabras de quien no las escribió una religión. Un hombre judío, helenizado y ciudadano romano, que no conoció a Jesús, se encargó de crear una religión universal a partir de una secta apocalíptica. La Historia nos cuenta todo lo demás. Herejías gnósticas, místicas, teológicas, pastorales, matanzas, el Malleus maleficarum… pero también contagios de ese amor de las bienaventuranzas, con personas que encarnaron en sus vidas el evangelio, la buena noticia en un mundo frío, hostil, la utopía posible aquí y ahora.
No es extraño que la necesidad del mito mitificara también a Jesús, incluyendo su nacimiento y su concepción. En el solsticio habría de nacer y una virgen habría de ser su madre. Isis permanece. La cosmovisión egipcia parece más relacionada con el cristianismo que el judaísmo del que procede.
Después, eternas discusiones teológicas en las que una sola palabra como Filioque provocaban cismas y odios, facilitando que cristianos se masacraran entre sí.
Pero lo mítico encierra lo verdadero, precisamente porque lo oculta. La Navidad, fecha que incita (o condena, según se mire) a la reunión festiva familiar, nos recuerda en realidad la soledad del héroe y del matrimonio que fue su familia. Y, con ello, nos advierte, a pesar de abrazos, lucecitas y papasnoeles, de la soledad humana radical.
Y la Navidad nos recuerda la gran posibilidad del amor. Como lo hizo en el frente occidental en 1914, en las trincheras. No aludiendo a un amor sensiblero, sino real, humano, el que acepta al otro, por muy diferente o, lo que es peor, por muy igual que sea a uno mismo. Un otro que será amado no por amor a Cristo, ni a Dios, ni siquiera a nosotros mismos, sino sólo, exclusivamente, por él mismo, por ser otro y ser, desde esa alteridad, hermano en la soledad cósmica.
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